4

El depósito de cadáveres era pequeño, sucio, y consistía en unas pequeñas habitaciones con el suelo y los muros revestidos de baldosas blancas, unas tuberías oxidadas y unas mesas metálicas desvencijadas.

Rowan, pensó que sólo en Nueva Orleans podía existir algo semejante. Sólo allí dejarían que una joven de trece años se acercara al cadáver para verlo y rompiera a llorar.

—Espérame fuera, Mona —dijo Rowan—. Quiero examinar el cuerpo de Aaron.

Las piernas le temblaban casi tanto como las manos. Era como el viejo chiste: Un hombre está sentado en un banco, presa de violentos tics, y cuando alguien le pregunta a qué se dedica contesta: «Soy neuro… neuro… neurocirujano».

Con la mano izquierda apoyada en la mesa para sostenerse, levantó la sábana ensangrentada. El coche no había desfigurado su rostro; era Aaron.

Aquél no era lugar para rendirle homenaje, para recordar su bondad y sus vanos intentos de ayudarla. Sin embargo, en su mente conservaba una luminosa imagen capaz de borrar la suciedad, el hedor, la ignominia del cuerpo de un noble ser humano tendido sobre una mesa mugrienta.

Aaron Lightner en el funeral de su madre; Aaron Lightner tomándola del brazo y ayudándola a avanzar entre una multitud de parientes lejanos para aproximarse al féretro de su madre, consciente de que eso era lo que ella deseaba y debía hacer: contemplar el hermoso, maquillado y perfumado cadáver de Deirdre Mayfair.

Ningún cosmético le había sido aplicado al rostro de este hombre que yacía aquí, indiferente a cuanto le rodeaba, con su cabello blanco lustroso como de costumbre, símbolo de su sabiduría y extraordinaria vitalidad. Sus pálidos ojos estaban entornados, pero inconfundiblemente muertos. Su boca mostraba una expresión amable y relajada, testimonio de una existencia vivida sin apenas amargura, odio o sarcasmo.

Rowan apoyó la mano sobre su frente y movió la cabeza de Aaron hacia un lado. Calculó que la muerte se había producido hacía menos de dos horas.

Tenía el pecho aplastado. La camisa y la chaqueta estaban empapadas de sangre. La muerte debió de ser instantánea. Tenía los pulmones destrozados y, probablemente, también el corazón.

Rowan le tocó suavemente los labios, separándolos como una amante que se dispusiera a besarlo. Notó que tenía los ojos húmedos y de repente experimentó una intensa sensación al recordar los aromas del funeral de Deirdre, la abrumadora presencia de flores blancas y perfumadas. Aaron tenía la boca llena de sangre.

Rowan observó sus ojos sin vida. «Te quiero», murmuró, inclinándose sobre él. Sí, había muerto instantáneamente a causa de las lesiones del corazón, no del cerebro. Rowan le cerró los párpados con suavidad.

¿Quién, en este agujero de mala muerte, podría practicar una autopsia? El hedor que brotaba de los cajones de cadáveres era insoportable.

Irritada, Rowan retiró la sábana con brusquedad. La pierna derecha estaba destrozada. Por lo visto, el extremo inferior del pie se había separado del resto y lo habían vuelto a introducir dentro del pantalón. La mano derecha mostraba sólo tres dedos; los otros dos habían sido amputados brutalmente. ¿Habría recogido alguien los dedos que faltaban?

Rowan oyó un chirrido de pasos. Era el detective chino que acababa de entrar. Las losas del suelo estaban tan sucias como el resto de la habitación.

—¿Se encuentra bien, doctora? —preguntó el detective.

—Sí —respondió ella—. Casi he terminado.

Rowan se dirigió al otro extremo de la mesa y apoyó la mano sobre la frente y el cuello de Aaron mientras pensaba, escuchaba y palpaba.

Aaron había muerto a causa del accidente de tráfico; así de simple y brutal. Si había padecido, su expresión no lo manifestaba. Si había luchado para no morir, Rowan tampoco podía adivinarlo. Beatrice lo vio cómo intentaba esquivar el coche. Según dijo Mary Jane: «Trató de evitar que éste lo atropellara, pero no lo consiguió».

