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Después del primer día, Rowan no volvió a pronunciar palabra. Se pasaba el día sentada bajo la encina en un sillón de mimbre blanco, con los pies apoyados en un cojín, o simplemente sobre la hierba. Miraba el cielo, moviendo los ojos como si contemplara una procesión de nubes en vez de un cielo primaveral despejado, y la pelusilla que volaba en el aire.

Contemplaba la tapia, las flores o los tejos. Jamás miraba el suelo.

Quizás había olvidado que justo debajo de sus pies, había una sepultura doble, cubierta de una espesa hierba que crecía rápidamente gracias a las abundantes lluvias y al potente sol primaveral de Louisiana.

Comía aproximadamente una cuarta parte de lo que le servían. Al menos, eso dijo Michael. No parecía pasar hambre. Pero estaba pálida y sus manos temblaban cuando las movía.

Toda la familia acudió a verla. Atravesaron el césped en grupos y se detuvieron a unos pasos de distancia, como si temieran hacerle daño. Tras saludarla, le preguntaron cómo se encontraba. Le dijeron que estaba muy guapa; lo cual era cierto. Luego, renunciaron a arrancarla de su mutismo y se marcharon.

Mona observó la escena.

Por las noches Rowan dormía, según Michael, como si estuviera agotada, como si hubiera trabajado mucho durante todo el día. Se bañaba sola, aunque él temía que sufriera un percance. Siempre se encerraba en el baño, y cuando él trataba de hacerle compañía, Rowan permanecía sentada en el taburete, con la mirada fija en el vacío, sin hacer ni decir nada. Entonces él se retiraba, y al salir la oía echar el cerrojo de la puerta.

Cuando le hablaban prestaba atención, al menos al principio. De vez en cuando, cuando Michael le suplicaba que dijera algo, Rowan le apretaba la mano como para tranquilizarlo o rogarle que tuviera paciencia. Era muy triste.

Michael era la única persona a quien tocaba o dedicaba una pequeña caricia, aunque por lo general lo hacía sin que se produjera el más mínimo cambio en su expresión ausente y sin mover sus ojos grises.

El pelo le había crecido bastante y mostraba unos reflejos dorados debido a las horas que pasaba sentada al sol. Durante el tiempo que permaneció en coma, su cabello presentaba el color de los trozos de madera a merced de las turbias aguas de un río. Ahora parecía lleno de vida, aunque según creía recordar Mona el pelo es una estructura muerta, por más que uno lo peine, lo cepille y le aplique todo tipo de champús y cremas.

Por las mañanas, Rowan se despertaba ella sola. Bajaba lentamente la escalera, agarrando la barandilla con la mano izquierda y apoyándose con la derecha en un bastón. Parecía tenerle sin cuidado el hecho de que Michael la ayudara; tampoco manifestaba la menor reacción cuando Mona la cogía del brazo.

De vez en cuando Rowan se detenía ante su tocador antes de bajar, para pintarse los labios.

Mona siempre se fijaba en eso. En ocasiones, aguardaba a Rowan en el pasillo y la observaba; era un detalle muy significativo.

Michael también hacía algún comentario al respecto. Según el tiempo que hiciera, Rowan se ponía un juego de camisón y bata o un salto de cama. La tía Bea le compraba numerosos camisones, que el mismo Michael se encargaba de lavar pues recordaba que antes de estrenar una prenda Rowan siempre la lavaba. Luego, colocaba el camisón sobre el lecho de Rowan.

Mona estaba segura de que no se trataba de un estado catatónico de estupor. Los médicos así lo habían dicho, aunque tampoco sabían qué le ocurría realmente a Rowan. En cierta ocasión uno de ellos, un idiota según palabras de Michael, le había clavado un alfiler en la mano y Rowan se limitó a cubrírsela con la otra. Michael se puso furioso, pero Rowan no miró al médico ni dijo nada.

—Ojalá hubiera estado presente —dijo Mona.

Mona no dudó de la palabra de Michael. Los médicos eran capaces de eso y de mucho más. Puede que de regreso al hospital se dedicaran a clavar alfileres en una muñeca parecida a Rowan, una especie de acupuntura vudú. A Mona no le hubiera extrañado en absoluto.

¿Qué sentía Rowan? ¿Qué era lo que recordaba? Nadie lo sabía con certeza. Sólo sabían por Michael que al despertarse del coma estaba perfectamente lúcida, que había hablado con él durante varias horas, que era consciente de todo, que mientras estuvo en coma había oído y comprendido todo cuanto sucedía a su alrededor. Algo terrible ocurrió el día en que Rowan despertó del coma, otra tragedia. Y los dos cadáveres enterrados debajo de la encina.

—No debí permitir que lo hiciera —había repetido Michael a Mona cien veces—. El hedor que emanaba de esa fosa, el espectáculo… Debí impedírselo.

Mona le había preguntado a menudo qué aspecto tenía el otro, quién había transportado los restos y qué había dicho Rowan.

—Le lavé las manos, que estaban llenas de barro —dijo Michael a Mona y Aaron—. Rowan no hacía más que mirarse las manos. Supongo que a los médicos no les gusta ensuciárselas; los cirujanos siempre se están lavando las manos. Rowan, me preguntó cómo estaba yo, quería… —En aquel momento Michael se detuvo, embargado por la emoción, tal como le había sucedido las dos veces que relató la historia—. Quería tomarme el pulso. Estaba preocupada por mí.

¡Ojalá hubiera visto lo que habían enterrado! ¡Ojalá me lo hubieran dicho!

Era una extraña sensación eso de ser rica ahora, de ser nombrada heredera de un importante legado a los trece años, disponer de un chófer y un coche —de hecho, una imponente limusina negra con reproductor de discos compactos y casetes, televisión en color y un mueble bar repleto de hielo y coca-colas light—, de una cartera forrada de billetes de veinte dólares como mínimo, montones de ropa nueva y un ejército de operarios encargados de reparar la vieja casa en la esquina de St. Charles con Amelia que le enseñaban muestras de seda salvaje o papel pintado a mano para revestir las paredes.

Pero ella quería saber, formar parte de aquello, comprender los secretos de esa mujer y ese hombre, de esta casa que algún día sería suya. Había un fantasma enterrado debajo del árbol. Bajo las lluvias primaverales yacía una leyenda. Y en sus brazos, otro cadáver. Era como volver la espalda al deslumbrante fulgor del oro para coger unas míseras baratijas ocultas en un pequeño y tenebroso escondrijo. ¡Era mágico! Ni siquiera la muerte de su propia madre había impresionado tanto a Mona.

Mona pasaba muchos ratos hablándole a Rowan.

Entraba en la casa utilizando su propia llave, puesto que era la heredera de la propiedad y, además, Michael se lo había autorizado. Michael, ya no la miraba de forma lujuriosa; prácticamente podría decirse que la había adoptado.

Entonces se dirigía a la parte posterior del jardín a través del césped, dando un rodeo para evitar la tumba, se sentaba ante la mesa de mimbre e iniciaba su charla con un: «Buenos días, Rowan». Luego seguía hablando sin cesar.

Le contó a Rowan que ya habían elegido el terreno para el Mayfair Medical, que habían decidido instalar un fantástico sistema geotérmico para calentar y refrigerar las instalaciones y que los planos estaban muy adelantados.

—Tu sueño no tardará en hacerse realidad —dijo a Rowan—. La familia Mayfair conoce esta ciudad mejor que nadie. No necesitamos estudios de viabilidad ni esas cosas. Construiremos el hospital que tú deseabas.

Rowan no respondió. ¿Acaso ya no le importaba el gran complejo médico que iba a revolucionar la relación entre los pacientes y sus familiares, en el que unos nutridos equipos de enfermeras y asistentes sanitarios atenderían incluso a los pacientes anónimos?

—He encontrado tus notas —dijo Mona—. No estaban encerradas en un cajón, por lo que no creí que fueran confidenciales.

Rowan seguía sin responder. Las gigantescas ramas negras de la encina se movían levemente. Las hojas del plátano se agitaban junto a la tapia.

—Un día me planté en la puerta del Hospital Touro y pregunté a todas las personas que entraban y salían de allí cuál era su hospital ideal.

Ninguna reacción.

—Mi tía Evelyn está ingresada en Touro —dijo Mona con voz queda—. Sufrió un ataque cerebral. Deberían trasladarla a casa, pero ella no se da cuenta de nada.

Mona no quiso seguir hablando de la tía Evelyn porque se echaría a llorar. Tampoco deseaba hablar de Yuri. No dijo que hacía tres semanas que no recibía una carta ni una llamada telefónica suyas. No dijo que ella, Mona, estaba enamorada de un hombre misterioso, de piel y cabello oscuros, encantador, con modales ingleses, que le doblaba la edad.

Unos días atrás, Mona explicó a Rowan que Yuri había venido de Londres para ayudar a Aaron Lightner. Le explicó que Yuri era un gitano y que comprendía cosas que ella también comprendía. Incluso le contó que habían estado juntos en su habitación la noche antes de que Yuri regresara a Inglaterra. «Me preocupa que le suceda algo malo», le dijo Mona.

Rowan ni siquiera la miró entonces.

Pero ¿qué podía decir ahora? ¿Que anoche tuvo una terrible pesadilla referente a Yuri, pero no recordaba nada?

—Claro que es un hombre hecho y derecho —dijo Mona—. Quiero decir que tiene más de treinta años y sabe cuidarse solito, pero temo que alguien de Talamasca pueda hacerle daño.

«Basta, contrólate», se dijo Mona a sí misma.

Quizá no debía hacer esto. Era demasiado sencillo arrojar ese montón de palabras sobre una persona que no podía o no quería responder.

Sin embargo, Mona hubiera jurado que Rowan se daba cuenta de que ella estaba allí, quizá porque Rowan no parecía enojada por su presencia o absorta en sus propios pensamientos.

Mona no tenía la sensación de que se sintiera molesta.

Escrutó el rostro de Rowan. Mostraba una expresión muy seria. Mona estaba convencida de que su cerebro seguía funcionando. Tenía mucho mejor aspecto que cuando estaba en coma, y se había abrochado la bata. Michael aseguró a Mona que, él no lo hacía. Rowan se había abrochado los tres botones, mientras que el día anterior sólo se había abrochado uno.

Sin embargo, Mona sabía que la desesperación puede inundar por completo una mente, hasta el punto de que tratar de adivinar sus pensamientos es como intentar leer a través de una densa humareda. ¿Era desesperación lo que sentía Rowan?

El último fin de semana habían recibido la visita de Mary Jane Mayfair, la joven chiflada de Fontevrault. Según propia confesión, era una aventurera, una bucanera, una exploradora y un genio, además de pretender ser al mismo tiempo una venerable anciana y una muchacha alegre y despreocupada a la tierna edad de diecinueve años y medio. Se había descrito a sí misma como una poderosa y temible bruja.

