33

Pierce los había ido a recoger al aeropuerto. Era demasiado educado para preguntarles quién era el propietario del avión, ni dónde habían estado, sino que se había apresurado a llevarlos a visitar los terrenos del nuevo centro médico.

Pese al calor sofocante, Michael se alegraba de hallarse de nuevo en su ciudad. No obstante, todo era una incógnita: si la hierba crecería mañana, si Rowan volvería a abandonarse en sus brazos, si él lograría permanecer alejado de aquel gigantesco individuo con quien habían pasado unos días en Nueva York y habían entablado una extraordinaria amistad. El pasado no le parecía divertido, sino algo que uno hereda con sus problemas, sus maldiciones y sus secretos.

Aparta la vista de los cadáveres, olvida al anciano tendido en el suelo. Y Aaron, ¿qué había sido de Aaron? ¿Acaso su espíritu se había elevado hacia la luz, donde todas las cosas se arreglan y son perdonadas? El perdón es uno de los dones más importantes con que cuenta la Humanidad.

Se apearon al borde del inmenso rectángulo de tierra removida. Había unos letreros que rezaban: CENTRO MÉDICO MAYFAIR, junto a una docena de nombres y fechas, y unas palabras en letra pequeña que los envejecidos ojos de Michael no acertaron a leer.

Se preguntó si éstos dejarían de ser tan azules cuando perdiera la vista. ¿O, por el contrario, seguiría siendo el apuesto muchacho de ojos azules aun cuando no pudiera ver cómo las chicas le daban un repaso con disimulo o cómo Rowan se derretía de placer con los labios entreabiertos?

Michael trató de concentrarse en la realidad que le circundaba, de asimilar lo que le indicaba su mente; las obras habían avanzado a un ritmo asombroso, había un centenar de hombres trabajando en esos cuatro bloques y el centro médico había empezado a cobrar forma.

¿Eran lágrimas lo que brillaba en los ojos de Rowan? Sí, la fría mujer, perfectamente peinada y vestida con un elegante traje sastre, lloraba en silencio. Michael se acercó a ella, tratando de acortar distancias, transgrediendo la norma de respetar la intimidad y los sentimientos de cada cual. La abrazó con fuerza y la besó en el cuello, hasta que sintió que Rowan se estremecía y se inclinaba levemente hacia atrás, agarrándolo del cuello y murmurando:

—De modo que seguisteis adelante con las obras en mi ausencia. Jamás imaginé que fueseis capaces de esto. Sois maravillosos.

Luego, Rowan miró a Pierce, al tímido Pierce, quien se sonrojó ante esas halagadoras palabras.

—Es un sueño que tú nos proporcionaste, Rowan. Y ahora es también nuestro sueño. Y puesto que todos nuestros sueños se van cumpliendo —tú has vuelto a casa, con nosotros—, éste no podía ser menos.

—Un discurso muy propio de un abogado, con fuerza y unos eficaces golpes de efecto —dijo Michael.

¿Estaba celoso del joven Pierce Mayfair? Desde luego, las mujeres lo miraban embelesadas. Era una lástima que Mona no comprendiera que era el hombre adecuado para ella, sobre todo ahora que, a raíz de la muerte de Gifford, la madre de Pierce, éste se había alejado de su novia Clancy.

De un tiempo a esta parte Pierce buscaba cada vez más la compañía de Mona, aunque no le había dicho una palabra. Tal vez Mona se sintiese también atraída por él…

Michael acarició la mejilla de Rowan y dijo:

—Bésame.

—Sabes que no me gustan esas escenas en público. Es una ordinariez —contestó Rowan—. Nos están mirando todos los operarios.

—Mejor —soltó Michael.

—Regresemos a casa —dijo ella.

—¿Qué sabes de Mona, Pierce? —preguntó Michael.

Los tres subieron al coche. Michael había olvidado lo que se sentía al viajar en un automóvil normal, vivir en una casa normal, tener unos sueños normales. Por las noches, en sueños, oía la voz de Ash tarareando unas canciones: en esos momentos, incluso percibía un murmullo musical en sus oídos. ¿Volverían a encontrarse algún día con Ash? ¿O desaparecería éste detrás de sus suntuosas puertas de bronce, alejándose de ellos, aislándose en su mundo, su imperio, sus millones, para enviarles de vez en cuando una amable nota en la que los invitase a ir a Nueva York, llamar a su puerta en plena noche y decir: «¡Te necesito!»

—Mona se comporta últimamente de forma muy extraña —respondió Pierce—. Cuando papá le habla, contesta en un tono que parece que esté ida. Pero se encuentra bien. Está con Mary Jane. Ayer un equipo de operarios inició las obras de restauración en Fontevrault.

—Me alegro de que hayan decidido salvar la casa —dijo Michael.

—No tenían otra opción, puesto que ni Mary Jane ni Dolly Jean están dispuestas a dejar que sea derruida. Creo que Dolly Jean está con ellas. Está arrugada como una pasa, pero dicen que sus reflejos permanecen intactos.

—Me alegro de que se encuentre con las chicas —dijo Michael—. Me gustan las personas ancianas.

Rowan soltó una pequeña carcajada, apoyó su cabeza en el hombro de Michael y dijo:

—Si quieres, podemos invitar a tía Viv a que pase unos días con nosotros. A propósito, ¿cómo está Bea?

—Muy bien, gracias a la anciana Evelyn —contestó Pierce—. Cuando Evelyn salió del hospital y regresó a casa, adivina quién corrió a la casa de la calle Amelia para cuidarla. Bea, naturalmente. Papá dice que es el mejor antídoto contra el dolor. Quizá el espíritu de mamá haya tenido algo que ver en ello.

—Me alegra oír tan buenas noticias —dijo Rowan con su profunda voz, sonriendo levemente—. Con las chicas en la casa, el silencio tendrá que aguardar y los espíritus se ocultarán en las paredes.

—¿Crees que todavía siguen allí? —preguntó Pierce con una inocencia conmovedora.

—No, hijo —contestó Michael—. No es más que una casa grande y maravillosa que aguarda nuestra llegada… y la de futuras generaciones.

—Otros Mayfair que aún no han nacido —apostilló Rowan.

En aquel momento enfilaron la avenida de St. Charles. Ante ellos se extendía un maravilloso tapiz verde, las encinas en flor, iluminadas por el sol, el tráfico que circulaba lentamente por la avenida, la hilera de señoriales mansiones. «Todo ha vuelto a la normalidad —pensó Michael—. Estoy en mi ciudad, y sostengo la mano de Rowan entre las mías».

