32

Hacía demasiado frío en la calle, aunque el invierno no tardaría en remitir en Nueva York. Si el enano quería que se encontraran en la trattoria, Ash no tenía ningún inconveniente.

No le importaba dar un paseo. No quería quedarse solo en sus habitaciones del rascacielos; además, suponía que Samuel ya habría salido hacia allí y no conseguiría hacerle cambiar de opinión.

Le gustaba observar a la muchedumbre que circulaba apresuradamente por la Séptima Avenida al atardecer, los brillantes escaparates llenos de porcelanas orientales de alegre colorido, suntuosos relojes, estatuas de bronce y alfombras de lana y seda, los elegantes artículos de regalo que se vendían en esa zona de la ciudad. Ash observó a unas parejas que se dirigían con prisas a cenar para llegar a tiempo al Carnegie Hall, donde un joven violinista que había causado sensación en todo el mundo daba un concierto. Ante las taquillas se habían formado unas colas kilométricas. Las elegantes boutiques aún no habían cerrado. La nieve caía en pequeños copos, que no llegaban a cubrir el asfalto ni las aceras debido a la marea humana que las invadía a aquellas horas.

«No, no es mal momento para caminar por las calles. Es un mal momento para tratar de olvidar que has abrazado a tus amigos, Michael y Rowan, por última vez hasta que recibas noticias suyas». Por supuesto, ellos no sabían que ésas fuesen las reglas del juego, el gesto que su corazón y su orgullo les exigían, aunque probablemente no les habría sorprendido. Habían pasado cuatro días con él, y Ash se sentía tan inseguro respecto al amor de ellos hacia él como cuando los vio por primera vez en Londres.

No, no le apetecía estar solo. El único problema era no haberse vestido con más discreción, para pasar inadvertido, y con prendas más gruesas, para defenderse de aquel viento gélido. La gente miraba con asombro a un individuo de más de dos metros que lucía un blazer de seda morado, muy poco adecuado al tiempecito que hacía, y una bufanda amarilla. Había sido una estupidez ponerse esas prendas, más apropiadas para una reunión privada, y salir a la calle vestido de esa guisa.

Ash se había puesto aquella ropa antes de que Remmick le comunicara la noticia: Samuel había hecho el equipaje y se había marchado; se reuniría con él en la trattoria. Samuel había dejado el bulldog, su perro neoyorquino, y confiaba en que a Ash no le molestara. (¿Por qué iba a molestarle a Ash un perro que no cesaba de babear y roncar? Al fin y al cabo, quienes tendrían que apechugar con él serían Remmick y la joven Leslie. La joven Leslie se había convertido en una figura omnipresente en las oficinas y dependencias del rascacielos, cosa de la que se sentía muy complacida.) Samuel compraría otro perro cuando estuviese en Inglaterra.

La trattoria estaba atestada. A través de la ventana Ash vio a los clientes apiñados frente al bar, así como en las innumerables y pequeñas mesas del local.

Allí estaba Samuel, tal como habían quedado, fumándose una húmeda colilla (Samuel, al igual que Michael, apuraba hasta el filtro los cigarrillos), bebiendo whisky en vaso corto y ancho y mirando la puerta fijamente, a la espera de que apareciera Ash.

Ash dio unos golpecitos en la ventana.

El enano lo miró de arriba abajo y sacudió la cabeza. Samuel iba muy elegante con una chaqueta y un chaleco de lana, una flamante camisa y unos zapatos tan lustrosos que parecían espejos. Sobre la mesa había unos guantes de piel marrón que yacían arrugados e inertes, como dos manos fantasmagóricas.

Resultaba imposible adivinar los sentimientos que ocultaban los pliegues y arrugas que surcaban el rostro de Samuel, pero a juzgar por su pulcro y sobrio aspecto nada parecía indicar que fuera a montar otra escena como la que se había producido cuarenta y ocho horas antes.

Afortunadamente, Michael encontraba a Samuel la mar de divertido. Una noche ambos se emborracharon como cubas, dedicándose a contar chistes mientras Rowan y Ash se limitaban a sonreír con benevolencia, tensos y conscientes de que si se acostaban tenían más que perder que de ganar, a menos que Ash pensara única y exclusivamente en sí mismo.