—Rowan está perfectamente —declaró Mary Jane después de examinarla detenidamente. Luego empujó su sombrero vaquero hacia atrás, de forma que le quedó colgando del cuello, y añadió—: Es cuestión de paciencia. Tardará algún tiempo en recuperarse, pero se da cuenta de todo.

«¿Quién es esta loca», había preguntado Mona, sintiendo una profunda lástima por aquella criatura, aunque Mary Jane tenía seis años más que ella. Parecía una noble salvaje vestida con una falda vaquera que le llegaba a medio muslo y una blusa blanca barata excesivamente ceñida que ponía de relieve sus egregios pechos. La chica no sólo no disimulaba su pobreza, sino que hacía ostentación de ella.

Como es lógico, Mona sabía quién era Mary Jane. Mary Jane Mayfair vivía en las ruinas de la plantación de Fontevrault, en la región de los pantanos. Aquélla era la legendaria tierra de cazadores furtivos que se dedican a matar hermosas garzas de cuello blanco tan sólo para devorarlas, caimanes capaces de volcar una embarcación y zamparse a tu hijo, y jóvenes chifladas Mayfair que no habían logrado alcanzar Nueva Orleans ni los escalones de madera de la célebre casa situada en la esquina de St. Charles con Amelia.

Mona se moría de ganas de visitar ese lugar, Fontevrault, una mansión que se erigía sobre doce columnas, aunque el primer piso estuviese sumergido en medio metro de agua. Pero de momento tenía que contentarse con ver a su ocupante, Mary Jane, una prima que había regresado hacía poco de «algún lugar», y que tras amarrar su piragua al poste del espigón tenía que atravesar un resbaladizo charco de lodo para alcanzar la furgoneta que utilizaba para hacer sus compras en la ciudad.

Todo el mundo hablaba de Mary Jane Mayfair. Y, dado que Mona tenía trece años y era la heredera y única persona relacionada con el legado que se dignaba a hablar con la gente y reconocer su presencia, todos pensaron que a Mona le parecería muy interesante hablar con su rústica prima, una joven «brillante», dotada de poderes sobrenaturales, que a su vez también sentía curiosidad por conocer a Mona.

Diecinueve años y medio. Hasta el momento en que Mona vio a su ingeniosa prima, no había considerado que una persona de esa edad fuera adolescente.

Mary Jane constituía el hallazgo más interesante que habían hecho desde que empezaron a someter a todos los miembros de la familia Mayfair a unas pruebas genéticas. Era lógico que al final se toparan con un personaje como Mary Jane. Mona se preguntó si aparecería alguna otra extraña criatura surgida de los pantanos.

Resultaba increíble imaginar una suntuosa mansión neoclásica hundiéndose lentamente en las turbias aguas mientras el yeso de sus muros caía a pedazos y unos peces nadaban a través de la balaustrada de la escalera.

—¿Y si la casa se derrumba sobre ella? —había preguntado Bea—. Está construida sobre el agua. Esa chica no puede permanecer allí. Debemos obligarla a venir a Nueva Orleans.

—Son aguas pantanosas, Bea —contestó Celia—. No se trata de un lago ni de la corriente del Golfo. Además, si a esa chica no se le ha ocurrido marcharse de allí y llevarse a la anciana a un lugar seguro…

La anciana.

Mona tenía presentes esos comentarios el último fin de semana, cuando apareció Mary Jane en el jardín y se unió al pequeño grupo que rodeaba a la silenciosa Rowan como si se tratara de una merienda campestre.

—Os conozco a todos de oídas —declaró Mary Jane dirigiéndose a Michael, que estaba de pie junto al sillón de Rowan. Ambos se miraron fijamente—. De veras. El día que os casasteis —prosiguió, señalando a Michael y a Rowan— observé la fiesta desde el otro lado de la calle.

Al final de cada frase Mary Jane alzaba el tono, aunque no se trataba de una pregunta, como buscando un gesto o una palabra de aprobación.

—Nos hubiera gustado que entraras —dijo Michael con amabilidad, pendiente de cada sílaba que pronunciaba la joven.

Lo malo de Michael era que sentía debilidad por la pulcritud pubescente. Su breve aventura con Mona no se debió a un capricho de la naturaleza o un acto de brujería. Y Mary Jane Mayfair era un bocado muy suculento, pensó Mona. Incluso llevaba el pelo rubio recogido en dos trenzas sobre la cabeza y unos inmundos zapatos de charol blanco con una tira en el empeine, como los que llevan las niñas. El hecho de tener la piel olivácea y tostada le confería la apariencia de un humano frívolo.

—¿Qué dicen los resultados de las pruebas que te han hecho? —preguntó Mona—. Supongo que habrás venido para que te hagan unas pruebas, ¿no?

—No lo sé —respondió el genio, la poderosa bruja de los pantanos—. En esa clínica llevan tal despiste que no se enteran de nada. Primero me confunden con Florence Mayfair y luego con Ducky Mayfair. Al final me cansé y le dije a un tipo: «Me llamo Mary Jane Mayfair, tal como figura en ese papel que tiene delante de sus narices».

—Mal asunto —murmuró Celia.

—Pero me dijeron que estaba perfectamente, que me fuera a casa y que si tenía algo malo ya me lo comunicarían. Supongo que estoy llena de genes de bruja. A propósito, jamás había visto tantos Mayfair juntos como en ese edificio.

—Es nuestro —contestó Mona.

—Los reconocí a todos de inmediato —dijo Mary Jane—. Había un pagano, de otra casta mejor dicho, un mestizo. ¿Os habéis fijado en los distintos tipos Mayfair que existen? Muchos carecen de barbilla, tienen la nariz ligeramente aguileña y los ojos almendrados. Otros son idénticos a ti —añadió, dirigiéndose a Michael—. Típicamente irlandeses, con las cejas pobladas, el pelo rizado y unos ojos grandes de mirada intensa.

—Pero si yo no soy un Mayfair —protestó Michael en vano.

—… y luego están los pelirrojos, como ella, aunque ella es mucho más guapa que los otros. Tú debes de ser Mona. Tienes el aire de alguien que acaba de heredar toneladas de dinero.

—Mary Jane, querida —terció Celia, incapaz de ofrecer un prudente consejo o formular una pregunta intrascendente.

—¿Qué se siente al ser tan rica? —insistió Mary Jane, sin apartar los ojos de Mona—. Me refiero aquí dentro —añadió, dándose unos golpecitos con el puño sobre el escote de su blusa barata e inclinándose hacia delante para que todos pudieran ver el canalillo entre sus pechos, incluso alguien tan bajito como Mona—. Da lo mismo, ya sé que no debo hacer esas preguntas. He venido a verla a ella, porque Paige y Beatrice me dijeron que debía hacerlo.

—¡Menuda ocurrencia! —soltó Mona.

—Calla, cariño —replicó Beatrice—. Mary Jane es una Mayfair de pies a cabeza. Querida Mary Jane, debes traer aquí a tu abuela sin demora. Te lo digo en serio. Nos gustaría mucho que vinierais. Poseemos una larga lista de casas donde podríais alojaros temporal y permanentemente.

—Entiendo perfectamente lo que quiere decir —intervino Celia. Estaba sentada junto a Rowan y era la única que se atrevía a enjugar de vez en cuando el rostro de Rowan con un pañuelo blanco—. Me refiero a los Mayfair que no tienen barbilla. Mary Jane se refiere a Polly. Se ha colocado una prótesis. No nació con esa barbilla.

—Pues si ha hecho tal cosa debe de tener una barbilla bastante visible, ¿no? —observó Beatrice.

—Sí, pero tiene los ojos almendrados y la nariz un poco aguileña —contestó Mary Jane.

—Exactamente —contestó Celia.

—¿Os asusta eso de los genes adicionales? —preguntó Mary Jane de improviso, arrojando la pregunta como un lazo para captar la atención de los presentes—. ¿A ti también, Mona?

—No lo sé —respondió Mona, aunque lo cierto era que no sentía el menor miedo.

—No existe la más remota posibilidad de que sea cierto —afirmó Bea—. Es un asunto puramente teórico. ¿Es necesario que hablemos de ello? —preguntó, mirando a Rowan.

Rowan siguió con la vista clavada en la tapia. Quién sabe, quizás observaba los rayos de sol que se reflejaban sobre ella.

Mary Jane continuó resueltamente:

—No creo que vuelva a suceder nada semejante en la familia. Este tipo de brujerías están desfasadas, en esta época se utilizan otras artes mágicas…

—Cariño, en realidad no nos tomamos muy en serio eso de la brujería —dijo Bea.

—¿Conoces la historia de la familia? —preguntó Celia en tono solemne.

—¿Que si la conozco? Mejor que vosotros. Sé cosas que me contó mi abuela, que a su vez se las había oído al viejo Tobias, cosas que todavía están escritas en las paredes de esa casa. De niña solía sentarme en las rodillas de la anciana Evelyn. Una tarde Evelyn me contó muchas historias. Las recuerdo perfectamente.

—Pero el documento sobre nuestra familia, el documento elaborado por los de Talamasca… ¿No te lo enseñaron en la clínica? —preguntó Celia.

—Claro, me lo enseñaron Bea y Paige —contestó Mary Jane—. Me pincharon aquí —dijo, indicando un apósito que llevaba en el brazo, idéntico a otro que lucía en la rodilla—. Me sacaron suficiente sangre para ofrecérsela al diablo. Comprendo perfectamente la situación. Algunos de nosotros poseemos unos genes adicionales. Si se unen dos personas emparentadas que poseen una dosis doble de la doble hélice, puede que nazca un Taltos. Es posible, pero no seguro. Al fin y al cabo, muchos primos se han casado entre sí y no ha pasado nada, hasta que… Tienes razón, creo no deberíamos hablar de esto delante de ella.

Michael le dirigió una pequeña sonrisa de gratitud.

Mary Jane miró a Rowan, hizo un globo con el chicle que mascaba, lo aspiró y luego lo hizo explotar.

—Un buen truco —dijo Mona, riéndose—. Yo no sé hacerlo.

—Mejor —intervino Bea.

—Entonces ¿has leído el documento? —insistió Celia—. Es muy importante que conozcas todos los detalles.

—Sí, lo he leído de cabo a rabo —confesó Mary Jane—, aunque había unas palabras que no comprendía y tuve que buscarlas en el diccionario —añadió, dándose una palmada en su tostado muslo y soltando una carcajada—. En vista de que todos queréis ayudarme, lo mejor que podéis hacer es pagarme unos estudios. Lo peor que me sucedió fue que mi madre me sacara de la escuela. Claro que de pequeña no quería asistir a la escuela. Me divertía más en la biblioteca pública, pero…

—Creo que tienes razón sobre lo de los genes adicionales —dijo Mona— y también sobre la conveniencia de que tengas unos estudios.