—Mirad, la calle Amelia —dijo.

Qué aspecto tan elegante tenía la casa de la calle Amelia, construida al estilo de San Francisco, recién pintada de color melocotón con los bordes blancos y sus postigos verdes. Habían desaparecido todos los hierbajos.

Michael sintió deseos de detenerse unos momentos para visitar a Evelyn y Bea, pero antes tenían que ir a ver a Mona, la madre de su futuro hijo. Y tenía que estar con su mujer, charlar tranquilamente con ella en el dormitorio del piso superior, acerca de lo que había ocurrido, las historias que les habían contado, las extrañas cosas que habían presenciado y que probablemente jamás explicarían a nadie… Excepto a Mona.

Al día siguiente visitaría el mausoleo donde estaba enterrado Aaron y, como buen irlandés, le hablaría a Aaron en voz alta, como si éste pudiera responder, y si alguien lo miraba escandalizado, peor para él. Era una costumbre de familia. Michael recordaba que su padre acudía con frecuencia al cementerio de St. Joseph para hablar en voz alta con sus abuelos. Y el tío Shamus, cuando cayó gravemente enfermo, le dijo a su mujer: «No te aflijas, podrás seguir hablando conmigo aunque haya desaparecido. La única diferencia es que yo no podré contestarte».

De golpe la luminosidad se amortiguó. Los árboles, que parecían extenderse hasta el horizonte, taparon el sol y dividieron el cielo en diminutos y refulgentes fragmentos azules. Atravesaron el distrito del Parque. La calle Primera. Y más allá, en la esquina de Chestnut, se alzaba la casa, rodeada de plátanos, helechos y azaleas en flor, a la espera de darles la bienvenida.

—Entra un minuto, Pierce.

—No, me esperan en la oficina. Os conviene descansar. Llamadnos si queréis algo.

Pierce se apeó y ayudó de forma galante a Rowan a bajar del coche.

Tras abrir la puerta de la verja, se despidió de ellos agitando la mano y partió. Un guardia de uniforme que patrullaba junto a la verja se retiró discretamente.

El coche desapareció entre luces y sombras, en silencio, mientras la tarde languidecía sin oponer resistencia. El aroma del olivo impregnaba todo el jardín. «Esta noche —pensó Michael— volveré a aspirar el perfume de los jazmines».

Ash había dicho que el perfume era el resorte que activaba con mayor rapidez la memoria, transportándote hacia mundos olvidados. Tenía razón. Era terrible verse privado de los aromas que necesitas aspirar para vivir.

Michael abrió la puerta para que pasara Rowan y, de repente, sintió deseos de cogerla en brazos. ¿Por qué no?

Rowan lanzó una exclamación de gozo y se agarró al cuello de Michael cuando él la cogió en brazos para atravesar el umbral.

Lo importante, cuando uno hacía un gesto de este tipo, era no dejar caer a la señora en cuestión.

—Ya estamos en casa —murmuró Michael, rozando con los labios el suave cuello de su mujer, obligándola a echar la cabeza hacia atrás, y besándola debajo de la barbilla. El aroma del jardín dejó paso al omnipresente olor a cera, al olor de madera vieja y a un perfume intenso, muy caro y exquisito.

—Amén —respondió ella.

Cuando Michael fue a dejarla en el suelo, Rowan permaneció abrazada a él. ¡Qué sensación tan agradable!, pensó entonces Michael, comprobando que su viejo y tronado corazón no se ponía a latir con violencia. Rowan, como experta en medicina, seguramente se daría cuenta si su corazón empezaba a latir de forma alarmante. Michael se quedó inmóvil, sosteniéndola en brazos, aspirando el olor de su pelo y contemplando el suelo recién pulido por Eugenia, el monumental arco de la entrada y los lejanos murales del comedor, iluminados por los rayos del atardecer.

Al fin se encontraban en casa. Aquí. Ahora. Jamás se habían sentido tan unidos como en aquellos momentos.

Al cabo de unos momentos soltó suavemente a Rowan. Al mirarla, vio que tenía el ceño ligeramente fruncido.

—No te preocupes, no me pasa nada —le tranquilizó ella—. No es fácil borrar algunos recuerdos, eso es todo. Pero luego pienso en Ash, en la experiencia que hemos vivido con él, y me olvido de las cosas tristes.

Michael deseaba responder, decir algo sobre su amor por Ash y algo más, algo que le estaba torturando. Era mejor olvidar el tema, es lo que le habrían aconsejado si le hubiera pedido a alguien su opinión. Pero no podía hacerlo. Miró a Rowan a los ojos, abriendo los suyos de forma tan exagerada que parecía enojado, cuando en realidad no lo estaba.

—Rowan, amor mío —dijo Michael—. Sé que pudiste haberte quedado con él. Sé que tuviste que tomar una decisión.

—Tú eres mi hombre —contestó ella con un breve suspiro—, Michael, mi hombre.

Habría sido un gesto muy romántico transportarla arriba en brazos, pero Michael temió no conseguir salvar los veintinueve escalones. ¿Dónde se habían metido las jovencitas y la abuela, la resucitada? No, no, Rowan y él no podían encerrarse ahora en la habitación, a menos que tuvieran la suerte de que toda la tribu hubiera salido a cenar.

Michael cerró los ojos y la besó de nuevo. Nadie podía impedir que la besara una docena de veces. Cuando alzó la vista, vio a la atractiva pelirroja al final del pasillo; en realidad, a dos guapas pelirrojas, una de ellas altísima, y a la rubia y pizpireta Mary Jane, peinada como de costumbre con dos trenzas recogidas en lo alto de la cabeza. Las tres tenían unos cuellos divinos, como cisnes. Pero ¿quién era esa nueva y gigantesca belleza, idéntica a Mona?

Rowan se volvió y miró hacia el otro extremo del pasillo.

Las Tres Gracias estaban apoyadas contra la puerta del comedor. El rostro de Mona parecía ocupar dos espacios distintos. No se trataba de un parecido, sino de una copia exacta. ¿Por qué estaban inmóviles como las figuras de un cuadro, las tres vestidas de algodón, contemplando a Michael y a Rowan fijamente?

Michael oyó a Rowan soltar una exclamación de sorpresa y vio cómo Mona echaba a correr hacia él a través del pulido y resbaladizo suelo.

—No podéis hacer nada. Nada en absoluto. Vais a tener que escucharme.

