12

Marklin jamás había visto tan alterados a los miembros de la Orden. Aquello ponía a prueba su talento para fingir que no estaba enterado de nada. La sala de reuniones aparecía atestada de personas que no cesaban de vociferar. Nadie se fijó en él cuando pasó por el pasillo. El ruido era ensordecedor y retumbaba bajo los techos abovedados. Con todo, Marklin se alegraba de aquel tumulto. De ese modo, nadie se preocuparía por la actitud de un novicio, lo que hacía o adónde iba.

No le habían despertado para informarle de lo que pasaba. Se había enterado al abrir la puerta de su habitación y ver a varios miembros «patrullando» por el pasillo. Tommy y él apenas habían tenido ocasión de intercambiar unas breves palabras.

Tommy había llegado a Regent’s Park y había conseguido desconectar la intercepción del fax. Toda prueba física de las falsas comunicaciones sería destruida.

Y a todo esto, ¿dónde estaba Stuart? No se encontraba en la biblioteca ni en el salón ni en la capilla rezando por el alma de su querido Aaron, ni tampoco en la sala de reuniones.

Stuart no sucumbirá bajo esta presión, pensó Marklin. Y si había desaparecido, si se había marchado para estar con Tessa… Pero no, era imposible que hubiera huido. Stuart volvía a estar de su lado. Era su líder, eran tres contra el resto del mundo.

El enorme reloj del vestíbulo dio las once. La faz de la luna de bronce sonreía sobre los números barrocos. Resultaba imposible oír las campanadas en medio de aquella barahúnda. ¿Cuándo comenzarían las deliberaciones formales?

Marklin dudó sobre la conveniencia de subir a la habitación de Stuart. Sin embargo, era algo completamente natural. Al fin y al cabo, Stuart era su tutor dentro de la Orden. ¿Qué tenía de particular que él fuera a su habitación? ¿Y si Stuart se dejaba vencer de nuevo por el temor y empezaba a cuestionar todas sus decisiones? ¿Y si se volvía de nuevo contra Marklin, como había hecho en Wearyall Hill, y éste no contaba con la ayuda de Tommy para resolver el problema?

Acababa de suceder algo importante. Marklin lo comprendió por el tono alterado de las voces que sonaban en la sala de reuniones. Avanzó unos pasos, hasta encontrarse ante la puerta del ala norte. Los miembros ocupaban sus asientos alrededor de la gigantesca mesa de roble. Marklin se topó con Stuart de frente; éste lo miró fijamente, como un ave de pico afilado, con sus ojillos azules y redondos, vestido con su habitual ropaje sombrío, casi clerical.

Stuart se hallaba junto al sillón vacante del Superior General, y apoyaba su mano en el respaldo. Todos lo observaban. De modo que lo habían designado para sustituir a Marcus.

Marklin se tapó la boca con la mano y tosió ligeramente para disimular una imprudente pero inevitable sonrisa de triunfo. Demasiado perfecto, pensó, era como si los poderes estuvieran de su parte. Al fin y al cabo, podrían haber nombrado a Elvera, a Joan Cross o al viejo Whitfield. Pero habían elegido a Stuart. ¡Brillante! El mejor amigo de Aaron.

—Entrad y tomad asiento —dijo Stuart. Marklin observó que estaba muy nervioso—. Debéis disculparme —agregó, esbozando una sonrisa forzada.

«Dios mío, va meter la pata», pensó Marklin.

—Aún no me he recobrado de la impresión —continuó Stuart—. Como sabéis, he sido designado para sustituir al anterior Superior General. En estos momentos esperamos recibir una comunicación de los Mayores.

—¿Es que aún no han contestado? —preguntó Elvera. Rodeada de sus compinches, había sido la estrella durante toda la mañana: testigo del asesinato de Anton Marcus y la única persona que había hablado con el misterioso individuo que había penetrado en el edificio para, después de hacer unas curiosas preguntas a la gente con la que se había topado, estrangular a Marcus de forma fría y metódica.

—No, todavía no han contestado, Elvera —respondió Stuart con paciencia—. Sentaos para que podamos comenzar la reunión.

Al fin los asistentes guardaron silencio. Los rostros que rodeaban la gigantesca mesa expresaban curiosidad. Dora Fairchild había estado llorando, al igual que Manfield Cotter y otros miembros a los que Marklin ni siquiera conocía. Todos ellos eran amigos de Aaron Lightner o, para ser más precisos, lo veneraban.

Nadie había conocido realmente a Marcus. Su muerte les había causado una profunda impresión, desde luego, pero todos ellos estaban acostumbrados al dolor.

—¿Ha contestado la familia Mayfair? —preguntó alguien a Stuart—. ¿Tenemos más datos sobre la muerte de Aaron?

