33. El derecho de elegir al Romano Pontífice corresponde únicamente a los Cardenales de la Santa Iglesia Romana, con excepción de aquellos que, antes del día de la muerte del Sumo Pontífice o del día en el cual la Sede Apostólica quede vacante, hayan cumplido 80 años de edad. El número máximo de Cardenales electores no debe superar los ciento veinte. Queda absolutamente excluido el derecho de elección activa por parte de cualquier otra dignidad eclesiástica o la intervención del poder civil de cualquier orden o grado.

Constitución Apostólica «Universi Dominici Gregis», Juan Pablo II, 22 de febrero de 1996.

Lunes 18 de Abril. Cappella Sixtina. El Vaticano.

A mediados del siglo VIII, el Sínodo Laterano había abolido el teórico derecho del pueblo de Roma de elegir al nuevo Pontífice. Un siglo más tarde, solo la nobleza de la ciudad había recuperado el derecho, tras el Sínodo de Roma. Mediaba el siglo XI cuando el Papa Nicolás II decretó que el pueblo debía de aprobar la elección del nuevo papa conjuntamente con los clérigos. Casi un siglo después, un nuevo Sínodo Laterano había eliminado el derecho del bajo clero y de los laicos para dejar la elección en las manos de los cardenales.

Las situaciones de bloqueo que se habían producido durante la historia en las elecciones papales, venían originadas por el enclaustramiento de los electores con el fin de evitar la influencia exterior. Había sido muy célebre la elección del sucesor del Papa Clemente IV, tras cuya muerte, los cardenales electores habían permanecido encerrados sin llegar a ningún acuerdo en el palacio episcopal de la ciudad de Viterbo durante tres años. Los desesperados ciudadanos optaron por no facilitarles alimentos, a excepción de agua y pan, tras lo que sobrevino la rápida elección de Gregorio X, quien introdujo una serie de normas para que no se volviese a producir algo semejante. Adriano V abolió las normas de Gregorio X, pero Celestino V las volvió a introducir en el siglo XIII, al ser elegido tras un periodo de dos años de sede vacante.

En tiempos más modernos, los nobles y monarcas tenían medios para influir en las elecciones, contando en sus gobiernos con cardenales a los que pagaban con los impuestos eclesiásticos y a quienes otorgaban el cargo de primeros ministros. Era el caso de Armand Jean du Plessis, cardenal de Richelieu y el cardenal Mazarino, en Francia, y del cardenal Wolsey en Inglaterra. Ya en el siglo XX, Pío X había unificado todas las normas anteriores en una constitución, a la que añadieron nuevas aportaciones los sucesivos papas; Pío XII, Juan XXIII y Pablo VI. En 1996, Juan Pablo II había re ordenado la Constitución Apostólica referente al cónclave en la «Universi Dominici Gregis».

Era la mañana del 18 de Abril, el centesimoctavo día del calendario gregoriano y el centesimonoveno en los años bisiestos, y quedaban doscientos cincuenta y siete días para acabar el año. Temprano, a las 07:30, hora de Roma, había tenido lugar en las diversas capillas de la Casa Santa Marta la celebración de la Santa Misa.

A las 10:00 horas, el Cardenal Decano, el alemán Joseph Ratzenberger, había presidido la solemne misa votiva matinal «Pro Pontificem eligendo» —para la elección del Pontífice Romano—, a la que habían asistido cardenales electores, no electores, sacerdotes, religiosos y religiosas, y laicos. Nadie había caído en la cuenta de los tres cardenales ausentes. Ratzenberger, había empezado comentando la primera lectura del libro del profeta Isaías:

«Estamos llamados a promulgar no solo con las palabras, sino con la vida y con los signos eficaces de los sacramentos el año de misericordia del Señor….,ha ofrecido un comentario auténtico a estas palabras con su muerte en la cruz….La misericordia de Cristo no es una gracia barata, ni supone banalizar el mal. Cristo lleva en su cuerpo y en su alma todo el peso del mal, toda su fuerza destructiva….El día de la venganza y el año de la misericordia, coinciden en el misterio pascual, en Cristo muerto y resucitado. Esta es la venganza de Dios: El mismo, en la persona del Hijo, sufre por nosotros».

Había tomado la palabra de San Pablo de la carta a los Efesios, para explicar que estaban llamados a ser adultos en la fe y no ser «zarandeado por cualquier corriente doctrinal».