—Dios mío —exclamó Rowan con voz temblorosa, apoyándose en Michael como si temiera que las piernas no la sostuvieran.

—Es hija mía —dijo Mona—. Mía y de Michael, y no dejaré que le hagáis daño.

Tras unos primeros instantes de perplejidad, Michael pensó, tratando de organizar sus pensamientos: «Esta joven es la criatura que ha nacido. Es obra de la hélice gigante. Es una Taltos, tan seguro como lo es Ash, tan seguro como lo son los dos cadáveres que están enterrados debajo de la encina. Rowan va a desmayarse, y yo siento un intenso dolor en el pecho».

Michael se apoyó en el poste de la escalera.

—Prometedme que no le haréis ningún daño —dijo Mona.

—¿Cómo iba a hacerle daño? Soy incapaz de lastimarla —replicó Michael.

Rowan rompió a llorar, cubriéndose la boca y balbuceando:

—Dios mío, Dios mío…

La gigantesca desconocida avanzó unos pasos tímidamente y se detuvo. Michael temió que abriera la boca y hablara con aquella voz infantil y desvalida que él pudo oír segundos antes de que Rowan disparara la pistola. Se sentía confuso y mareado. El sol se extinguía, devolviendo a la casa su oscuridad natural.

—Será mejor que te sientes en el escalón, Michael —indicó Mona.

—Está fatal —dijo Mary Jane.

Rowan reaccionó y agarró a Michael por el cuello con sus largos y húmedos dedos.

—Imagino que os habréis llevado una impresión muy fuerte —dijo la gigantesca joven—. Mamá y Mary Jane estaban muy preocupadas, pero me alegro de conoceros al fin y obligaros a tomar una decisión respecto a si yo, la hija de Michael y Mona, puedo y debo permanecer bajo este techo, como suele decirse. Como veis, mamá me ha colgado la esmeralda alrededor del cuello, pero me supedito a vuestra voluntad.

Rowan se quedó atónita, lo mismo que Michael. La joven se expresaba con una voz casi idéntica a Mona, sólo que más vieja y menos enérgica, como si los golpes que le había dado la vida le hubieran restado vigor.

Michael alzó la cabeza y la vio de pie ante él, con su cabellera roja desparramada sobre los hombros, sus desarrollados pechos, sus largas y bien torneadas piernas y sus ojos de un verde encendido.

—Padre —murmuró la joven, cayendo de rodillas y extendiendo una mano para acariciarle la cara.

Michael cerró los ojos.

—Quiéreme, Rowan —suplicó dulcemente la joven—, y él me querrá también.

Rowan sollozó sin dejar de agarrar el cuello de Michael. El corazón de Michael latía de modo tan violento que parecía ir a estallar de un momento a otro.

—Me llamo Morrigan —dijo la joven.

—Es mi hija —dijo Mona—, y la tuya, Michael.

—Creo que va siendo hora de que me dejéis hablar —dijo Morrigan—, a fin de facilitaros la tarea de tomar una decisión.

—Cariño, frena un poco —dijo Michael, parpadeando y tratando de aclararse la vista.

Pero algo desconcertó a la gigantesca ninfa, algo que la obligó a retirar bruscamente la mano y olerse los dedos. Miró a Rowan con curiosidad y luego a Michael. Acto seguido se levantó, se abalanzó sobre Rowan antes de que ésta pudiera impedírselo y empezó a olfatearle las mejillas.

—¿Qué olor es ése? —inquirió la joven—. Lo conozco, lo he olido antes.

—Escucha —dijo Rowan—, vamos a hablar con calma. Acércate.

Rowan se adelantó y soltó a Michael, de forma que éste pudiera desplomarse a gusto y morir de un ataque cardíaco, y rodeó la cintura de la joven mientras ésta la miraba espantada.

—Todo tu cuerpo está impregnado de ese olor.

—¿Qué crees que es? —preguntó Mona.

—Es un olor a macho —murmuró la joven—. Ambos habéis estado con él.

—No, ha muerto —respondió Mona—. El olor que notas proviene de las tablas del suelo y de las paredes.

—No —insistió la joven—. Es un macho vivo.

De pronto, agarró a Rowan bruscamente por los hombros. Mona y Mary Jane se apresuraron a sujetarla por los brazos, tratando de obligarla a soltar a Rowan. Entretanto, Michael se puso de pie y corrió a socorrer a su esposa. ¡Esa criatura era tan alta como él! Tenía el mismo rostro que Mona, pero no era Mona, ni mucho menos.

—Ese olor me enloquece —dijo la joven—. ¿Por qué me lo habéis ocultado? ¿Por qué lo habéis mantenido en secreto?

—Dales tiempo a responder —dijo Mona—. Basta, Morrigan, escúchame.

Mona sujetó la mano de su hija entre las suyas para evitar que volviera a atacar a Rowan. A todo esto, Mary Jane se había puesto de puntillas.

—Tranquilízate un poco —le aconsejó Mary Jane a Morrigan—, y deja que se expliquen.

—No lo comprendéis —contestó Morrigan con voz entrecortada, mirando a Rowan y a Michael con sus inmensos ojos verdes anegados en lágrimas—. Existe un macho, un macho de mi especie. ¿No percibes su olor, mamá? ¡Di la verdad! —gritó—. ¡Por favor, mamá! ¡No lo resisto!

Morrigan rompió en llanto. Sus sollozos resonaron como si un mueble pesado hubiera caído rodando por la escalera. Tenía el rostro crispado en una mueca de dolor y su gigantesco cuerpo no cesaba de balancearse, inclinándose ligeramente como para permitir que los otros la abrazaran e impidieran que se cayera.

—Llevémosla arriba —dijo Mary Jane.

—Juradme que no le haréis ningún daño —dijo Mona.

—Descuida, más tarde hablaremos y…

Rowan empujó a Michael hacia el ascensor y abrió la vieja puerta de madera.

—Entra —le ordenó.

Lo último que vio Michael, apoyado contra la pared del ascensor, fue un remolino de faldas de algodón mientras las Tres Gracias subían corriendo la escalera.

Michael estaba tendido en el lecho.

—No, no pienses ahora en ello. No pienses en nada —dijo Rowan.

El trapo húmedo que Rowan le había aplicado en la frente tenía un tacto desagradable.

—No voy a morirme —dijo Michael suavemente.

