7
La colina estaba cubierta de barro y hacía frío, pero a Marklin le encantaba trepar por aquella pendiente resbaladiza, tanto en invierno como en verano, para contemplar la maravillosa vista que se divisaba desde Wearyall Hill, junto a Sacred Thorn. El paisaje que se extendía a su alrededor se mantenía siempre verde, incluso en invierno, pero ahora presentaba los intensos colores de la primavera.
Marklin tenía veintitrés años y era rubio, de ojos azules y una piel muy blanca que enrojecía con facilidad al contacto con el viento y el frío. Llevaba una gabardina forrada de lana, unos guantes de piel y una gorrita de lana que, pese a su reducido tamaño, le servía de abrigo.
Marklin tenía dieciocho años cuando Stuart los llevó allí a Tommy y a él, ambos excelentes estudiantes, enamorados de Oxford, enamorados de Stuart y pendientes siempre de cada palabra que surgiese de sus labios.
Durante su época de estudiantes en Oxford, habían visitado periódicamente aquel lugar. Alquilaban unas habitaciones pequeñas y acogedoras en el George and Pilgrims Hotel y se dedicaban a pasear por la calle mayor examinando las vitrinas de las librerías y tiendas en las que se vendían amuletos y barajas de tarot, comentando en voz baja sus secretas pesquisas y compartiendo su actitud científica con respecto a temas que otros consideraban puramente mitológicos. Ni los creyentes locales ni antiguos hippies o los fanáticos de la Nueva Era, como tampoco los bohemios ni los artistas que andan siempre a la búsqueda del encanto y la tranquilidad de un lugar semejante, les atraían lo más mínimo.
Marklin y Tommy se dedicaban a descifrar el pasado, con avidez, haciendo uso de los diversos instrumentos de que disponían. Stuart, su profesor de lenguas antiguas, era también su sumo sacerdote, su enlace mágico con un auténtico santuario: la biblioteca y los archivos de Talamasca.
El año anterior, tras el descubrimiento de Tessa, en Glastonbury Tor, Stuart les había dicho: «He hallado en vosotros lo que siempre he buscado en un estudiante, un pupilo o un novicio. Sois los primeros a quienes deseo ofrecer todo cuanto sé».
A Marklin aquello le pareció un honor supremo, más destacable que todos los honores que pudieran concederle en Eton u Oxford, o en cualquier otro lugar del mundo donde decidiera proseguir sus estudios.
Aquél había representado incluso un momento más importante que su ingreso en la Orden. Y ahora, al reflexionar sobre ello, comprendía que su ingreso en la Orden lo llenó de orgullo precisamente porque significó mucho para Stuart, quien había dedicado su vida a Talamasca y, según decía, pronto moriría entre sus cuatro paredes.
Stuart había cumplido ochenta y siete años y era uno de los miembros en activo más ancianos de Talamasca, si es que el hecho de enseñar idiomas podía ser considerado en mayor medida una actividad de la organización de Talamasca que una pasión a la que se consagraba Stuart en su retiro. La referencia a la muerte no era romántica ni melodramática. Y nada había cambiado en la actitud que mantenía Stuart con respecto al Más Allá.
«Si un hombre de mi edad que conserva sus facultades mentales no afronta la muerte con valor, si no demuestra curiosidad e interés en ver qué sucede, significa que ha desperdiciado su vida. Es un imbécil».
Ni siquiera el descubrimiento de Tessa consiguió despertar en Stuart un ansia de alargar el tiempo de vida que le quedaba. Su amor por Tessa, su fe en ella, no se fundaba en algo tan pueril. Marklin temía la muerte de Stuart mucho más que el propio Stuart. Por otra parte, se daba cuenta de que había cometido un gran error con él, que debía tratar de recuperar su amistad y su confianza. Dejar que la muerte le arrebatara a Stuart era inevitable; perderlo antes de ese momento, era impensable.
«Os halláis en la sagrada tierra de Glastonbury —les había dicho Stuart aquel día, cuando comenzó todo—. ¿Quién yace enterrado bajo este tolmo? ¿El mismo Arturo o sólo los anónimos celtas que nos legaron sus monedas, sus armas, sus barcos con los que surcaron los mares desde este lugar que antaño fuera la isla de Avalon? Jamás lo sabremos. Pero existen unos secretos que podemos desvelar, y el significado de esos secretos es tan inmenso, tan revolucionario y tan insólito que merece nuestra adhesión a la Orden, cualquier sacrificio que debamos hacer. Si no estamos dispuestos a ello, somos unos hipócritas».
Marklin pudo haber evitado que Stuart les amenazara a Tommy y a él con abandonarlos, que en su indignación ante lo ocurrido les volviera la espalda. No era necesario revelarle todos los detalles de su plan. Marklin comprendía ahora que su negativa a asumir el control de la operación era lo que había provocado la disputa. Stuart tenía a Tessa… Había expresado sus deseos con toda claridad y no tenía por qué enterarse de lo sucedido. Fue un error que Marklin achacaba a su inmadurez y a su amor por Stuart, el cual le había incitado a contárselo todo.
