«El recuerdo es el único paraíso del cual no podemos ser expulsados»

Johann Paul Friedrich Richter

Martes 29 de Marzo. Hagia Sophia. Kiev.

Los dos Ladas de la policía ucraniana aparcaron en una calle cercana a la catedral de Santa Sofía. La inspectora y el padre O´Connor se apearon del vehículo, que les había transportado junto a los dos policías. Tras ellos, hacían lo propio el superintendente Facchetti y el psiquiatra húngaro. Caminaron siguiendo a los policías, quienes los escoltaban hacía el lugar de los hechos. Cerca del enclave donde se habían sucedido los hechos se encontraban muchos ciudadanos ucranianos. La cantidad de curiosos superaba las tres centenas y aún se acercaban muchos más por las calles aledañas a la catedral. Los cotillas y los mirones se agolpaban en torno a aquel lugar.

Los investigadores, escoltados por los policías esquivaban los coches que se encontraban apostados en los alrededores, entre la maraña de ciudadanos y los numerosos medios de comunicación que intentaban cubrir la noticia. A su paso, los transeúntes los observaban con curiosidad. Era obvio que ellos no tenían pinta de ser del país, y que en aquel lugar había algo siniestro que se quería ocultar a la luz pública. La gente preguntaba a los policías intentando obtener alguna noticia sobre lo sucedido. Los periodistas se abalanzaban sobre las fuerzas del orden y sobre cualquiera que representara algún tipo de autoridad, para intentar saciar el desconocimiento reinante. Las grabadoras de los reporteros se colaban entre el cordón policial, buscando una frase que definiera que es lo que estaba pasando, un comunicado que ofreciera algún indicio de lo que había ocurrido en la catedral. Los operarios de las cámaras de televisión elevaban sus objetivos sobre las cabezas del gentío, intentando captar las imágenes que sirvieran para llenar el contenido de los noticiarios y de los informativos. El caos se había adueñado de las inmediaciones de aquel lugar sagrado. Los policías intentaban resguardar y proteger de los zamarreones que una y otra vez proferían los civiles a sus acompañantes y los ocultaban rodeándolos. Los cuatro forasteros avanzaban como podían, abriéndose paso mediante los codos, pidiendo comprensión, sacudiéndose las cabezas. Sólo veían el suelo por el que pisaban. Su visión no alcanzaba a ver ya nada más del exterior del lugar. Sólo podían escuchar el griterío de la multitud, y sentir los empujones que estos infligían a los policías, quienes irremediablemente chocaban con ellos en su intento de protegerlos. Era como avanzar entre la maraña de la selva del Amazonas. Se escuchaban las sirenas de algún coche de la policía, confundidas entre los bocinazos de algunos conductores que intentaban atravesar la calle con sus camiones de mercancía para reparto. Ya estaban casi frente a la catedral. Toparon con las vallas de seguridad que la policía defendía mediante una cadena humana, cerrando el perímetro del edificio. Traspasaron por fin el contorno. Algunos policías custodiaban la entrada, otros buscaban indicios, alguna señal, una huella, un cigarrillo o cualquier otra cosa que sirviera para identificar al autor de lo que parecía ser una obra macabra jamás vista en aquel lugar. Todo el lugar se encontraba acordonado por una cinta policial. Llegaron a la entrada.

—Zson los invistigiadores del Vaticano —se dirigió uno de los policías de escolta a quien parecía ser el policía responsable del acceso a la catedral.

Algunos de los policías que se encontraban vigilando el exterior de la catedral se giraron al escucharlo. Uno de ellos se acercó.

—Azsí qui uzstiedes zson los inviados de Roma. Viengan conmigo —les invitó a acompañarlo.

Accedieron al interior de la catedral. A medida que avanzaban, la inspectora iba observando la situación de la entrada y los alrededores. El padre O´Connor miraba las imágenes y los frescos. La catedral era impresionante. Estaban prácticamente casi llegando al lugar exacto donde parecía ser que se encontraba el cadáver. En un rincón, seis miembros de la policía judicial ucraniana custodiaban a quien parecía ser el responsable de la apertura de la catedral.

Un poco más adelante, entre unas columnas, vieron a una serie de fotógrafos tirando disparos con sus aparatos a algo que, al parecer, se encontraba entre una pared y alguna columna. Portaban distintivos policiales. El padre O´Connor pensó que a diferencia de todos aquellos que se encontraban ahí fuera, ellos verían lo que verdaderamente había sucedido y se pretendía ocultar. Un policía los observaba fijamente mientras se acercaban al lugar.