Pronunciar esas palabras le había costado un esfuerzo enorme. Michael estaba tan desconcertado que no sabía exactamente qué sentía en aquellos momentos. ¿Acaso de nuevo una sensación de derrota, como si el andamio que sostenía el mundo normal se hubiera venido abajo, como si las previsiones del futuro presentaran el color de la muerte y la Cuaresma, o quizá se trataba de algo que podían abrazar y contener, algo que de algún modo podían aceptar sin caer en la locura?

—¿Qué podemos hacer? —murmuró ella.

—¿Me lo preguntas a mí? ¿Qué quieres que hagamos? —contestó Michael, situándose de costado. El dolor había remitido un poco. Estaba empapado en sudor, una sensación que detestaba, además de sentir el inevitable olor. ¿Dónde se habían metido las Tres Gracias?—. No sé qué podemos hacer.

Rowan estaba sentada en la cama, la espalda ligeramente encorvada, el cabello acariciándole las mejillas, la mirada perdida en el infinito.

—Quizá él sepa lo que debemos hacer —dijo Michael.

Rowan se giró bruscamente.

—¿Él? No podemos decírselo. Si se lo contamos se volverá loco, como ella. ¿Es eso lo que quieres que pase? ¿Quieres que venga aquí? Ten presente que nada ni nadie conseguirá interponerse entre ellos.

—Entonces ¿qué va a pasar? —preguntó Michael, intentando que su voz sonara firme, enérgica, aunque fuese incapaz de proponer ninguna solución.

—No lo sé. ¡Cómo quieres que lo sepa! ¡Dios mío! Ahora hay dos, están vivos y no se trata simplemente de… de…

—¿De qué?

—De un ser diabólico que se ha colado en nuestras vidas, de un ser astuto y manipulador que fomenta la alienación, la locura. Esto es muy distinto.

—Continúa —dijo Michael—. Me gusta oírte decir esas cosas. No es un ser diabólico.

—No, sólo otra forma de lo natural —murmuró Rowan con aire pensativo, apoyando su mano en el brazo de Michael.

Michael estaba tan cansado que no podía pensar con claridad. ¿Cuánto tiempo había permanecido Mona a solas con esa criatura, esa joven recién nacida de cuello de garza y unos rasgos idénticos a los de Mona? ¿Y con Mary Jane? Las dos brujas, juntas.

Michael y Rowan habían estado inmersos en sus asuntos dedicándose a salvar a Yuri, a descubrir a los traidores, a consolar a Ash, el gigantesco ser que no era, jamás lo había sido y nunca sería enemigo de nadie.

—¿Qué podemos hacer? —murmuró Rowan—. ¿Qué derecho tenemos a decir nada?

Michael se volvió, en un intento de verla con claridad. Luego se incorporó con dificultad y sintió una pequeña punzada debajo de las costillas, nada importante. Se preguntó vagamente cuánto tiempo podía vivir una persona con un corazón que empezaba a fallar ante cualquier emoción o impresión fuerte. Claro que la impresión que había recibido con lo de Morrigan no era algo que sucediese todos los días. Morrigan, su hija, que en estos momentos estaba llorando en algún cuarto de la casa con Mona, su madre adolescente.

—Rowan —dijo Michael—, ¿se te ha ocurrido que esto podría ser el triunfo de Lasher? ¿Y si lo hubiera planeado él?

—Es imposible saberlo —contestó ella, cubriéndose la boca con una mano en un gesto que denotaba confusión y seria preocupación—. No puedo volver a matar —murmuró tan suavemente como si se tratase de un suspiro.

—No… no… no me refería a eso. Soy incapaz de eso. Yo…

—Ya lo sé. Tú no mataste a Emaleth. La maté yo.

—No debemos pensar en esas cosas. Tenemos que decidir si vamos a resolver esto solos o junto con otras personas.

—Como si ella fuera un organismo invasor —murmuró Rowan—, y las otras células se apresuraran a rodearla para contenerla.

—Podemos hacerlo sin lastimarla —respondió Michael. Estaba agotado y mareado. Tenía ganas de vomitar. Pero trató de reprimir sus náuseas, no podía dejarla sola en esos momentos—. Rowan, debemos acudir a la familia, eso es lo primero.

—Están asustados. No. No podemos recurrir a Pierce ni a Ryan, ni a Bea o Lauren…

—No estamos solos, Rowan. No podemos tomar una decisión de este calibre solos. Además, debemos pensar en las chicas, están eufóricas, para ellas es como si caminaran por las misteriosas sendas de la magia y la transformación, ella les pertenece.

—Lo sé —suspiró Rowan—. Del mismo modo en que él me pertenecía a mí, ese abominable espíritu que acudió a mí lleno de mentiras. Ojalá que de alguna forma horrible y cobarde…

—¿Qué?

Rowan meneó la cabeza. De pronto sonaron unos golpes en la puerta.

Ésta se entreabrió y apareció Mona con los ojos enrojecidos y el rostro abotargado a causa del llanto.

—No quiero que le hagáis daño.

—No se lo haremos —contestó Michael—. ¿Cuándo sucedió?

—Hace unos días. Venid conmigo. Tenemos que hablar. No temáis, no puede escaparse. No puede desenvolverse sola, aunque ella lo crea. Se moriría. No os pido que le digáis que existe un macho rondando por ahí, sólo que aceptéis a mi hija, que la escuchéis.

—De acuerdo —contestó Rowan.

Mona asintió con una expresión de gratitud.

—Estás débil, necesitas descansar —dijo Rowan.

—Es a causa del parto, pero me encuentro bien. Ella necesita que le dé de mamar continuamente.

—Entonces no se escapará —dijo Rowan.

—Seguramente no. ¿Es que no lo comprendéis? —preguntó Mona.

—¿Que la quieres? Por supuesto —contestó Rowan—. Naturalmente que lo comprendo.

Mona asintió de nuevo y dijo:

—Bajad dentro de una hora. Supongo que entonces ya se habrá calmado. Le hemos comprado unos vestidos muy bonitos. Le gustan mucho. Quiere que Mary Jane y yo vayamos también elegantes. Le cepillaré el pelo y le pondré un lazo, como solía ponerme yo. Es muy lista. Hasta puede ver…

—¿Qué?

Mona dudó unos instantes antes de responder con timidez:

—El futuro.

Tras estas palabras, Mona salió de la habitación y cerró la puerta.

Michael observó los pálidos paneles rectangulares de la ventana. La luz se desvanecía de forma acelerada para dejar paso al crepúsculo primaveral. Michael oyó el canto de las cigarras en el jardín. ¿Las oía también Rowan? ¿La tranquilizaba ese sonido? Michael se preguntó dónde estaría en estos momentos la extraña criatura, su hija.

