10

—No cabe la menor duda —dijo la doctora Salter, depositando el sobre en el borde de la mesa—. Pero no sucedió hace seis semanas.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Mona. Detestaba aquel pequeño consultorio porque carecía de ventanas. Le producía claustrofobia.

—Porque estás casi de tres meses —respondió la doctora, aproximándose a la mesa donde yacía Mona—. ¿Quieres palparlo? Dame la mano.

Mona dejó que la doctora le cogiera la mano y se la colocara sobre el vientre.

—Aprieta. ¿Lo notas? Es el bebé. ¿Por qué crees que te has puesto esas prendas holgadas? Porque no soportas que nada te oprima la cintura.

—Me las compró mi tía. Las encontré colgadas en mi armario. —¿Qué clase de tejido era? Ah, sí, hilo negro, ropa de luto para asistir a funerales o para lucirla en combinación con unas bonitas sandalias negras y blancas de tacón alto—. No puedo estar de tres meses —dijo Mona—. Es imposible.

—Ve a casa y comprueba las fechas en el ordenador, Mona. No existe la menor duda.

Mona se incorporó y saltó de la mesa, alisándose la falda y calzándose las elegantes sandalias. No hacía falta atar o desatar las tiras, aunque si tía Gifford la hubiera visto calzarse así unas sandalias tan caras se habría puesto furiosa.

—Debo marcharme —dijo Mona—. He de asistir a un funeral.

—¿El de ese pobre hombre que se casó con tu prima, el que murió atropellado por un coche?

—Sí. Oye, Annelle, ¿podrías hacerme una de esas pruebas en las que se ve el feto?

—Claro, y confirmará exactamente lo que te he dicho, que estás embarazada de doce semanas. No olvides tomarte las vitaminas que te he recetado. El cuerpo de una chica de trece años no está preparado para dar a luz.

—De acuerdo. Quiero que me hagan esa prueba en la que se ve el feto —dijo Mona, dirigiéndose hacia la puerta. Cuando se disponía a abrirla para salir, se detuvo y añadió—: Bien pensado, prefiero no hacérmela.

—¿Qué sucede?

—No lo sé. Pero de momento dejaré al bebé tranquilo ahí dentro. Ese tipo de pruebas me asustan.

—¡Dios mío, te has puesto pálida!

—No te preocupes, tan sólo voy a desmayarme, como suelen hacer las mujeres en las películas.

Mona cruzó el pequeño despacho enmoquetado sin hacer caso de las protestas de la doctora, y salió de allí. Luego atravesó apresuradamente el vestíbulo acristalado.

El coche la esperaba en la esquina. Ryan estaba de pie junto al vehículo, con los brazos cruzados. Vestía un traje azul marino para el funeral y ofrecía prácticamente el mismo aspecto de siempre, excepto que ahora tenía los ojos húmedos y parecía muy cansado. Cuando Mona se acercó, le abrió la portezuela.

—¿Qué te ha dicho la doctora Salter? —preguntó, volviéndose para observar a Mona detenidamente.

Mona estaba cansada de que todos la miraran de esa forma.

—Que estoy embarazada —contestó—. Todo va bien. Vámonos de aquí.

—De acuerdo. ¿Estás triste? Supongo que es una reacción lógica.

—No estoy triste. ¿Por qué iba a estarlo? Pensaba en Aaron. ¿Han llamado Michael o Rowan?

—No. Seguramente estarán todavía acostados. ¿Qué pasa, Mona?

—Cállate, Ryan, ¿vale? Estoy harta de que me preguntéis qué me pasa. No me pasa nada. Es que todo ha sucedido tan… de repente.

—Tienes una expresión muy rara —dijo Ryan—. Pareces asustada.

—No, me preguntaba qué se siente al tener un hijo; mi propio hijo. Espero que les hayas dicho a todos que no estoy de humor para sermones ni discursos.

—No es necesario —respondió Ryan—. Eres la heredera. Nadie va a reprocharte nada. El único que se atrevería a hacerlo sería yo, pero no tengo ganas de soltarte un sermón ni de hacerte las advertencias de rigor.

