«El que es misericordioso con los hombres crueles, acaba por ser cruel con los misericordiosos.»

Talmud

Jueves 24 de Marzo. Hotel Trajano. Roma.

El padre O´Connor dormía profundamente cuando tres golpes secos quebraron su sueño. Durante casi veinticuatro horas había permanecido enfundado en el pijama, metido en la cama. Solo había interrumpido su descanso cuando le subieron el almuerzo el día anterior y para beber un vaso de zumo que había pedido durante el transcurso de la tarde. Nunca había dormido tanto tiempo seguido. El efecto del jet-lag en el vuelo que había tomado sin descanso previo, sumado al rallie con el italiano Facchetti, le había producido tal malestar que hubiera estado hibernando como un oso durante un día más sin lugar a la duda. Tres nuevos golpes sacudieron la puerta de su estancia en el Albergo Traiano.

—¡Enseguida voy! —dijo medio dormido aún—, ya salgo. ¡Oiga, yo no he pedido nada!

Se levantó de la cama. Miró la hora en su cronógrafo Tag-Heuer. Eran las nueve y media de la mañana. Se colocó las zapatillas y se aproximó a la puerta. Abrió y frente a él se encontró, como si fuera un mal sueño, al joven Facchetti.

—¿Decía algo? —preguntó el italiano.

—¡Oh, no! Perdone, creía que era el servicio —se disculpó.

En aquellos momentos, casi lo prefería. Ver a la persona que casi lo mata el día anterior no produjo en él una sensación de bienestar, precisamente.

—Pase, Facchetti, pase.

Cerró la puerta una vez que este entró y lo invitó a que se sentara con un ademán de la mano.

—¡Joder, reverendo, vaya habitación! —dijo tras un silbido de exclamación—. Perdone mi lenguaje —se disculpó.

—Si, no está mal. Si no le importa preferiría que me llamase padre, o Patrick, como guste. Lo de reverendo no va mucho conmigo.

—Bueno, lo espero mientras se viste. Hemos de ir al Vaticano, como ya le dije ayer. Nos esperan —confirmó.

—De acuerdo, si no le importa voy a tomar una ducha. He pasado una mala noche y tengo el cuerpo un poco…, ya sabe. Solo será un momento. Ahí tiene unas revistas.

Patrick cogió su ropa y el neceser de la maleta y se metió en el cuarto de baño. La ducha le sentó como un bálsamo. Se cepilló los dientes. Diez minutos más tarde salió del baño. Se sentía como nuevo. Sacó el resto de sus cosas de la maleta y las colocó en el armario. Se colocó el alzacuello ante la mirada risueña de Facchetti. Una vez estaba enfundado en su clergyman, cogió su maletín y se lo colgó al hombro mediante el cinto.

—Estoy listo, cuando usted guste —se dirigió a Facchetti.

Facchetti hojeaba un viejo periódico de La Gazzetta dello Sport. El palillo de dientes que asomaba de su boca, le confería el porte de uno de aquellos espaguetis de la mafia siciliana que tanto se estilaban en las viejas películas que había visto. Al menos, llevaba la blusa por dentro, pero las gafas de sol de diseño que llevaba colgando de un cordón de oro con un crucifijo, le daban un aire de matón que resultaba bastante ridículo. El olor que desprendía la chaqueta de cuero que llevaba era insoportable. Reproducía la misma pestilencia que envolvía el coche en el que lo trajo. Y el olor corporal del tipo era nauseabundo, de un perfume barato que casi no se atrevía ni a imaginar. Se dispuso a abandonar su habitación en compañía de aquella especie de Tarzán.

Descendieron en el ascensor hasta la planta baja. Cruzaron el vestíbulo y salieron a la calle. Comprobó con resignación que el Fiat Punto de color rojo de Facchetti los esperaba aparcado de mala manera mientras permanecía con las luces de emergencia encendidas, al igual que lo había estado en el aeropuerto romano la mañana anterior, en una zona prohibida.