—Un poco de paciencia, por favor. Os informaré de las últimas noticias en cuanto las reciba. Lo único que sabemos con certeza es que ha sucedido algo terrible en esta casa. Han irrumpido unos intrusos. Probablemente se han producido otros fallos en el sistema de seguridad. No sabemos si todos esos hechos están relacionados.

—¡Ese hombre me preguntó si sabía que Aaron había muerto! —dijo Elvera, alzando la voz de forma desconcertada—. Entró en mi habitación y empezó a hablar sobre Aaron.

—Por supuesto que están relacionados —intervino Joan Cross. Joan llevaba un año sentada en una silla de ruedas; tenía un aspecto muy frágil, su cabello blanco empezaba a escasear, pero su voz mantenía el tono impaciente y dominante de siempre—. Stuart, la cuestión prioritaria ahora es averiguar la identidad del asesino. Las autoridades nos han dicho que no han podido descubrir sus huellas. Pero nosotros sabemos que ese hombre puede estar relacionado con la familia Mayfair. Las autoridades, en cambio, no lo saben.

—Sí… todo parece indicar que esos hechos están relacionados —balbuceó Stuart—. Pero no sabemos nada más. Eso es a lo que me refería.

De golpe clavó su profunda mirada en Marklin, que se hallaba sentado a un extremo de la mesa, y lo observó con calma.

—A decir verdad, caballeros —dijo Stuart, apartando los ojos de Marklin y mirando a los otros miembros—, no soy la persona adecuada para sustituir a Anton. Creo… creo que debo pasar el cetro a Joan, si la asamblea lo aprueba. ¡Yo no puedo continuar!

¡Cómo había sido capaz de hacerles aquello!, se dijo Marklin, tratando de ocultar su disgusto del mismo modo en que pocos minutos antes había intentado disimular su sonrisa triunfal. Gozaba de una posición privilegiada, pensó con amargura, pero tenía miedo. Se había acobardado justamente cuando se le necesitaba para bloquear la comunicación que podía acelerar los acontecimientos. Era un imbécil.

—No tengo más remedio que renunciar al cargo —dijo Stuart, alzando la voz como si se dirigiera exclusivamente a su novicio—. Caballeros, me siento… demasiado disgustado por la muerte de Aaron para seros de utilidad.

Una afirmación muy sabia e interesante, pensó Marklin. Stuart les había dicho que si tenían algún secreto debían protegerse de las personas con poderes extrasensoriales pensando en algo que se aproximara a la verdad.

Stuart se levantó y cedió el sillón a Joan Cross. La mayoría de los presentes expresaron su aprobación. Incluso Elvera asintió complacida. El joven Crawford, uno de los alumnos de Joan, condujo la silla de ruedas de ésta hasta la cabeza de la mesa. Stuart retrocedió hacia la pared, como si se dispusiera a abandonar la sala con disimulo.

«No escaparás sin mí», pensó Marklin. Pero ¿cómo podía marcharse sin llamar la atención? De todos modos, estaba decidido a impedir que Stuart huyera al lugar secreto donde mantenía oculta a Tessa.

De nuevo se alzaron unas voces de protesta. Uno de los miembros más ancianos se quejó de que, dadas las circunstancias, los Mayores debían identificarse. Otro le ordenó que guardara silencio, que no volviera a mencionar ese tema.

¡Stuart había desaparecido! Marklin se levantó rápidamente y salió por la puerta del ala norte. Al salir vio cómo Stuart, que se hallaba a varios metros de distancia, se dirigía hacia el despacho del Superior General. Marklin no se atrevió a llamarlo, pues lo acompañaban dos jóvenes miembros de la Orden, Ansling y Perry, ayudantes administrativos. Ambos habían representado un peligro para la operación desde el principio, aunque ninguno era tan avispado como para darse cuenta de lo que sucedía.

De pronto el trío desapareció a través de la puerta de doble hoja, y ésta se cerró tras ellos. Marklin se quedó solo en el vestíbulo desierto.

Al cabo de unos minutos oyó el sonido del martillo del presidente de la asamblea al golpear la mesa. Marklin dirigió la vista hacia la puerta del despacho. Pero ¿con qué pretexto podía entrar? ¿Para ofrecer su ayuda, sus condolencias? Todos sabían que adoraba a Stuart. En otras circunstancias habría estado dispuesto a… No debía pensar en ello, no en aquel lugar, entre esos muros.

Marklin miró su reloj. ¿Qué estaban haciendo? Si Stuart había renunciado al cargo, ¿qué hacía en ese despacho? Quizás en esos momentos acababa de llegar un fax de los Mayores. Tommy había tenido tiempo de detener la intercepción. O quizá fuera el mismo Tommy quien había escrito el mensaje que acababan de recibir.

Marklin no podía contener su impaciencia. Sin pensárselo dos veces, llamó a la puerta y entró sin esperar a que lo invitasen a hacerlo.