Pero Ash no era así.

«Sin embargo, tampoco soy de los que les gusta estar solos», pensó. Junto a la copa de Samuel había un maletín de cuero. Por lo visto, tenía pensado marcharse.

Ash se abrió paso entre los clientes que entraban y salían, señalando a Samuel con el índice para informar al atribulado portero que le estaban esperando.

Al traspasar el umbral del restaurante, dejando a sus espaldas el frío polar, una algarabía de voces, platos, cacharros y pisadas acogió a Ash, junto con una bocanada de aire cálido. Algunos clientes se volvieron para observarlo con curiosidad, pero lo maravilloso de los restaurantes de Nueva York era que en ellos reinaba un ambiente más animado que en otros lugares y que la gente estaba más pendiente de su pareja que de lo que ocurría a su alrededor. Todas las reuniones tenían un aire serio y crucial; la comida era devorada de forma apresurada; los rostros de los comensales expresaban un evidente entusiasmo, si no ante el compañero de mesa, al menos ante la alegría y el ambiente del local.

Resultaba imposible no fijarse en el gigantesco individuo que lucía una llamativa chaqueta de seda morada y que se sentaba frente al hombre más diminuto que había en la trattoria, un enano enfundado en un grueso traje de lana, pero lo hacían de reojo o con un brusco movimiento de la cabeza capaz de provocar una lesión en la columna vertebral, sin perder el hilo de la conversación. La mesa estaba situada junto a la puerta de entrada, pero los transeúntes eran todavía más hábiles en observar disimuladamente a la gente que los clientes del cálido y acogedor restaurante.

—Dilo de una vez —murmuró Ash—. Te marchas, regresas a Inglaterra.

—Sabías que me marcharía, no tengo ganas de quedarme aquí. Siempre creo que va a ser estupendo, y luego me canso de un lugar y siento deseos de regresar a casa. Tengo que regresar al valle antes de que esos necios de Talamasca empiecen a invadirlo.

—No creo que lo hagan —respondió Ash—. Confiaba en que permanecieras aquí un tiempo. —Le asombraba el tono sereno de su voz—. Me hubiera gustado charlar sobre…

—¿Lloraste al despedirte de tus amigos humanos? —preguntó Samuel.

—¿A qué viene esa pregunta? ¿Qué pretendes, discutir conmigo?

—¿Por qué confiaste en esa gente? El camarero quiere saber qué vas a tomar. Debes comer algo.

Ash cogió la carta, señaló un plato de pasta que solía tomar en los restaurantes italianos y esperó a que el camarero desapareciera antes de reanudar la conversación.

—Si no hubieras estado borracho, Samuel, si no lo hubieras visto a través de una nube de vapores etílicos, conocerías la respuesta a esa pregunta.

—Las brujas Mayfair. Sé cómo son. Yuri me habló de ellas cuando estaba herido y deliraba. No seas estúpido, Ash, no esperes que esa gente te ame.

—Como de costumbre, no dices más que sandeces —le replicó Ash—. Pero ya estoy acostumbrado.

El camarero depositó la botella de agua mineral, la leche y los vasos sobre la mesa.

—Estás trastornado, Ash —dijo Samuel, indicándole al camarero que le sirviera otro whisky, sin agua y sin hielo—. Pero yo no tengo la culpa. —Samuel se repantingó en la silla y añadió—: Sólo trato de prevenirte, amigo mío. Si lo prefieres lo diré de otro modo: no te enamores de esa gente.

—Si insistes en este tema, acabaré perdiendo la paciencia.

El enano lanzó una carcajada sonora, profunda. Sus ojillos, semiocultos por los pliegues y las arrugas de su rostro, mostraban una expresión divertida.

—En tal caso me quedaré un par de horas más en Nueva York —dijo el enano.

Ash no respondió. No quería hablar más de la cuenta ni ante Samuel ni ante ninguna otra persona. Los golpes que había recibido a lo largo de su vida le habían enseñado a ser prudente.