Subieron al coche y el sonido quejumbroso del motor volvió a rugir. Patrick se colocó el cinturón de seguridad y se persignó. Nunca se sabía con un tipo como el italiano —pensó—. Se pusieron en marcha. Había bastante tráfico a esa hora de la mañana. En condiciones normales cualquiera se desesperaría al verse embotellado en el caos circulatorio de Roma, pero la mera aparición de un semáforo en rojo producía en el sacerdote una sensación de alivio. Si aquel tipo no llegaba a meter la cuarta velocidad se debía a que Dios le iba colocando obstáculos para que no pudiera correr.

El coche atravesó la Vía del Plebiscito en dirección a Corso Vittorio Emanuele II. Al llegar a esta, tuvo que girar hacía la derecha y tomar la Vía del Governo Vecchio, ya que había una serie de vallas colocadas por operarios del ayuntamiento de Roma que supervisaban ese día los conductos del alcantarillado.

Facchetti se sumía en la desesperación. La acumulación de vehículos forzados a pasar por la misma calle debido a las obras en Corso Vittorio Emanuele, lo exasperaban. Casi no podían avanzar. El padre O´Connor aprovechaba para tomar aire mientras contemplaba lo que podía de la ciudad. Un indigente estaba en medio del acerado pidiendo limosna en contraste con una mujer vestida a la moda con una bolsa de Versace colgando de su antebrazo. Dos adolescentes paseando, uno con la camiseta celeste de Paolo Di Canio, de la Lazio, y otro con el 10 del giallorosso Francesco Totti, de la Roma. Un policía dirigiendo el tráfico y otro multando una furgoneta mal aparcada. La imagen típica de Roma un día cualquiera.

Por fin el coche se incorporó a la izquierda y cruzó Vía Paola en dirección al puente. Desde allí se podía observar a la izquierda el Hospital del Espíritu Santo y a la derecha, se levantaba majestuoso al otro lado del río Tíber, el Castillo de Sant´Angelo.

Construido como mausoleo del emperador romano Adriano entre los años 135 y 138 d.C., había sido transformado en fortaleza durante la edad media. Pasó a formar parte de la historia cuando en la fase más cruenta de la llamada «Querella de las Investiduras», allá por el año 1083 y durante el enfrentamiento del emperador Enrique IV y el papa Gregorio VII, este último se había visto obligado a refugiarse en el castillo. Un año más tarde el emperador conquistó la ciudad definitivamente. La liberación del papa Gregorio VII tuvo lugar cuando las fuerzas normandas de Roberto Guiscardo expulsaron al emperador. Los normandos arrasaron y saquearon la ciudad convirtiendo una tercera parte de la misma en cenizas. Finalmente, Gregorio VII había tenido que huir.

Segundos después Facchetti aparcaba el coche en una calle aledaña a la Vía della Conciliazione.

—Lo dejaremos aquí. Hay muchos turistas por este contorno. No me fío.

El padre O´Connor se sorprendió un poco. ¿De que no se fiaría? —pensó—. Con aquella desgracia de utilitario, no podía entender quién se iba a interesar por llevárselo o hacerle daño.

Caminaron por la Vía della Conciliazione. Bastantes metros delante de ellos, al oeste del río Tíber y situada en la colina vaticana, al noroeste de Roma, se erigía el centro de poder más importante del mundo, la ciudad del Vaticano.

Declarada patrimonio de la humanidad en 1984, la ciudad tenía seis puertas y estaba rodeada por murallas de corte renacentista y medieval, compartiendo cuatro kilómetros de frontera con Roma. Fuera de su territorio, extraterritorialmente, también poseía en Roma las basílicas de Santa María la Mayor, San Juan de Letrán y San Pablo Extramuros. Además, también poseía fuera de Roma el Palacio de Castel Gandolfo, lugar habitual de descanso del Papa. Gran parte de los arquitectos y de los artistas más importantes del Renacimiento italiano edificaron aquel imperio religioso a lo largo de los mandatos de los distintos papas.