Fue a encender la lámpara, pero Rowan se lo impidió.

—No la enciendas —dijo.

Michael contempló su perfil, definido por una línea de luz. En la oscuridad, la habitación parecía extenderse hasta el infinito.

—Quiero reflexionar —dijo Rowan—. Quiero reflexionar en voz alta en la oscuridad.

—Comprendo.

Rowan se giró y, lentamente, con gestos precisos y eficaces, le colocó las almohadas debajo de la cabeza para que pudiera reclinarse. Michael se sentía violento, pero no se resistió. Cuando se hubo tumbado, aspiró hondo. La ventana aparecía cubierta por una fina película blanca. Cuando las ramas de los árboles se movían, parecía como si unas sombras quisiesen penetrar en la habitación para espiarlos, para escuchar su conversación.

—No ceso de repetirme que todos corremos un riesgo —dijo Rowan—. Cualquier niño puede convertirse en un monstruo, en un ser capaz de matar. Imagínate a un bebé, una sonrosada y tierna criatura, y que de pronto aparece una bruja, le impone las manos y dice: «Cuando sea mayor desencadenará guerras, fabricará bombas, sacrificará las vidas de miles, de millones de seres humanos». ¿Qué harías? ¿Lo estrangularías? ¿O te negarías a aceptar que fuera capaz de hacer unas cosas así?

—Estoy pensando —contestó Michael—, estoy pensando cosas que tienen bastante sentido, que es una criatura recién nacida, que tiene que hacernos caso, que quienes la rodeamos debemos ser sus maestros y que, conforme pasen los años, cuando sea mayor…

—¿Y si Ash muriera sin saber que Morrigan existe? —le interrumpió Rowan—. ¿Recuerdas sus palabras, Michael? «El baile, el círculo, la canción…» ¿O crees acaso el vaticinio de la bruja en la cueva? Si lo crees —confieso que yo no estoy segura—, ¿qué podemos hacer? ¿Pasarnos la vida tratando de impedir que se encuentren?

La habitación estaba completamente oscura. Sobre el techo se dibujaban unas pálidas franjas de luz. Los muebles, la chimenea y las paredes habían desaparecido. Los árboles del jardín, iluminados por la luz de las farolas, todavía conservaban su color, su forma.

El cielo, como sucede algunas veces, presentaba el tono sonrosado de la piel.

—Bajaremos a verla —dijo Michael— y escucharemos lo que tenga que decirnos. Luego llamaremos a la familia y le pediremos que acuda, como cuando tú yacías postrada en esta cama, cuando creíamos que ibas a morir. Necesitamos la ayuda de todos ellos. Lauren, Paige, Ryan, sí, Ryan, Pierce y la anciana Evelyn.

—Quizá tengas razón —contestó Rowan—. Pero ¿sabes qué pasará? Pues que verán su innegable inocencia, su juventud, y luego nos mirarán a nosotros, pensando: «¡Cómo es posible!», y nos exigirán que tomemos una decisión.

Michael se levantó despacio de la cama, temiendo que le sobreviniera otro ataque de náusea, y se dirigió a tientas, apoyándose en los postes de la cama, hacia el baño.

De pronto recordó la primera vez que él y Rowan, por aquel entonces su novia, habían subido a explorar esta zona de la casa. En el suelo aparecían diseminados sobre las blancas baldosas que en estos momentos brillaban bajo la suave y pálida luz, los fragmentos de una estatua que se había roto. Se había desprendido la cabeza de la virgen, tocada con un velo, así como una mano. ¿Se trataba quizá de un presagio?

¡Quién sabe lo que podía ocurrir si Ash daba con ella, o ella con Ash! Pero eso era algo que ellos mismos debían decidir.

—Nosotros no podemos hacer nada —murmuró Rowan en la oscuridad.

Michael se inclinó sobre el lavabo, abrió el grifo y se lavó la cara con agua fría. Durante unos momentos el agua fue tibia, hasta que bruscamente empezó a manar de las entrañas de la tierra, casi helada. Michael se secó la cara con unas palmaditas de toalla para no irritarse la piel, se quitó la chaqueta y la camisa, arrugada y con un fuerte olor a sudor, se enjugó el sudor y se aplicó un poco de desodorante. Michael se preguntó si Ash habría podido hacer eso, eliminar su olor para que los otros no notaran el aroma que había dejado impregnado en las ropas de Michael y Rowan al despedirse de ellos con un beso.

¿Podía antiguamente la hembra de la especie humana captar el olor del macho humano que se aproximaba a ella a través del bosque? ¿Por qué habíamos perdido esa facultad? Seguramente porque el olor había dejado de constituir un indicador de peligro, ya no servía para advertir sobre una posible amenaza. Para Aaron, el asesino a sueldo y el extraño eran una misma cosa. ¿Qué tenía que ver el olor con las dos toneladas de metal que aplastaron a Aaron contra el muro?

Michael se puso una camisa limpia y una sudadera fina. Temía resfriarse.

—¿Bajamos? —preguntó.

Al apagar la luz vio la silueta de Rowan, con la cabeza agachada como si estuviera meditando. Michael creyó advertir un destello de su chaqueta color burdeos y, al girarse hacia él, pudo observar el resplandor de su blusa blanca. Tenía un estilo de vestir típicamente sureño, pulido, impecable.

—Vamos —dijo Rowan, con aquella voz profunda y enérgica que a Michael le recordaba cierto tipo de caramelos y le provocaba el deseo de acostarse con ella—. Quiero hablar con Morrigan.

Estaban en la biblioteca, esperándoles.

Al entrar, Michael vio que Morrigan se hallaba sentada con aire majestuoso ante el escritorio; vestía un elegante traje con el cuerpo de encaje blanco, de estilo victoriano, con cuello alto, mangas vaporosas y falda de tafetán.

Llevaba un broche prendido en el pecho. Parecía la hermana gemela de Mona. Mona, vestida con un traje de encaje color crema, de línea menos severa, estaba sentada en un sillón, como el día en que Michael les había rogado a Ryan y a Pierce que le ayudaran a encontrar a Rowan. Mona no era más que una chiquilla, pensó Michael, y estaba tan necesitada de un padre y una madre como Morrigan.

Mary Jane, instalada en la otra esquina, iba vestida de rosa. «Nuestras brujitas son aficionadas a los colores pastel», pensó Michael. Y la abuela. Michael no se había dado cuenta de que estaba allí, sentada en un extremo del sofá, hasta que observó su diminuto y arrugado rostro, sus perspicaces ojos negros y su alegre sonrisa.