Rowan se apartó. Quería lavarse las manos, pero no sabía dónde hacerlo. Al fin se dirigió al lavabo, abrió el oxidado grifo y se las enjuagó. Luego cerró el grifo, se metió las manos en los bolsillos de su chaqueta de algodón, salió de la habitación seguida del policía y entró en la pequeña antesala donde se hallaban los cajones con los cadáveres que nadie había reclamado.

Michael la estaba esperando allí, con un cigarrillo en la mano y el cuello de la camisa desabrochado. Parecía abrumado por el dolor y los problemas de una vida fácil.

—¿Quieres verlo? —preguntó Rowan. Todavía le dolía la garganta, pero no le preocupaba—. Su rostro está intacto, pero no mires el resto de su cuerpo.

—Prefiero no hacerlo —contestó Michael—. Jamás me he encontrado en una situación semejante. Si dices que está muerto, que el coche lo atropelló y que no se puede hacer nada, no quiero verlo.

—Lo comprendo.

—Este olor me produce náuseas. Mona se ha mareado.

—Yo ya estoy acostumbrada —contestó Rowan.

Michael se acercó a ella, la agarró por la nuca con su mano grande y curtida y la besó de forma torpe y brusca, muy diferente a cómo la besaba durante las semanas que ella permaneció en coma. Rowan se estremeció, separó sus labios y lo besó y abrazó con toda la fuerza de que era capaz.

—Tengo que salir de aquí —dijo Michael.

Rowan retrocedió unos pasos y dirigió la vista hacia el ensangrentado cadáver que yacía en la otra habitación. El policía chino había vuelto a cubrirlo con la sábana por respeto, o quizá simplemente por costumbre. Michael observó las hileras de cajones alineados de la pared que había frente a él. El insoportable hedor se debía a los cadáveres que contenían. Rowan advirtió que un cajón estaba medio abierto, quizá porque no pudieron cerrarlo. De él asomaban el rostro moreno de un cadáver y los rosados pies de otro que yacía sobre el primero. El rostro estaba cubierto de verdín, pero eso no era lo más espantoso, sino el hecho de que los dos cadáveres se hallasen apilados en un cajón, en una postura tan íntima como si fueran dos amantes.

—No soporto… —dijo Michael.

—Lo sé, vámonos —contestó Rowan.

Cuando subieron al coche, Mona ya había dejado de llorar. Permanecía silenciosa, mirando por la ventanilla y absorta en sus pensamientos, sin ganas de hablar. De vez en cuando se giraba para ver a Rowan y ésta le devolvía la mirada, sintiendo su fuerza y calor. Durante las tres semanas que había estado escuchando las confidencias de aquella adolescente —unas hermosas y poéticas declaraciones que a veces Rowan ni siquiera oía debido a su estado de ensoñación—, había acabado cogiéndole cariño.

La heredera, la que parirá el hijo a cuyas manos pasará el legado. Una adolescente dotada de un útero y las pasiones de una mujer experimentada. Una adolescente entre cuyos brazos había gozado Michael y que, en su generosidad e ignorancia, se olvidó de que éste padecía del corazón y podía morir de un ataque cardíaco en cualquier momento de frenesí sexual. Pero Michael no había muerto. Había abandonado su estado de invalidez y se había preparado para recibir a su esposa tras una larga ausencia. Los remordimientos abrumaban a Mona, haciendo que se sintiera desorientada, confundida.

Nadie pronunció ni una sola palabra mientras circulaban por la autopista.

Rowan iba sentada junto a Michael, apoyada en él, resistiendo los deseos de dormir, de dejarse arrastrar por unos pensamientos que fluían de forma ágil e imperturbable como las aguas de un río, unos pensamientos como los que la habían rondado durante varias semanas y a partir de los cuales irrumpían suavemente las palabras y las acciones. Unas voces que le hablaban a través del murmullo del agua.

Rowan sabía lo que debía hacer. Sería otro duro golpe para Michael.

Ninguno de ellos se sorprendió al ver la casa llena de gente y rodeada de policías. Tampoco hizo falta que nadie explicara a Rowan lo ocurrido. Nadie sabía quién había contratado al asesino a sueldo que acabó con la vida de Aaron Lightner.