Marklin estaba decidido a recuperar a Stuart. Éste había accedido a acudir. Probablemente ya habría llegado y se habría detenido junto a Chalice Well, como solía hacer antes de ascender por Wearyall Hill y conducirlos hasta el tolmo. Marklin sabía lo mucho que Stuart lo quería. Conseguiría recuperar su amistad hablándole desde lo más profundo del alma, con sentimiento y un fervor sincero.
Marklin no tenía la menor duda de que él mismo viviría muchos años, de que ésta era sólo la primera de las numerosas y arriesgadas aventuras que emprendería. Lograría apoderarse de las llaves del tabernáculo, del mapa del tesoro, de la fórmula de la pócima mágica. Estaba convencido de ello. Si esta primera empresa fracasaba, supondría para él un desastre moral. Seguiría adelante, por supuesto, pero su juventud había constituido una cadena ininterrumpida de éxitos y este plan también debía triunfar a fin de no detenerlo en su ascensión.
Era preciso ganar, debía ganar siempre. Jamás iniciaría una empresa que no pudiera coronar con éxito. Ésta era la promesa que Marklin se había formulado a sí mismo, y que siempre había cumplido.
En cuanto a Tommy, era fiel a los votos que habían hecho los tres, al concepto y a la persona de Tessa. Tommy no le preocupaba a Marklin. Estaba demasiado ocupado investigando con el ordenador, con sus cronologías y gráficos. Los mismos motivos por los que no había peligro de que Tommy desertara eran los que lo hacían tan valioso: era incapaz de contemplar el proyecto en su totalidad o de cuestionar su validez.
En los aspectos más elementales, Tommy jamás había cambiado.
Seguía siendo el muchacho que Marklin conoció en su infancia, un coleccionista, un rastreador, un archivo viviente, un investigador. Por lo que a Marklin se refería, Tommy jamás hubiera existido sin él. Se conocieron cuando ambos tenían doce años… en un internado de América. La habitación que ocupaba Tommy estaba siempre llena de fósiles, mapas, huesos de animales, extraños artilugios informáticos y una nutrida colección de libros de bolsillo de ciencia-ficción.
Marklin solía pensar que en aquellos tiempos Tommy debía considerarlo un personaje de esas novelas —Marklin detestaba el género— y que al conocerse, Tommy dejó de ser un observador para convertirse en un protagonista de un relato de ciencia-ficción. La lealtad de Tommy nunca había sido puesta en entredicho. Es más, durante los años en que Marklin ansiaba ser libre Tommy permaneció siempre junto a él, dispuesto a hacerle cualquier favor. Marklin inventaba tareas para mantener a su amigo ocupado y darse un respiro. Tommy jamás había protestado.
Marklin empezó a sentir frío, pero no le importó.
Glastonbury siempre sería para él un lugar sagrado, aunque no creía en casi nada que estuviera relacionado con él.
Cada vez que se dirigía a Wearyall Hill, con la íntima devoción de un monje, imaginaba al honesto José de Arimatea plantando su vara en ese lugar. No le importaba que la actual Santa Espina procediera del vástago de un vetusto árbol, el cual ya había desaparecido, como tampoco muchos otros detalles. En esos lugares experimentaba una emoción que lo estimulaba, una renovación religiosa, por llamarlo así, que le daba fuerzas para perseguir con más ahínco sus propósitos.
Alcanzar sus propósitos. Eso era lo más importante, pero Stuart no lo había entendido de ese modo.
Sí, las cosas se habían complicado demasiado, no cabía la menor duda. Habían muerto unos hombres cuya naturaleza e inocencia exigían mayor justicia. Pero Marklin no tenía toda la culpa de eso. Y la lección que había extraído era que, a la postre, nada de aquello importaba.
«Ha llegado el momento de que yo instruya a mi maestro —pensó Marklin—. Nos reuniremos de nuevo en este maravilloso paraje, a muchos kilómetros de la casa matriz, como hemos venido haciendo durante tantos años. Nada se ha perdido. Debo procurarle a Stuart la autorización moral de beneficiarse de lo que ha sucedido».
Tommy ya había llegado.
Siempre llegaba el segundo. Marklin observó cómo el viejo auto de Tommy bajaba lentamente por la calle mayor. Después de aparcar, Tommy se apeó del coche sin cerrar la portezuela con llave, como de costumbre, y empezó a subir por la colina.
¿Y si no se presentaba Stuart? ¿Y si ni siquiera se acercaba por allí? ¿Y si había decidido abandonar a sus seguidores? Pero eso era imposible.
