«El gesto de amargura del hombre es, con frecuencia, sólo el petrificado azoramiento de un niño.»
Franz Kafka
Sábado 26 de Marzo. Servizio Vaticano della Polizia italiana. El Vaticano.
El padre O´Connor abrió los ojos lentamente. Recostado sobre el sofá del despacho de los barracones del Servicio Vaticano de Seguridad, intentaba recordar como había ido a parar allí. Levantó ligeramente la cabeza y a su lado, a su siniestra, en la pequeña mesa, se encontraba un paño con un extraño dibujo grabado. El recuerdo de lo último que había estado haciendo le vino de golpe proyectando en su mente una imagen terrorífica. Preston cayendo por un precipicio y estrellando su cuerpo en las rocas de un acantilado de Dublín. Se sentó en el sofá y se desprendió de la manta con la que estaba arropado. Frente a él, al fondo del despacho, se encontraba Valeria. La inspectora se estrujaba el cerebro intentando entender el contenido de aquel maldito trozo de papel.
En ese momento, envuelto en el dolor por la pérdida de un ser querido, lo único que le ofrecía un mínimo consuelo ante la inmensa tristeza que le embargaba era la presencia femenina de Valeria. Sus ojos se perdían observando la silueta de aquella hermosa mujer. Agachó la cabeza ligeramente y contempló el hábito que llevaba puesto, la indumentaria que le acompañaba a lo largo del devenir cotidiano de los días. Volvió a ver la realidad en la que estaba instalado por voluntad propia.
Valeria respiró hondamente, mientras se dejaba caer en el respaldo del sillón. Le sobrepasaban los acontecimientos. Siempre había deseado que surgiera algo que la sacara del tedio, pero la muerte de un cardenal no era precisamente el mayor de sus deseos. Aquel hombre había sido asesinado en Dublín y allí estaba ella, en las instalaciones del Servicio de Seguridad del Vaticano, en Roma, a mil novecientos kilómetros del lugar de los hechos. Desde aquel despacho no podía resolver los problemas del mundo.
El padre O´Connor experimentaba un vacío interior. Sentía el dolor quebrándole, partiéndole en dos el corazón. Exhaló una bocanada de aire e intentó apartar todos los pensamientos de su mente, aunque sabía que toda lucha resultaría infructuosa. Valeria cayó en la cuenta de que el sacerdote había despertado. Se acercó.
—¿Cómo se encuentra, padre? —se interesó por el estado del clérigo.
—Mejor, algo mejor —contestó con pesadez—.
El cansancio y la somnolencia parecieron disiparse en el momento que la bella mujer le había regalado los oídos con sus palabras de interés.
—¿Qué tal ha pasado la noche? No he querido despertarle. Ayer se desmayó usted cuando le dijimos lo del cardenal —le recordó—. Ha pasado la noche aquí, tenía usted un dolor de cabeza bastante fuerte. Hoy empezaremos a estrujarnos el cerebro para intentar encontrar algo que nos dé alguna pista sobre el asesino.
El sacerdote miró a su alrededor y comprobó que estaban solos.
—¿Y el superintendente? —preguntó extrañado.
—Ahora vuelven. Facchetti y el doctor Bozsik han salido a desayunar —explicó el motivo de que se encontrasen solos—. Ahora le traerán un café y un analgésico. Supongo que tendrá la cabeza un poco del revés.
—Si, me encuentro un poco desubicado —le confirmó el clérigo.
El padre O´Connor se puso los zapatos y se hizo el nudo de los cordones.
—¿Por donde está...? —acertó a preguntar.
—El baño está tras esa puerta del fondo, al lado de la estantería —le indicó la inspectora.
—Gracias.
O´Connor entró en el baño y cerró la puerta. Después de miccionar se lavó las manos y se refrescó la cara con agua abundante. Se miró la cara en el espejo. El recuerdo del cardenal Connelly volvía a su cabeza una y otra vez. Llegó hasta sus oídos el ruido de la puerta del despacho y escuchó voces. Salió del baño. Allí se encontraban el psiquiatra y Facchetti. Este último traía consigo una taza que tapaba con un kleenex abierto.
—Tome, padre. Le vendrá bien un café —le ofreció con amabilidad la taza el superintendente.