Celia había acudido con el fin de tranquilizar a Bea, y dejó que ésta llorara y se desahogase en el cuarto de huéspedes que solía ocupar Aaron en el segundo piso. Ryan Mayfair también se hallaba presente, como siempre vestido de forma impecable, ya fuese para asistir a un baile o la iglesia, advirtiéndoles sobre las medidas que debían adoptar.

Todos se volvieron para mirar a Rowan. Ella había visto sus rostros junto a su lecho. Los había visto desfilar ante ella mientras permanecía sentada en el jardín, inmóvil y silenciosa.

Se sentía incómoda con aquel vestido que Mona le había ayudado a elegir, y que no recordaba haber visto antes. Pero eso era lo de menos. Rowan estaba desfallecida de hambre y miró complacida el espléndido buffet al estilo Mayfair que habían dispuesto en el comedor.

Michael se apresuró a llenarle el plato antes de que lo hicieran otros. Rowan, sentada a la cabecera de la mesa, observó mientras comía los pequeños grupos que deambulaban a su alrededor. Se bebió con avidez un vaso de agua helada. Nadie le dirigía la palabra, por respeto o debido a un sentimiento de impotencia. ¿Qué podían decirle? La mayoría de ellos apenas estaban informados de lo ocurrido. Jamás llegarían a comprender su secuestro, como ellos lo llamaban, su cautividad o las agresiones que había sufrido. Eran buenas personas. La querían y se preocupaban por ella, pero no podían hacer nada, salvo dejarla en paz.

Mona estaba sentada junto a ella. De pronto, se inclinó hacia Rowan y la besó en la mejilla. Fue un gesto pausado, deliberado. Rowan pudo habérselo impedido, pero no lo hizo. Por el contrario, la asió de la muñeca, la atrajo hacia sí y le devolvió el beso, sintiendo el suave tacto de su piel y pensando vagamente cuánto debió gozar Michael al contemplar, acariciar y poseer esa piel.

—Voy a acostarme un rato —dijo Mona—. Si quieres algo estoy arriba.

—Te quiero a ti —contestó Rowan.

Lo dijo en voz tan baja que seguramente Michael no lo oyó. Michael estaba sentado a su derecha, entretenido con un plato colmado de comida y una cerveza helada.

—Bueno, voy a acostarme —repitió Mona. Su rostro reflejaba cansancio, tristeza y temor.

—Nos necesitamos mutuamente —dijo Rowan, con una voz tan queda que apenas resultaba audible.

Ambas se miraron fijamente, en silencio.

Mona asintió con un movimiento de cabeza y se marchó, sin ni siquiera despedirse de Michael.

«Una delicadeza, fruto del remordimiento», pensó Rowan.

De golpe oyó una sonora carcajada. Los Mayfair, con independencia de las circunstancias, siempre reían. Mientras ella agonizaba y Michael lloraba junto a la cabecera de su cama, Rowan había oído a menudo risas. Recordó que había pensado de forma fría y desapasionada, como si nada tuviera que ver con ella, en el contraste entre ambos sonidos. La risa es un sonido más perfecto que el llanto; fluye de forma espontánea y violenta, siempre melodiosa. El llanto suele ser un sonido reprimido, sofocado, humillante.

Michael se terminó el rosbif, el arroz y la salsa y apuró la cerveza. Alguien se apresuró a colocar junto a su plato otra lata de cerveza, y Michael se bebió la mitad de un trago.

—¿Crees que le conviene a tu corazón? —preguntó Rowan.

Michael no contestó.

Rowan miró su plato, que también estaba vacío. Eran unos glotones.

Arroz con salsa. Comida típica de Nueva Orleans. Rowan hubiese querido decirle a Michael cuánto la había conmovido que él mismo le diera de comer durante las semanas que permaneció en coma. Pero ¿de qué hubiera servido?