Tras unos momentos, preguntó:

—¿Y, según tú, a quién debo amar? —Formuló la pregunta con un leve tono de reproche—. Me alegraré de que te vayas. Quiero decir… que tengo ganas de acabar de una vez con esta conversación tan desagradable.

—No debiste sincerarte con ellos, Ash, no debiste contarles tu historia. Lo del gitano también fue un error. No debiste dejar que regresara a Talamasca.

—¿Te refieres a Yuri? ¿Qué querías que hiciera? ¿Cómo querías que le impidiera regresar a Talamasca?

—Proponiéndole venir a Nueva York, ofreciéndole un trabajo en tu empresa. Era un hombre con la vida rota, habría aceptado encantado. Pero le enviaste de regreso a casa para que escriba un libro sobre lo ocurrido. Podía haber sido amigo nuestro.

—No, aquél no era lugar indicado para él. Debía regresar.

—Te equivocas. Habría sido un excelente compañero para ti, un marginado, un gitano, una especie de puta.

—Te ruego que no seas vulgar y obsceno. Me asustas. Fue decisión de Yuri. Si no hubiera querido regresar, lo habría dicho. Su vida es la Orden. Tenía que volver, al menos hasta que cicatrizaran las heridas. ¿Y después? No habría sido feliz aquí, en mi mundo. Las muñecas son mágicas para los que las aman y aprecian, pero para los demás no dejan de ser unos simples juguetes. Yuri no es un hombre de gustos refinados, sino de inclinaciones más bien toscas.

—Eso suena bien, pero no deja de ser una estupidez —contestó Samuel. Esperó a que el camarero depositara el vaso de whisky sobre la mesa y luego prosiguió—: Tu mundo está lleno de cosas que Yuri podría haber hecho. Podrías haberle encargado que construyera más parques, que plantara más árboles, cualquiera de esos proyectos tan grandiosos que tienes. ¿Qué les dijiste a los brujos, que ibas a construir unos parques flotantes para que todo el mundo pudiera contemplar lo que tú ves desde tus aposentos de mármol? Podrías haber colocado a ese chico en tu empresa, te habría hecho compañía…

—No sigas. Las cosas son como son.

—Lo que pasa es que deseas la amistad de esos brujos, una pareja casada y rodeada de un inmenso clan, unas personas con un estilo de vida familiar totalmente humano…

—¿Qué puedo hacer para obligarte a callar?

—Nada. Bébete la leche. Sé que estás deseando hacerlo. Te avergüenza beber leche delante de mí, temes que te diga: «Anda, bébete la leche como un buen chico, Ashlar».

—Ya lo has dicho, aunque todavía no he probado la leche.

—Amas a esos dos brujos. Lo que Michael y Rowan deben hacer es tratar de olvidar esta pesadilla: los Taltos, el valle, los estúpidos asesinos que se infiltraron en Talamasca. Es esencial, si quieren mantenerse en su sano juicio, que regresen a casa y traten de construir una vida adecuada a las expectativas de los Mayfair. Me da rabia que te enamores de gente que te da la espalda, como harán Michael y Rowan.

Ash no contestó.

—Están rodeados de centenares de personas ante las cuales deben mentir sobre esa parte de su vida —prosiguió Samuel—. Tratarán de olvidar que existes; no permitirán que tu presencia empañe su paz familiar y cotidiana.

—Comprendo.

—No me gusta verte sufrir.

—¿De veras?

—¡Sí! Me gusta abrir una revista o un periódico y leer un artículo sobre tus éxitos empresariales, ver tu sonriente rostro en la lista de los diez multimillonarios más excéntricos del mundo o de los diez mejores partidos de Nueva York. Sé que te atormentarás preguntándote si esos brujos son realmente tus amigos, si puedes acudir a ellos cuando tengas problemas, si puedes utilizarlos para conocerte mejor a ti mismo, si puedes contar con ellos para que te proporcionen el calor y el afecto que todo ser humano necesita…

—Quédate, Samuel, te lo ruego.

Las palabras de Ash pusieron fin al discurso del enano. Éste suspiró, apuró medio vaso de whisky de un trago y se relamió el grueso labio inferior con una lengua de un insólito color rosa.