—Me alegro —contestó Mona.

—Hemos perdido a muchos seres queridos y tú llevas una nueva vida dentro de ti. Yo la veo como una llama, a la que deseo rodear con mis manos para protegerla.

—Estás chiflado, Ryan. Estás agotado, necesitas descansar unos días.

—¿Quieres decírmelo ahora?

—¿Decirte qué?

—La identidad del padre. Supongo que pensabas decírnoslo. ¿Se trata de tu primo David?

—No, no es él. Olvídate de David.

—¿Yuri?

—¿Qué es esto? ¿Un interrogatorio? Sé quién es el padre, si eso es lo que te preocupa, pero no deseo hablar de ello ahora. La identidad del padre podrá ser confirmada en cuanto nazca el niño.

—E incluso antes.

—No quiero que le claven unas agujas al bebé. No quiero hacer nada que pueda dañarlo. Ya te he dicho que sé quién es el padre. Te lo diré cuando… cuando lo crea oportuno.

—Es Michael Curry, ¿verdad?

Mona se volvió y lo miró irritada. Era demasiado tarde para rehuir la pregunta. Ryan lo había notado en su expresión; parecía tan abatido como si se hallase bajo los efectos de un potente fármaco, un poco atontado y más elocuente que de costumbre. Por fortuna iban en la limusina y no conducía él, pues seguramente se habrían estrellado contra una valla.

—Me lo dijo Gifford —indicó Ryan articulando con dificultad las palabras, como si estuviera drogado. Miró a través de la ventanilla. El coche circulaba a escasa velocidad por la avenida de St. Charles, una de las zonas más bonitas de la ciudad, donde se alzaban modernas mansiones y árboles antiquísimos.

—¿Cómo? —preguntó Mona—. ¿Que te lo dijo Gifford? ¿Estás bien, Ryan? —¿Qué sería de la familia si Ryan se volvía majareta?, pensó Mona. Ya tenía suficientes problemas, sin necesidad de pensar en eso—. Contéstame.

—Anoche tuve un sueño —respondió Ryan, volviéndose hacia ella—. Gifford me dijo que el padre era Michael Curry.

—¿Estaba Gifford triste o contenta?

—Triste o contenta… —repitió Ryan con aire pensativo—. En realidad, no me acuerdo.

—Genial —dijo Mona—. Incluso ahora que está muerta, nadie le hace caso. Se te aparece en sueños y no te fijas si está triste o contenta.

Las palabras de Mona desconcertaron algo a Ryan. No parecía ofendido. Mona observó que mantenía la mirada perdida y serena.

—Era un sueño muy agradable, bonito. Estábamos juntos.

—¿Qué aspecto tenía Gifford?

«Sin duda, Ryan está pirado —pensó Mona—. Estoy sola. Han asesinado a Aaron. Bea necesita nuestro cariño y apoyo; Rowan y Michael no han llamado todavía, estamos todos aterrados y, por si fuera poco, Ryan está perdiendo el juicio. Aunque quién sabe, quizá sea mejor así».

—¿Qué aspecto tenía Gifford? —insistió Mona.

—Estaba muy guapa, como siempre. A mí siempre me pareció que mantenía el mismo aspecto, a los veinticinco años o a los treinta y cinco, o incluso a los quince. Era mi Gifford.

—¿Qué hacía?

—¿Por qué lo preguntas?

—Porque creo firmemente en los sueños, Ryan. Contéstame, por favor. Trata de recordarlo. ¿Qué hacía Gifford?

Ryan se encogió de hombros y esbozó una pequeña sonrisa.

—Estaba cavando un agujero, creo que debajo de un árbol. Sí, era la encina Deirdre. Estaba rodeada de un montón de tierra.

Durante unos instantes Mona no contestó. Estaba tan asustada que no pudo articular palabra.

Ryan volvió a ensimismarse, y se quedó mirando por la ventanilla como si se hubiera olvidado de la conversación.