—Buenos días —dijo Valeria—. El jefe de la investigación, por favor —pidió.

Un hombre de unos cincuenta años se acercó. Se trataba de un hombre con una figura gruesa y redondeada, a la par que de una estatura alta. Debía de medir en torno al metro y noventa centímetros. Su cara reflejaba una vida sedentaria y un más que probable gusto por la bebida. Tenía la cara bastante colorada, lo que le daba un aire bonachón debido a una calva total al estilo de Kojak. Iba vestido elegantemente con un traje de chaqueta y un abrigo. Fumaba en una pipa a la que daba intensos chupetones y de la que desprendía continuas bocanadas humeantes. Tendió su mano a la inspectora para saludarla con un breve apretón.

—Zsoy Vyacheslav Lutsenko, llevo la invistigiazsion.

—Valeria Boninsegna, Inspectora General del Servicio Vaticano de la policía italiana —se presentó la inspectora—. Él es el superintendente Facchetti, y ellos son el doctor Boszik y el padre O´Connor —señaló a sus acompañantes.

El ucraniano hizo un gesto de aprobación.

—Bien, inspector Lutsenko, supongo que le habrán informado del porqué de nuestra presencia aquí —prosiguió la inspectora.

—Zsi, un momento, zsi zson tan amablies, mis hombrres izstan tirminiando.

Se acercó hacia la posición en la que se encontraban los miembros de la policía judicial y el forense y se dirigió a ellos durante unos breves segundos.

—¿Algo nuevo?

—Tiodavia nada, istiamos en iello —le informó uno de ellos.

—Bien. Me giustaria tiener resultados en mienos de vintiacuatro horas. Dejiadlo un miomento.

En un momento todos los policías se habían retirado y se habían ido a esperar cerca de la entrada de la catedral.

—Pierdonen. Hie dado órdenes a mis hombrres para qui ustedes puedan analizsar con trranquilidad. Los fiotógrafos zson de la polizsía zsientífica. Los diemás zson de la milizsia.

Se acercaron al lugar de los hechos y contemplaron con horror la escena. Sobre el marmóreo suelo se encontraban lo que parecían ser los restos calcinados del cardenal Naworski, como si se tratase de un tronco quemado. A escasos centímetros del cuerpo se encontraban las manos cortadas del cadáver, sin calcinar. El padre O´Connor sintió un escalofrío. La muerte de su amigo el cardenal Connelly había sido dolorosa, pero aquella nueva imagen tétrica le dejó helado. El cuerpo se hallaba enmarcado en un dibujo que lo rodeaba a modo de estrella de cinco puntas, flanqueadas cada una de ellas por cinco velas negras que aún permanecían humeantes tras haber sido apagadas por los soplidos de la policía judicial y de las cuales se había resbalado la cera que se incrustaba a su alrededor, por sus respectivos bordes. Frente al lugar, sobre la pared, se podía contemplar un mural cristiano. Un naipe permanecía boca abajo a escasos centímetros del círculo, cerca de las desmembradas manos.

—Hiemos miantienido la carta azsí parra qui uzstiedes vierran todo tal y como estaba al prinzsipio —justificó Lutsenko ofreciendo unos guantes de látex a la inspectora.

Esta cogió los guantes y se los puso. Se acercó y se agachó. Levantó la carta y la observó. Se aproximó a los demás y se las mostró.

—«Dominus», «el señor» —confirmó el dibujo del naipe a sus compañeros el sacerdote.

—Está claro que es nuestro hombre, por desgracia no hay ninguna duda —afirmó el superintendente.

Lutsenko miró a la inspectora esperando una explicación al comentario que acababa de escuchar.

—Inspector. Definitivamente, lo sucedido no debe mostrarse a la luz pública —puso al tanto de la discreción del asunto—. Si así fuese, nos veríamos seriamente comprometidos. Tanto El Vaticano como sus superiores, han dejado instrucciones precisas de que así sea. Tiene usted que poner al tanto a sus hombres de eso, aunque supongo que ya lo saben. Cualquier filtración pondría en entredicho su posición y la mía.

—Intiendo —aseveró Lutsenko.

—La milicia debe quedar fuera de esta investigación. La policía científica debe encargarse de las pesquisas. Deberá dar instrucciones para que se haga un efectivo estudio dactiloscópico de las dependencias catedralicias. Cualquier huella o prueba que se pudieran encontrar nos vendría muy bien para saber quién es el autor de semejante atrocidad —ordenó la inspectora.

—¿Tienen alguna hipótesis, un móvil, han llegado a alguna conclusión? —interrogó Valeria a Lutsenko.