Stuart se hallaba junto al pozo. Siempre bebía un trago de agua al llegar y otro antes de marcharse. Sus peregrinajes eran tan rígidos como los del antiguo druida o el monje cristiano. Viajaba de santuario en santuario.
Los hábitos de su maestro siempre habían suscitado un sentimiento de ternura en Marklin, al igual que sus palabras. Stuart los había «consagrado» a una vida secreta dedicada a descubrir «el misterio y el mito, a fin de alcanzar el horror y la belleza que subyacen en el núcleo».
Resultaba razonablemente poético, tanto antes como ahora. Pero era preciso convencer de ello a Stuart por medio de metáforas y nobles sentimientos.
Tommy casi había alcanzado el árbol. Caminaba con cautela, para no resbalar en el barro y caer. Marklin se había caído una vez, hacía años, al poco de iniciar sus peregrinajes. Eso le había supuesto pasar una noche en el George and Pilgrims Hotel, mientras le limpiaban la ropa.
No se lamentaba de que hubiera ocurrido, puesto que la velada fue maravillosa. Stuart había permanecido junto a él. Marklin pidió prestada una bata y unas zapatillas, y se pasaron la noche charlando en una habitación pequeña y encantadora. Ambos habían deseado en vano subir al tolmo a medianoche para comunicarse con el espíritu del rey que allí reposaba.
Por supuesto, Marklin jamás creyó que el rey Arturo descansara bajo Glastonbury Tor. De haberlo creído, hubiera cogido una pala y se habría puesto a cavar.
En su vejez, Stuart había llegado a la conclusión de que el mito sólo era interesante cuando tras él se ocultaba una verdad susceptible de ser desvelada, e incluso obtener pruebas físicas de la misma.
«Los eruditos de la Orden —pensó Marklin— tienen un defecto insalvable: para ellos poseen el mismo valor las palabras que las acciones». Ése era el motivo de la confusión que se había producido ahora. Stuart, a los ochenta y siete años, se había adentrado por primera vez en la realidad.
Realidad y sangre se mezclaban.
Tommy se acercó a Marklin. Concentró su aliento sobre sus manos, que estaban heladas, y luego se puso los guantes. Era muy propio de él subir a la colina sin ponerse los guantes, olvidándose de que los llevaba en el bolsillo hasta ver los guantes de piel de Marklin, que precisamente se los había regalado él.
—¿Dónde está Stuart? —preguntó Tommy—. Sí, sí, los guantes. —Miró a Marklin con unos ojos enormes que asomaban a través de sus gruesas gafas redondas, sin montura. Era pelirrojo y llevaba el pelo corto y bien peinado, lo que le confería un aspecto de abogado o banquero—. Vale, ya me pongo los guantes. ¿Dónde está?
Marklin se disponía a decirle que Stuart aún no había llegado cuando lo vio apearse del coche en el aparcamiento, y subir el último tramo del camino a pie. Marklin lo observó perplejo.
Stuart presentaba el mismo aspecto de siempre: alto, delgado bajo su amplio abrigo, con una bufanda de cachemir cuyos extremos ondeaban al viento y su enjuto rostro que parecía tallado en madera. Su pelo canoso, como de costumbre, parecía un nido de pájaros.
Al acercarse, Stuart miró a Marklin. Éste se dio cuenta de que estaba temblando. Tommy retrocedió unos pasos. Stuart se detuvo a un metro y medio de ellos, con los puños crispados, y observó a ambos jóvenes con expresión angustiada.
—¡Vosotros matasteis a Aaron! —exclamó Stuart—. ¡Fuisteis vosotros! Asesinasteis a Aaron. ¿Cómo pudisteis hacer semejante cosa?
Marklin se quedó atónito. Su confianza y sus planes se desmoronaron en un instante. Apenas podía dominar el temblor de sus manos. Sabía que si trataba de decir algo, su voz sonaría frágil y sin autoridad. No soportaba que Stuart se sintiera enojado o decepcionado con él.
—¿Qué habéis hecho, desgraciados? —prosiguió Stuart—. ¿Y qué he hecho yo para poner en marcha ese infernal plan? ¡Dios mío! ¡Yo soy el culpable!
Marklin tragó saliva, pero no pronunció palabra.
—Tú, Tommy, ¿cómo pudiste participar en esto? —inquirió Stuart—. Y tú, Mark, tú eres el autor.
—Escúchame, Stuart, te lo ruego —replicó Marklin.
—¿Que te escuche? —dijo desafiante Stuart, aproximándose con las manos metidas en los bolsillos del abrigo—. ¿Que te escuche? Permíteme que te haga una pregunta, mi joven y valiente amigo en quien tenía depositadas todas mis esperanzas. ¿Qué te impedirá matarme a mí, como has hecho con Aaron y Yuri Stefano?