El hecho de que él la amara era tan prodigioso como todo cuanto le había sucedido a ella misma y a la gente de esta casa. Sí, todo había sucedido en esta casa. Sentía que pertenecía a este lugar con tanta intensidad como jamás lo había sentido con relación a ningún otro, ni siquiera al Sweet Christine que navegaba a través del Golden Gate. Estaba segura de que éste era su hogar, de que nunca dejaría de serlo, y mientras miraba su plato recordó el día en que Michael y ella recorrieron juntos la casa, cuando abrieron un armario en la cocina y encontraron esta maravillosa vajilla de porcelana y cubertería de plata.

Sin embargo, todo esto podía desaparecer, podía serle arrebatado a ella y a los demás, por un remolino de aire caliente surgido de la boca del infierno. ¿Qué fue lo que le había dicho su nueva amiga, Mona Mayfair, pocas horas antes? «Esto no se ha terminado, Rowan».

No, no se había terminado. ¿Y Aaron? ¿Habían llamado a la casa matriz para comunicar a sus viejos amigos lo sucedido? ¿O acaso iban a enterrarlo entre sus nuevos amigos y parientes políticos?

Los candelabros alumbraban la estancia desde la repisa de la chimenea. Aún no había oscurecido del todo. A través de los laurocerasos Rowan contempló el legendario color púrpura del cielo. Los murales mostraban sus reconfortantes colores en la penumbra de la habitación, y las cigarras cantaban en las magníficas encinas, unas encinas que ofrecían consuelo y refugio; el aire tibio de la primavera penetraba en la habitación a través de las ventanas abiertas, aquí y en el salón, y quizás a través de las ventanas posteriores que daban a la enorme piscina desierta y a la tumba del jardín, donde yacían los cadáveres de sus únicos hijos.

Michael apuró su segunda cerveza, estrujó la lata y la depositó sobre la mesa con cuidado, como si temiera que fuera a caerse. No miró a Rowan. Observaba los laureles, cuyas ramas rozaban las columnas del porche y los cristales de las ventanas de la parte superior de la casa. Quizá miraba el cielo violáceo. Quizá escuchaba los cantos de los estorninos, que aparecían en grandes bandadas para devorar a las cigarras. Todo estaba traspasado por la muerte, ese baile, esas cigarras que revoloteaban de un árbol a otro, aquellas bandadas de pájaros que atravesaban el cielo al atardecer, sólo por la muerte, una especie que devoraba a otra.

«Así es», había dicho Rowan el día que despertó, con el camisón, las manos y los pies manchados de barro, junto a la tumba recién cavada donde reposaban sus hijos. «Así es, Emaleth. Una cuestión de supervivencia, hija mía».

Por una parte, deseaba regresar junto a la tumba del jardín, a la mesa de hierro forjado que había debajo del árbol, a la danza macabra de los pájaros que invadían el cielo violáceo con sus maravillosos cantos. Por otra parte, no se atrevía. Temía que si volvía a sentarse a aquella mesa abriría los ojos y comprobaría que había pasado una noche, o quizá más… La espantosa y trágica muerte de Aaron la pillaría por sorpresa y le diría: «Despierta, te necesitan. Ya sabes lo que debes hacer». ¿O acaso fue el mismo espíritu de Aaron el que le había susurrado al oído? No, no había sido nada tan claro o personal.

Rowan miró a su marido. El hombre sentado con la espalda encorvada, estrujando una lata de cerveza hasta convertirla en un objeto redondo y casi plano, con la mirada fija en las ventanas.

Un hombre al mismo tiempo maravilloso y terrible, increíblemente atractivo a sus ojos. El horrible y vergonzoso hecho era que su amargura y sufrimiento lo habían vuelto aún más atractivo; lo habían marcado maravillosamente. Ya no parecía tan inocente como antes, tan diferente del hombre que era en realidad. Su verdadero yo afloraba a través de su hermosa piel y modificaba la textura de todo su ser, confiriéndole a su rostro cierta ferocidad, junto a numerosos y sutiles matices.

Unos colores apagados. Michael le había hablado una vez sobre los colores «apagados», en los días felices de recién casados, antes de descubrir que su hijo era un duende. Michael le explicó que en la época victoriana pintaban las cosas con colores «apagados». Eso significaba oscurecer un poco los tonos para hacerlos más sombríos, matizados y complejos. Todas las casas victorianas de América estaban pintadas en esos tonos. Eso fue lo que le había dicho Michael. A él le encantaban aquellos rojos marronáceos, el verde oliva y el gris plomizo, pero no sabía qué palabra emplear para describir el gris del atardecer o el verde profundo de las sombras, los tonos de la oscuridad que se cernía sobre la casa violeta con sus alegres postigos.