—Muchas gracias, es usted muy amable —le agradeció.
El sacerdote dio un sorbo al café. Aquello le produjo un profundo alivio. Tenía la garganta como si hubiese masticado y posteriormente tragado un trozo de fino esparto.
—Debemos ponernos a lo nuestro —rompió el mutismo el psiquiatra.
—De acuerdo. Tenemos un texto y una especie de grabado a modo de mapa, supongo… —continuó la inspectora.
—¡Y un cadáver que ni tan siquiera hemos tenido la oportunidad de ver! —añadió el superintendente.
—¡Tenemos más de lo que ustedes creen! —confirmó sorpresivamente el sacerdote.
Todos se quedaron mirándolo esperando que continuara. El clérigo dio un par de sorbos más y se terminó el café que le había traído Facchetti.
—Voy a explicarles algo —continuó O´Connor—. Conocía al cardenal Connelly. Era amigo de mi familia. El fue mi mentor durante cierta etapa de mi vida.
—Eso explica que ayer se desmayase —comprendió la inspectora.
—Si. La verdad es que me afecta bastante su muerte. Era la única persona con la que mantenía contacto en Irlanda.
—Seguro que resultará duro para usted todo esto —añadió el psiquiatra.
—Indudablemente que lo es, por desgracia, pero debemos continuar —se mostró inusualmente firme tras la experiencia de la tarde anterior—. Supongo que se le habrá realizado la autopsia. Sería importante conocer todos los detalles. Cualquier cosa que nos muestre algún indicio o evidencia de quien es el autor de… —hablaba el sacerdote cuando se vio interrumpido.
—¡Me temo que eso es algo que no se ha podido hacer! —se presentó por sorpresa un prelado.
O´Connor miró sorprendido. Valeria hizo un gesto al nuevo visitante.
—Pase, Edgard —invitó a éste a que entrara.
El prelado se aproximó a donde se encontraban.
—Buenos días —se mostró educado—. A ustedes los conozco. Por supuesto también a usted, Émile. Pero no tengo el gusto de saber quien es usted, padre… —y dejó en el aire el comentario esperando una respuesta por parte del sacerdote.
—O´Connor, soy el padre Patrick O´Connor, Eminencia —se presentó a la vez que hacía una genuflexión y besaba el anillo del purpurado.
—Bien, padre O´Connor, encantado de conocerle. Soy el cardenal Zokora, el Gobernador del Vaticano —se presentó—. Como iba diciendo, la autopsia no se ha podido llevar a cabo.
—No entiendo el motivo por el cuál no se ha podio realizar tan preceptivo análisis —dijo sorprendido el sacerdote.
—Al parecer, la Secretaría de Estado no quiere que salga a la luz pública el asesinato del cardenal Connelly —disipó las posibles dudas del sacerdote—. Puede levantar bastante revuelo entre la opinión pública. Digamos que no nos conviene en estos momentos. Ya saben que el Papa se encuentra en una fase definitiva.
—Perdone que le interrumpa, Eminencia, pero si el asesinato se produjo el martes y no se ha realizado la autopsia, ¿que ha sido del cuerpo del cardenal Connelly? —preguntó el sacerdote, como si esperara una mala noticia más para añadir a la desgracia de su mentor.
—El asesinato debió producirse el pasado lunes —comenzó a explicar las vicisitudes del caso el gobernador—. Como ya imagino que sabrán, el cuerpo fue encontrado entre las rocas de un acantilado en Dublín, cerca de un faro. Alguien arrojó al cardenal Connelly al vacío. Debido a que no nos interesa ningún tipo de publicidad sobre el asunto, se decidió sobre la marcha el traslado del cuerpo al tanatorio de un hospital dublinés de confianza, lejos de la luz pública. El cuerpo del cardenal Connelly fue enterrado el pasado miércoles en una cripta de un cementerio de Dublín. No tenía familiares, así que se hizo todo rápidamente.