Siguieron caminando hasta tener casi frente a sus pies el acceso a la Piazza San Pietro. Desde aquel lugar, la plaza de San Pedro se abría en forma de huevo, con el obelisco en el centro y sus doscientas ochenta y cuatro columnas alrededor, encerrando aquel dibujo de quesitos a modo de las fichas del juego del Trivial que dividían la plaza. Tras el obelisco, aparecía la escalinata y, tras ésta, se alzaba el centro mundial del catolicismo, la basílica de San Pedro.

La basílica era la representación del poder del Vaticano. Erigida sobre la tumba de Pedro —el primer Papa de la iglesia—, se alzaba sobre una planta de cruz griega y se había construido en su mayor parte entre los siglos XV y XVII bajo los diseños de Miguel Ángel Buonarrotti, Gian Lorenzo Bernini o Donato Bramante. Su principal signo de identidad era su famosa cúpula, que tanto había influido en las edificaciones arquitectónicas religiosas a lo largo de los siguientes trescientos años. En 1506, el arquitecto Bramante la había diseñado, pero desafortunadamente murió antes de poder acabarla. Fue entonces cuando Miguel Ángel pasó a ostentar el cargo de supervisar la construcción e introdujo una serie de cambios en el diseño cuando, en 1546, se inició la principal fase de la construcción.

El sacerdote había estado allí dos veces antes. Aquella plaza simbolizaba el punto de encuentro de todos los católicos del mundo. Junto a Jerusalén, el lugar sagrado de donde habían partido las principales religiones monoteístas, se trataba del lugar más importante para los católicos de todo el mundo.

—Es impresionante ¿Verdad? —preguntó Facchetti.

—Inconmensurable, diría yo —contestó O´Connor.

—Sígame, padre.

Y los dos hombres se adentraron en la plaza de San Pedro y se fueron rodeándola hacia la derecha.

Uno de los dos soldados de la Guardia Suiza contempló la cara de Facchetti mientras comprobaba su pase de identificación. Aquellos uniformes llenos de colorido que portaban los guardias habían sido obra de Miguel Ángel. El modelo del uniforme había sido retocado por Jules Répond, quien había sido uno de los comandantes de la Guardia Suiza a principios del siglo XX. El uniforme, que comenzaba en el gran cuello blanco, dejaba entrever el rojo a través de sus rayas amarillas y violetas que se extendían hasta las medias. Unos bonetes negros les cubrían las cabezas. Portaban las alabardas características, además de una espada y un fusil suizo SIG 550. Desde que la Guardia Suiza existía como guarnición del Papa, sus miembros sólo podían ser suizos, y uno de los requisitos insalvables para formar parte de ella era que fueran solteros, ya que, para pertenecer al selecto grupo marcial vaticano, era norma taxativa y no podían contraer matrimonio. Componían la guarnición desde que, como una de las fuerzas de combate más apreciadas, defendieran en tiempos de la revolución francesa de 1972 el Palacio de las Tullerías de los ataques de los insurgentes revolucionarios.

Una vez que el soldado se había asegurado de la identidad de Facchetti, le dio paso junto a su acompañante. Atravesaron aquel lugar, por el que los guiaron hasta un pasillo que confluía con otro que permanecía clausurado por una puerta de acero, al que llamaban «il passetto». El pasillo por el que caminaban se prolongaba hasta llegar a las dependencias de la caserna de la Guardia Suiza. Del pasadizo llamado «il passetto» se decía que era la salida secreta que utilizaba el Papa para salir del Vaticano y que comunicaba secretamente con el Castillo de Sant´Angelo. Cierto o no, dejaron la puerta de acero tras de sí y continuaron mientras seguían al guardia que los escoltaba.