—Lo hice por ti, Stuart —insistió Marklin—. Si dejas que te explique, lo comprenderás. No son más que unas flores de las semillas que plantaste cuando iniciamos esto juntos. Era preciso acallar a Aaron, impedirle que regresara a la casa matriz y presentara su informe. Yuri Stefano también constituía un peligro. Fue una suerte que decidiera visitar Donnelaith, en lugar de regresar a casa directamente desde el aeropuerto.
—Hablas de circunstancias, de detalles —dijo Stuart avanzando otro paso hacia ellos.
Tommy guardaba silencio, impasible, mientras el viento agitaba su pelo rojo. Permanecía junto a Marklin, observando fijamente Stuart a través de sus gruesas gafas.
Stuart se encontraba fuera de sí.
—Hablas de métodos expeditivos, pero no de la vida y la muerte, mi distinguido alumno —insistió—. ¿Cómo fuiste capaz de hacerlo? ¿Cómo es posible que asesinaras a Aaron?
La voz de Stuart se quebró, demostrando el profundo dolor que sentía, tan inmenso como su rabia.
—Si pudiera yo mismo te destruiría, Mark. Pero soy incapaz de hacerlo, y supuse ingenuamente que tú tampoco te atreverías a hacer algo semejante. Pero me equivoqué contigo.
—Merecía la pena hacer cualquier sacrificio, Stuart —respondió Marklin—. ¿Y qué valor tiene un sacrificio si no es un sacrificio moral?
Stuart lo miró horrorizado, pero ¿qué otra cosa podía hacer Marklin excepto lanzarse de cabeza? Tommy debía decir algo, pensó Stuart, pero sabía que cuando éste expresara su opinión él se mantendría firme.
—Acabé con quienes podían detenernos —dijo Mark—. Ni más ni menos, Stuart. Lamentas la muerte de Aaron porque lo conocías.
—No seas idiota —replicó Stuart con amargura—. Me lamento por la muerte de un inocente, por una estupidez monstruosa. ¿Crees que la Orden no vengará la muerte de ese hombre? Crees que conoces a los de Talamasca, que eres tan inteligente que te han bastado unos pocos años para descifrar todos sus entresijos; pero lo único que has conseguido es captar sus debilidades organizativas. Aunque vivieras cien años no llegarías a conocer bien Talamasca. Aaron era mi hermano. Has matado a mi hermano. Me has fallado, Mark. Y tú también, Tommy. Os habéis fallado a vosotros mismos, a Tessa.
—No —dijo Mark—, no estás diciendo la verdad, y lo sabes. Mírame, Stuart, mírame a los ojos. Me pediste que trajera a Lasher hasta aquí, me pediste que abandonara la biblioteca y lo organizara todo, igual que a Tommy también. ¿Crees que podrías haber orquestado el plan sin nosotros?
—Olvidas un detalle muy importante, Mark —indicó Stuart—. Has fracasado. No lograste rescatar al Taltos y traerlo hasta aquí. Tus soldados eran unos idiotas, lo mismo que el general.
—Ten paciencia con nosotros —intervino Tommy, sin perder la calma—. Desde el primer día comprendí que era imposible llevar a cabo el plan sin que alguien pagara con su vida por ello.
—No me dijiste nada de eso.
—Permíteme que te recuerde —prosiguió Tommy secamente— que fuiste tú quien señaló que debíamos impedir que Yuri y Aaron se inmiscuyeran… y que se debía borrar toda evidencia de que había nacido un Taltos en la familia Mayfair. ¿Cómo querías que lo hiciéramos a no ser de la forma que lo hicimos? No tenemos nada de que avergonzarnos, Stuart. Nuestros fines justifican plenamente nuestros métodos.
Marklin trató de contener un suspiro de alivio.
Stuart miró a Marklin y a Tommy y luego contempló el pálido paisaje formado por las verdes colinas onduladas y la cima de Glastonbury Tor. Al cabo de unos minutos se volvió hacia el tolmo y agachó la cabeza como si estuviera comunicándose con una deidad personal.
Marklin se acercó y apoyó suavemente las manos sobre los hombros de Stuart. Era mucho más alto que su amigo, pues Stuart había perdido unos centímetros en su vejez. Marklin le murmuró al oído:
—La suerte estaba echada cuando nos deshicimos del científico. No podíamos retroceder. En cuanto al médico…
—No —contestó Stuart, sacudiendo la cabeza con energía y con la vista fija en el tolmo—. Esas muertes podrían atribuirsele al propio Taltos, ¿no lo comprendes? Ahí radica lo bueno. La figura del Taltos anula las muertes de los dos hombres, que no podían sino haber utilizado indebidamente la revelación que había llegado a sus manos.
—Stuart —dijo Mark, consciente de que su amigo no había tratado de liberarse de su leve abrazo—, debes comprender que Aaron se convirtió en nuestro enemigo cuando se convirtió en el enemigo oficial de Talamasca.