El padre O´Connor se quedó petrificado. A la única persona con la que tenía un lazo significativo se le había dado sepultura sin su presencia. No le habían dado la oportunidad de despedirse por última vez de alguien tan cercano para él. Sentía una profunda indignación, que sólo podía contener porque era un hombre de Dios, no podía sacar su rabia ante el gobernador. Lo que estaba hecho, hecho quedaba. Ya no podía cambiar las cosas. Entonces una nueva duda se cruzó en su mente.
—¿Y cómo puede saberse sin ninguna autopsia ni prueba tangible, que es un asesinato? —Preguntó con extrañeza— ¿Quién puede asegurar que lo han matado? ...podría tratarse de un suicidio.
Ni siquiera el mismo conseguía elucubrar porque había realizado tal comentario. Sabía mejor que nadie que Preston Connelly era un hombre vitalista. Bajo ningún concepto se podía permitir pensar que aquel hombre hubiera dado ese paso a su edad. Connelly tenía setenta y siete años. De no haber sido arrojado hacía la muerte, el pasado día veinticuatro de marzo hubiera cumplido los setenta y ocho años. Era un hombre que siempre le había dado un valor grandísimo al sentido de la vida. Decía que era un regalo de Dios, que las personas debían disfrutar la oportunidad de amar, de sentir, de exprimir la vida. Sin embargo, sin opción alguna para defenderse, había sido dispuesto para hacer el tránsito ajeno a su voluntad. Solo cabría preguntarse si era la voluntad de Dios la que había querido que uno de sus ministros en la tierra hubiera encontrado la muerte de tan esperpéntica manera.
—Hay algo que demuestra la tesis del asesinato— continuó su alocución el cardenal—. Como ya sabrán, me fue enviado un sobre que contenía una especie de texto bastante extraño. Además de un paño con un dibujo, que no alcanzo a comprender, la verdad sea dicha.
—Tengo conocimiento de ello. La inspectora me lo ha mostrado ya —replicó el sacerdote.
—Las evidencias del asesinato no dejan lugar a las dudas. Junto al cuerpo fue encontrada una carta de tarot. Eso demuestra que el cardenal no se lanzó al vacío por su propia voluntad —aclaró el prelado—. Tomen, vean la carta.
El sacerdote observó con cara de incredulidad a la inspectora, como esperando una nueva explicación a la nueva información que había recibido. Empezó a entender las dimensiones que abarcaban los acontecimientos que se les había presentado.
—Padre O´Connor, esa carta de tarot la llevaba guardada el cardenal Connelly en uno de los bolsillos de su abrigo —salió al paso de la explicación del gobernador la inspectora—. Lo que viene a demostrar que fue asesinado. La carta, que contiene la inscripción «VIIII —Eruditus» y parece ser que representa la figura de un ermitaño, es lo que se supone la primera pieza de un puzle. Ahí es donde nosotros nos perdemos. No sabemos como interpretar todo este asunto, pero encontramos una relación entre los objetos de la caja y el asesinato del cardenal. Como bien sabe, la palabra «eremita» aparece en el texto que usted ha podido leer. La Secretaría de Estado lo ha hecho llamar porque usted debe entender lo que el asesino nos quiere decir a través de estas evidencias.
El sacerdote comprendió cuanto de cierto tenían las palabras de la inspectora. Ahora adquirían un sentido más profundo, ya que el cardenal muerto tenía un fuerte vínculo afectuoso con él. La inspectora le extendió la carta del tarot dentro de una pequeña bolsita hermética donde estaba protegida como prueba de las contaminaciones externas. Si alguien podía extraer alguna conclusión de la muerte de ese hombre, ese era el sacerdote. Decidió explicarse.
—Ayer, como bien pudieron comprobar, la noticia de la muerte del cardenal Conelly me afectó profundamente. Lo conocía —reconoció—. La Secretaría de Estado me ha hecho llamar porque soy un experto en simbología. También soy un experto en sociedades secretas y sectas, además de muchas otras cosas. Soy un sacerdote con libertad de movimientos. Me dedico a erradicar los asuntos turbios de la iglesia católica. Recibo instrucciones de mucho más arriba de lo que creen. Por eso, su Eminencia no me conoce —se dirigió a Zokora—. Pero nunca me había enfrentado a algo parecido. Ayer iba a explicarles la conclusión que extraía de todo lo que habíamos visto, pero cuando me enteré de la muerte de Preston, de alguien que era para mí algo más que un amigo, no pude sobrellevarlo. No me atrevo a confirmarles que su muerte sea algo aislado, probablemente sea sólo el comienzo.