Muchos miembros de la familia poseían los cromosomas adicionales capaces de producir monstruos, pero no había nacido ninguno dentro del clan hasta aquel trágico momento.

¿Y el fantasma que había sido un monstruo durante mucho tiempo, aquel capaz de hacer enloquecer a jóvenes mujeres y ensombrecer la casa de la calle Primera con una nube de espinas y tinieblas? Había algo poético en los cadáveres que yacían aquí, a los pies de la encina, bajo la hierba que en estos momentos pisaba Mary Jane, con su faldita vaquera de algodón y un apósito de color carne en la rodilla, las manos apoyadas en sus estrechas caderas como una campesina, los zapatos de charol blanco cubiertos de barro y los sucios calcetines caídos.

Puede que las brujas de los pantanos fueran unas estúpidas, pensó Mona. Se plantan sobre la tumba de un monstruo y ni siquiera se dan cuenta. Claro que tampoco lo sabían las otras brujas de la familia; sólo la mujer que se negaba a hablar y Michael, el atlético y seductor guaperas de sangre céltica que estaba de pie junto a Rowan.

—Tú y yo somos primas segundas —le dijo Mary Jane a Mona, tratando de congraciarse con ella—. Qué curioso, ¿verdad? Tú aún no habías nacido cuando yo iba a casa de la anciana Evelyn y me daba un helado casero que ella misma hacía.

—No recuerdo que la anciana Evelyn hiciera helados caseros.

—Eran los mejores que he probado jamás. Mi madre me llevaba a Nueva Orleans para que…

—Te confundes de persona —interrumpió Mona.

Puede que esta chica fuera una impostora, pensó Mona. Quizá ni siquiera fuera una Mayfair. No, por desgracia era prima suya. Había algo en sus ojos que le recordaban a la anciana Evelyn.

—No me confundo de persona —insistió Mary Jane—. Íbamos a casa de Evelyn para comer los riquísimos helados que hacía. Enséñame las manos. Son normales.

—¿Y qué?

—Trata de ser más amable, Mona —dijo Beatrice—. Tu prima se expresa de forma sencilla y desenvuelta.

—Fíjate en mis manos —dijo Mary Jane—. Cuando era pequeña tenía un sexto dedo en ambas manos. Un dedo pequeñito. Precisamente por eso mi madre me llevó a ver a la anciana Evelyn, ya que ella también tenía seis dedos.

—¿Crees que no lo sé? —contestó Mona—. Me crié con la anciana Evelyn.

—Ya lo sé. Lo sé todo sobre ti. Tranquila, mujer. No pretendo ofenderte. Soy una Mayfair, como tú, tenemos los mismos genes.

—¿Quién te ha hablado de mí? —inquirió Mona.

—Mona —dijo Michael suavemente.

—¿Cómo es que no nos conocíamos? —preguntó Mona—. Soy una Mayfair de Fontevrault. Prima segunda tuya, tal como has dicho. ¿Entonces por qué hablas con acento de Mississippi cuando se supone que has vivido muchos años en California?

—Es una larga historia. También viví un tiempo en Mississippi, en la granja Parchman, una experiencia que no se la aconsejo a nadie —respondió Mary Jane sin inmutarse. Era imposible conseguir que esa chica perdiera la paciencia—. ¿Hay té helado?

—Por supuesto, querida. Enseguida te lo traigo —respondió Beatrice.

Celia sacudió la cabeza avergonzada. Incluso Mona se sentía incómoda, y Michael se apresuró a disculparse.

—No te molestes, yo misma iré a buscarlo —dijo Mary Jane.

Pero Bea ya había desaparecido. Mary Jane siguió mascando el chicle y haciendo estallar un globito tras otro.

—Es espantoso —observó Mona.

—Como te he dicho, todo tiene su explicación. Podría explicarte cosas terribles de la época que pasé en Florida. Sí, he estado allí, y también en Alabama. Tuve que trabajar para conseguir suficiente dinero para regresar aquí.

—No me digas —soltó Mona.

—No seas sarcástica, Mona.

—Ya nos habíamos visto antes —dijo Mary Jane, continuando como si nada hubiera pasado—. Recuerdo cuando tú y Gifford Mayfair fuisteis a Los Ángeles para trasladaros desde allí a Hawai. Fue la primera vez que pisé un aeropuerto. Tú estabas dormida junto a la mesa, tumbada sobre dos sillas, y Gifford Mayfair nos invitó a comer. Fue una comida estupenda.

No hacía falta que se molestase en describirla, pensó Mona. Recordaba vagamente aquel viaje, y haberse despertado con el cuello entumecido en el aeropuerto de Los Ángeles, conocido por el gracioso nombre de LAX. Gifford le había dicho a Alicia que algún día debían llevar de vuelta a la casa a «Mary Jane».

Sin embargo, Mona no recordaba haber visto a una niña en el aeropuerto. Así que ésta era Mary Jane. Y ya estaba aquí. Debía de ser cosa de Gifford, que había obrado un milagro desde el cielo.

Bea regresó con el té helado.

—Aquí tienes, con mucho limón y azúcar, tal como te gusta, ¿verdad, cariño?

—No recuerdo haberte visto en la boda de Michael y Rowan —dijo Mona.

—Me quedé fuera —contestó Mary Jane, quitándole de las manos a Bea la taza de té en cuanto ésta se puso a su alcance y bebiéndose la mitad de un trago. Acto seguido se limpió la barbilla con el dorso de la mano. Llevaba las uñas pintadas de color violeta como la lisimaquia, pero la laca estaba desportillada.

—Te invité a venir —dijo Bea—. Te llamé tres veces y dejé un recado para ti en la tienda.

—Lo sé, tía Beatrice, sé que hiciste todo lo posible para que mamá y yo acudiéramos a la boda. Pero no tenía zapatos ni vestido ni sombrero. ¿Ves estos zapatos? Los encontré por casualidad. Hacía diez años que no me calzaba un par de zapatos decentes. Siempre llevaba zapatillas deportivas. Además, lo vi todo desde el otro lado de la calle. Y oí la música. Te felicito por la música que sonó en tu boda, Michael Curry. ¿Estás seguro de no ser un Mayfair? Pareces un Mayfair; posees al menos siete rasgos típicos de los Mayfair.

—Gracias, bonita, pero te aseguro que no lo soy.

—Eres un Mayfair de corazón —terció Celia.

—Desde luego —respondió Michael sin apartar ni un instante los ojos de la joven, aunque le dirigieran la palabra.

¿Qué es lo que verán los hombres en ese tipo de chicas?, se preguntó Mona.

—Cuando yo era pequeña —prosiguió Mary Jane— apenas teníamos nada, tan sólo una lámpara de queroseno, una nevera de hielo y una mosquitera en el porche. Mi abuela encendía cada noche la lámpara y…

—¿No teníais electricidad? —preguntó Michael—. ¿Cuánto tiempo hace de eso? Debe de hacer pocos años.

—Se nota que no conoces esa zona, Michael —dijo Celia. Bea asintió.

—Éramos unos «ocupas», Michael —contestó Mary Jane—. Nos ocultamos en Fontevrault. La tía Beatrice puede decírtelo. De vez en cuando se presentaba el sheriff y nos echaba de allí. Cogíamos nuestros bártulos y nos conducía a Napoleonville. Luego regresábamos y el sheriff nos dejaba tranquilas durante unos días, hasta que pasaba por allí el vigilante de un parque o alguien así en una embarcación y venía a fisgonear. En el porche habíamos instalado una colmena para conseguir miel. Podíamos pescar desde los escalones traseros de la casa. Teníamos numerosos árboles frutales, antes de que la glicina los devorara, como una gigantesca boa constrictor, y moras. Cogía todas las que me apetecía allí mismo, junto a la bifurcación del camino. Teníamos de todo. Además, ahora ya tengo corriente eléctrica. Hice la instalación yo misma, conectándola al tendido de la carretera, al igual que hice con la televisión por cable.

—¿De veras lo hiciste? —preguntó Mona.

—Eso es ilegal, querida —dijo Bea.

—Por supuesto que lo hice. Mi vida es lo suficientemente interesante, como para no tener que contar mentiras. Además, siempre he tenido más valor que imaginación. —Mary Jane bebió ruidosamente otro sorbo de té, derramando unas gotas—. Está riquísimo. Me gusta muy dulce. Le habéis echado un edulcorante artificial, ¿verdad?

—Sí —contestó Bea, entre horrorizada y avergonzada. Le había dicho que contenía mucho limón y «azúcar». Por otra parte, detestaba a la gente que comía y bebía sin guardar las formas.

—Parece mentira —dijo Mary Jane, pasándose de nuevo el dorso de la mano por la boca para limpiársela luego en la falda de algodón—. Este producto es cincuenta veces más dulce que cualquier otro tipo de edulcorante que se haya descubierto en la tierra hasta el momento. Por eso he decidido invertir en un edulcorante artificial.

—¿Cómo dices? —preguntó Mona.

—Tengo un asesor financiero que se ocupa de invertir mi dinero, aunque yo misma elijo las acciones que deseo adquirir. Tiene el despacho en Baton Rouge. He invertido veinticinco mil dólares en bolsa. Cuando me haga rica, repararé Fontevrault. Quedará como nueva. Tenéis ante vosotros a un futuro miembro de la lista de multimillonarios que publica Fortune.

Entonces Mona pensó que quizá no estuviera tan chiflada.

—¿Cómo conseguiste veinticinco mil dólares? —requirió Mona.

—No debes jugar con la electricidad, podrías haber sufrido un accidente mortal —le recriminó Celia.

—Gané cada centavo trabajando durante el viaje de regreso a casa, lo cual me llevó un año, pero no me preguntes cómo. Me metí en un par de negocios, pero ésa es otra historia.

—Podrías haber muerto electrocutada —insistió Celia—. ¡A quién se le ocurre manipular los cables del tendido eléctrico!

—Cariño, no estás ante un tribunal —intervino Bea.

—Mira, Mary Jane —dijo Michael—, si necesitas que alguien te ayude con la instalación eléctrica de tu casa, no dudes en decírmelo. Lo haré encantado.

¿Veinticinco mil dólares?

Mona miró a Rowan. Ésta observaba las flores con el entrecejo levemente arrugado, como si las flores le hablaran en una lengua silenciosa y misteriosa.

A continuación Mary Jane les ofreció una detallada descripción de cómo había procedido, encaramándose a los cipreses del pantano, averiguando qué cables debía manipular y cuáles evitar. Les aseguró que se había puesto unos guantes gruesos y unas botas de goma. Puede que esa chica fuera realmente un genio, pensó entonces Mona.