—¿Enemigo? Aaron nunca fue un enemigo de Talamasca. Vuestra absurda excomunión le causó un disgusto tremendo.
—Stuart —insistió Mark—, comprendo que la excomunión fuera un error, pero en todo caso fue nuestro único error.
—Aquello fue inevitable —dijo Tommy secamente—. Nos arriesgábamos a ser descubiertos. Hice lo que debía, y procuré que resultara lo más convincente posible. Hubiera sido imposible mantener una correspondencia fingida entre los Mayores y Aaron. Era demasiado peligroso.
—Reconozco que fue un error —dijo Marklin—. Sólo su lealtad a la Orden hubiera impedido que Aaron desvelara ciertas cosas que había visto y había empezado a sospechar. Si cometimos un error, Stuart, lo cometimos los tres. No debimos enfrentar a Aaron y a Yuri Stefano. Debimos haber jugado mejor nuestras cartas.
—La tela de araña era demasiado compleja —dijo Stuart—. Os lo advierto. Acércate, Tommy. Os lo advierto a los dos. No tratéis de atacar a la familia Mayfair. Ya habéis hecho suficiente daño. Habéis matado al mejor hombre que he conocido en mi vida, y por un motivo tan pueril que la Providencia se vengará de vosotros. ¡No hagáis nada que pueda perjudicar a esa familia!
—Me temo que ya lo hemos hecho —contestó Tommy con su acostumbrado tono práctico—. Aaron Lightner se había casado hacía poco con Beatrice Mayfair; tenía mucha amistad con Michael Curry, y con el resto del clan, por lo que esa unión no era necesaria para consolidar su relación con la familia. Pero el caso es que se casaron, y para los Mayfair el matrimonio constituye un lazo sagrado. Aaron se había convertido en un miembro de la familia.
—Espero por vuestro bien que te estés equivocando —sentenció Stuart—. En caso contrario, ya podéis encomendaros a Dios. Si provocáis la ira de las brujas Mayfair, nada ni nadie podrá salvaros.
—Lo hecho, hecho está; pensemos en lo que debemos hacer a partir de ahora —dijo Marklin—. Bajemos al hotel, Stuart.
—¿Para que otros puedan oír nuestra conversación? ¿Acaso estás loco?
—Llévanos junto a Tessa, Stuart. Podemos hablar allí —insistió Marklin.
Era el momento clave. Marklin lo sabía. Se había precipitado, no debió pronunciar aún el nombre de Tessa.
Stuart seguía mirándolos con desprecio e indignación. Tommy permanecía impávido, con sus enguantadas manos cruzadas sobre el pecho. Llevaba el cuello del abrigo levantado, ocultándole la boca, por lo que sólo se veían sus fríos ojos.
Marklin temió estar a punto de romper a llorar. No había llorado jamás en su vida.
—Puede que no sea el momento oportuno para ir a verla —dijo Marklin, apresurándose a reparar el daño.
—Quizá sea preferible que no volváis a verla —murmuró Stuart con aire pensativo.
—No lo dirás en serio —contestó Mark.
—Si os llevo junto a Tessa, corro el riesgo de que me matéis también a mí.
—¿Cómo puedes decir semejante cosa? Nos duele que pienses así de nosotros. No somos unos canallas sin principios. Hemos consagrado nuestros esfuerzos a un mismo fin. Aaron debía morir. Lo mismo que Yuri. Yuri nunca formó parte de la Orden. Cuando las cosas se complicaron, se marchó apresuradamente.
—Sí, y vosotros tampoco fuisteis nunca miembros de la Orden —replicó Stuart con dureza.
—Estamos consagrados a ti —respondió Marklin—. Estamos perdiendo un tiempo precioso, Stuart. No nos lleves junto a Tessa si no lo deseas, pero eso no mermará mi fe ni la de Tommy en ella. Nada impedirá que persigamos nuestro objetivo.
—¿Y cuál es ese objetivo? —preguntó Stuart—. Lasher ha desaparecido, como si no hubiera existido jamás. ¿O acaso dudas de la palabra de un hombre que siguió a Yuri por tierra y mar para asesinarlo de un tiro?
—No podemos hacer nada por Lasher —terció Tommy—. Creo que todos estamos de acuerdo en ello. Lo que vio Lanzing no puede interpretarse de ninguna otra forma. Pero Tessa está en tus manos, tan real como el día en que la descubriste.
Stuart sacudió la cabeza.
—Tessa es real, está sola y siempre lo ha estado. La unión no se llevará a cabo. Mis ojos se cerrarán para siempre sin haber contemplado el milagro.
—Todavía es posible, Stuart —respondió Marklin—. La familia, las brujas Mayfair.
—¿Qué pretendes? —le espetó Stuart, sin poder controlar el tono exaltado de su voz—. Si les atacas, te destruirán. Has olvidado la primera advertencia que te hice. Las brujas Mayfair siempre derrotan a quienes tratan de perjudicarlas. ¡Siempre! ¡Individualmente o como familia!