El psiquiatra subrayó la teoría del sacerdote.
—Patrick lleva razón. Como psiquiatra, debo decirles que esto sólo lo puede haber escrito una mente privilegiada. La elaboración no deja lugar a dudas de que, a pesar de tratarse de un asesino, es una persona metódica y cerebral. Solo de esa manera podemos entender que haya trazado un dibujo que tenga relación con ese texto. Obviamente, nuestro desconocido adversario lo toma como un juego. Se pone a prueba así mismo, le seduce la idea de tenernos intentando dar con sus pasos. Solo nos muestra sus pisadas, pero nos ofrece así cierta información de manera que nos estrujemos las neuronas. Su finalidad única y primordial es salirse con la suya, de eso no me cabe duda. Es lo más primario en el comportamiento de este tipo de sujetos. Quiere sentirse acorralado y escaparse. Quiere sentir que es más listo que sus perseguidores. Pero repito, una persona que hace eso y enseña su modus operandi, intenta demostrar que tiene autocontrol, que se cree tan listo como para ponernos en jaque y triunfar en sus deseos. En definitiva, es un asesino, pero no debemos caer en el error de considerarlo un loco. Si nos permitimos caer en ese error, estaremos perdidos. Es el juicio más aproximado que puedo ofrecerles como profesional.
La inspectora sintió entonces que había llegado su momento. Siempre había querido verse inmersa en un caso de verdad, que pusiera a prueba sus dotes periciales, aunque era evidente que ese sacerdote que habían enviado desde la Secretaría de Estado, iba a llevar el peso de la investigación. Por una vez, sintió que se había acabado el tedio del sillón de su despacho. Le motivaba pensar que posiblemente se enfrentaban a un caso importante y que iba a colaborar con un experto en temas que ella no dominaba, una ayuda más eficaz que el superintendente Facchetti. Por fin le llegaba su momento y quería involucrarse.
—Entonces, ¿se atreven a asegurar que se producirán más asesinatos? —preguntó tremendamente interesada.
—Estoy totalmente seguro, inspectora —aseveró el psiquiatra—. Si tengo razón, sucederá lo que habitualmente pasa en estos casos. La muerte de Connelly solo es el movimiento de apertura en el tablero de juego. Es cuestión de tiempo que el asesino nos muestre sus intenciones, nos haga la primera tentativa de jaque. De alguna forma nos hará llegar algún indicio para ponernos a prueba, nos avisará a su manera. Nos veremos inmersos en una carrera contrarreloj.
—¡Exacto! —continuó el padre O´Connor—. De hecho, ya nos está avisando de sus intenciones. Vengan aquí y comprenderán lo que les quiero decir.
Se aproximó a la mesa a la par que le seguían los demás. Cogió una de las fotocopias que se habían hecho de aquel texto. Con un rotulador subrayó la parte del texto que le interesa remarcar y lo mostró.
TRANSFORMADO EN NUEVO BARLAAM
SIETE INFIELES BAJO GARRAS DE CÚ CHULAINN
EREITA CUARTO EN BAILE ETÉREO
ASMODEO EDIFICARÁ EL NUEVO TEMPLO DE SALOMÓN
TOBÍAS Y RAFAEL EN DESTIERRO
—Lo que les he subrayado es un mensaje claro de las intenciones de ese tipo.
—Eso es lo que yo pensaba —añadió Boszik—. «Siete infieles» es la manera de decirnos a cuantos va a matar para realizar su obra.
—Así es —continuó el sacerdote—. Este hombre se ha propuesto acabar con la vida de siete personas, pero como pueden observar he subrayado la palabra «cuarto». Esa es la forma de decirnos que Connelly ha sido su cuarta víctima.
Todos se sobresaltaron con el comentario del padre O´Connor. Todos menos el psiquiatra. No entendían el grado de veracidad de lo que les había dicho el sacerdote. Entonces, Valeria vio claramente lo que sus ojos no le dejaban ver. Lo que había tenido delante de sus narices todo el tiempo.