Mona sintió un intenso dolor en ambas sienes. Quizá se estaba mareando debido al movimiento del coche. Solía ocurrirles a las embarazadas, aunque el bebé estuviera perfectamente.

—Tío Ryan, no puedo asistir al funeral de Aaron —dijo de pronto—. Estoy mareada. Quisiera ir, pero no puedo. Deseo irme a casa. Sé que puede parecer estúpido y egoísta, pero…

—Te llevaré a casa enseguida —contestó Ryan solícito. Acto seguido pulsó el botón del intercomunicador y ordenó—: Clem, lleva a Mona a la calle Primera. —Luego se volvió hacia Mona y añadió—: Te referías a la calle Primera, ¿no?

—Sí, exacto —respondió Mona. Les prometió a Rowan y a Michael que se mudaría de inmediato, y había cumplido su palabra. Además, allí se sentía más a gusto que en la casa de la calle Amelia, pues desde que su madre murió su padre estaba siempre borracho y sólo se levantaba de noche para coger una botella o un paquete de tabaco, o para buscar a su difunta esposa.

—Llamaré a Shelby para que te haga compañía —dijo Ryan—. Si Beatrice no me necesitara, yo mismo me quedaría contigo.

Parecía sinceramente preocupado por Mona, lo cual era una novedad. Mona no se había sentido tan mimada desde que era una niña y Gifford la vestía con encajes y lazos. En el fondo, era lógico que Ryan reaccionara de aquel modo. Siempre le habían gustado los bebés. Los niños le encantaban, como a toda la familia.

«Ya no me consideran una niña», pensó Mona.

—No necesito a Shelby —dijo—. Prefiero estar sola. Me quedaré sola, con Eugenia. Estaré perfectamente. Dormiré un rato. Hay una habitación preciosa para hacer la siesta. No me he acostado nunca en ella. Necesito reflexionar. Además, el jardín está vigilado por una patrulla tan importante como la Legión extranjera francesa. Nadie puede entrar en la casa.

—¿No te importa quedarte allí sola?

Era evidente que Ryan no pensaba en intrusos, sino en las viejas historias que de niña le habían parecido a Mona tan emocionantes, y que ahora se le antojaban viejas fábulas románticas.

—No, ¿por qué habría de importarme? —preguntó irritada.

—Eres una joven muy decidida —contestó Ryan, sonriendo con una espontaneidad que pocas veces Mona había visto en él. Quizás el cansancio y el dolor habían anulado su reserva habitual—. No temes al bebé ni a la casa.

—Nunca he tenido miedo de la casa, Ryan. Jamás. En cuanto al bebé, lo único que puede conseguir es que vomite.

—Pero tienes miedo de algo —insistió Ryan con tono sincero.

Mona estaba cansada de aquel interrogatorio. Tenía que tranquilizar a Ryan. Se giró y apoyó su mano derecha en la rodilla de él.

—Tengo trece años, tío Ryan. Debo reflexionar, eso es todo. No me sucede nada, y no sé lo que significa la palabra miedo, excepto por lo que he leído en el diccionario. ¿Vale? Preocúpate por Bea. Preocúpate por quién mató a Aaron. Ése sí que es un tema que merece tu preocupación.

—De acuerdo, Mona —respondió Ryan con una sonrisa.

—Se nota que echas de menos a Gifford.

—¿Acaso creíste que no lo haría? —Ryan miró por la ventanilla, sin esperar respuesta—. Ahora, Aaron está con Gifford, ¿verdad?

Mona movió la cabeza con tristeza. El pobre Ryan estaba muy mal. Confiaba en que Pierce y Shelby se hubieran dado cuenta de que su padre les necesitaba.

El coche dobló la esquina de la calle Primera.

—Avísame en cuanto sepas algo de Rowan y Michael —dijo Mona, cogiendo el bolso—. Y dale un beso a Bea de mi parte… y a Aaron.

—Lo haré —contestó Ryan—. ¿Estás segura de que no te importa quedarte sola? ¿Y si Eugenia no estuviera en casa?

—Así estaría más tranquila —respondió Mona, descendiendo del coche.