—Francamente, Ash, no me apetece.

—Acudí en cuanto me lo pediste, Samuel.

—¿Te arrepientes de ello?

—No, ¿cómo podría hacerlo?

—Olvídalo, Ash. De veras, olvida todo el asunto. Olvida que llegó un Taltos al valle. Olvida que conociste a esos brujos. Olvida que necesitas que la gente te quiera y acepte tal como eres. Es imposible. Estoy preocupado por ti. Temo que cometas una locura. Te conozco bien.

—¿Tú crees?

—Sé que eres capaz de destruir todo lo que has construido: la compañía, tu imperio, los Juguetes Sin Límites o Muñecas para Todos, o como quiera que se llame. Te hundirás en la apatía. Te abandonarás. Te marcharás lejos, y las cosas que has construido y creado se derrumbarán. No sería la primera vez que ocurre. Luego te sentirás perdido, al igual que yo, y una fría noche de invierno —y no sé por qué siempre eliges esa época—, te presentarás en el valle para que yo te consuele.

—Esto es muy importante para mí, Samuel —contestó Ash—. Por muchas razones.

—Parques, árboles, jardines y niños —recitó con sorna el enano.

Ash no respondió.

—Piensa en todas las personas que dependen de ti —dijo Samuel, reanudando el sermón—. Piensa en todas las personas que fabrican, venden, compran y aman los objetos que tú produces. El hecho de que existan unas personas de carne y hueso que dependan de nosotros es un buen sustituto para la cordura. ¿No estás de acuerdo conmigo?

—No sustituye la cordura, sino la felicidad —respondió Ash.

—De acuerdo, como quieras. Pero no esperes que tus brujos te llamen, y no se te ocurra ir a encontrarte con ellos en su territorio. Si te ven aparecer en su jardín, lo único que descubrirás en sus ojos es temor.

—¿Estás seguro?

—Sí. Se lo has contado todo, Ash. ¿Por qué lo hiciste? Quizá de no haberlo hecho no te temerían.

—No sabes lo que dices.

—El recuerdo de Yuri y Talamasca te obsesionará.

—No es cierto.

—Esos brujos no son tus amigos, Ash.

—Ya me lo has repetido varias veces.

—Estoy convencido de ello. La curiosidad y el respeto que les inspiras no tardará en convertirse en temor. Es un viejo cliché, Ash, son humanos.

Ash inclinó la cabeza y miró a través de la ventana. La nieve caía con fuerza, obligando a los transeúntes a agachar la cabeza.

—Estoy seguro, Ashlar —dijo Samuel—, porque yo también soy un marginado, lo mismo que tú. Mira la multitud de humanos que pasan por la calle, cada uno de ellos condena a otros por ser unos marginados, unos seres «no humanos». Somos monstruos, amigo mío. Siempre lo seremos. Ellos son más poderosos que nosotros. Demos gracias a Dios por estar vivos —añadió Samuel, apurando el resto del whisky.

—De modo que has decidido regresar al valle con tus amigos.

—Los detesto, tú lo sabes. Pero dentro de poco el valle dejará de ser nuestro. Regreso a él por motivos sentimentales. No es sólo por Talamasca, ni por el hecho de que dieciséis amables eruditos se presentarán con sus grabadoras y me rogarán que les explique todo cuanto sé mientras almorzamos en la posada. Son esos arqueólogos que están excavando la catedral de san Ashlar. El mundo moderno ha descubierto el lugar. ¿Cómo? Gracias a tus malditos brujos.

—No puedes echarnos la culpa de eso a mí ni a Rowan y Michael.

—Al final tendremos que buscar otro lugar más remoto, otra maldición o leyenda que nos proteja. Pero ellos no son mis amigos, de eso puedes estar seguro.

Ash se limitó a asentir con un leve movimiento de cabeza.

El camarero les trajo lo que habían encargado: una enorme ensalada para el enano y un plato de pasta para Ash. Tras servirles la comida les llenó las copas de vino. Olía a rancio.

—Estoy demasiado borracho para comer —dijo Samuel.