Quizá Michael se sintiera «apagado». ¿Era eso lo que le había ocurrido? ¿O no era ésa acaso la palabra que definía la expresión melancólica de sus ojos, o la forma en que su rostro revelaba tan poco, a primera vista, sin por ello mantener una expresión mezquina y cruel?

Michael la miró. Sus ojos cambiaban constantemente de expresión y hasta de color. Cuando se volvían azules, casi parecían sonreír. «Hazlo otra vez —pensó Rowan—. Mírame otra vez con esos ojos grandes y azules y deslumbrantes». ¿Era quizás un inconveniente tener unos ojos como los de Michael?

Rowan extendió la mano y le acarició la incipiente barba que cubría su rostro, barbilla y cuello. Luego acarició su fino cabello negro y las escasas canas, de tacto más áspero, hundiendo los dedos en sus rizos.

Michael se inclinó bruscamente hacia delante, como sobresaltado, volvió la vista de forma lenta y cautelosa, sin mover la cabeza, y la miró.

Rowan retiró la mano al mismo tiempo que se levantaba, y él también se puso en pie.

Michael la tomó del brazo y Rowan advirtió que le temblaba la mano. Luego le apartó la silla y ella dejó que sus cuerpos se rozasen al pasar junto a él.

Subieron la escalera en silencio y con rapidez.

El dormitorio presentaba el mismo aspecto de siempre, sereno, cálido, tal vez en exceso. La cama estaba destapada para que ella pudiera acostarse en el momento que lo deseara.

Rowan cerró la puerta y echó el pestillo. Michael se quitó la chaqueta. Ella se desabrochó la blusa, se la quitó y la dejó caer al suelo.

—Supuse que la operación que te practicaron… —dijo él.

—No, estoy bien. Quiero hacerlo.

Michael se acercó y la besó en la mejilla, haciendo que girase la cabeza. Rowan sintió su barba áspera, sus rudas manos estirándole del pelo mientras la obligaba a echar la cabeza hacia atrás. Ella le tiró de la camisa.

—Quítatela —dijo.

Al desabrocharse la falda, ésta cayó al suelo. Estaba muy delgada, pero no le importaba su aspecto. Quería verlo a él. Michael estaba desnudo, con el pene erecto. Rowan le acarició el vello negro y rizado del pecho y le pellizcó los pezones.

—Me haces daño —murmuró él, estrechándola entre sus brazos y aplastando sus pechos contra el suyo. Ella introdujo la mano entre sus piernas y le acarició el miembro, duro, dispuesto para penetrarla.

Rowan se encaramó sobre la cama, avanzando por ella de rodillas, y se tumbó sobre la sábana de algodón. Al cabo de unos segundos sintió el peso de él, sus grandes huesos aplastándola, su cabello, el dulce olor de su cuerpo y su perfume, sus uñas arañándole la piel, sus movimientos bruscos y excitantes.

—Hazlo rápido —exigió ella—. La segunda vez lo haremos más despacio. Vamos, quiero sentirte dentro de mí.

Pero él no necesitaba ningún otro estímulo.

—¡Hazlo con fuerza! —murmuró ella, apretando los dientes.

Michael la penetró. El tamaño del miembro la sorprendió, y le produjo dolor. Pero era un dolor exquisito, perfecto. Rowan intentó retener el pene, pero los músculos de su vagina estaban débiles y doloridos y no obedecieron. Su maltrecho cuerpo la había traicionado.

No importaba. Michael la embistió con fuerza hasta conseguir que alcanzara el orgasmo, súbitamente, sin gritos ni suspiros. Rowan se hallaba fuera de sí, con el rostro enrojecido, los brazos extendidos sobre la sábana, intentando abrazarle el pene con la vagina sin importarle el dolor, al tiempo que él seguía agitándose con fuerza, rítmicamente, hasta que se corrió entre movimientos espasmódicos que parecían querer arrancarlo de sus brazos; luego se desplomó sobre ella, húmedo, satisfecho e intensamente amado. Michael.