Los tres guardaron silencio durante unos minutos.
—¿Por qué dices que le destruirán a él, Stuart? —inquirió Tommy—. ¿Acaso no nos destruirán a los tres?
Stuart estaba desesperado. Su cabello canoso, agitado por el viento, semejaba la pelambrera de un borracho. Agachó la cabeza y fijó la vista en el suelo. Su nariz curva relucía como un cartílago recién pulido. Parecía un águila, sí, pero no un águila vieja.
Stuart tenía los ojos enrojecidos y llorosos, como si se hubiera resfriado. Marklin temió que cayera enfermo. Observó el mapa de venitas azules que surcaban sus sienes. Stuart temblaba violentamente.
—Tienes razón, Tommy —contestó Stuart—. Los Mayfair nos destruirán a todos. ¿Por qué no iban a hacerlo? —Stuart se volvió hacia Marklin y añadió—: ¿Qué crees que lamento más de este asunto? ¿La muerte de Aaron? ¿El que no pueda celebrarse la unión entre el macho y la hembra Taltos? ¿El fracaso de nuestro plan, que ha dado al traste con la cadena de memoria que confiábamos descubrir, eslabón a eslabón, hasta sus orígenes? ¿O el hecho de que ambos os hayáis condenado por lo que habéis hecho? En definitiva, os he perdido. No me importa que los Mayfair nos destruyan a todos. Es justo que así sea.
—Rechazo esa justicia —replicó Tommy—. No puedes volverte contra nosotros, Stuart.
—No puedes afirmar que hemos fracasado —dijo Stuart—. Las brujas pueden volver a concebir un Taltos.
—¿Dentro de trescientos años? —preguntó Marklin—. ¿O mañana?
—Escúchame, te lo ruego —solicitó Marklin—. El espíritu de Lasher sabía lo que había sido, y lo que podía ser, y la transformación que sufrieron los genes de Rowan Mayfair y Michael Curry sucedió bajo la mirada vigilante del espíritu, a fin de que éste alcanzara su propósito.
»Nosotros también sabemos lo que es un Taltos, y lo que era, y cómo crearlo. ¡Y también lo saben las brujas! Por primera vez, conocen el destino de la hélice gigante. Y el hecho de que lo sepan les confiere tanto poder como a Lasher.
Stuart no supo qué responder. Era evidente que no había pensado en ello. Tras observar a Marklin durante unos instantes, le preguntó:
—¿Estás convencido de ello?
—Su conocimiento les confiere un poder aún mayor —intervino Tommy—. No debemos subestimar la ayuda telequinética que podrían prestarnos en caso de que se produjera un parto.
—Ha hablado el científico —dijo Marklin, sonriendo con aire triunfal. La corriente estaba cambiando. Podía percibirlo, lo veía en los ojos de Stuart.
—No olvidemos —señaló Tommy— que el espíritu era torpe, se sentía confuso. Las brujas son muy superiores, incluso las más estúpidas e ingenuas.
—No puedes saberlo con certeza, Tommy.
—Hemos llegado demasiado lejos, Stuart —dijo Marklin—. ¡No podemos dar marcha atrás!
—En definitiva —terció Tommy—, nuestros logros no son insignificantes. Hemos verificado la encarnación del Taltos, y si lográramos apoderarnos de las notas escritas por Aaron antes de morir, quizá podríamos verificar lo que todos sospechan: que no se trató de una encarnación, sino de una reencarnación.
—Sé lo que hemos conseguido —dijo Stuart—. Lo bueno y lo malo. No es necesario que me lo resumas, Tommy.
—Sólo pretendía aclarar las cosas —le respondió éste—. Las brujas no sólo conocen los viejos secretos de manera abstracta, sino que creen en el milagro físico. Disponemos de diversas e interesantes oportunidades para conseguir nuestros fines.
—Confía en nosotros, Stuart —terció Marklin.
Stuart miró a Tommy y luego a Marklin. Marklin adivinó en sus ojos la vieja chispa, el amor que sentía hacia él.
—No habrá más muertes, Stuart —le apostilló Marklin—. Te lo aseguro. Los otros colaboradores involuntarios serán apartados del tema sin que se hayan enterado de nuestro plan.
—¿Y Lanzing? Debe de saberlo todo.
—Era un empleado nuestro, Stuart —contestó Marklin—. No comprendía lo que veía. Además, también ha muerto.
—Nosotros no lo matamos —se apresuró a decir Tommy—. Hallaron una parte de sus restos al pie del risco de Donnelaith. Su pistola había sido disparada dos veces.
—¿Una parte de sus restos? —inquirió Stuart.
Tommy se encogió de hombros.
—Dijeron que había sido devorado por los animales salvajes —respondió.