—Comprendo que debas marcharte —dijo Ash, suavemente—. Es decir, si estás obligado a hacerlo, es mejor que te vayas.

Ambos guardaron silencio durante unos minutos. Luego el enano cogió el tenedor y empezó a devorar su ensalada. Pese a sus esfuerzos, cada vez que se llevaba el tenedor a la boca le caían unos pedacitos de comida al plato. Tras dejar el plato limpio, engullendo hasta la última aceituna, trocito de queso y lechuga, bebió un buen trago de agua mineral.

—Pediré otro whisky —dijo Samuel.

Ash soltó una amarga risotada.

Samuel se bajó de la silla, cogió el maletín, se acercó a Ash y le echó el brazo alrededor del cuello. Ash lo besó apresuradamente en la mejilla, de un tacto áspero que le repugnaba, aunque trató de disimularlo.

—¿Volverás pronto? —preguntó Ash.

—No, pero ya nos veremos —respondió Samuel—. Cuida de mi perro. Es un animal muy sensible.

—Lo tendré en cuenta.

—Y procura volcarte en tu trabajo.

—¿Algo más?

—Te quiero.

Y con estas palabras, Samuel se abrió paso a codazos entre un grupo de personas que aguardaban a ocupar una mesa y otras que estaban a punto de marcharse, abandonó el restaurante y pasó frente a la ventana. Unos gruesos copos de nieve le cayeron sobre el pelo, las tupidas cejas y los hombros.

Alzó la mano para despedirse de Ash y desapareció entre la multitud que transitaba por las calles.

Ash levantó el vaso de leche y se la bebió despacio. Luego puso unos dólares debajo del plato, observó la comida como si se despidiera de ella y abandonó también el restaurante, encaminándose hacia la Séptima Avenida.

Cuando llegó a su habitación, en lo alto del edificio, comprobó que Remmick lo estaba esperando.

—Parece que se ha resfriado, señor.

—¿Ah, sí? —murmuró Ash, dejando que Remmick le quitara el blazer y la escandalosa bufanda. Luego se puso una chaqueta de franela forrada de raso y, cogiendo la toalla que le ofrecía Remmick, se secó el pelo y la cara.

—Siéntese, señor, para que pueda quitarle los zapatos.

—De acuerdo —respondió Ash.

Se sentía tan cómodo en el sillón, que no tenía ganas de levantarse para meterse en la cama. Todas las habitaciones estaban desiertas. Rowan y Michael se habían ido. «Esta noche no saldremos a dar un paseo y a charlar», pensó Ash.

—Sus amigos llegaron sin novedad a Nueva Orleans, señor —le informó Remmick, quitándole los calcetines húmedos y poniéndole otros secos con tal destreza que sus dedos apenas rozaron los pies de Ash—. Llamaron poco después de que usted saliera a cenar. El avión ha emprendido ya el vuelo de regreso. Aterrizará dentro de unos veinte minutos.

Ash asintió con un gesto distraído. Las zapatillas de cuero estaban forradas de piel. No sabía si eran viejas o nuevas. No recordaba cuándo las había comprado. Era como si de pronto hubiera olvidado todos los detalles. Tenía la mente en blanco y el silencio que le rodeaba le produjo una terrible sensación de soledad.

Remmick se dirigió al armario de forma tan sigilosa como si fuera un fantasma.

«Exigimos que los sirvientes sean discretos —pensó Ash—, y luego no nos sirven de consuelo; lo que toleramos no puede salvarnos».

—¿Dónde está Leslie? —preguntó Ash a Remmick—. ¿No está en casa?

—Sí, señor, y no para de hacer preguntas. Pero parece usted muy cansado.

—Dile que venga, necesito trabajar. Tengo que distraerme.

Ash atravesó el pasillo y entró en el primer despacho, su despacho privado. Había montones de papeles por doquier, y el archivador estaba abierto, pero nadie estaba autorizado a entrar para limpiarlo ni ordenarlo.

Leslie apareció al cabo de pocos segundos. La expresión de su rostro denotaba entusiasmo, dedicación, devoción y una energía incombustible.