—¡Ya están aquí! —exclamó la abuela, extendiendo los brazos hacia Michael—. Es evidente que tú también eres un Mayfair, un descendiente de Julien. No cabe la menor duda.

Al inclinarse para besarla en la mejilla, advirtió que su bata guateada exhalaba un olor a polvos faciales. «Es la prerrogativa de los ancianos —pensó Michael—, ir vestidos siempre como si se fueran a acostar».

—Acércate, Rowan —ordenó la abuela—. Quiero hablarte de tu madre. Tu madre sufrió mucho cuando renunció a ti. Todos los sabemos. El día que te arrancaron de sus brazos apartó la cara para no verte y lloró como una Magdalena. Ya no volvió a ser la misma.

Rowan estrechó sus frágiles manos resecas y se inclinó para recibir un beso.

—¿Estabas presente cuando nació Morrigan, Dolly Jean? —preguntó Rowan mirando a Morrigan de soslayo, pues no se atrevía a hacerlo de frente.

—Desde luego —respondió Dolly Jean—. Me di cuenta de que era un bebé que caminaba en cuanto asomó un pie. Pero, pase lo que pase, tanto si te gusta como si no, ten presente que esta chica es una Mayfair. Si fuimos capaces de soportar a un tipo como Julien, podremos soportar a esta joven de cuello de cisne y rostro como el de Alicia en el País de las Maravillas. Escúchala con atención. Quizá no hayas oído nunca una voz como la suya.

Michael sonrió. Se alegraba de que la abuela estuviera ahí, de que lo hubiera asumido todo con aquella naturalidad. Sintió deseos de coger el teléfono y llamar a todos los Mayfair, pero se limitó a tomar asiento frente al escritorio, junto a Rowan.

Todos dirigieron su mirada hacia la atractiva pelirroja, que de pronto inclinó la cabeza hacia atrás y apoyó las manos firmemente en los brazos de la silla, dejando entrever unos turgentes pechos por el encaje del vestido. Tenía una cintura tan frágil y menuda que Michael sintió deseos de rodearla con sus brazos.

—Soy tu hija, Michael.

—Cuéntame más cosas, Morrigan. Quiero saber lo que nos tiene reservado el destino. Dime qué quieres de nosotros y qué estás dispuesta a ofrecernos.

—Me alegro mucho de oírte pronunciar esas palabras. ¿Habéis oído eso? —preguntó, dirigiéndose a la abuela, a Mona y a Mary Jane. Luego se volvió hacia Rowan y dijo—: Les he dicho que estaba segura de que reaccionarías así. Siento la necesidad de hablar, de declarar, de hacer predicciones.

—Adelante, querida —contestó Michael.

De pronto ya no la veía como a un monstruo, sino como a un ser humano lleno de vitalidad, tan tierna y frágil como todos los que se encontraban en aquella habitación, incluido él mismo, un hombre capaz de matar a alguien con sus propias manos si tenía que hacerlo.

Y ahí estaba Rowan, capaz de matar a un ser humano con el poder de su mente. Pero esa criatura era incapaz de matar.

—Quiero tener profesores privados —dijo Morrigan—, en vez de asistir a la escuela, unos tutores, además de mi madre y Mary Jane; quiero estudiar, aprender. Necesito disponer de la suficiente intimidad y protección para concentrarme en mis estudios, así como de la garantía de que no me arrojaréis a la calle, de que formo parte de la familia, de que algún día… —Morrigan se detuvo bruscamente, como si alguien hubiera pulsado un botón—. Algún día seré la heredera del legado, tal como pretende mi madre, y después de mí otra descendiente suya, quizá una persona humana… si vosotros… si el macho… si el olor…

—Corta el rollo, Morrigan —soltó Mary Jane.

—Continúa, cariño —indicó su madre.

—Deseo todas esas cosas que requiere una niña especial, dotada de una inteligencia excepcional y un carácter dócil y cariñoso, una niña a la que resulta muy fácil querer, educar y controlar.

—¿Es eso lo que quieres? —preguntó Michael—. ¿Unos padres?

—Sí, quiero que los miembros más ancianos de la familia me cuenten viejas historias, como se suele hacer entre nosotros.

—De acuerdo —terció Rowan con firmeza—. Y a cambio aceptarás nuestra protección, lo cual significa nuestra autoridad puesto que todavía eres una niña.

—Sí.

—Y nosotros cuidaremos de ti.

—¡Sí! —respondió Morrigan. Luego hizo ademán de levantarse, pero cambió de opinión y permaneció sentada, con las manos apoyadas sobre el escritorio de caoba. Tenía unos brazos muy largos y esbeltos, capaces de sostener unas alas—. Sí. Soy una Mayfair. Repetid estas palabras conmigo: «Formo parte de esta familia». Es posible que un día me quede preñada de un hombre y que tenga entonces unos hijos que llevarán sangre de bruja en las venas, como yo; tengo derecho a existir, a ser feliz, a prosperar… ¡Dios, todavía percibo ese olor! No lo soporto. ¡Decidme la verdad!

—¿Y luego? —inquirió Rowan—. ¿Y si te decimos que debes permanecer aquí, que eres demasiado joven e inocente para encontrarte con ese macho, que nosotros fijaremos la entrevista en el momento oportuno…?

—¿Y si prometemos que le hablaremos de ti? —intervino Michael—. ¿Y si te decimos dónde está, pero sólo a condición de que jures…?

—¡Lo juro! —contestó Morrigan—. ¡Estoy dispuesta a jurar lo que sea!

—¿Tan potente es ese olor? —preguntó Mona.

—Me están asustando, mamá.

—Los tienes en la palma de la mano —señaló la diminuta Mona desde su sillón, pálida como la cera—. No pueden herir a ningún ser que se explica tan bien como tú. Eres tan humana como ellos. ¿No lo comprendes? Sígueles el juego. Continúa.

—Quiero ocupar el lugar que me corresponde —dijo Morrigan con ojos implorantes, casi como si estuviera a punto de echarse a llorar—. Dejadme ser como soy. Dejad que me una con quien yo desee. Dejad que sea uno de los vuestros.

—No puedes verte con él. No puedes copular con él —contestó Rowan—. Al menos, hasta que seas lo bastante madura como para tomar esa decisión.

—¡Me ponéis furiosa! —gritó Morrigan.

—Basta, Morrigan —dijo Mona.