—¿Qué otras acciones posees? —le preguntó a Mary Jane.

—No supuse que a una niña de tu edad le interesara el mercado bursátil —replicó Mary Jane, dando muestras de una supina ignorancia.

—Pues claro que me interesa —respondió Mona, imitando el tono de Beatrice—. Siempre me ha fascinado el mundo de la bolsa. Opino que los negocios son un arte. Todo el mundo sabe que soy muy aficionada a esas cosas. Pienso fundar un día mi propia sociedad inversora inmobiliaria. Supongo que sabes a qué me refiero.

—Por supuesto —contestó Mary Jane, soltando una divertida carcajada.

—Durante las últimas semanas me he dedicado a planificar mi propia cartera de acciones —dijo Mona.

De pronto se detuvo, como si se hubiera dado cuenta de que había caído en una trampa. Mary Jane ni siquiera la escuchaba. No le importaba que se burlaran de ella en Mayfair y Mayfair —aunque no se burlarían por mucho tiempo—, pero le fastidiaba que esa palurda le tomara el pelo.

Mary Jane miró a Mona y dejó de utilizarla como vehículo para su propio lucimiento. De vez en cuando, entre frase y frase miraba a Michael de hurtadillas.

—¿De veras? ¿Qué opinas del canal del consumidor en televisión? —le preguntó Mary Jane a Mona—. Creo que va a tener un éxito imponente. He invertido diez mil dólares en él. ¿A que no adivinas lo que ha pasado?

—Que la cotización de las acciones casi se ha doblado en los últimos cuatro meses —respondió Mona.

—Así es. ¿Cómo lo sabes? Eres una niña muy extraña. Pensé que serías una de esas jovencitas remilgadas de la alta burguesía, ya sabes, de esas que llevan lazos en el pelo y asisten al Sagrado Corazón. Supuse que ni siquiera te dignarías a hablar conmigo.

En aquel momento Mona sintió una leve punzada de dolor, dolor y compasión por esa chica, por cualquiera que se sintiera marginado, rechazado. Mona jamás había experimentado ese tipo de sensación, y se vio obligada a reconocer que aquella chica era muy interesante, pues había sido capaz de salir adelante con muchos menos recursos de los que disponía ella misma.

—Por favor, queridas, dejemos el tema de Wall Street —señaló Beatrice—. ¿Cómo está tu abuela, Mary Jane? No nos has dicho una palabra sobre ella. Son las cuatro y debes marcharte pronto. No conviene que conduzcas de noche.

—La abuela está muy bien, tía Beatrice —respondió Mary Jane sin dejar de mirar a Mona—. ¿Sabes lo que le sucedió a la abuela cuando mamá vino a buscarme para llevarme a Los Ángeles? Yo tenía entonces seis años. ¿Has oído la historia?

Todo el mundo conocía esa historia. A Beatrice todavía le incomodaba recordarla. Celia miró a la chica como si fuera un mosquito gigante. El único que no parecía estar al corriente era Michael.

La historia era la siguiente: la abuela de Mary Jane, Dolly Jean Mayfair, tuvo que irse a vivir a la casa parroquial cuando su hija se marchó con la pequeña Mary Jane. Ahora hacía un año que les fue comunicado que Dolly Jean había muerto y había sido enterrada en la tumba familiar. Entonces se celebró un funeral por todo lo alto, porque cuando alguien llamó a Nueva Orleans para notificar lo ocurrido, todos los Mayfair se desplazaron a Napoleonville para entonar el mea culpa y lamentarse de haber dejado que la pobre anciana, Dolly Jean, acabara sus días en la casa parroquial. La mayoría de ellos ni siquiera habían oído hablar de ella.

La anciana Evelyn conocía a Dolly Jean, pero nunca había abandonado la casa de la calle Amelia para asistir a un funeral en el campo, y a nadie se le ocurrió preguntarle lo que opinaba al respecto.

Cuando Mary Jane llegó a la ciudad, ahora hacía un año, y oyó decir que su abuela estaba muerta y enterrada, soltó una carcajada ante las mismas narices de Bea.

—¡Qué va a estar muerta! —había dicho Mary Jane—. Se me apareció en un sueño y dijo: «Ven a buscarme, Mary Jane. Quiero regresar a casa». He decidido ir a Napoleonville y quisiera que me dierais la dirección de esa casa parroquial.

Había repetido toda la historia para poner a Michael al corriente. Éste la escuchaba con una expresión de asombro involuntariamente cómica.

—¿Por qué Dolly Jean no te comunicó en el sueño dónde se hallaba la casa parroquial? —preguntó Mona.

Beatrice le dirigió una mirada de reproche.

—No sé, el caso es que no lo hizo. Es un tema interesante. Yo tengo una teoría sobre las apariciones y el motivo de que a veces se confundan.

—Vaya novedad —soltó Mona.

—No te pases, Mona —dijo Michael.

Ahora me trata como si fuera su hija, pensó Mona indignada. Cierto que no le había quitado ojo de encima a Mary Jane, pero se lo había dicho de forma afectuosa.

—¿Qué sucedió, bonita? —inquirió Michael.

—Las personas ancianas no siempre saben dónde se encuentran —prosiguió Mary Jane—, pero sí saben de dónde proceden. Esto es justamente lo que pasó. Entré en la residencia de ancianos y vi en la sala de recreo, o como lo llamen, a mi abuela. Ella me reconoció enseguida, aunque había transcurrido un montón de años, y me preguntó: «¿Dónde te habías metido, Mary Jane? Llévame a casa, querida. Estoy cansada de esperar que alguien venga a buscarme».

La persona a la que habían enterrado no era su abuela.

Dolly Jean Mayfair estaba vivita y coleando, y todos los meses recibía un cheque de la Seguridad Social, aunque no llegara a verlo, dirigido a nombre de otra persona. Entonces se había efectuado una investigación para demostrarlo, tras la cual Dolly Jean Mayfair y Mary Jane Mayfair regresaron a la ruinosa casa de la plantación. Algunos miembros de la familia Mayfair les habían llevado comida y otros artículos de primera necesidad, pero Mary Jane los acogió disparando unos cartuchos contra unas botellas de refresco en el jardín y afirmando que eran perfectamente capaces de cuidar de sí mismas. Había ganado unos dólares, según dijo, y no quería que nadie se entrometiera en su vida.

—¿De modo que dejaron que tu abuela viviera contigo en esa casa inundada y medio derruida? —preguntó Michael de forma ingenua.

—Después de lo que le hicieron en aquella residencia de ancianos, confundiéndola con otra mujer que acababa de morir y grabando su nombre en una lápida, ¿qué derecho tenían a decirme lo que debía hacer? ¿Sabes lo que hizo el primo Ryan? ¿El primo Ryan de Mayfair y Mayfair? Se presentó en Napoleonville y formó un escándalo monumental.

—No me extraña —respondió Michael.

—Fue culpa nuestra —dijo Amelia—. Debimos ocuparnos de ellas.

—¿Estás segura de que no te criaste en Mississippi o Texas? —preguntó Mona—. Tu acento es una curiosa amalgama de todos los acentos del sur.

—¿Qué es una amalgama? En eso me llevas ventaja. Has recibido una buena educación. Yo, en cambio, me he educado a mí misma. Hay un mundo de diferencia entre nosotras. Existen algunas palabras que no me atrevo a pronunciar, y no sé descifrar los símbolos del diccionario.

—¿Te gustaría asistir a la escuela, Mary Jane? —preguntó Michael, cada vez más atraído por la joven y sin poder dejar de darle un apresurado repaso cada cuatro segundos con sus seductores e inocentes ojos azules.

Era demasiado listo para detenerse en sus pechos y caderas, ni incluso en su redondeada cabecita, la cual no es que fuese desproporcionada respecto al resto de su cuerpo, sino que resultaba atractivamente menuda. En última instancia, la impresión que producía Mary Jane era la de una joven ignorante, chiflada, brillante, desaliñada y atractiva.

—Sí, me gustaría mucho —contestó Mary Jane—. Cuando sea rica tendré un tutor particular como tiene Mona desde que se ha convertido en una rica heredera, alguien realmente preparado que sepa el nombre de todos los árboles, quién fue nombrado presidente diez años después de la Guerra Civil, cuántos indios había en Bull Run y que me explique la teoría de la relatividad de Einstein.

—¿Cuántos años tienes? —preguntó Michael.

—Diecinueve y medio, si te interesa saberlo, guapo —contestó Mary Jane, hincando sus blancos dientes en el labio inferior al tiempo que alzaba una ceja y le guiñaba un ojo.

—¿Es cierta esa historia sobre tu abuela? ¿De veras fuiste a recogerla y…?

—Claro que es cierta —terció Celia—. Ocurrió tal como dice Mary Jane. Creo que deberíamos entrar en la casa. Rowan parece disgustada.

—No sé —dijo Michael—. Puede que nos esté escuchando. No tengo ganas de entrar. ¿Puedes atender tú sola a tu anciana abuela?

Beatrice y Celia se miraron preocupadas. Si Gifford hubiera estado viva, también se habría sentido preocupada. «No está bien que la abuela viva en esa casa», había dicho Celia en repetidas ocasiones.

Ambas habían prometido a Gifford que se ocuparían del asunto. Mona lo recordaba perfectamente. Uno de los días en que Gifford se sintió con la obligación de preocuparse por los parientes que vivían desperdigados en distintos lugares, Celia le aseguró: «Descuida, iremos a visitarla con frecuencia».

—Así es, Michael Curry, todo sucedió tal como lo he contado. Me llevé a mi abuela a casa y al llegar vimos que la terraza del piso superior estaba tal como la habíamos dejado. Aunque habían pasado trece años la radio, la mosquitera y la nevera seguían en el mismo sitio.

—¿En los pantanos? —preguntó Mona—. Un momento…

—Así es, cielo.

—Es cierto —confesó Beatrice con timidez—. Por supuesto, les proporcionamos sábanas y toallas nuevas y otras cosas. Queríamos instalarlas en un hotel o en una casa…

—Era nuestro deber —apostilló Celia—. Desgraciadamente, todo el mundo se enteró de esta historia. Por poco aparece publicada en la prensa. A propósito, querida, ¿has dejado a tu abuela sola en casa?

—No, está con Benjy, un trampero que vive en una chabola hecha con trozos de hojalata, cartón y ventanas que sacó de una casa abandonada. Le pago menos del sueldo mínimo para que vigile a la abuela y conteste a los teléfonos, pero no es deducible.

—¿Y qué? —desafió Mona—. Es un trabajador autónomo.

—Ya lo sé, ¿acaso crees que soy tonta? —replicó Mary Jane—. No os escandalicéis, pero Benjy ha descubierto la forma de ganar dinero fácilmente en el barrio francés vendiendo los atributos que Dios le ha dado.