Uno de los dos jóvenes guardias uniformados que se hallaban ante la verja le franqueó la entrada. Mona lo saludó con una inclinación de cabeza y entró.

Cuando alcanzó la puerta principal, introdujo la llave en la cerradura y entró apresuradamente. La puerta se cerró, como de costumbre, con un sonido seco y apagado. Mona se apoyó en ella y cerró los ojos.

Doce semanas. ¡Era imposible! Ese niño fue concebido la segunda vez que Mona se acostó con Michael. Estaba tan segura de ello como de que se llamaba Mona. Además, entre Navidad y Carnaval no había hecho el amor con nadie más. Era imposible que estuviera embarazada de doce semanas.

«Estoy hecha un lío. Debo reflexionar las cosas con calma».

Mona se dirigió a la biblioteca. La noche anterior le habían llevado el ordenador y ella lo instaló en el acto, creando una pequeña estación informática a la derecha de la amplia mesa de caoba. Se sentó en la silla y puso en marcha el ordenador.

Abrió el archivo /WS/MONA/SECRETO/Pediátrico, y tecleó:

«Preguntas que deben formularse: ¿A qué ritmo se desarrolló el embarazo de Rowan? ¿Hubo síntomas de un desarrollo acelerado? ¿Solía sentir náuseas? Nadie conoce las respuestas porque nadie sabía en aquellos momentos que Rowan estuviera en estado. Sin duda Rowan conoce la cronología de los hechos. Ella podría aclarármelo todo y hacer que se disipen estos estúpidos temores que siento. Hubo un segundo embarazo, que sólo Rowan, Michael y yo conocemos. ¿Te atreverías a interrogar a Rowan sobre ese segundo…?»

Unos temores estúpidos. Mona se detuvo. Se reclinó en la silla y se llevó la mano al vientre. No lo hizo con la intención de sentir el pequeño bulto que la doctora Salter le había hecho palpar; tan sólo apoyó los dedos ligeramente sobre la barriga, que nunca había notado tan abultada como entonces.

—Mi bebé —murmuró, cerrando los ojos—. Ayúdame, Julien, por favor.

Pero no percibió ninguna respuesta. Aquello pertenecía al pasado.

Deseaba hablar con la anciana Evelyn, pero ésta aún no se había recuperado del ataque cerebral. Estaba en su habitación de la calle Amelia, rodeada de enfermeras y todo tipo de aparatos. Probablemente ni siquiera se daba cuenta de que la habían trasladado del hospital a casa. Era inútil tratar de desahogarse con la tía Evelyn, cuando ésta no podía entender ni una palabra de lo que se le decía.

«No puedo recurrir a nadie, absolutamente a nadie. ¡Gifford!»

Mona se acercó a la ventana, la misma que alguien, tal vez Lasher, había abierto misteriosamente un día. Miró a través de las persianas verdes y vio unos guardias en la esquina; en la acera de enfrente había otro.

Mona salió de la biblioteca con un andar pausado y rítmico, observando cuanto la rodeaba. Al salir al jardín, éste le pareció extraordinariamente verde y vivo; las azaleas y los lirios estaban a punto de florecer, y las lisimaquias estaban cuajadas de pequeñas hojas que las hacían parecer densas y enormes.

Todos los espacios que se mostraban desnudos en invierno, ahora se hallaban cubiertos. El calor hacía que se abrieran todas las flores, y hasta el aire parecía emitir suspiros de satisfacción.

—Gifford —murmuró Mona—. Tía Gifford.

Pero sabía que no quería oír la respuesta de un fantasma.

En el fondo, Mona temía experimentar una revelación, una visión, un horrible dilema. Apoyó la mano de nuevo sobre el vientre y lo oprimió suavemente unos instantes, sintiendo su calor.

—Los fantasmas se han esfumado —dijo, como si hablara con el bebé—. Eso se ha terminado. No vamos a necesitarlos nunca jamás. Michael y Rowan han ido a matar al dragón, y cuando éste haya muerto el futuro será nuestro —tuyo y mío—, y nunca sabrás lo que sucedió con anterioridad a tu nacimiento, al menos hasta que seas mayor y puedas comprenderlo. Ojalá supiera tu sexo. Me gustaría conocer el color de tu pelo, suponiendo que tengas pelo. Debería ponerte un nombre; sí, te pondré un nombre.