«Cuántos vientos de doctrina hemos conocido en estas últimas décadas, cuantas corrientes ideológicas, cuantas modas de pensamiento…. La pequeña barca del pensamiento de muchos cristianos ha sido agitada con frecuencia por estas ondas, llevada de un extremo al otro, del marxismo al liberalismo, hasta el libertinaje; del colectivismo al individualismo radical; del ateísmo a un vago misticismo religioso; del agnosticismo al sincretismo, etc... Cada día nacen nuevas sectas y se cumple lo que dice San Pablo sobre el engaño de los seres humanos, sobre la astucia que tiende a llevar al error. Tener una fe clara, según el Credo de la Iglesia, se etiqueta a menudo como fundamentalismo. Mientras el relativismo, es decir, el dejarse llevar aquí y allá por cualquier viento de doctrina parece la única actitud a la altura de los tiempos que corren. Toma forma una dictadura del relativismo que no reconoce nada que sea definitivo y que deja como última medida solo al propio yo y a sus deseos….Nosotros, sin embargo, tenemos otra medida: el Hijo de Dios, el verdadero hombre. El es la medida del verdadero humanismo. Adulta no es una fe que sigue las olas de la moda y la última novedad: adulta y madura es una fe profundamente enraizada en la amistad con Cristo…. Debemos hacer madurar esta fe adulta, y debemos guiar el rebaño de Cristo hacia esta fe….Solo esta fe crea unidad y se realiza en la caridad…. En la medida en que nos acercamos a Cristo, también en nuestra vida, verdad y caridad se compenetran».

Cuando hubo comentado el evangelio de San Juan, recordó:

«Debemos sentirnos animados por esta santa inquietud: la inquietud de dar a todos el don de la fe, de la amistad con Cristo…. Hemos recibido la fe para donarla a los demás, somos sacerdotes para servir a los demás. Y tenemos que dar un fruto que permanezca….Lo único que permanece en la eternidad es el alma humana, el ser humano creado por Dios para la eternidad. El fruto que permanece es lo que hemos sembrado en las almas humanas —el amor, el conocimiento; el gesto capaz de tocar el corazón; la palabra que abre el alma a la alegría del Señor. Por tanto, pidamos al Señor que nos ayude a dar fruto, un fruto que permanezca».

Ratzenberger había concluido la homilía con una petición respecto al importante momento en el que se encontraba la Santa Sede:

«….con insistencia al Señor, sobre todo en este momento, para que tras el gran don del Papa Juan Pablo II, nos dé nuevamente un pastor según su corazón, un pastor que nos guíe al conocimiento de Cristo, a su amor, a la verdadera alegría…. Que el Papa vele siempre por nosotros desde el cielo y nos ayude a cruzar el umbral de la esperanza de la que tanto nos ha hablado. Que este mensaje permanezca siempre esculpido en el corazón de los seres humanos de hoy. Juan Pablo II repite a todos una vez más las palabras de Cristo: ‘El Hijo del hombre no ha venido para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por El…. Juan Pablo II ha difundido en el mundo este Evangelio de salvación, invitando a toda la Iglesia a acercarse al hombre de hoy para abrazarlo y reconfortarlo con amor redentor. ¡Que sepamos recoger el mensaje de quien nos ha dejado y hacer que fructifique para la salvación del mundo!».

Los miembros del Colegio Cardenalicio de la iglesia católica romana, que habían vuelto pasado el mediodía a la Casa Santa Marta, se dirigían pasadas las cuatro de la tarde en procesión desde el Aula de las Bendiciones hacía la Capilla Sixtina, donde tendría lugar el inicio de las dos votaciones vespertinas para la reunión en la cual iban a elegir al nuevo Obispo de Roma. Era el último momento del proceso electivo que podían recoger las cámaras de televisión antes del cónclave.

El término procedía del latín «cum clave» —bajo llave—, y era el sistema vigente desde los tiempos del II Concilio de Lyon, en el siglo XIII, que habiendo sido reformado por Juan Pablo II, intentaba evitar la influencia exterior mediante la reclusión y aislamiento total del mundo.

No se había concretado de manera oficial el lugar de la celebración del cónclave hasta el siglo XIV. A raíz del cisma de occidente siempre había tenido lugar en Roma, a excepción del año 1800, que tuvo lugar en Venecia debido a la ocupación de Roma por las tropas del Reino de Nápoles. La última vez que el cónclave había salido de la Capilla Sixtina corría el año 1846, y tuvo que oficiarse en el Palacio del Quirinal.