—¡Dios mío! —exclamó Celia.

Michael se echó a reír y preguntó:

—¿Cuántos años tiene ese tal Benjy?

—En septiembre cumplirá doce —contestó Mary Jane—. Es un chico muy majo. Su gran sueño es vender droga en Nueva York; el mío, es que estudie medicina en Tulane.

—¿Qué significa que le pagas para que conteste a los teléfonos? ¿Cuántos teléfonos hay en la casa? ¿Qué es exactamente lo que haces allí?

—Bueno, hice unos trabajillos para comprar unos teléfonos que me resultaban imprescindibles para hablar con mi asesor financiero. Además, tenemos una línea que utiliza la abuela para llamar a mi madre, que está en un hospital en México.

—¿En un hospital en México? —preguntó Bea, atónita—. Pero si hace dos semanas me dijiste que había fallecido en California.

—Lo hice por educación, para ahorraros el disgusto y las molestias.

—Pero ¿y el funeral? —preguntó Michael, acercándose a Mary Jane para echar un vistazo al escote de su blusa de poliéster—. Me refiero a la anciana que enterraron. ¿Quién era?

—Eso es lo peor —contestó Mary Jane—. Nadie lo sabe. No te preocupes por mi madre, tía Bea, ella cree que se encuentra en el plano astral. A lo mejor es cierto. De todos modos, tiene los riñones hechos polvo.

—Eso no es exactamente cierto, me refiero a la mujer que enterraron —dijo Celia—. Creen que se trata…

—¿Es que no lo saben seguro? —preguntó Michael.

Puede que unos grandes pechos fueran una referencia para alcanzar el poder, había pensado Mona mientras observaba cómo Mary Jane se inclinaba hacia delante y reía histéricamente al tiempo que señalaba a Michael.

—Ese asunto de la mujer que enterraron, confundiéndola con tu abuela, es lamentable —dijo Beatrice—. Dame el teléfono del hospital donde está ingresada tu madre, Mary Jane.

—Yo no veo que tengas un sexto dedo —dijo Mona.

—No, ya no —contestó Mary Jane—. Mi madre hizo que un médico en Los Ángeles me lo amputara. Iba a decírtelo. También se lo amputaron a…

—Basta, niñas —protestó Celia—. Estoy preocupada por Rowan.

—No sabía… —dijo Mary Jane—. Me refiero…

—¿A quién te refieres? —preguntó Mona.

—Me encanta tu acento. Ojalá supiera, expresarme con tanta elegancia como tú.

—Todo llegará —respondió Mona—. Todavía te queda mucho por aprender.

—Señoras y señores, la función ha terminado —declaró Bea—. Voy a llamar a tu madre, Mary Jane.

—Te arrepentirás de haberlo hecho, tía Bea. ¿Sabes qué clase de médico me amputó el sexto dedo en Los Ángeles? Un curandero haitiano que practicaba el vudú. Lo hizo sobre la mesa de la cocina.

—Pero ¿por qué no desentierran el cadáver de esa pobre anciana para aclarar de una vez por todas su identidad? —insistió Michael.

—Es que sospechan que… —empezó a decir Celia.

—¿Qué? —preguntó Michael.

—Que tiene algo que ver con los cheques de la Seguridad Social —intervino Beatrice—. De todos modos, no es asunto nuestro. Por favor, Michael, olvídate de esa mujer.

¿Cómo es posible que Rowan no se diera cuenta de lo que sucedía a su alrededor? Michael estaba encandilado con Mary Jane, se la comía con los ojos. Si eso no hacía reaccionar a Rowan, no lo conseguiría ni un terremoto.

—Según parece, llevaban bastante tiempo llamando a esa anciana Dolly Jean —dijo Mary Jane, dirigiéndose a Michael—. Yo creo que en ese geriátrico estaban todos locos. Por lo que he podido deducir, una noche acostaron a mi abuela en la cama de la otra anciana, y ésta falleció en la cama de mi abuela; y de ahí todo el lío. Enterraron a una extraña en la tumba de los Mayfair.

En aquel momento Mary Jane miró a Rowan y exclamó:

—¡Nos está escuchando! Estoy segura. Oye todo lo que decimos.

Si eso era cierto, Mary Jane era la única que lo había advertido. Rowan mantenía los ojos clavados en la tapia del jardín, indiferente a las miradas que se clavaron en ella. Michael enrojeció, como si se sintiera turbado por el comentario de Mary Jane. Celia escrutó el rostro de Rowan, dudando de que ésta fuera capaz de entender lo que decían.

—A Rowan no le sucede nada malo —afirmó Mary Jane—. Ya se le pasará. Hablará cuando desee hacerlo. Yo también puedo permanecer callada durante días como si estuviera muda.

Mona hubiera deseado preguntar: «¿Por qué no lo haces ahora?», pero en el fondo prefería creer que Mary Jane tenía razón. Quizá fuera una poderosa bruja. De todos modos, aunque no lo fuera Mona estaba segura de que saldría adelante.

—No os preocupéis por mi abuela —dijo Mary Jane, ya dispuesta a marcharse. Más tarde sonrió y se palmeó el muslo desnudo—. A lo mejor ha sido una suerte que sucediera eso.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Bea.

—Durante el tiempo que estuvo en el geriátrico, según dijeron apenas despegaba los labios, sólo hablaba consigo misma y se comportaba como si viera gente que en realidad no estaba allí. Pero ella sabe quién es. Habla conmigo y le gusta ver en la tele los seriales y programas como La rueda de la fortuna. Creo que le emocionó regresar a Fontevrault y encontrar las cosas en el ático tal como ella las dejó. Todavía es capaz de subir la escalera. De veras, no os preocupéis, no le pasa nada. De camino a casa compraré queso y galletas, y veremos una película en la tele o conectaré el canal de música country, que también le gusta. Se sabe de memoria la letra de muchas canciones. No os preocupéis, está perfectamente.

—Sí, querida, pero…

Por unos momentos, a Mona incluso le cayó bien su prima; admiraba a una chica capaz de cuidar de una anciana y componérselas a diario entre apósitos y cables de alta tensión.

Mona la acompañó hasta la puerta, la vio subirse a la furgoneta, de cuyo asiento trasero asomaban unos muelles, y partir envuelta en una densa humareda azul.

—Debemos ocuparnos de ella —dijo Bea—. Debemos sentarnos y hablar con calma del tema Mary Jane.

Mona estuvo de acuerdo. El «tema Mary Jane» definía perfectamente la situación.

Aunque esa chica no había demostrado estar en posesión de unos poderes sobrenaturales, ofrecía un aire interesante.

Mary Jane era una joven muy decidida, y la idea de invertir dinero de los Mayfair en vestirla y educarla resultaba irresistible. ¿Por qué no podía estudiar con este tutor que iba a liberar a Mona para siempre del tedio de asistir a la escuela? Beatrice se había empeñado en comprarle ropa antes de que abandonara la ciudad, y sin duda le había estado enviando ropa de segunda mano pero en perfecto estado.

Había otro pequeño motivo secreto por el que a Mona le había caído bien Mary Jane, uno que nadie imaginaría. Mary Jane se había presentado con un sombrero vaquero. Era pequeño y de paja, y al cabo de pocos minutos se lo empujó hacia atrás para que le colgara sobre la espalda. Pero antes de arrancar en aquella furgoneta desvencijada, se lo había encasquetado de nuevo.

Un sombrero vaquero. Mona siempre había soñado con lucir uno sobre todo cuando fuera rica y poderosa y viajara por el mundo en su avión privado. Durante años había imaginado que se convertía en un magnate con sombrero vaquero que entraba en fábricas, bancos y… Bueno, el caso es que Mary Jane Mayfair tenía un sombrero vaquero. Con sus trenzas recogidas sobre la cabeza y su ceñida falda de algodón, presentaba un aspecto de lo más interesante. A pesar de todo, tenía aire de triunfadora. Incluso la desportillada laca de uñas color violeta le daba un toque encantador.

En cualquier caso, no sería difícil constatarlo.

—Tiene unos ojos preciosos —comentó Beatrice cuando entraron de nuevo en el jardín—. Es una chiquilla adorable. ¿Te has fijado en ella? No sé cómo pude… Esa mujer, su madre, siempre ha estado un poco loca, no debimos permitir que se fugara con la niña. La culpa de todo la tiene la enemistad que ha reinado siempre entre los Mayfair de Fontevrault y nosotros.

—No puedes cuidar de todos, Bea —le dijo Mona para tranquilizarla—, como tampoco pudo hacerlo Gifford.

Pero procuraría hacerlo, y si ella y Celia no lo conseguían, lo haría Mona. Ésta había sido una de las revelaciones más asombrosas de aquella tarde, el hecho de que ella, Mona, formaba parte de un equipo; no permitiría que esa chica no alcanzara sus sueños, no mientras le quedara un soplo de vida en su joven cuerpo.

—Es una muchacha encantadora, a su estilo —reconoció Celia.

—Sí, estaba muy graciosa con ese esparadrapo en la rodilla —murmuró Michael en voz alta sin darse cuenta—. Qué muchacha. Estoy de acuerdo con lo que dijo sobre Rowan.

—Yo también —dijo Beatrice—. Pero…

—¿Pero qué? —preguntó Michael, impaciente.

—¿Y si Rowan se encierra para siempre en su mutismo?

—¡Qué ocurrencia! —exclamó Celia, dirigiendo a su hermana una mirada de reproche.

—¿Te parecía sexy ese esparadrapo, Michael? —preguntó Mona intencionadamente.

—Pues sí, toda ella tenía un aire bastante sexy —respondió Michael—. Pero ¡a mí qué me importa!

Parecía sincero, y cansado. Quería regresar junto a Rowan. Cuando aparecieron los otros en el jardín estaba sentado junto a Rowan, leyendo un libro.

A partir de aquella tarde, Mona habría jurado que Rowan tenía un aspecto distinto, los ojos más abiertos, una mirada más perspicaz, como si se estuviera formulando una pregunta a sí misma. A lo mejor las palabras de Mary Jane la habían beneficiado. Quizá le deberían pedir a Mary Jane que regresara, o puede que regresara sin que nadie se lo pidiera. Mona tenía ganas de volver a verla. Podía decirle al nuevo chófer que preparara la imponente limusina, que llenara los compartimientos de cuero con hielo y bebidas y la llevara a la casa inundada. Puesto que el coche era suyo, no había ningún problema. Lo cierto es que Mona aún no se había acostumbrado a esas cosas.

Durante dos o tres días Rowan pareció haberse recuperado un poco. Mostraba siempre el entrecejo levemente arrugado, lo cual, después de todo constituye una expresión facial.