La Guardia Suiza había sido fundada oficialmente por el Papa Julio II el 21 de Enero de 1506. Estaba compuesta por cien soldados, seis oficiales, veintitrés mandos intermedios, setenta alabarderos, dos tamborileros y un capellán. En caso de necesidad, El Vaticano contaba además, con el Servicio Vaticano de la policía de Italia, también conocido como el Servicio de Seguridad del Vaticano, cuyos barracones se encontraban junto a los de la Guardia Suiza.

Atravesaron el pasillo y llegaron a una puerta blindada. No parecía tener cerradura. A un lado, un panel electrónico numerado era la única manera de acceder al otro lado. El guardia introdujo un código numérico. Una cámara de seguridad giró su objetivo en el ángulo superior del blindaje, y entonces un sonido semejante a una pequeña alarma se activó. La pesada puerta se abrió hacía un lado. Entraron y tomaron un estrecho pasillo que se bifurcó en otros cuatro. Accedieron al segundo por la izquierda. Al final del mismo, una puerta con un cristal a media altura quedó frente a ellos. Facchetti abrió la puerta.

—¿Ispettora? —preguntó Facchetti.

—Pase Fabio —contestó una voz de mujer.

—Entre —le espetó Facchetti al sacerdote.

El padre O´Connor observó a la joven muchacha sentada en la mesa del despacho. Trabajaba en el ordenador. Tenía cierto aire de intelectualidad con sus gafas de pasta ligeramente resbaladas sobre el tabique nasal. A pesar de su atuendo de pantalón oscuro y gabardina negra la encontró bastante femenina. Llevaba el pelo recogido en una cola y le caían los flequillos por la frente. No llevaba pendientes y el único abalorio que acertó a verle era un pequeño crucifijo de plata que se le escurría por el canalillo de sus pechos, cayéndole del cuello. Poseía una rara belleza salvaje, que extraordinariamente se acentuaba hasta el extremo gracias a unos enormes y negrísimos ojos y a una boca grande y sensual enmarcada por unos labios increíblemente carnosos. Pero todo eso perdía interés a medida que la mirada volvía a posarse en su busto. No pretendía que la primera impresión que tuvieran de un sacerdote fuera la más equivocada, pero aunque lo intentó no pudo evitar ni disimular la atracción física que le provocaba aquella mujer y que sus ojos persiguieran los leves movimientos de un cuerpo envuelto en la mayor de las hermosuras. No pudo evitar fijar sus ojos en el busto de la mujer cuando esta se levantó de la silla y se encogió de hombros con gesto de desesperación, provocando involuntariamente que sus pechos subieran y bajaran. Dos enormes y fascinantes pechos que se bamboleaban con la mayor de las libertades bajo la blusa de seda blanca, libre de las ataduras de un incómodo sujetador. Intento deshacerse del estado hipnótico al que se estaba viendo sometido por el cuerpo de la mujer e intento desviar su mirada hacía otros lugares de la anatomía de esta. Sus estilizadas piernas terminaban enfundadas en unas botas de montar y fumaba un cigarrillo al que daba intensas caladas. Le pareció una mujer tremendamente atractiva, de su edad más o menos.

—Valeria —la interrumpió Facchetti.

—Umm… perdone, padre. Intentaba terminar de repasar unas bases de datos y parece que todavía tengo la cabeza ahí —se disculpó—. Facchetti, llevo media hora esperando, ¿Dónde has estado metido? Seguro que has tenido al padre esperándote.

—¡Vamos, Valeria! Ya sabes como es el tráfico en Roma —justificó.

—No se preocupe —intentó mediar el clérigo.

—Supongo que usted es el padre O´Connor.

—Así es. ¿Y usted es…? —interrogó el sacerdote.

—Valeria. Soy Valeria Boninsegna, la Inspectora General.

—Mucho gusto —siguió el irlandés.

—Supongo que ustedes ya se conocen. Fabio es el Superintendente, creo que fue el encargado de recogerlo ayer en el aeropuerto.