El canto de letanías a los santos envolvía la procesión de los purpurados. Solamente el cardenal Lubomyr Juçzar, de la iglesia católica griega de Ucrania, y el cardenal Teodosio Daoud de la iglesia católica Siria, se diferenciaban en sus indumentarias de los demás. Tras colocarse en sus sitios, cantaron el Veni Creator.

El Cardenal Decano Ratzenberger, quién había sido el primero en avanzar por el tabernáculo, seguido por el Vice-Decano Angelo Spano, leyó el juramento, tras el cual, cada uno de los cardenales lo afirmaron colocando sus manos sobre el Nuevo Testamento, diciendo: «Prometo, me obligo y juro».

El Maestro de Ceremonias, el obispo Piero Martini, se encontraba en el altar. Sobre su sotana llevaba el alba, el cíngulo, la estola y la casulla. Alrededor del cuello, la banda circular de lana blanca que conformaba su palio se adornaba con ricos bordados y se signaba con varias cruces. Indicó a todos aquellos que no participaban en el cónclave que debían salir del lugar con el clásico «extra omnes» —todos fuera—. Los miembros de seguridad, los coristas y el resto del personal salieron.

El cardenal Thomas Strelek, que pasaba de los ochenta años, pronunció una meditación sobre la realidad actual de la iglesia. Una vez que hubo concluido, desalojó la capilla junto al Maestro de Celebraciones, Monseñor Piero Martini. Las puertas se cerraron y quedaron custodiadas en su exterior por los miembros de la Guardia Suiza, a quienes se había comunicado la ausencia de los tres cardenales asesinados por motivos de salud, dándose por iniciado el cónclave que presidía el cardenal Ratzenberger en el incomparable marco de la Capilla Sixtina. La reunión tendría la consideración latina de «Solem Deum Prae Oculis» —sólo a Dios delante de los ojos.

La antigua Capilla Palatina, uno de los tesoros artísticos de la ciudad del Vaticano, había adoptado el nuevo nombre del Papa Sixto IV, quien había ordenado su construcción al arquitecto Giovanni d´Dolci a finales del siglo XV, y se situaba tras la Scala Regia a la diestra de la basílica de San Pedro. De forma rectangular, tenía casi cuarentaiún metros de largo por sus trece metros y medio de ancho y casi veintiún metros de alto, las dimensiones que según el antiguo testamento tenía el Templo de Salomón.

En su bóveda llana, los arcos eran trabajo de perspectiva en los que Michelangelo Buonarrotti ideó un cuadro arquitectónico para colocar los asuntos principales, donde representó nueve escenas rectangulares sobre la creación y la caída del hombre, que eran flanqueadas por los antepasados de Jesús, profetas y sibilas en los espacios triangulares acompañados por geniecillos y ángeles. La separación de la luz de la oscuridad, la creación del sol y de la luna, de los árboles y plantas, la creación del hombre que yace en el suelo a quien el creador está a punto de tocar con un dedo para proporcionarle la vida, la creación de Eva, la expulsión del paraíso y el árbol de la ciencia, con la serpiente enroscada con cabeza de mujer que se inclina hacia la pareja que toma el fruto prohibido, el sacrificio de Noé, el diluvio y la embriaguez de Noé. Los profetas; Jonás, Daniel, Isaías, Zacarías, Joel, Ezequiel y Jeremías, y las sibilas; Líbica, Cumana, Délfica, Eritrea y Pérsica.

En sus paredes laterales se sucedían de forma paralela los frescos que representaban contraponiendo el antiguo y el nuevo testamento, la vida de Moisés y la vida de Cristo.

Pinturicchio había representado a un ángel que detiene a Moisés con su espada, quien había omitido la circuncisión de sus hijos, mientras Zippora celebraba la ceremonia. Frente a ella, el Omnipotente rodeado de ángeles y querubines, coronando la escena en la que la paloma que representa al Espíritu Santo se posa sobre la cabeza de Cristo en su bautismo.

Varios episodios de la juventud de Moisés enfrentados a la imágenes de Jesús siendo tentado por Satanás, en los frescos de Sandro Botticelli.

El fresco del paso del Mar Rojo, en el que Piero di Cosimo asistió a Cosimo Rosselli, frente al de Ghirlandaio que representa a Cristo llamando a los Apóstoles. Y la entrega de las tablas de la ley a Moisés, frente al sermón de la montaña de Rosselli.

El fresco de Botticelli sobre Core, Dathan y Abiron, enfrentado al de Perugino, en el que Cristo entrega las llaves a San Pedro. Y el último fresco lateral, representando la cena, de Cosimo Rosselli.