Pero ahora, en esta apacible, solitaria y calurosa tarde veraniega…

Mona tuvo la sensación de que Rowan había empeorado. Ni siquiera el calor parecía afectarla. Permanecía inmóvil en aquella húmeda atmósfera, con la frente perlada de sudor, sin la presencia de Celia para enjugárselo y sin que ella hiciera el menor ademán para secarse la frente.

—Por favor, Rowan, di algo —le rogó Mona en un tono franco, casi infantil—. No quiero ser la heredera del legado si tú no lo apruebas. —Luego se apoyó en un codo, dejando que su melena pelirroja formara un velo entre ella y la verja del jardín. Así quedaban al resguardo de miradas indiscretas—. Vamos, Rowan. Ya oíste lo que dijo Mary Jane Mayfair. Sé que puedes oírme. Venga, haz un esfuerzo. Mary Jane dijo que nos estabas escuchando.

Mona alzó la mano para ajustarse el lazo del pelo. Pero no llevaba ningún lazo. No había vuelto a ponerse un lazo desde que murió su madre. Ahora llevaba el pelo sujeto con un pasador decorado con perlitas, que la estaba molestando. Al quitárselo, el cabello le cayó sobre los hombros.

—Mira, Rowan, si quieres que me vaya no tienes más que hacer un gesto, el que sea, y desapareceré sin más.

Rowan permaneció con la mirada fija en el muro del jardín, contemplando la lantana, el seto recubierto de florecillas marrones y anaranjadas. O puede que contemplara los ladrillos del muro.

Mona lanzó un suspiro, en un pequeño y petulante gesto de impaciencia. Lo había intentado todo, excepto pegarle cuatro gritos. Quizá fuera eso lo que le convenía a Rowan.

Pero no podía hacerlo.

Al cabo de unos minutos se levantó, se acercó a la tapia, arrancó dos ramitas de lantana y se las ofreció, como si Rowan fuera una diosa que estuviera sentada bajo una encina atendiendo las súplicas de la gente.

—Te quiero, Rowan —dijo Mona—. Te necesito.

Durante unos instantes los ojos se le empañaron de lágrimas. El verde intenso del jardín parecía cubierto por un velo. Mona sintió el latido de sus sienes y un nudo en la garganta. Luego experimentó una sensación de angustia, más desagradable que un ataque de llanto, como si de golpe recordara todas las cosas terribles que habían sucedido.

Esa mujer estaba herida, quizá de forma irreparable. Y ella, Mona, la heredera del legado, debía tener un hijo para que la cuantiosa fortuna de los Mayfair pasara un día a manos de éste. ¿Qué futuro aguardaba a Rowan? Seguramente no podría volver a ejercer la medicina, pero a ella no parecía importarle nada ni nadie.

De repente Mona se sintió sola, huérfana de cariño, como una intrusa. Tenía que marcharse de allí cuanto antes. Era una vergüenza que hubiera permanecido tanto tiempo en aquella casa, sentada a esa mesa, pidiendo perdón por haber tenido una aventura con Michael, por ser joven, rica, atractiva y capaz de parir hijos, por haber sobrevivido cuando su madre, Alicia, y su tía Gifford, dos mujeres a las que a la vez quería, odiaba y necesitaba, habían muerto.

Era una egoísta.

—No pretendía robarte a Michael —dijo en voz alta, dirigiéndose a Rowan—. Pero ¡basta, no hablemos más de ese tema!

Nada, ni la menor reacción. Sin embargo, los ojos grises de Rowan no mostraban una expresión ausente, no estaba soñando. Tenía las manos apoyadas en el regazo, una encima de la otra, en un pulcro gesto. La alianza de oro era tan fina que hacía que sus manos parecieran las de una monja.

Mona deseaba acariciarle una mano, pero no se atrevió. Podía pasarse media hora hablándole, pero no podía tocarla, no debía forzar un contacto físico con Rowan. Ni siquiera se atrevía a depositar las ramitas de lantana en sus manos. Hubiera sido un gesto demasiado íntimo, como si se aprovechara de su silencio.

—No temas, no te tocaré. No te cogeré la mano para acariciarla o intentar averiguar a través de su tacto tu estado de ánimo. No te tocaré ni te besaré, porque si yo estuviera en tus condiciones no me gustaría que una cría pecosa y pelirroja lo hiciera.

Pelirroja, con pecas, ¿qué importancia tiene eso si no es para reconocer que aunque me haya acostado con tu marido tú eres la mujer misteriosa, poderosa, la mujer que él ama y siempre ha amado? Yo no significo nada para él. Tan sólo soy una jovencita que consiguió embaucarlo y acostarse con él. Y que aquella noche no tomó ninguna precaución. Pero no te preocupes, no es la primera vez que se me retrasa la regla. Él me miraba tal como lo hizo esta tarde con esa chica, Mary Jane. Era algo puramente sexual, eso es todo. Estoy segura de que dentro de unos días me vendrá la regla, como de costumbre, y mi médico me largará otro sermón.

Mona cogió las ramitas de lantana que yacían sobre la mesa, junto a la taza de porcelana, y se alejó.

Por primera vez, al observar cómo las nubes se deslizaban sobre las chimeneas del edificio principal, se dio cuenta de que hacía un día espléndido.

Michael estaba en la cocina, preparando unos zumos, o mejor dicho el «brebaje», como solían llamarlo, una combinación de zumo de papaya, coco, pomelo y naranja. Lo había ensuciado todo de líquido y de unos indefinibles trozos de pulpa.

Mona pensó, aunque trató de no analizarlo, que Michael tenía un aspecto más saludable y atractivo cada día. Había estado haciendo gimnasia arriba, por consejo médico. Había engordado unos siete kilos desde que Rowan se despertó del coma y se levantó de la cama.

—A ella le gusta mucho —dijo Michael, como si hubieran estado hablando de su «brebaje»—. Lo sé. Bea comentó un día que era demasiado ácido, aunque no da la impresión de que Rowan lo considerase así. Quién sabe —añadió, encogiéndose de hombros.

—Creo que ha dejado de hablar por culpa mía —dijo Mona.

Mona miró a Michael y sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. No quería romper a llorar delante de él. No quería dar un espectáculo. Pero se sentía muy triste. ¿Qué demonios pretendía de Rowan? Apenas la conocía. Era como si necesitara sentirse querida y protegida por la heredera del legado que había perdido la capacidad de perpetuar el linaje.

—No, tesoro —contestó él, sonriendo con suavidad para tranquilizarla.

—Le conté lo nuestro, Michael —dijo Mona—. No quería hacerlo. Fue la primera mañana que hablé con ella. Temí decírtelo. Creí que guardaba silencio porque estaba cansada. No supuse… No quise… Después de contárselo, no volvió a pronunciar palabra, ¿no es cierto, Michael? Se encerró en su mutismo el mismo día de mi llegada.

—Cariño, no te tortures —respondió Michael, pasando un trapo por la mesa. Hablaba con tono pausado, tranquilizador, pero estaba demasiado cansado para discutir, y Mona se sintió avergonzada—. Rowan dejó de hablar el día antes de que tú llegaras. Ya te lo dije. Debes prestar más atención. —Michael sonrió como burlándose de sí mismo y continuó—: En aquel momento no me di cuenta de que había dejado de hablar. Bueno, ahora viene el gran dilema —dijo, removiendo el zumo—. Echar o no echar un huevo.

—¿Un huevo? No puedes echarle un huevo a un zumo de frutas.

—¿Por qué no? Se nota que no has vivido en el norte de California, cariño. Es una receta riquísima y muy sana. Lo malo es que los huevos crudos pueden producir salmonella. La familia no se pone de acuerdo sobre el asunto del huevo crudo. El domingo, cuando vino a vernos Mary Jane, debí pedirle su opinión.

—¡Mary Jane! —exclamó Mona, haciendo un gesto despectivo con la cabeza—. ¡Al cuerno con la familia!

—No estoy de acuerdo contigo en absoluto —respondió Michael—. Beatrice piensa que los huevos crudos son peligrosos, y tiene razón. Por otro lado, cuando jugaba al fútbol en la escuela secundaria cada mañana me tomaba un batido con un huevo crudo. Pero Celia dice que…

—Bendito sea el Señor —dijo Mona, imitando a la perfección a Celia—. ¿Qué sabe la tía Celia sobre huevos crudos?

Estaba tan harta de que la familia se pasara el día hablando sobre lo que le gustaba y le disgustaba a Rowan, sobre los glóbulos rojos de Rowan, o el color de Rowan, que si volvía a verse mezclada en una absurda e inútil discusión de ese tipo se echaría a gritar.

O quizás estuviera harta del revuelo que se había organizado desde que le comunicaron que ella era la heredera. La gente no paraba de darle consejos, de preocuparse de su salud, como si ella fuera la inválida. Había escrito unos divertidos titulares en su ordenador:

A UNA JOVEN LE CAE ENCIMA UN MONTÓN DE DINERO, PROVOCÁNDOLE UNA CONMOCIÓN CEREBRAL. O, UNA HUÉRFANA HEREDA BILLONES, ANTE LA INQUIETUD DE SUS ABOGADOS.

La palabra «inquietud» resultaba algo desfasada, pero le gustaba.

De pronto se sintió tan deprimida mientras estaba ahí en la cocina, charlando con Michael, que se echó a llorar como una criatura.

—Mira, tesoro, Rowan dejó de hablar el día antes de que tú llegaras, te lo aseguro —insistió Michael—. Recuerdo la última frase que pronunció. Estábamos sentados ante esa mesa. Rowan se tomó varias tazas de café. Dijo que se moría de ganas de beber café al estilo de Nueva Orleans, y yo se lo preparé. Habían pasado unas veinticuatro horas desde que despertó del coma y aún no había dormido nada. Estábamos charlando. Parecía cansada. De pronto dijo: «Me apetece salir al jardín. No, quédate Michael, quiero estar sola un rato».

—¿Estás seguro que eso fue lo último que dijo?

—Segurísimo. Yo quería llamar a todos para informarles de que Rowan estaba perfectamente. Puede que eso la asustara. En todo caso, yo soy el culpable. A partir de aquel momento no volvió a decir palabra.

Michael cogió un huevo, lo cascó en el borde de la batidora, retiró la cáscara y depositó la clara y la yema en el vaso.

—No creo que tus palabras le hicieran daño, Mona. De veras, lo dudo mucho. Naturalmente, preferiría que no le hubieras contado que seduje a su prima menor de edad en el sofá del salón. Las mujeres tenéis la manía de contar siempre esas cosas —dijo Michael, dirigiéndole una mirada de reproche. El sol brillaba en sus ojos—. No os gusta que nosotros lo hagamos, pero vosotras siempre os vais de la lengua. En cualquier caso, no creo que oyera lo que le dijiste. Parece como si… todo le importara un comino.

Michael se detuvo, emocionado. El líquido que contenía el vaso tenía un aspecto más bien repugnante.