Se tendió junto a ella. No podría volver a hacerle el amor hasta pasado un rato. Era lógico. Tenía el pelo húmedo, pegado a la frente. Rowan permaneció inmóvil, destapada, sintiendo el aire que le secaba el sudor, observando el lento movimiento de las aspas del ventilador que se hallaba instalado en el techo.

El ventilador se movía muy despacio, como si quisiera hipnotizarla. «Deténte», ordenó Rowan a su cuerpo, a su sexo, a sus órganos internos. Temió rememorar en sueños los momentos que había pasado entre los brazos de Lasher, pero afortunadamente ya no le importaban; puede que éste hubiera sido un dios salvaje y apasionado, pero el ser con el que acababa de hacer el amor era un hombre, un hombre brutal con un corazón inmenso y generoso. Había sido una experiencia divina, feroz, deslumbrante, dolorosa y simple.

Michael se levantó de la cama. Rowan supuso que dormiría un rato, aunque ella misma no podía conciliar el sueño.

Él empezó a vestirse, con la ropa limpia que había sacado del armario del baño. Estaba de espaldas a ella, y cuando se volvió la luz del baño iluminó su rostro.

—¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué te fuiste con él? —gritó Michael.

—No levantes la voz —contestó Rowan, llevándose un dedo a los labios—. Acudirán todos corriendo. Comprendo que me odies…

—¿Odiarte? ¿Cómo puedes decir eso, cuando todos los días te repetía que te amaba? —Michael se acercó, apoyó las manos en la barandilla del pie de la cama y la miró furioso, tremendamente atractivo—. ¿Cómo fuiste capaz de abandonarme? ¿Por qué lo hiciste?

Luego se acercó a ella y la agarró del brazo, clavándole los dedos en su desnuda carne.

—¡No lo hagas! —exclamó ella, procurando no alzar la voz, consciente de que ésta sonaba ronca y asustada—. No me pegues, te lo advierto. Eso es lo que hacía él, pegarme continuamente. ¡Si me pegas te mataré!

Rowan se soltó, se levantó de la cama y corrió hacia el baño. El frío mármol de las baldosas le quemaba los pies.

¡Matarlo! ¡Dios Santo, si no se controlaba era capaz de matar a Michael con sus poderes sobrenaturales!

Cuántas veces había intentado matar a Lasher, escupiéndole a la cara el odio que sentía hacia él, tratando de aniquilarlo. Él se había reído. Pero Michael moriría si ella proyectaba sobre él su invisible rabia. Moriría como todos aquellos otros a quienes ella había matado; eran tantos los repugnantes y atroces asesinatos que habían configurado su vida, que la habían llevado hasta esta casa, en estos momentos.

Rowan sintió terror ante el angustioso silencio de la habitación. Se volvió lentamente y miró a través de la puerta entreabierta. Michael estaba de pie junto a la cama, observándola.

—Debería temerte —dijo Michael—. Pero no te temo. Sólo me da miedo una cosa: que no me quieras.

—Claro que te quiero —respondió ella—. Siempre te he querido. Siempre.

Michael la miró con tristeza durante unos instantes, unos segundos, y luego le dio la espalda. Estaba herido, pero jamás volvería a aparecer tan vulnerable como hacía unos momentos. Había dejado de ser el hombre tierno y amable de siempre.

Había una silla junto al ventanal que daba a la terraza, y Michael se sentó en ella, de espaldas a Rowan.

«Voy a herirte de nuevo», pensó Rowan.

Deseaba acercarse a él, hablarle, abrazarlo. Conversar con él como hicieron el día en que ella despertó del coma y enterró a su hija —la única hija que tendría— bajo la encina. Deseaba expresarle su amor con la misma alegría que sintió entonces, su amor infinito, absurdo, total, incondicional.

Pero aquello le costaba tanto como le había costado pronunciar las primeras palabras tras recobrar la conciencia.

Rowan se pasó las manos por el pelo. Luego, en un gesto mecánico, abrió los grifos de la ducha.

Mientras se duchaba empezó a pensar con mayor claridad. El sonido y la tibieza del agua la ayudaron a serenarse.