—Procura tranquilizarte —dijo Mary Jane, acercándose a Morrigan con cautela y apoyando las manos sobre sus hombros.

—Háblales de tus recuerdos, explícales que los hemos grabado —dijo Mona—. Y háblales sobre las cosas que deseas ver.

Mona trataba de retomar el hilo de la conversación para impedir que su hija estallara en un torrente de lágrimas y gritos.

—Me gustaría ir a Donnelaith —respondió Morrigan con voz temblorosa—, y también visitar la planicie.

—¿Te acuerdas de esas cosas?

—Sí, y recuerdo que todos bailábamos formando un círculo. Lo recuerdo perfectamente. Extiendo los brazos hacia ellos y grito: «¡Socorro, ayudadme!» —dijo Morrigan, cubriéndose la boca con las manos para reprimir unos sollozos.

Michael se levantó y se acercó a ella, indicándole a Mary Jane que se apartara.

—Cuentas con mi cariño —le susurró a Morrigan al oído—. ¿Me has oído? Tienes mi cariño y la autoridad que eso conlleva.

—¡Gracias a Dios! —exclamó Morrigan, apoyando la cabeza en su pecho como a veces hacía Rowan. Luego rompió a llorar sin disimulo.

Michael le acarició el pelo, más suave y sedoso que el de Mona. De pronto recordó su breve unión con Mona en el sofá, en el suelo de la biblioteca, y miró a esa frágil e imprevisible criatura.

—Te conozco —murmuró Morrigan, frotando la frente contra su pecho—. Conozco tu olor y las cosas que has visto. Conozco el olor del viento en la calle Liberty, el aspecto que tenía la casa la primera vez que entraste en ella y cómo la reformaste. Conozco varias clases de madera y diversas herramientas, y sé la sensación que tiene uno al pulir la madera con aceite de palo. También sé que te ahogaste, que tenías mucho frío, y que luego entraste en calor y viste a los fantasmas de las brujas. Ésos son los peores, los más potentes, a excepción de los fantasmas de los Taltos. Debes de llevar el espíritu de una bruja o de un Taltos dentro de ti a la espera de salir, renacer, crear una nueva raza. Los muertos lo saben todo. Deberían hablar. ¿Por qué no viene él, u otro macho Taltos, a mí? Lo único que hacen es bailar en mis recuerdos y decir cosas que en aquella época eran importantes para ellos. Te quiero, padre.

—Yo también te quiero —contestó Michael, acariciándole la cabeza. De pronto notó que estaba temblando.

—Sabes, padre —dijo Morrigan, alzando la cabeza para mirarlo mientras por sus mejillas rodaban unos gruesos lagrimones—, un día conseguiré dominar el mundo.

—¿De veras? ¿Cómo es eso? —preguntó Michael con calma, tratando de controlar su voz y la expresión de su rostro.

—Está escrito —contestó ella con tono vehemente y sincero—. Aprendo muy deprisa, soy muy fuerte, conozco muchas cosas. Cuando tenga hijos, y los tendré, de la misma forma que tú y mamá me tuvisteis a mí, poseerán mi fuerza, mis conocimientos, mis recuerdos, los humanos y los Taltos. Vosotros nos habéis enseñado a ser ambiciosos. Cuando los humanos se den cuenta de quiénes somos huirán de nosotros. Entonces el mundo se derrumbará. ¿No crees, padre?

Michael se estremeció. Oyó la voz de Ash. Miró a Rowan, la cual permanecía impasible.

—Vivir juntos, ése fue nuestro compromiso —dijo Michael, inclinándose para besar a Morrigan en la frente. Su piel olía a bebé, fresca y fragante—. Ésos son los sueños de los jóvenes: gobernar, dominar el mundo. Los tiranos de la historia eran unos individuos inmaduros. Pero tú alcanzarás la madurez. Poseerás todos los conocimientos que podamos darte.

—¡Qué fuerte! —dijo Mary Jane, cruzando los brazos.

Michael la miró, irritado por su inoportuno comentario y la risita que soltó mientras meneaba la cabeza. Luego miró a Rowan, quien contemplaba a la extraña joven y a Mona con los ojos enrojecidos y una profunda tristeza. Michael observó que Mona era la única que no demostraba disgusto o perplejidad, sino temor, un temor frío y calculado.

—Los Mayfair son también mi familia —murmuró Morrigan—, una familia de bebés que caminan. Los poderosos deben juntarse. Examinaremos los archivos informáticos y obligaremos de inmediato a los que posean la doble hélice a emparejarse y copular, al menos hasta que consigamos nivelar el resultado numérico, y entonces estaremos en pie de igualdad… Tengo que trabajar, mamá, quiero volver a entrar en la base de datos de los Mayfair.

—Frena un poco —dijo Mary Jane.

—¿Qué piensas? ¿Qué opinas? —preguntó Morrigan mirando fijamente a Rowan.

—Tienes que adaptarte a nuestras costumbres, y quizá acaben gustándote. En nuestro mundo no obligamos a nadie a copular. El resultado numérico no es nuestra especialidad. Pero ya irás aprendiendo poco a poco. Nosotros te enseñaremos, y tú a nosotros.

—¿No me haréis daño?

—Por supuesto que no —contestó Rowan—. No deseamos hacerte ningún daño.

—Y ese macho que os impregnó con su olor, ¿también está solo?

Tras dudar unos instantes, Rowan asintió con un movimiento de cabeza.

—¿Solo como yo? —preguntó Morrigan, mirando a Michael a los ojos.

—Más solo que tú —contestó Michael—. Tú nos tienes a nosotros, tu familia.

Morrigan se levantó, sacudió su larga cabellera y ejecutó unas rápidas piruetas mientras cruzaba la habitación. Su falda de tafetán crujía al moverse y reflejaba la luz.

—Lo esperaré. Puedo hacerlo. Pero habladle de mí, decidle que existo, os lo ruego. Lo dejo en vuestras manos, lo dejo en manos de la tribu. Vamos, Dolly Jean, venga Mona, ha llegado el momento de que bailemos. ¿Quieres acompañarnos, Mary Jane? Rowan, Michael, deseo bailar.

Morrigan alzó los brazos y empezó a girar sin cesar, con la cabeza inclinada hacia atrás, su hermosa cabellera al compás de sus movimientos. Canturreaba una canción suave y melodiosa, una canción que Michael había oído con anterioridad, quizá de labios de Tessa, recluida para siempre en la casa madre de Talamasca, donde jamás vería a esta niña. Tampoco Ash la vería; él que había recorrido todo el mundo en busca de una compañera, que quizá también habría cantado alguna vez esa canción y que jamás les perdonaría haber mantenido en secreto la existencia de Morrigan.