Los dos jóvenes se hallaban solos en el despacho. Perry, sentado ante la mesa de Marcus, hablaba por teléfono, y Ansling, de pie junto a él, trataba de seguir la conversación telefónica. El fax estaba inactivo. La puerta que comunicaba con el dormitorio de Marcus permanecía cerrada.

—¿Dónde está Stuart? —preguntó Marklin en voz alta y enérgica, aunque ambos hombres le indicaron que guardara silencio.

—¿Dónde te encuentras en estos momentos, Yuri? —preguntó Perry, que era quien hablaba por teléfono.

¡Yuri!

—No deberías estar aquí —dijo Ansling—. Todo el mundo debería estar en la sala de reuniones.

—Sí, sí, de acuerdo… —respondió Perry en tono conciliador, como si tratara de calmar a su interlocutor.

—¿Dónde se encuentra Stuart? —repitió Marklin.

—No puedo decírtelo.

—¡Te obligaré a hacerlo! —insistió Marklin.

—Perry está hablando con Yuri Stefano —dijo Ansling, tratando de responder con evasivas mirando con ansiedad a Perry y a Marklin—. Stuart ha ido a encontrarse con él. Yuri le dijo que fuera solo.

—¿Adónde? ¿Por dónde salió?

—Supongo que por la escalera privada del Superior General —respondió Ansling—. ¿Cómo quieres que lo sepa?

—¡Callad de una vez! —dijo Perry—. ¡Ha colgado! —exclamó, soltando bruscamente el auricular—. Sal de aquí, Marklin.

—No me hables en ese tono, imbécil —protestó Marklin, furioso—. Stuart es mi tutor. ¿Dónde está esa escalera privada?

Acto seguido entró en el dormitorio de Marcus, haciendo caso omiso de las protestas de ambos jóvenes, y al descubrir una puerta disimulada entre los paneles de la pared, la empujó y ésta cedió de inmediato. Era la puerta que daba acceso a la escalera privada. ¡Maldita sea!

—¿Adónde se ha dirigido Stuart para encontrarse con Yuri? —le preguntó Marklin a Ansling, quien acababa de entrar en el dormitorio.

—Aléjate de esa puerta —dijo Perry—. Sal de esta habitación ahora mismo. No tienes ningún derecho a estar en el dormitorio del Superior General.

—¿Qué te pasa, Marklin? —le preguntó Ansling—. Sólo falta que uno de nosotros se subleve. Regresa a la sala de reuniones.

—Te he hecho una pregunta. Quiero saber adónde ha ido mi tutor.

—No nos lo comunicó, y si no hubieras metido las narices donde no debías, seguramente me lo habría dicho Yuri Stefano.

Marklin observó a los dos jóvenes, que sin duda estaban asustados y enojados. «Idiotas —pensó—. Espero que os echen la culpa de todo. Ojalá os expulsen». Luego dio media vuelta y empezó a descender la misteriosa escalera.

Tras recorrer un pasadizo largo y estrecho, Marklin dobló una esquina y llegó a una pequeña puerta que daba acceso al jardín, tal como él había supuesto. No se había fijado nunca en esa puerta. Un pequeño camino enlosado atravesaba el césped en dirección al garaje.

Marklin echó a correr, aunque sabía que era inútil. Cuando llegó al garaje, el empleado se levantó apresuradamente y dijo:

—No puede salir nadie hasta que finalice la reunión, señor.

—¿Has visto a Stuart Gordon? ¿Cogió un coche de la casa?

—No, señor, cogió el suyo propio. Pero me ordenó que no dejara salir a nadie sin autorización expresa.

—¡Me da lo mismo! —le espetó Marklin furioso.

De esta forma, se dirigió a su Rolls y cerró la portezuela ante las narices del empleado del garaje, el cual le había seguido protestando. Antes de llegar a la verja, el automóvil ya había alcanzado los cincuenta kilómetros por hora.

Al llegar a la autopista Marklin aceleró hasta que el cuentakilómetros marcó los ciento treinta kilómetros por hora. Pero Stuart se había esfumado, y Marklin no sabía si éste había cogido la autopista o si habría ido a reunirse con Tessa o con Yuri. Y, puesto que no tenía idea de dónde se hallaban Tessa o Yuri, comprendió de repente cuán absurda resultaba aquella búsqueda.

—Tommy, te necesito —dijo Marklin en voz alta. Luego descolgó el teléfono y marcó con el pulgar el número del lugar secreto en Regent’s Park.

Nadie contestó.

Quizá Tommy hubiera desconectado el equipo. Marklin colgó bruscamente. Debía prestar atención a la carretera. Pisó el acelerador a fondo y rebasó a un camión que circulaba delante de él, obligando al Rolls a alcanzar su velocidad máxima.