—Lo siento, Michael.

—No te preocupes, tesoro.

—No tengo ningún derecho a quejarme; yo estoy bien, la que está mal es ella. ¿Quieres que le lleve eso? Es una porquería, Michael. Me da náuseas.

Mona observó la espuma y el extraño color de la bebida.

—Tengo que batirlo —contestó Michael, colocando la tapa de goma en el vaso. Al oprimir el botón, sonó el desagradable ruido de las hojas al girar mientras el líquido saltaba dentro de la batidora.

Quizás hubiese sido mejor no saber que contenía un huevo crudo.

—Esta vez he añadido zumo de brécol —dijo Michael.

—Dios mío, no me extraña que se niegue a bebérselo. ¡Zumo de brécol! ¿Acaso quieres matarla?

—Se lo beberá de un trago, ya lo verás. Le encanta. Le gustan todos los zumos que le preparo. No recuerdo exactamente lo que contiene éste. Ahora, escúchame. Aunque Rowan no oyera tu confesión, no estoy seguro de que la hubiera sorprendido. Mientras permaneció en coma oía todo lo que se decía. Ella misma me lo dijo. Oyó las cosas que decían las enfermeras cuando yo no estaba presente. Por supuesto, nadie sabía lo de nuestra pequeña transgresión.

—¡Por el amor de Dios, Michael, no bromees! Esto es muy serio. Si en este estado existe el delito por violación de menores, te recomiendo que te pongas inmediatamente en contacto con su abogado. La edad de consentimiento mutuo entre primos probablemente sea los diez años, y quizás exista una ley especial que la rebaje a ocho en el caso de unos Mayfair.

—No te hagas ilusiones, cariño —respondió Michael, sacudiendo la cabeza—: Pero volviendo al tema anterior, supongo que Rowan oyó las cosas que tú y yo dijimos cuando nos hallábamos junto a su cama. Estamos hablando de brujas, Mona, no lo olvides.

Michael se quedó serio y pensativo. Mona lo observó. Estaba más guapo, atractivo e interesante que nunca.

—No se trata de lo que dijera nadie —prosiguió Michael al cabo de unos momentos. Se le veía triste, profundamente abatido, como suele sucederles a los hombres de su edad cuando se deprimen. Mona se asustó un poco—. Es por todo lo que padeció Rowan. Quizá lo último fue lo que…

Mona asintió. Trató de visualizar de nuevo la escena, tal como él se la había contado. La pistola, el disparo, el cuerpo que se desploma. El terrible secreto de la leche.

—No se lo habrás dicho a nadie, ¿verdad? —preguntó Michael, preocupado.

«Si se enterara de que se lo había dicho a alguien sería capaz de matarme en este mismo momento», pensó Mona.

—No, jamás se lo diré a nadie —contestó—. Sé guardar un secreto, pero…

—No me dejó tocar el cadáver —prosiguió Michael—. Insistió en transportarlo ella misma, aunque apenas podía dar un paso. Jamás olvidaré aquella escena. Lo demás, no sé, puedo asumirlo, pero ver a una madre arrastrar el cadáver de su hija…

—¿Fue eso lo que te afectó? ¿Que se tratara de su hija?

Michael no respondió, y se mantuvo con la mirada perdida en el infinito mientras el dolor y la preocupación desaparecían poco a poco de su rostro. Al cabo de unos minutos se mordió el labio y casi sonrió.

—No se lo cuentes jamás a nadie —murmuró—. Jamás. Nadie debe saberlo. Es posible que algún día Rowan desee hablar de ello. Quizá fuera eso lo que la llevó a encerrarse en su mutismo.

—Descuida, jamás se lo revelaré a nadie —contestó Mona—. No soy una niña, Michael.

—Lo sé, tesoro, lo sé —dijo él, mirándola con afecto. Durante unos breves instantes pareció más animado.

Luego volvió a sumirse en sus pensamientos, olvidándose de ella, olvidándose de ellos dos y del enorme vaso de zumo que había preparado. Parecía haber abandonado toda esperanza, como si estuviera tan desesperado que nadie, ni siquiera Rowan, fuera capaz de ayudarlo.

—Por el amor de Dios, Michael, no debes hundirte. Rowan se pondrá bien, estoy segura.

Michael guardó silencio durante unos instantes. Luego murmuró con voz entrecortada:

—Se sienta en ese lugar, no sobre la tumba, sino junto a ella.

Mona temió que Michael rompiese a llorar. Deseaba acercarse a él y abrazarlo; pero lo habría hecho para consolarse a sí misma, no para ayudarle a él.

De pronto Mona se dio cuenta de que Michael estaba sonriendo, sin duda para tranquilizarla.

—Tendrás una vida plena y fructífera —dijo Michael, sonriendo con afabilidad—, pues los demonios han sido aniquilados, y alcanzarás el edén. —Luego se encogió de hombros con aire de resignación y añadió—: En cuanto a ella y a mí, nos llevaremos a la tumba los remordimientos por lo que hicimos o dejamos de hacer, o debimos hacer, o no hicimos el uno por el otro.

Michael suspiró, cruzó los brazos y se apoyó en la mesa, contemplando el sol, el jardín, las hojas verdes que se agitaban suavemente y la primavera.

Su discurso parecía haber finalizado.

Ahora volvía a ser el Michael de siempre, filosófico pero no vencido por la derrota.

Al cabo de unos momentos se incorporó, cogió el vaso y lo limpió con una vieja servilleta blanca.

—Eso es lo más agradable de ser rico —dijo.

—¿El qué? —preguntó Mona.

—Disponer de una servilleta de hilo cuando te apetece —respondió—. Y de pañuelos de hilo. Celia y Bea siempre los usan. Mi padre se negaba a utilizar pañuelos de papel. Hummm. Hacía tiempo que no pensaba en eso.

Luego se volvió hacia ella y le guiñó el ojo. Mona sonrió. Qué tontería. Pero ¿qué otra persona era capaz de guiñarle el ojo de esa manera? Nadie.

—¿Sabes algo de Yuri? —le preguntó Michael.

—No —contestó Mona. Le dolía oír pronunciar el nombre de Yuri.

—¿Le has dicho a Aaron que hace tiempo que no tienes noticias de él?

—Cientos de veces; esta mañana, tres. Tampoco él sabe nada. Está muy preocupado. Pero está decidido a no regresar a Europa, pase lo que pase. Vivirá aquí, con nosotros, hasta el fin de sus días. Siempre me recuerda que Yuri es increíblemente listo, como todos los investigadores de Talamasca.

—¿Crees que le ha sucedido algo malo?

—No sé qué pensar —contestó Mona con tristeza—. Quizá se haya olvidado de mí.

No deseaba ni pensar en esa posibilidad. Era demasiado espantosa. Pero uno tenía que afrontar las cosas. Yuri era un hombre de mundo.

Michael observó el zumo. Quizá Mona tuviese razón, pero en vez de arrojarlo por el fregadero cogió una cuchara y empezó a removerlo.

—Es posible que ese brebaje haga que Rowan recupere el habla —dijo Mona—. Cuando se haya bebido la mitad, dile lo que le has echado.

Michael soltó una carcajada profunda y seductora. Luego cogió la jarra del zumo y llenó un vaso grande.

—Acompáñame. Vamos a verla.

Mona dudó unos instantes.

—Prefiero que no nos vea juntos —dijo.

—Usa tus artes mágicas, tesoro. Ella sabe que seré su esclavo hasta el día que me muera.

La expresión de Michael se trastocó de nuevo. Miró a Mona con calma, casi fríamente, y ella volvió a comprender que estaba desesperado.

—Sí, desesperado —dijo Michael, esbozando una sonrisa que casi parecía una mueca. Y sin decir más, cogió el vaso y se dirigió hacia la puerta—. Vamos a hablar con ella, a ver si somos capaces de adivinar lo que piensa. Puede que entre los dos logremos descifrar su estado de ánimo. Quizá deberíamos volver a hacer el amor, tú y yo, sobre la hierba. Puede que eso la hiciera reaccionar.

Mona se quedó paralizada. ¿Es posible que hablara en serio? No, ésa no era la cuestión: lo desconcertante es que fuera capaz de decir semejante cosa.

Mona no contestó, pero supo lo que él sentía. Al menos, eso pensaba. Sin embargo, también sabía que no podía tener una certeza absoluta. Las experiencias dolorosas afectan a los hombres de la edad de Michael de forma distinta a como pueden afectar a una joven como ella. Mona lo sabía, con independencia de que mucha gente se lo hubiese explicado más o menos. Era una cuestión no tanto de humildad como de lógica.

Mona siguió a Michael a través del jardín hasta llegar a la parte trasera. Él llevaba unos vaqueros muy ceñidos y tenía una forma de caminar muy sexy. «¿Te parece bonito pensar en esas cosas?», se dijo Mona. El polo también se adhería a su cuerpo, resaltando la musculatura de sus hombros y espalda.

«No puedo dejar de pensar en ello; ojalá no se le hubiera ocurrido eso de hacer el amor sobre la hierba», pensó Mona. Estaba muy excitada. Los hombres siempre se quejaban de sentirse muy alterados ante la presencia de una mujer sexy. Pues bien, a ella le excitaban tanto las palabras como las imágenes: sus ceñidos vaqueros y las eróticas imágenes que invadieron su mente después del absurdo comentario que él había hecho.

Rowan se hallaba sentada junto a la mesa, en la misma posición en que Mona la había dejado. Las ramitas de lantana seguían allí encima, algo desordenadas, como si Rowan las hubiera movido con un dedo.

Rowan tenía el ceño ligeramente fruncido, como si meditara sobre algo muy serio. Mona pensó que era una buena señal, pero decidió no decir nada para no infundirle falsas esperanzas a Michael. Rowan parecía no haberse percatado de la presencia de ambos. Permanecía con la mirada fija, contemplando las flores que crecían junto a la tapia.

Michael se inclinó y la besó en la mejilla. Luego depositó el vaso sobre la mesa. Rowan no se inmutó. La brisa agitaba un mechón que le caía sobre la frente. Michael cogió su mano derecha y la ayudó a sujetar el vaso.

—Bébetelo, tesoro —dijo Michael, en el mismo tono que había empleado con Mona, a la vez brusco y cariñoso.

Tesoro, tesoro, «tesoro» significaba Mona, Rowan o Mary Jane, o tal vez cualquier otra hembra. ¿Hubiera llamado también «tesoro» al cadáver que estaba enterrado en el agujero junto al de su padre? ¡Cómo hubiera deseado verlos Mona, por lo menos a uno de ellos! Todas las mujeres de la familia Mayfair que se habían topado con él mientras huía lo pagaron con sus vidas. Excepto Rowan…

De pronto, Rowan levantó el vaso y se lo llevó a los labios. Mona la observó, temerosa, mientras Rowan bebía el zumo sin apartar los ojos de las flores de la tapia; únicamente se apreciaba en ella un parpadeo natural y pausado, pero nada más. Todavía tenía el entrecejo levemente fruncido, como si estuviera enfrascada en sus pensamientos.