Sobre el altar mayor, en el ábside, tras la figura del cardenal Ratzenberger, la superficie de casi catorce metros por algo más de doce de la pared, el enorme conjunto pictórico al fresco que había sido decorado por Miguel Ángel. La obra, que le había encargado el papa Pablo III en 1535 y que terminó seis años más tarde, era el fresco más grande que se había pintado sobre el Juicio Final.

Se había representado en ella a la humanidad haciendo frente a su salvación, motivada por los sucesos que habían convulsionado la iglesia en los años precedentes con la reforma protestante y el saqueo de Roma. Miguel Ángel, que se había incluido en la obra con un autorretrato suyo en la piel arrancada de San Bartolomé, añadió a algunos de sus enemigos entre los condenados, a los que pintó totalmente desnudos. Esto escandalizó a la iglesia, que criticó una imagen tan vergonzosa en tan sacro lugar, lo que motivó que Miguel Ángel fuera acusado de herejía y el intento de destruir el fresco.

A la muerte del tolerante Papa León III, la iglesia decidió colocar paños de pureza a todos los personajes del fresco. La labor fue encomendada al pintor Daniele da Volterra, que era discípulo de Miguel Ángel, a quién a partir de entonces se le conocería por la realización de este trabajo con el sobrenombre de «Il Braghettone».

En el fresco, Miguel Ángel había situado a todas las figuras desequilibradas y retorcidas, amontonadas en un primer plano sin perspectivas ni paisajes, donde Cristo, en el centro, separaba a los justos de los pecadores en un torbellino caótico de fatalidad y angustia. Miguel Ángel veía a la naturaleza como un enemigo al que había que superar, contraponiéndose a las ideas del que había sido su rival, Leonardo da Vinci.

Los cardenales estaban inmersos en el proceso electoral. Se necesitaban dos tercios como quórum válido para la elección del sucesor de Juan Pablo II. En distintas lenguas, los purpurados se consultaban mutuamente susurrándose sus intenciones.

Al inicio de la fase de pre-escrutinio, el último cardenal diácono extrajo por sorteo los nombres de los tres escrutadores, los tres enfermeros y los tres revisores. Se distribuyeron entonces las papeletas rectangulares con la frase latina «Eligo in Summum Pontificem» —elijo como Sumo Pontífice— y un espacio en blanco debajo para el nombre del elegido.

Comenzó el escrutinio. Cada cardenal, habiendo doblado dos veces su papeleta de voto la llevó en alto por orden de precedencia hasta el altar, donde se encontraban los escrutadores, para depositar su voto sobre la urna que tapaba un plato. Después de haber pronunciado: «Pongo por testigo a Cristo Señor, el cual me juzgará, que doy mi voto a quien, en presencia de Dios, creo que debe ser elegido», y de haber depositado sus papeletas en el plato con el que habían introducido el voto en la urna, se habían inclinado ante el altar para volver a sentarse en sus sitios.

Los escrutadores, se encargaban de recoger el juramento y el voto para depositarlo en la urna en el caso de que un cardenal anciano o enfermo no pudiera acercarse hasta el altar. Si la enfermedad los obligaba a permanecer en la Casa Santa Marta, se seguiría un procedimiento similar en el que los enfermeros acudirían a recoger sus votos.

Más tarde, los tres cardenales escrutadores habían contabilizado en presencia de los electores los votos, verificando que el número de papeletas se había correspondido con el número de votantes. Se anotaron en una relación los nombre de los votantes, y se cosieron con una aguja e hilo los votos para mantenerlos unidos.

Los tres revisores verificaron las notas de los escrutadores y revisaron los votos de estos, asegurándose que habían realizado su cometido según las normas. Al término del proceso a las siete de la tarde, en vísperas de la Liturgia de las Horas, la sesión concluyó sin que ninguno de los candidatos hubiera obtenido la mayoría de dos tercios necesarios. Veinte minutos más tarde, los cardenales retornaban a la Casa Santa Marta. En la estufa preparada dentro de la capilla, se agregaron sustancias químicas al fuego para que el humo indicara mediante su color los resultados de las votaciones.

A las ocho de la tarde, hora de Roma, ante la expectación de los devotos que se encontraban a lo largo de la plaza de San Pedro y de los numerosos medios de comunicación que esperaban trasladar al mundo la elección del nuevo Pontífice, de la chimenea del techo de la Capilla Sixtina se pudo vislumbrar un humo negro. La «fumata negra» indicaba a los fieles que la primera votación para la elección del sucesor de Juan Pablo II no había tenido éxito. Tocaba esperar.