—¡Claro! ¿Cómo no me he dado cuenta antes? —se preguntó a si misma.
Facchetti estaba confuso ante las explicaciones de aquellos dos hombres, no entendía nada.
—¿En qué se basa usted para extraer esa conclusión, padre? —interrogó Facchetti con incredulidad.
—El padre O´Connor, a pesar de que les cueste creer todo lo que está diciendo, tiene toda la razón —interrumpió Boszik—. Si se fijan bien en los detalles, dice que el eremita será el cuarto en un baile etéreo. El egocentrismo de este tipo es descomunal. Quiere llevarnos por el camino que le apetece. Nos utiliza como marionetas. Mueve nuestros hilos. Nos pone en bandeja la información para que vayamos a su caza. Lo que me preocupa es que quizás se trate de todo lo contrario y que como el caso del gato de Schrödinger, seamos nosotros, los cazadores, los que finalmente seamos cazados.
—¿Y bien? —volvió a insistir el superintendente.
—Está bastante claro, «…en baile etéreo». El cardenal fue arrojado por un precipicio, ¡por el aire! …¡el éter! —exclamó el psiquiatra con vehemencia.
—Eso es exactamente lo que quería decirles. Recuerden que Preston llevaba consigo la carta del «erudito». Preston es el «eremita», eso lo tuve claro desde ayer, cuando supe el contenido del texto —concluyó Patrick.
—Entonces —prosiguió Facchetti—, eso quiere decir que ese tipo ya se ha cargado a otras tres personas. Si eso es así ¿Dónde están los cuerpos? …¿Y porque nos hace entrar en el juego a partir del cuarto cadáver?
—Interesante apreciación la que arroja usted, superintendente. Pero le sorprenderá lo que voy a decirle. Más que de seguro le resultará chocante, debe usted olvidarse de los tres supuestos primeros cadáveres —le replicó Boszik—. Si ese tipo nos muestra sus intenciones ahora es porque ha puesto en su punto de mira a gente de este entorno. Los tres primeros cadáveres probablemente serán personas que ha matado en otro momento de su vida.
—Yo también lo creo —afirmó el sacerdote haciendo suyas las palabras del doctor húngaro—. No quiero adelantarme a ninguna hipótesis, pero por lo que veo en el texto y en ese grabado, me atrevería a decirles que es la obra de alguien que no es católico. O al menos, es lo que se podría desprender del texto que hemos analizado.
Todos permanecieron bajo un mutismo sepulcral. Esperaban que el sacerdote les aclarara porque había llegado a esa nueva conclusión. Entonces este continuó.
—En la habitación del hotel tengo mi maletín con mis cosas. Allí tengo todo tipo de archivos de investigación al respecto. Me gustaría repasar todo mi material y mis notas para asegurarles lo que pienso. Pero me atrevo a decirles que esto guarda relación con alguna sociedad secreta pagana.
—¡Una sociedad pagana! —exclamó en voz alta la inspectora, totalmente sorprendida por el cariz de las nuevas hipótesis que iban conformando los doctos compañeros de investigación que le había ofrecido como ayuda El Vaticano.
—Mucho me temo que de eso se trata —afirmó con rotundidad el sacerdote—. Pero si no les importa, como les he dicho, voy a recabar información para poder confirmarles mis hipótesis. No quiero dejarme llevar por análisis erróneos infundados por nuestras primeras impresiones. Creo que les seré más útil cuando indague en ciertos detalles.
El padre O´Connor se guardó la bolsa con la carta de tarot en el bolsillo de su abrigo.
—Permítame que me la lleve, la necesito para comprobar algunas cosas —pidió a la inspectora.
—Claro. No hay problema, padre —le respondió esta, quien no se atrevía a vetar la predisposición del clérigo.
—Eminencia —se inclinó sobre su rodilla con una genuflexión a la vez que besaba el anillo que llevaba en la mano el cardenal Zokora—. Ha sido un honor conocerle. Con su permiso, voy a retirarme. Intentaré averiguar a que nos enfrentamos.
—Vaya, padre. Vaya —le autorizó el prelado.
El sacerdote hizo un gesto de despedida con la mano y salió del despacho del Servicio de Seguridad del Vaticano.