Había allí tanta ropa que no sabía qué elegir. No recordaba tener tantos vestidos colgados en los armarios. Al fin eligió un pantalón de lana, un viejo pantalón que había comprado hacía años en San Francisco, y un holgado jersey de algodón.

Había refrescado. Era una noche típica de primavera. Rowan se sintió a gusto vestida con el tipo de prendas que solía usar. ¿Quién habría comprado todos aquellos vestidos?

Se cepilló el pelo, cerró los ojos y pensó: «Vas a perderlo, y con razón, si no hablas ahora mismo con él, si no te sinceras, si no tratas de superar tu temor instintivo a las palabras y hablas con él».

Dejó el cepillo sobre el tocador. Michael se encontraba de pie junto a la puerta. Ella había dejado la puerta abierta mientras se duchaba y vestía.

Al verlo y observar su expresión serena, resignada, Rowan se tranquilizó. Casi rompió a llorar. Pero semejante comportamiento hubiera sido estúpido y egoísta.

—Te quiero, Michael —dijo—. Te quiero mucho. Jamás he dejado de quererte. Lo hice por vanidad y arrogancia; en cuanto al silencio, fue una debilidad del espíritu, incapaz de sanar y recuperarse, o quizás el inevitable refugio que buscaba el espíritu impulsado por su egoísmo.

Michael la escuchó con atención, el ceño ligeramente arrugado, y una expresión sosegada pero no inocente como antaño. Tenía los ojos húmedos, pero su mirada era dura y estaba traspasada por la tristeza.

—No comprendo cómo fui capaz de lastimarte hace un rato —dijo Michael—. No me lo explico.

—Michael, no…

—Déjame decirlo. Sé lo que has pasado. Sé lo que él te hizo. No entiendo cómo he podido culparte por lo sucedido, enfurecerme y herirte de ese modo.

—Lo sé, Michael —respondió ella—. No sigas, me vas a hacer llorar.

—Yo lo destruí, Rowan —dijo Michael, reduciendo su voz a un murmullo casi imperceptible tal como suele hacer la gente cuando se refiere a la muerte—. Lo destruí, pero no es suficiente. Yo… yo…

—No sigas. Perdóname, Michael, perdóname por el daño que te he hecho a ti y a mí misma. Perdóname.

Rowan se inclinó hacia delante y lo besó con fuerza para acallar su respuesta.

Michael la abrazó con ternura, como si quisiera protegerla, y la hizo sentirse a salvo, como cuando habían hecho el amor.

Puede que existiera algo más hermoso que abandonarse en sus brazos y sentir la unión de sus cuerpos, pero Rowan no fue capaz de imaginar qué era; en cualquier caso, no sería la violencia de la pasión. Ese goce también existía, naturalmente, pero lo que sentía ahora jamás lo había sentido con ningún otro ser humano.

Al cabo de unos minutos Michael se apartó, le cogió las manos y se las besó, esbozando aquella pícara sonrisa que Rowan temía no volver a contemplar nunca. Luego le guiñó el ojo y dijo con voz ronca, emocionado:

Me alegra saber que todavía me amas.

—Me enamoré de ti hace años —contestó Rowan—, y siempre te amaré. Ven, acompáñame hasta la encina. Quiero permanecer un rato junto a ellos. No sé por qué. Tú y yo somos los únicos que sabemos que están enterrados juntos.

Bajaron por la escalera trasera y cruzaron la cocina. El guardia que se hallaba junto a la piscina les saludó con un gesto de la cabeza. El jardín estaba oscuro. Cuando alcanzaron la mesa de hierro forjado Rowan le tendió los brazos al cuello y Michael la abrazó con fuerza. «Me querrás durante un tiempo —pensó Rowan—, pero luego me odiarás».

«Sí, me odiarás, estoy convencida de ello». Rowan le besó el cabello, la mejilla, restregando el rostro contra su barba. Oyó a Michael suspirar suavemente, un suspiro profundo que le brotaba del pecho.

«Sé que me aborrecerás», pensó ella. Pero ¿qué otra persona sería capaz de perseguir a los hombres que mataron a Aaron?