Le pareció increíble. Aquel ganapán con aire de no haber dado un palo al agua en toda la vida era ni más ni menos que Superintendente.

—Esta usted en las dependencias del Servicio Vaticano de la policía italiana. Supongo que es consciente de porqué está aquí —tanteó la inspectora.

—No, la verdad es que no. Estaba en Boston el martes cuando recibí la notificación de la Secretaria de Estado de volar con urgencia a Roma. Debo esperar instrucciones.

—¡Vaya! Pues entonces, habrá que ponerle al día —comentó el superintendente.

La inspectora se dirigió a la mesa del despacho. Abrió un cajón y cogió una caja de su interior.

—Verá usted, padre O´Connor —inició su alocución Boninsegna—. El pasado domingo me encontraba en este despacho trabajando en algunas cosas que tenía pendientes. Entonces, uno de los soldados de la Guardia Suiza que franquean la entrada de «il passetto» pidió permiso para entrar. Me contó que había visto a un transeúnte dejar esta caja cerca de su posta. Imagino que el soldado desconfiaría y después de comprobar en el escáner que no revestía peligro, que no contenía ningún artefacto explosivo, decidió traérnosla a nosotros. Aquí velamos por la seguridad del Vaticano y los miembros de la curia, así que me puse los guantes de goma y abrí la caja. Debía comprobar que no contenía ninguna sustancia tóxica. Ya sabe, después de lo del World Trade Center en Nueva York y los atentados en Madrid y Londres, parece que últimamente todo el mundo está paranoico con el ántrax.

—Desde luego. La entiendo, señorita Boninsegna —mostró su aprobación el clérigo.

—Bueno, entonces la abrí —continuó la inspectora—. Le quité el envoltorio de papel en primer lugar y después, definitivamente, la abrí. La caja contenía una especie de tela plegada y un sobre. No parecía que fuese algo peligroso, la verdad. Lo primero que pensé es que algún feligrés quería ofrecer un presente a Su Santidad. Ahora todo el mundo quiere tenerlo cerca. Es vox populi que su situación es crítica. Ahora se han suspendido todas las visitas que tenían concertadas en la sala de audiencias. Así que cogí la tela y la desplegué en la mesa. Tenía un grabado extraño. Jamás he visto nada igual antes. Entonces, decidí abrir el sobre que lo acompañaba. El sobre no estaba sellado ni tenía ninguna identificación del emisor, pero si tenía escrito un nombre en el anverso, Edgard Zokora. Eso sí que me pareció más extraño.

—Imagino que tendrá conocimiento de quien es Zokora ¿no? —preguntó el sacerdote.

—Si. El cardenal Zokora es el gobernador del Vaticano —continuó Valeria—. Por eso pensé que no debía abrir el sobre. Lo metí de nuevo en la caja, hice lo mismo con la tela y lo metí todo en una bolsa de plástico con cierre hermético. Es lo que hacemos habitualmente con las pruebas policiales.

—¿Y el cardenal ha abierto ya el sobre? —volvió a preguntar O´Connor.

—Bueno, sí. Verá, le explicaré para que se sitúe, padre. Normalmente el procedimiento que debemos de seguir desde el Servicio de Seguridad tiene unas directrices muy claras. Pero el grabado es de una naturaleza que no llegamos a comprender, así que dentro del protocolo que tengo que seguir como Inspectora General, estoy obligada a ponerlo en conocimiento de la Secretaría de Estado del Vaticano.

—El pasado martes tuvimos la audiencia —se añadió a la explicación Facchetti.

—Así es. La policía no sabe nada. Es más, no debe saberlo. Son órdenes del Secretario de Estado —continuó la inspectora.

El padre O´Connor permaneció pensativo durante un momento.

—Perdone que insita, pero ¿Zokora no ha visto aún el contenido de ese sobre? —cuestionó con incredulidad el sacerdote.