Mona interrumpió su pequeño monólogo.

Tuvo la sensación de que alguien le hablaba —alguien que se hallara muy cerca y murmurase unas palabras, una breve frase—, pero había desaparecido y ya no podía atraparlo. Mona se giró, asustada, pero allí no había nadie. Los guardias se encontraban en la periferia de la propiedad. Tenían órdenes de patrullar alrededor de la casa, a menos que oyeran sonar una alarma en el interior.

Mona se apoyó en el poste de hierro de la verja. Escrutó la hierba que crecía a sus pies, así como las gruesas ramas negras de la encina. Las nuevas hojas exhibían un reluciente color verde menta mientras que las viejas estaban polvorientas y resecas, a punto de desprenderse. Por fortuna, las encinas de Nueva Orleans nunca perdían todo su follaje, y en primavera renacían.

Mona se volvió y miró hacia la derecha, en dirección a la fachada de la propiedad. Durante una fracción de segundo avistó una camisa azul más allá de la verja. Todo estaba silencioso, más de lo que ella habría imaginado. Es posible que Eugenia hubiera ido al funeral de Aaron. Mejor así.

«Ni hay fantasmas ni espíritus —se dijo Mona—. Ni murmullos de la tía Gifford».

¿Acaso deseaba ver fantasmas y oír extraños murmullos? De pronto, por primera vez en su vida no estaba segura. La perspectiva de ver algún fantasma o espectro la confundía.

«Seguramente se debe a mi estado, uno de esos misteriosos cambios de ánimo que te sobrevienen cuando esperas un niño y te conducen hacia una existencia plácida y sedentaria». Los espíritus ya no la fascinaban. Lo único que le importaba era el bebé. La noche anterior había leído algunos artículos sobre los cambios físicos y psicológicos que experimentan las mujeres embarazadas, y aún le quedaban bastantes por leer.

La brisa soplaba a través de los arbustos, arrancándoles algunas hojas y pétalos para depositarlos sobre las losas moradas. El suelo despedía un agradable calor.

Mona echó a caminar hacia la casa, entró y se dirigió a la biblioteca.

Se sentó ante el ordenador y empezó a escribir.

«No serías humana si no te asaltaran esas dudas y sospechas. ¿Cómo no vas a temer, dadas las circunstancias, que tu hijo no sea un niño normal? Sin duda, este temor tiene un origen hormonal, se trata de un mecanismo de defensa. Pero no eres una incubadora mecánica. Tu cerebro, aunque inundado de nuevas sustancias químicas y combinaciones químicas, sigue estando bajo tu control. Repasemos los hechos.

»Lasher fue quien provocó el desastre. De no haber sido por la intervención de Lasher, Rowan habría tenido un hijo perfectamente normal y…»

Mona se detuvo. ¿Qué significaba eso de la intervención de Lasher?

El teléfono sonó de repente, lo cual la sobresaltó e incluso le produjo un leve dolor. Ella se apresuró a cogerlo para impedir que siguiera sonando.

—Soy Mona, ya puedes empezar a hablar —dijo.

Su interlocutor soltó una sonora carcajada y dijo:

—Qué manera de contestar al teléfono.

—¡Michael! ¡Gracias a Dios! Estoy embarazada. Las doctora Salter afirma que no cabe la menor duda.

Mona lo oyó suspirar.

—Te queremos mucho, tesoro —dijo Michael.

—¿Dónde estáis?

—En un hotel carísimo, en una suite de estilo francés repleta de delicadas sillas de maderas nobles. Yuri está bien, y en estos momentos Rowan está limpiándole la herida de bala. Se le ha infectado. Prefiero que no hables todavía con él. Se encuentra muy excitado y no cesa de hablar, pero por lo demás está perfectamente.

—De acuerdo, más vale que no sepa todavía lo del niño.