Morrigan cayó de rodillas junto a Rowan. Las otras dos jóvenes las miraron con inquietud, pero Mona le indicó a Mary Jane que aguardara.

Rowan no hizo nada. Estaba sentada, abrazándose las rodillas. Permaneció así inmóvil mientras la ágil y silenciosa figura se aproximaba a ella, mientras Morrigan olfateaba sus mejillas, su cuello, su pelo. Luego, lentamente, Rowan se volvió y la miró a los ojos.

«No es humana —pensó Morrigan—, pero ¿qué es?»

Sin perder la compostura, Rowan no dio señal alguna de estar pensando aquello mismo acerca de Morrigan. Pero sin duda presentía el peligro.

—Puedo esperar —repitió Morrigan suavemente—. Escribid en la piedra su nombre, y el lugar donde se halla. O grabadlo en el tronco del roble funerario. Escribidlo donde queráis. No me lo enseñéis, pero conservadlo hasta que llegue el momento de conocernos. Puedo esperar. Luego retrocedió y, tras realizar un par de piruetas, salió de la habitación canturreando, cada vez más fuerte, hasta que el sonido se convirtió casi en un silbido. Los demás permanecieron sentados en silencio. De pronto, Dolly Jean, que se había quedado dormida, se despertó bruscamente y preguntó:

—¿Qué ha pasado?

—No lo sé —respondió Rowan.

Se produjo un intercambio de significativas miradas entre Rowan y Mona.

—Será mejor que vaya a ver cómo está —dijo Mary Jane, abandonando con prisa la habitación—, antes de que se tire vestida a la piscina o se tumbe sobre la hierba y empiece a olfatearla para intentar descubrir dónde se encuentran enterrados los cadáveres.

Mona suspiró.

—¿No tiene la madre nada que decirle al padre? —preguntó Michael.

Tras reflexionar unos instantes, Mona respondió:

—No. Es cuestión de observarla y esperar. —Luego miró a Rowan y agregó—: Ahora comprendo por qué hiciste lo que hiciste.

—¿Ah, sí? —preguntó Rowan en voz baja.

—Sí —contestó Mona—. Lo sé. —Se puso en pie lentamente, como si se dispusiera a abandonar la habitación. De golpe se volvió y dijo—: No quise decir… No quise decir que debíamos hacerle daño.

—Lo sabemos —respondió Michael—. También es hija mía, no lo olvides.

Mona lo miró con tristeza, impotente, como si hubiera mil cosas que quisiera decir, preguntar, explicar. Pero meneó la cabeza y se dirigió hacia la puerta.

Antes de salir se volvió, mostrando un rostro radiante. Una chiquilla con el cuerpo de una mujer debajo de su vestido de encaje. «Es mi pecado lo que ha provocado esto —pensó Michael—, lo que ha desencadenado esta situación».

—Yo también percibo su olor —dijo Mona—. El olor de un macho vivo. ¿No podéis desprenderos de él con agua y jabón? Así Morrigan se calmaría y dejaría de pensar y hablar de él. Temo que por la noche entre en vuestra habitación y empiece a olfatearos. Aunque es incapaz de haceros daño, por supuesto. En el fondo, tenéis todas las de ganar.

—¿A qué te refieres? —preguntó Michael.

—Si no hace lo que le ordenemos, no le hablaréis sobre el macho. Es así de simple.

—En efecto, es un sistema para controlarla —dijo Rowan.

—Existen otros medios. La pobrecita sufre muchísimo.

—Estás cansada, bonita —dijo Michael—. Vete a dormir.

—Sí, dormiré abrazada a Morrigan. Pero si os despertáis y la veis olisqueando vuestra ropa, no os asustéis. Aunque comprenderé que os llevéis un susto.

—Descuida, estaremos preparados —contestó Rowan.

—Pero ¿quién es él? —preguntó Mona.

Rowan se volvió, como si quisiera cerciorarse de haber oído bien la pregunta.

Dolly Jean, con la cabeza inclinada sobre el pecho, soltó un ronquido.

—¿Quién es ese macho? —insistió Mona. Los párpados se le empezaban a cerrar a causa del cansancio y las emociones.

—Si te lo digo —contestó Michael—, debes prometerme que no se lo contarás a Morrigan. Debemos mostrarnos firmes en este asunto. Confía en nosotros.

—¡Madre! —gritó Morrigan desde arriba.

Había comenzado a sonar un vals de Richard Strauss, una de esas maravillosas piezas de música suave y melodiosa que se podrían estar escuchando toda la vida. Por una parte, Michael tenía ganas de verlas bailar, pero por otra, no.

—¿Están informados los guardias de que no deben dejarla salir? —preguntó Michael.

—No —contestó Mona—. Creo que sería mejor que los despidierais. Su presencia la pone nerviosa. Puedo controlarla mejor si ellos no están rondando por aquí. Morrigan no se escapará, me necesita.

—De acuerdo —dijo Rowan—. Los despediremos.

Michael no estaba muy convencido. Sin embargo, al cabo de unos instantes asintió con un gesto y dijo:

—Como quieras. Todos estamos metidos en este asunto.

Morrigan volvió a llamar a su madre mientras el volumen de la música iba en aumento. Mona dio media vuelta y salió de la habitación.

Aquella noche Michael pudo oír risas y, de vez en cuando, el sonido de la música, ¿o acaso soñó con la torre de Stuart Gordon? Luego oyó a alguien teclear al ordenador, más risas y unas sigilosas pisadas en la escalera.

Después percibió el sonido de unas voces juveniles, agudas y melodiosas, tarareando aquella canción.

Era inútil tratar de conciliar el sueño. No obstante, al cabo de un rato se quedó dormido. Su extenuado organismo necesitaba descansar, evadirse de la realidad, sentir el contacto de las sencillas sábanas de algodón y el cálido cuerpo de Rowan junto a él. Debía rezar por ella, por Mona, por todos ellos…

«Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu Reino…»

Michael abrió lo ojos bruscamente. «Venga a nosotros tu Reino». No. La sensación de desasosiego era inmensa y al mismo tiempo huidiza. Estaba rendido. «… venga a nosotros tu Reino». Era incapaz de reflexionar. Se volvió y sepultó su cara en el tibio cuello de Rowan.

—Te quiero —susurró ella medio dormida, como si murmurara una oración más reconfortante que aquella que había pronunciado él.