—No, si que lo ha visto. Solo que primero tuve que explicarle lo ocurrido al Secretario de Estado. Después hicieron llamar al cardenal Zokora y, ya en su presencia, supimos el contenido cuando este lo abrió.

—¿Y bien? —preguntó O´Connor.

—Pues que la leyó y cuando compartió dicha información con nosotros, no entendíamos bien que es lo que quería decir. Entonces todo se precipitó —comentó el superintendente.

—¿Qué ocurrió? —preguntó intrigado el sacerdote.

La inspectora puso cara de circunstancias. Miró a Facchetti y después volvió la mirada nuevamente hacia el sacerdote.

—Si usted está aquí es porque alguien importante de la curia vaticana piensa que nos puede ayudar. Debe saber que todo lo que manejamos debe quedar en el más absoluto secreto. El Vaticano cuida mucho que no se filtren algunas cosas. La policía está fuera de esto y tanto Facchetti como yo tenemos la obligación de guardar la confidencialidad en todo momento. Usted también debe tener instrucciones al respecto.

—Lo sé, créame. Lo sé bastante bien —le replicó el sacerdote.

La inspectora hizo un gesto de aprobación y se aproximó a la mesa del despacho. Abrió un portadocumentos y sacó un folio del mismo. Se lo entregó al sacerdote.

—La hoja que le acabo de entregar no es más que una fotocopia de el trozo de tela donde está dibujado el grabado —explicó—. Mañana nos entregarán el original, lo están analizando a ver si encuentran algo. El sobre está en dactiloscopia, por si apareciese alguna huella. Mañana podremos tenerlos.

El sacerdote contempló durante un largo rato el folio. A medida que pasaba el tiempo, su cara pasó de ser de asombro a reflejar una pequeña sonrisa.

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—¿Le dice algo, padre? —preguntó Facchetti.

—Ya lo creo —confirmó el clérigo—. Necesitaré el original. Así en blanco y negro, tengo más o menos claro lo que puede ser, pero se lo confirmaré cuando veamos ese trozo de tela. Además, el contenido de ese sobre nos aclarará bastante mejor las cosas.

—¿Le sugiere algo en concreto? —volvió a preguntar Valeria.

—No es más que un juego inspectora —aclaró—. Un juego para que gente como ustedes y yo nos estrujemos el cerebro entre acertijos. Normalmente, son bromas que se gastan para desviar la atención de lo que realmente se pretende. ¿Ven el dibujo de la esquina superior izquierda?

El dibujo tenía inscrito en su margen central inferior la palabra «Demens».

—¿Y si usted no estuviera en lo cierto? —lo cortó en seco la inspectora.

El sacerdote volvió a mirar el folio. La sonrisa que salía de su boca se fue apagando lentamente. Levantó la mirada del papel y miró con el rabillo del ojo a sus dos acompañantes, escrutándolos con cara de preocupación.

—¿Hay algo que no me hayan comentado?

Valeria y Facchetti se miraron. Efectivamente, había algo que no habían puesto en conocimiento del sacerdote. Entonces, la inspectora miró con cara de circunstancias al sacerdote.

—Padre, no quisiera adelantarle nada antes de tiempo —se mostró a la defensiva—. Aún no sé hasta que punto quiere la Secretaría de Estado que usted se implique en todo esto. Supongo que será mejor que esperemos hasta mañana.

El padre O´Connor calló durante unos segundos. No alcanzaba a entender porqué se callaban información. De todas formas, él tampoco les había comentado las impresiones que había extraído de aquel folio.

—Entonces, mañana nos volveremos a ver —concluyó el sacerdote, aceptando la situación.

—Facchetti se encargará de recogerlo en su hotel. Ahora lo acompañará y lo dejará donde usted guste. Ciao, padre.

—Hasta luego, señorita Boninsegna —se despidió O´Connor.

Y siguió al superintendente por el pasillo por el que habían llegado.