—En tal caso no podéis estar seguros de que matara a Yuri.
—Yuri no regresó al hotel —contestó Tommy—. No ha reclamado sus cosas. Yuri está muerto, Stuart. Las dos balas iban destinadas a él. No sabemos cómo se despeñó Lanzing, ni por qué, ni si fue atacado por algún animal. Pero Yuri Stefano ha desaparecido a todos los efectos.
—¿Acaso no lo comprendes, Stuart? —preguntó Marklin—. A excepción del hecho de que se nos escapara el Taltos, todo ha salido a pedir de boca. Podemos retirarnos a un segundo plano y centrarnos en las brujas Mayfair. No es necesario recurrir de nuevo a la Orden. Aunque descubran la interceptación, nadie puede acusarnos a nosotros.
—¿No teméis a los Mayores?
—No hay motivo para tal cosa —contestó Tommy—. Los interceptadores siempre han funcionado perfectamente.
—Hemos aprendido de nuestros errores, Stuart —dijo Marklin—. Pero quizá lo que ha sucedido tenía un motivo. No me refiero una razón sentimental. En general, el balance es positivo. Las personas que han muerto nos estorbaban.
—Me repugna que habléis con tanta crudeza de vuestros métodos —protestó Stuart—. ¿Qué me decís de nuestro Superior General?
Tommy se encogió de hombros.
—Marcus no sabe nada —respondió—. Salvo que pronto podrá retirarse con una pequeña fortuna. Jamás conseguirá unir todas las piezas del rompecabezas. Ni él ni nadie. Nadie descubrirá nuestro plan.
—Necesitamos unas semanas más —dijo Marklin— con objeto de protegernos.
—No estoy seguro —terció Tommy—. Creo que sería preferible retirar cuanto antes los interceptadores. Conocemos todo lo que Talamasca sabe sobre la familia Mayfair.
—No os precipitéis ni os mostréis tan seguros de vosotros mismos —dijo Stuart—. ¿Qué pasará cuando descubran vuestras falsas comunicaciones?
—Querrás decir, nuestras falsas comunicaciones —replicó Tommy—. En el peor de los casos, se producirá cierta confusión, quizás una investigación. Pero nadie podrá averiguar que somos los autores de las cartas ni de la interceptación. Por eso mismo resulta imprescindible que sigamos representando el papel de novicios leales, y no hagamos nada que despierte la menor sospecha.
Tommy miró a Marklin. La estrategia había funcionado. El talante de Stuart había cambiado. Era Stuart quien volvía a dar las órdenes… prácticamente.
—Todo se ha hecho por vía electrónica —dijo Tommy—. No existen pruebas materiales de nada, excepto unos papeles en mi apartamento de Regent’s Park. Sólo tú, Mark y yo sabemos dónde se encuentran esos papeles.
—Necesitamos tu ayuda, Stuart —dijo Marklin—. Estamos a punto de entrar en la fase más apasionante del plan.
—Silencio —contestó Stuart—. Dejad que os vea bien, que os tome la medida.
—Adelante —dijo Marklin—. Verás ante ti a unos intrépidos jóvenes, tal vez estúpidos, pero valientes y decididos.
—Mark se refiere a que nuestra posición es mejor de lo que habíamos imaginado —dijo Tommy—. Lanzing asesinó a Yuri y luego se mató al caer del risco. Stolov y Norgan han muerto. Sabían demasiado, eran un estorbo. Los hombres que contratamos para liquidar a los otros no conocen nuestra identidad. Y nosotros estamos aquí, como al principio, en Glastonbury.
»Y Tessa está en tus manos. Sólo nosotros tres conocemos su existencia.
—Os felicito por vuestra elocuencia —murmuró Stuart—. Muy brillante.
—La poesía es la verdad, Stuart —dijo Marklin—. La verdad suprema, y la elocuencia es un atributo de ésta.
Se produjo una pausa. Marklin quería que Stuart iniciase el descenso de la colina. Le echó un brazo alrededor de los hombros, en un gesto protector, y Stuart dejó que lo hiciera.
—Bajemos al hotel, Stuart —dijo Marklin—. Es hora de cenar. Hace frío y estamos hambrientos.
—Si pudiéramos volver a empezar —dijo Tommy—, lo haríamos mejor. Reconozco que no era necesario matar a esas personas. Habría sido un reto más interesante tratar de alcanzar nuestros propósitos sin lastimar a nadie.
Stuart, enfrascado en sus pensamientos, miró distraídamente a Tommy. Se había vuelto a levantar un viento helado, y Marklin empezó a tiritar. Temía que Stuart pillara una pulmonía. Estaba impaciente por regresar al hotel y cenar en compañía de sus amigos.