—Señor Ash, la semana que viene se celebra la Exposición Internacional de Muñecas, y acaba de llamar una señora de Japón diciendo que usted quería ver su trabajo, que se lo dijo personalmente la última vez que estuvo en Tokio; mientras estaba usted ausente llamaron unas veinte personas, tengo la lista…

—Siéntate y lo revisaremos.

Ash se sentó a su mesa. Vio que el reloj indicaba las seis cuarenta y cinco de la tarde y decidió no volver a mirarlo, ni siquiera a hurtadillas, hasta deducir que fuese pasada la medianoche.

—Deja eso, Leslie. Se me han ocurrido unas ideas. Quiero que tomes nota de ellas. El orden no tiene importancia. Lo importante es que repasemos la lista todos los días, sin falta, con unas notas sobre el progreso que hayamos hecho respecto a cada una de las ideas. Al lado de las que aún no hayamos puesto en marcha señala «progreso cero».

—Sí, señor.

—Unas muñecas que cantan. Primero un cuarteto, cuatro muñecas que cantan al unísono.

—Qué idea tan estupenda, señor Ash.

—Los prototipos deberían arrojar una buena relación precio-calidad. Sin embargo, eso no es lo más importante. Las muñecas deberán seguir funcionando bien aunque se las lance al suelo.

—Sí, señor… «lance al suelo».

—Y un museo en la cima de un rascacielos. Quiero una lista de los veinticinco mejores áticos que se hallen disponibles en el centro de la ciudad; precio de compra, precio de arrendamiento, todos los pormenores. Quiero montar un museo flotante para que la gente pueda salir a una terraza acristalada y admirar la vista.

—¿Qué es lo que se exhibirá en el museo, señor? ¿Muñecas?

—Muñecas que respondan a un determinado tema. Facilitaremos a dos mil artesanos la descripción exacta de las muñecas que deben fabricar. El tema versará sobre tres personajes relacionados entre sí pertenecientes a la Familia de la Humanidad. No, cuatro personajes. Uno puede ser un niño. Sí, las descripciones deben ser exactas. Recuérdame… De momento, ocúpate de conseguir el mejor edificio.

—Muy bien, señor —contestó Leslie, tomando notas en su bloc con una pluma estilográfica.

—Convendría notificar al público que dentro de un tiempo existirá en el mercado un conjunto de muñecas que cantan. Cualquier niño o un coleccionista podrán adquirir a lo largo de los años, un coro entero, ¿me sigues?

—Sí, señor…

—Y no quiero ver ningunos bocetos mecánicos; utilizaremos un sistema electrónico, el chip de un ordenador, el sistema más sofisticado… Buscaremos el medio de que la voz de una de las muñecas provoque cierto tipo de respuesta en la voz de otra. Pero más adelante nos ocuparemos de los detalles. Toma nota de ello…

—¿Qué materiales se emplearán, señor? ¿Porcelana?

—No, no quiero que se rompan. Recuerda que no deben romperse jamás.

—Lo siento, señor.

—Yo mismo diseñaré los rostros. Necesito fotografías del trabajo de todos los expertos en muñecas. Si existe una anciana en un pueblecito de los Pirineos que fabrique muñecas, quiero verlas. Y de la India. ¿Por qué no tenemos muñecas de la India? ¿Sabes cuántas veces he hecho esa pregunta a mis colaboradores? ¿Por qué no obtengo respuestas? Envía una nota al vicepresidente y a los del Departamento de Marketing, preguntándoles quiénes son los fabricantes más importantes de muñecas en la India. Creo que debo ir a la India, busca una fecha que me convenga. Puesto que nadie consigue facilitarme información, yo mismo iré a hablar con los fabricantes de muñecas…

La nieve seguía cayendo con fuerza y cubría de copos blancos el cristal de la ventana.

El resto permanecía en oscuridad. Ash percibía unos pequeños sonidos que provenían de las calles, o quizá de las tuberías; quizá los produjese la nieve al caer sobre el tejado, o el cristal y el acero del edificio al respirar, como respira la madera, o bien que el edificio, pese a estar formado por docenas de pisos, oscilara levemente bajo el impulso del viento, como un gigantesco árbol en el bosque.