—Sí, es mejor.

—Dame el número de vuestro hotel.

Michael se lo dio.

—¿Te encuentras bien, pequeña?

«Vaya, hasta Michael ha notado que estás preocupada. Y sabe el motivo de tu preocupación. Pero no digas nada. Ni una sola palabra». De pronto Mona había decidido no decirle nada a Michael, la persona con la que había estado deseando hablar, la única persona, aparte de Rowan, en quien confiaba.

Tenía que actuar con preocupación.

—Sí, estoy perfectamente, Michael. ¿Tienen vuestro número en el despacho de Ryan?

—No vamos a desaparecer, tesoro.

Mona se descubrió a sí misma mirando el monitor, las preguntas que había enumerado de forma tan inteligente y lógica.

«¿A qué ritmo se desarrolló el embarazo de Rowan? ¿Hubo síntomas de un desarrollo acelerado?» Michael debía conocer las respuestas, pero era mejor no decirle nada.

—Tengo que dejarte, tesoro. Te llamaré más tarde. Te queremos.

—Adiós, Michael.

Mona colgó el auricular.

Durante un rato permaneció inmóvil, luego empezó a escribir rápidamente en el ordenador:

«No es el momento de hacerles unas estúpidas preguntas sobre este bebé, no es el momento de alimentar unos temores que pueden afectar tu salud y tu equilibrio mental, no es el momento de hacer que Rowan y Michael, ahora con cosas más importantes en qué pensar, empiecen a preocuparse por ti…»

Mona se detuvo.

Estaba segura de haber oído un murmullo, como si hubiera alguien junto a ella. Tras echar una ojeada a su alrededor, se levantó y atravesó la estancia, observando con atención todos los objetos que había en ella. Pero allí no había nadie, ni espíritus ni espectros, ni siquiera sombras, pues la lámpara fluorescente que se hallaba junto a su ordenador no proyectaba sombras.

¿No podía tratarse de uno de los guardias que estaban fuera, en la esquina con Chestnut? Tal vez. Pero ¿cómo podía oírle murmurar Mona a través de un tabique de cuarenta y cinco centímetros de grosor?

Los minutos transcurrían lentamente.

¿Acaso temía moverse? Resultaba absurdo. «Domínate, Mona Mayfair. ¿Quién diablos crees que es? ¿Gifford? ¿Tu madre? ¿El tío Julien que vuelve a aparecerse ante ti? ¿No crees que se merece al fin un descanso? Puede que esta casa haya estado siempre llena de espíritus, como el fantasma de la camarera que falleció en 1859 o el del cochero que se cayó del tejado y se mató en 1872». Era posible. La familia no dejaba constancia por escrito de todo cuanto sucedía en esta casa. Mona se echó a reír.

¿Unos fantasmas proletarios en la mansión de la calle Primera? ¿Unos fantasmas que no eran parientes de los Mayfair? ¡Qué escándalo! No, allí no había ningún fantasma.

Mona observó el marco dorado del espejo, la oscura repisa de mármol de la chimenea, las estanterías repletas de viejos tomos. Al cabo de unos minutos notó que se calmaba, que la invadía una sensación de paz y confort. Le encantaba esa habitación, era su preferida, y no había ningún fantasma tocando el gramófono ni rostros extraños en el espejo. Aquélla era su casa, y allí estaba a salvo.

—Tú y yo, pequeño —musitó, dirigiéndose de nuevo al bebé—. Viviremos aquí, en nuestra casa, con Michael y Rowan. Prometo ponerte un nombre interesante.

Mona volvió a la mesa y empezó a escribir apresuradamente.

«Tengo los nervios de punta. Imagino cosas. He de tomar más proteínas y vitamina C, tanto para los nervios como para mejorar mi estado general. Oigo voces que me susurran al oído, que suenan como si… no estoy segura, pero es como si alguien tararease una canción. Me pone frenética. Puede que sea un fantasma, o falta de vitamina B.

»Hoy se celebra el funeral de Aaron, lo cual sin duda contribuye a acrecentar mi nerviosismo».