—No hemos sido nosotros mismos, sabes, Stuart —dijo Marklin contemplando la población que se extendía a sus pies, consciente de que sus dos amigos lo observaban—. Cuando estamos juntos formamos un único ser que ninguno de nosotros conocemos bien, quizás una cuarta entidad a la que deberíamos imponer un nombre puesto que es más poderosa que cada uno de nosotros por separado. Quizá deberíamos aprender a controlarla. Pero no podemos destruirla ahora, Stuart. Si lo hacemos, nos traicionaríamos mutuamente. Por duro que parezca, la muerte de Aaron no significa nada.
Había jugado su última carta. Había dicho las mejores y peores cosas que debía decir, en lo alto de esa colina azotada por el gélido viento, sin pensarlo previamente, dejándose guiar tan sólo por su intuición. Al fin miró a su maestro y a su amigo, y comprobó que ambos estaban impresionados por sus palabras, quizás incluso más de lo que habría podido esperar.
—Sí, fue esa cuarta entidad, como tú la llamas, la que mató a mi amigo —respondió Stuart en voz baja—. Tienes razón. Y sabemos que el poder, el futuro de esa cuarta entidad, es inimaginable.
—Exactamente —murmuró Tommy con frialdad.
—Pero la muerte de Aaron es una tragedia terrible. Os prohíbo que volváis a mencionarla en mi presencia, o que habléis de ella con cualquiera.
—De acuerdo —contestó Tommy.
—¡Pobre amigo inocente —dijo Stuart—, que sólo pretendía ayudar a la familia Mayfair!
—Ningún miembro de Talamasca es inocente —protestó Tommy.
Stuart se volvió hacia él y lo miró entre enojado y perplejo.
—¿A qué te refieres? —preguntó.
—No se puede pretender estar en posesión de ciertos conocimientos sin que éstos influyan en uno mismo. Cuando se sabe algo se actúa en consecuencia a ello, ya sea para ocultarlo a quienes también se verían influidos por ello o bien para revelárselo. Aaron era consciente de eso. La organización de Talamasca es perversa por naturaleza; ése es el precio que se debe pagar por el privilegio de acceder a sus bibliotecas, archivos y discos informáticos. Es algo parecido a Dios: sabe que algunas de sus criaturas sufrirán y que otras triunfarán, pero no les revela lo que sabe. La orden de Talamasca es más pérfida que el Ser Supremo, pero ésta no crea nada.
«¡Cuánta razón tienes!», pensó Marklin, aunque no se atrevió a decirlo en voz alta por miedo a la respuesta de Stuart.
—Puede que tengas razón —farfulló Stuart. Parecía derrotado, o quizá tratara de hallar algún argumento al que aferrarse.
—Es un sacerdocio estéril —declaró Tommy con su acostumbrado tono inexpresivo, ajustándose las gafas—. Los altares están desiertos; las estatuas han sido retiradas. Los miembros de la Orden estudian por el mero hecho de estudiar.
—Basta.
—Permíteme que hable de nosotros —respondió Tommy—. Nosotros no somos estériles, asistiremos a la sagrada unión y oiremos las voces de la memoria.
—Sí —apostilló Marklin, incapaz de imitar el frío tono de su amigo—. Sí, nosotros somos los auténticos sacerdotes. Los mediadores entre la Tierra y las fuerzas de la naturaleza. Poseemos las palabras y el poder.
Se produjo otro silencio.
¿Conseguiría Marklin hacer descender a sus amigos de esa colina? Había ganado. Habían vuelto a reunirse, y anhelaba el calor del hotel George and Pilgrims. Estaba excitado e impaciente por celebrar su victoria.
—¿Y Tessa? —preguntó Tommy—. ¿Cómo está?
—Como siempre —respondió Stuart.
—¿Sabe que el Taltos macho ha muerto?
—No sabe nada de él —contestó Stuart.
—Ya.
—Vamos —dijo Marklin—. Bajemos al hotel.
—Sí —contestó Tommy—, aquí hace mucho frío.
Los tres amigos comenzaron a bajar la colina. Tommy y Marklin sostenían a Stuart del brazo para evitar que resbalara. Cuando llegaron al lugar donde Stuart había dejado aparcado el coche, decidieron subirse a él en lugar de recorrer a pie el largo trecho que quedaba hasta el hotel.
—Antes de marcharme —dijo Stuart, entregando las llaves del coche a Marklin—, deseo visitar Chalice Well.
—¿Para qué? —inquirió Marklin con voz suave y respetuosa, como demostrando el cariño que sentía por Stuart—. ¿Acaso pretendes lavarte la sangre de las manos? Desengáñate, maestro, el agua del pozo ya está ensangrentada.
Stuart soltó una amarga carcajada y respondió:
—Pero es la sangre de Jesús.
—Es la sangre de las convicciones —contestó Marklin—. Iremos al pozo después de cenar, antes de que anochezca. Te lo prometo.
Luego se subieron al coche y se dirigieron al hotel.