Ash continuó exponiendo sus proyectos y observando cómo Leslie tomaba buena nota con su pluma estilográfica de cuanto él decía: las copias de monumentos, la pequeña versión en plástico de la catedral de Chartres, en la que podrían entrar los niños, la importancia de la escala, las proporciones. ¿Y si construyeran un parque con un gran círculo de piedras?

—A propósito, quiero que hagas una cosa mañana, o pasado mañana a más tardar. Quiero que bajes al museo privado…

—Sí, señor.

—¿Conoces la muñeca Bru, la muñeca francesa, mi princesa?

—Sí, señor.

—Bru, 14 de junio; noventa y un centímetros de estatura; la peluca, los zapatos, el vestido y las enaguas son originales. Es la pieza número uno de la colección.

—Sí, señor, ya sé cuál es.

—Quiero que la embales tú misma, con cuidado, que suscribas una póliza de seguro a todo riesgo y la envíes a…

¿A quién? ¿No resultaría presuntuoso enviarla a un niño que aún no había nacido? No, debía enviársela a Rowan Mayfair. A Michael le enviaría también un detalle, una exquisita obra de artesanía, uno de los viejos juguetes de madera, el caballero montado a caballo, sí, el cual mostraba todavía la pintura original…

Pero no, no era el regalo apropiado para Michael: Quería enviarle un objeto tan extraordinario y valioso como la Bru.

Ash se levantó de la silla, indicando a Leslie que no se moviera, atravesó el espacioso despacho y se dirigió a su habitación.

Lo había colocado debajo de la cama, indicándole con ello a Remmick que se trataba de un objeto muy valioso y que ningún criado debía tocarlo. Ash se arrodilló, metió la mano debajo de la cama y lo sacó. La hermosa cubierta cuajada de gemas relució bajo la luz de la lámpara.

Ash recordó de pronto una escena que se había producido hacía ya mucho tiempo; el dolor, la humillación, a Ninian mofándose de él y acusándolo de haber cometido una terrible blasfemia al escribir la historia de los Taltos según el estilo de los textos sagrados.

Durante unos momentos Ash permaneció sentado en el suelo, con las piernas cruzadas y la espalda apoyada en el lecho, sosteniendo el libro. Sí, era el regalo perfecto para Michael. Michael, el chico que tanto amaba los libros. Michael. No sería capaz de leerlo, de descifrar la escritura, pero no importaba. Lo conservaría como un tesoro, y sería como si Ash se lo hubiera regalado a Rowan. Ella también se lo agradecería.

Ash regresó al despacho con el libro envuelto en una toalla blanca.

—Quiero que envíes este libro a Michael Curry y la muñeca Bru a Rowan Mayfair.

—¿La Bru, señor? ¿La princesa?

—Sí. Es muy importante que embales esos objetos con gran cuidado. Quizá te pida que los lleves personalmente. No quiero ni pensar que la muñeca pueda romperse, o que ésta o el libro se extravíen. Ahora pasemos a otros asuntos. Si tienes hambre, pide que te hagan llegar lo que te apetezca. Tengo aquí una nota en la que se me comunica que se han agotado en todo el mundo las existencias de la Primera Bailarina. Dime que es mentira.

—No es mentira.

—Toma nota, voy a dictarte. Éste es el primero de los siete fax con relación a la Primera Bailarina…

Ash y Leslie repasaron la lista. Cuando Ash miró de nuevo el reloj, era efectivamente pasada la medianoche; concretamente, la una de la madrugada. Fuera seguía nevando. El joven rostro de Leslie tenía un color macilento. Él mismo se sentía lo suficientemente cansado como para acostarse.

Ash se tumbó en el amplio y mullido lecho, vagamente consciente de que Leslie seguía trajinando de un lado para otro mientras formulaba preguntas que él apenas oía.

—Buenas noches, querida.

Remmick abrió un poco la ventana, tal como Ash le había ordenado. El rugido del viento sofocaba cualquier otro sonido que pudiera colarse a través de los estrechos márgenes entre los oscuros y anodinos edificios. Ash sintió una ráfaga de aire gélido en su mejilla, que contrastaba con el confortable calor que le ofrecía el lecho.