Michael también la observó, con las manos en los bolsillos, y de repente hizo algo muy extraño. Se refirió a ella en voz alta, como si Rowan no pudiera oírle. Fue la primera vez que hacía semejante cosa.

—Cuando el médico habló con ella —le explicó Michael a Mona—, cuando le dijo que debía someterse a unas pruebas, ella se levantó y se largó. Reaccionó como si un extraño se hubiera sentado junto a ella en un banco del parque y le hubiera dicho alguna impertinencia. Estaba aislada, sola por completo.

Michael cogió el vaso, que presentaba un aspecto aún más repugnante que antes. A decir verdad, seguramente Rowan hubiera bebido cualquier cosa que él le hubiera dado.

El rostro de Rowan permaneció impasible.

—Podría llevarla al hospital para que le hicieran las pruebas. Estoy seguro de que no se resistiría. Siempre hace lo que le pido.

—¿Y por qué no la llevas?

—Porque cuando se levanta por las mañanas se pone un camisón y una bata. A veces le preparo ropa de calle, pero no quiere ponérsela. Sólo quiere el camisón y la bata. Supongo que prefiere quedarse en casa —respondió Michael con brusquedad.

Tenía las mejillas coloradas y los labios apretados, como si estuviera de malhumor.

—De todos modos, los análisis no la ayudarán a recuperarse —prosiguió—. Lo que le conviene es tomar muchas vitaminas. Los análisis sólo servirían para confirmar ciertas cosas. Tal vez no merezca la pena hacérselos.

Michael miró a Rowan. Hablaba con voz tensa, como si su enojo fuera en aumento.

De pronto depositó el vaso sobre la mesa, apoyó las manos a ambos lados de la misma y se inclinó hacia delante, con su mirada fija en Rowan. Ésta no se movió.

—Te lo suplico, Rowan —murmuró Michael—. Regresa a mí.

—No la atosigues, Michael —protestó Mona.

—¿Por qué no? Rowan, te necesito. ¡Te necesito! —gritó Michael, golpeando la mesa con los puños.

Rowan parpadeó, pero fue el único movimiento que hizo.

—¡Rowan! —gritó de nuevo Michael, extendiendo los brazos como si quisiera agarrarla por los hombros y zarandearla para obligarla a reaccionar, pero no lo hizo.

Al cabo de unos instantes cogió el vaso, dio media vuelta y se marchó.

Mona se quedó inmóvil, atónita. Pero así era Michael. Mona sabía que había obrado de buena fe, aunque había sido una escena dura y desagradable.

Mona permaneció todavía un rato allí. Se sentó en la silla al otro lado de la mesa, frente a Rowan, el mismo lugar que había ocupado todos los días.

Lentamente, se fue serenando. No sabía con seguridad por qué se había quedado allí, pero le parecía un gesto de lealtad. Quizá no deseaba dar la impresión de ser la aliada de Michael. El remordimiento la invadía.

Rowan estaba muy guapa, si se prescindía del hecho de que no hablaba. Llevaba el cabello largo, casi hasta los hombros. Se la veía hermosa y ausente. Lejana.

—Sabes —dijo Mona—, probablemente seguiré viniendo aquí hasta que me indiques que no quieres verme más. Sé que eso no me absuelve, ni tampoco justifica mi insistencia. Pero puesto que sigues encerrada en tu mutismo, obligas a la gente a actuar, a tomar decisiones. Lo que quiero decir es que no podemos simplemente dejarte sola. Es imposible. Sería injusto.

Mona respiró hondo, sintiéndose más relajada.

—Soy demasiado joven para saber ciertas cosas —prosiguió—. No voy a decir que comprenda lo que te ha sucedido; sería una estupidez por mi parte.

Mona miró a Rowan; sus ojos parecían verdes, como si reflejaran el color del brillante césped primaveral.

—Pero… me preocupa lo que nos está sucediendo a todos, o a casi todos. Sé muchas más cosas que nadie, excepto Michael y Aaron. ¿Te acuerdas de Aaron?

Qué pregunta tan tonta. Claro que Rowan recordaría a Aaron, suponiendo que no hubiera perdido la memoria.

—Bueno, lo que quiero decir es que existe un hombre llamado Yuri. Ya te hablé de él. Creo que no lo has visto nunca; de hecho, estoy segura de ello. Se ha marchado y no sé nada de él. Estoy preocupada, y Aaron también. Es como si todo se hubiera paralizado… tú aquí, en el jardín, sin decir palabra, aunque las cosas nunca detienen su curso.

Mona se detuvo. Este sistema era peor que el otro. Resultaba imposible saber si esta mujer sufría. Mona suspiró, apoyó los codos en la mesa y observó a Rowan. Habría jurado que Rowan la había mirado con disimulo y había apartado rápidamente la vista.

—Te pondrás bien, Rowan —murmuró Mona.

Luego contempló la verja de hierro, la piscina y el césped que cubría la parte delantera del jardín. La lisimaquia había florecido. Cuando Yuri se fue, las ramas estaban peladas.

Recordaba el día en que Yuri y ella estuvieron charlando en voz baja en el jardín.

«Pase lo que pase en Europa —le había dicho Yuri—, regresaré junto a ti».

Mona no se había equivocado, Rowan la estaba mirando. La miraba directamente a los ojos.

Mona estaba tan asombrada que no pudo hablar ni moverse. Temía hacer un gesto y que Rowan apartara la vista. Deseaba creer que esto era una buena señal, que significaba que Rowan la perdonaba. Por lo menos, había conseguido captar su atención.

Mientras Mona la observaba, la preocupación de Rowan fue desapareciendo poco a poco y su expresión se tiñó de una elocuente e inconfundible tristeza.

—¿Qué te pasa, Rowan? —preguntó Mona.

Rowan emitió un pequeño sonido, como si carraspeara.

—No es Yuri —murmuró Rowan. Luego frunció de nuevo el ceño y sus ojos reflejaron temor, pero no retiró la mirada.

—¿Qué ocurre? —preguntó Mona—. ¿Qué es lo que has dicho sobre Yuri?

Mona tuvo la impresión de que Rowan seguía hablando, sin darse cuenta de que no emitía ningún sonido.

—Háblame, Rowan —murmuró Mona—. Rowan…

Mona se detuvo, como si no tuviera valor para continuar.

Rowan seguía mirándola. Al cabo de unos instantes levantó la mano derecha y se alisó su rubio cabello. Un ademán natural, normal, pero su mirada no lo era. Parecía esforzarse en transmitir a través de sus ojos lo que pensaba.

De pronto Mona oyó un sonido que la distrajo. Era la voz de Michael y la de otro hombre. Luego oyó el alarmante sonido de una mujer que no se sabía bien si lloraba o reía.

Mona se giró y vio a la tía Beatrice dirigirse precipitadamente hacia ellas por el camino empedrado que bordeaba la piscina, cubriéndose la boca con una mano y agitando la otra como si temiera caer de bruces y buscara un apoyo. Era ella a quien había oído llorar hacía unos instantes. Se le había deshecho el moño y el pelo le caía en greñas sobre la cara. Su vestido de seda estaba manchado de agua.

Michael y un hombre vestido con un traje oscuro seguían a Beatrice, caminando de forma apresurada y hablando entre ellos.

Beatrice sollozaba desconsoladamente. Sus tacones se clavaban en el césped, impidiéndole avanzar.

—¿Qué pasa, tía Bea? —preguntó Mona, levantándose.

Rowan se levantó también y observó a Beatrice avanzar torpemente por el césped; de pronto se torció un tobillo y estuvo a punto de caer. Al llegar junto a ellas, se dirigió directamente a Rowan.

—Es horrible —balbuceó Bea, jadeante—. Lo han matado. Lo ha atropellado un coche. Lo he visto con mis propios ojos.

—¿A quién han matado, Bea? —preguntó Mona—. No te estarás refiriendo a Aaron…

—Sí —respondió Bea, asintiendo frenéticamente. Tenía la voz ronca y apenas era audible. Mona y Rowan se acercaron a ella mientras Bea seguía moviendo la cabeza como un autómata—. Lo han matado. Yo lo vi. El coche dobló la esquina de la avenida de St. Charles. Le dije a Aaron que iría a buscarlo, pero contestó que prefería venir dando un paseo. El coche lo embistió y pasó tres veces sobre su cuerpo.

Cuando Michael se acercó a ella y la abrazó, Bea se desplomó como si hubiera perdido el conocimiento. Michael la sostuvo para impedir que cayera al suelo y Bea apoyó la cabeza contra su pecho, llorando suavemente. El pelo le caía sobre el rostro y sus manos temblaban como pajarillos incapaces de remontar el vuelo.

El hombre del traje oscuro era un policía —Mona observó que llevaba una pistola debajo de la chaqueta—, un chino americano con un rostro sensible y muy expresivo.

—Lo lamento —dijo con marcado acento de Nueva Orleans. Mona nunca había oído hablar a un chino con ese acento.

—¿Lo han matado? —preguntó Mona en voz baja, mirando al policía y a Michael, quien trataba de consolar a Bea besándole la frente y acariciándole el cabello.

Mona jamás había visto a Bea llorar de ese modo. De pronto cruzaron su mente dos ideas: que Yuri debía de estar muerto y que Aaron había sido asesinado, lo cual probablemente significaba que todos corrían peligro. En cualquier caso, la muerte de Aaron representaba una terrible tragedia para Bea.

Rowan se dirigió al policía y le habló con calma, aunque tenía la voz ronca y apenas se la oía en medio de la confusión y excitación de aquellos momentos.

—Quiero ver el cadáver —dijo Rowan—. ¿Puede acompañarme al depósito? Soy médico. Deseo verlo. Sólo tardaré unos minutos en vestirme.

Michael y Mona se quedaron atónitos. Sin embargo, la odiosa Mary Jane ya lo había dicho: «Nos está escuchando. Hablará cuando desee hacerlo».

Gracias a Dios que Rowan había reaccionado por fin, recuperando el habla en aquellos dramáticos momentos.

Pese a su frágil aspecto y la voz ronca y forzada, su mirada era clara y firme. Rowan miró a Mona, sin hacer caso de la amable respuesta del policía, quien indicó que tal vez fuera preferible que no viera el cuerpo, dado que lo había atropellado un coche y se hallaba muy desfigurado.

—Bea necesita a Michael —dijo Rowan, sujetando firmemente a Mona por la muñeca—. Y yo te necesito a ti. ¿Quieres acompañarme?

—Desde luego —contestó Mona—. Iré contigo.