«No sueñes con brujas; no pienses en su cabello rojo; no imagines a Rowan en tus brazos. No pienses en Michael sosteniendo el libro, admirándolo como jamás lo ha admirado nadie, excepto los malvados compañeros de Lightner que lo asesinaron. No pienses en Rowan, Michael y tú sentados junto a la chimenea; no regreses al valle, al menos hasta dentro de un tiempo; no camines entre los círculos de piedras; no visites las cuevas; no sucumbas a la tentación de las bellezas mortales que pueden morir si las tocas… No les llames, no te expongas a oír una respuesta fría, evasiva, en sus voces».

Cuando Remmick cerró la puerta de la habitación, Ash ya se había quedado dormido.

La Bru. La calle de París; la mujer de la tienda; la muñeca que yacía en su caja, mirándole con sus grandes e inexpresivos ojos. La idea que se le había ocurrido repentinamente, mientras estaba de pie junto a la farola, de que había llegado un momento en la historia en que el dinero hacía posible todo tipo de milagros, que la ambición de un individuo de ganar mucho dinero podía tener grandes repercusiones espirituales sobre miles de personas… Que en el campo de la industria y la fabricación en serie, la adquisición de una fortuna podía resultar muy creativo.

En cierta ocasión Ash se había detenido en una librería de la Quinta Avenida, a pocos metros de su casa, para examinar el Libro de Kells, una reproducción perfecta al alcance de cualquiera, y hojear con devoción el maravilloso ejemplar que habían confeccionado varios monjes en Iona.

«Para el hombre que ama los libros», escribiría Ash en una tarjeta dirigida a Michael. Vio a Michael sonriendo, con las manos en los bolsillos, una costumbre que también tenía Samuel; a Michael tumbado en el suelo, dormido, y a Samuel de pie junto a él, tambaleándose a causa de la borrachera, repitiendo: «¿Por qué no me hizo Dios como él?» Era demasiado patético para reírse. Y aquella extraña declaración pronunciada por Michael mientras se hallaban junto a la valla en Washington Square, ateridos de frío, preguntándose por qué la gente hace cosas tan raras como detenerse en la calle cuando está nevando, y Michael había dicho: «Siempre he creído en lo normal. Suponía que ser pobre era anormal. Pensé que cuando uno podía elegir lo que quería, eso era normal». Nieve, tráfico, los noctámbulos deambulando por las calles, los ojos de Michael cuando miraba a Rowan. Ella permanecía en silencio, remota, como si le resultara más difícil hablar que a él.

Esto no es un sueño. Son sólo ganas de recrearse en ello, de hacer revivir esos instantes una y otra vez. ¿Qué sienten cuando hacen el amor? ¿Qué expresión muestra el rostro de Rowan? ¿O acaso su rostro está esculpido en hielo? ¿Se comporta Michael como un sátiro? Un brujo acostado con una bruja; un brujo sobre una bruja…

¿Presenciará la Bru esas cosas desde la repisa de la chimenea?

«Recuerdo la forma en que la sostenías», era lo único que Ash escribiría en la tarjeta dirigida a Rowan, acompañando a la maravillosa Bru envuelta en un papel de seda azul, como sus ojos. Era un detalle muy importante. Debía decirle a Leslie que utilizara un papel del mismo color que los ojos de la muñeca.

Luego, Rowan y Michael decidirían si querían conservar esos regalos, tal como había hecho Ash a lo largo de los años, como unos objetos de culto, o legárselos al hijo de Michael y Mona. Quizá los enormes e inexpresivos ojos de la Bru contemplarían al niño y alcanzarían a ver la sangre de los brujos, como él mismo la vería, si alguna vez decidía ir a su casa después de que naciera el niño, si decidía ir a espiar a la Familia de los Brujos desde el legendario jardín donde en un tiempo se paseó el fantasma de Lasher y hoy reposaban sus restos, un jardín que podía ocultar a otro fantasma que los espiaba a través de una pequeña e inadvertida ventana.