—Naworski gustaba de vienir a ver los miurales y las pinturas de la kiatedral. Todos años el viene ¿zsaben? El forrense ha dictiaminado que el cardenal Naworski ha zsido asesinado. Alguien lo golpió y dizspués le rozsió con giasolina. Cuando lo quiemaron, tiodavia vivía —explicó Lutsenko.

—¿Alguna prueba? —Volvió a preguntar la inspectora.

—Miuchas huellas. La giente viene a ver kiatedral, podría zser cualquiera. Quizsás el azsiesino llevaba guantes.

—¿Y las velas, la pintura, la carta, que han averiguado al respecto? —interrogó el superintendente.

—Esperrábamos uzstedes. Hay que ispierrar confirmazsión del laboratorio —replicó Lutsenko.

—¿Quién es el hombre que tienen retenido ahí detrás? —interrogó el padre O´Connor.

—Es el capiellan. Abre y cierra las puertas de la catedral en el turno de tarde —respondió con calma Lutsenko.

—Debemos hablar con él —pidió el sacerdote.

Se dirigieron hacía donde se encontraba el conserje. Este se encontraba sentado en una silla custodiado por varios hombres.

—Retirrenzse —ordenó Lutsenko.

Los milicos se retiraron. El padre O´Connor se acercó al hombre y se agachó frente a él poniendo las manos sobres sus rodillas. Este permanecía con la cabeza gacha, con la vista perdida en el suelo. Su cabeza reflejaba la rudeza con la que se había empleado su agresor. Un fuerte hematoma mantenía al hombre con un insoportable dolor de cabeza. Sus ojos reflejaban el sueño que había padecido durante todo el tiempo que llevaba sin dormir. Cuando lo encontraron estaba inconsciente. Habían esperado hasta que se reanimara para poder interrogarlo, y las nuevas órdenes provenientes de Roma obligaron a mantenerlo a la espera en la catedral para que la inspectora pudiera verlo.

—Soy el padre O´Connor. ¿Cómo se llama usted? —le interrogó con un tono de amabilidad.

El hombre levantó la mirada y observó al resto de acompañantes que se habían presentado junto al sacerdote. Retraído, la situación le imponía. Su rostro mostraba la angustia de quien sabe que algo trágico ha pasado.

—Agua —pidió.

—Que alguien le traiga un poco de agua a este hombre —pidió el sacerdote.

La inspectora hizo un gesto al superintendente, quien salió un momento. Dos minutos después regresaba con una botella de agua mineral que le habían facilitado los policías de la milicia ucraniana. Se la entregó al sacerdote y éste se la ofreció al capellán.

—¿Cómo se llama? —volvió a preguntar O´Connor.

El renqueante capellán dio unos pocos tragos a la botella de agua.

—Dmytro. Mi llamo Dmytro —contestó por fin entre sollozos.

—Tranquilo Dmytro, ya pasó todo —intentó tranquilizarlo el sacerdote—. ¿Quién ha hecho esto?

—No lo zsé. Yo ezstaba fuerra esperrando que terminarra la vizsita del cardenal y zsentí un golpe muy fuerrte en la cabezsa.

—¿No pudo ver nada? —preguntó el psiquiatra.

—No mucho. Antes de zsierrar los ojos vi la espialda de ezse hombrre, perro solo un zsegundo.

—¡Vamos, intente recordar! —animó la inspectora a expensas de que la información que les ofreciera posiblemente no sería demasiado determinante para la investigación.

—Llevaba un zsombrierro ucraino, hazsia frio, perro pude ver un poco de zsu cuello, el pielo que salía de dibajo del zsombrierro erra más blanco que el zsuyo —señaló al sacerdote.

—¡Blanco! ¿Tenía el pelo blanco? ¿Cómo él? —dijo la inspectora señalando el pelo de Émile Boszik.

—No, no, más blanco que el zsuyo —volvió a insistir en la cabellera castaña del sacerdote.

—¡Rubio, era rubio! ¿Verdad? —cuestionó entendiendo lo que quería decir Facchetti.

—Zsi, rrubio, zsi, zsi.

Todos se miraron. Ya sabían algo de aquel individuo que los traía en jaque.

—¿No recuerda nada más, Dmytro? —insistió el sacerdote.

—No, zsiñor. Ya hi dicho todo a milizsia, lo mizsmo que uzstiedes. No más —se vació entre sollozos de lamento.

—Está bien, Dmytro. Gracias —concluyó el sacerdote agradecido por el esfuerzo del pobre capellán ucraniano.

El conserje volvió a tomar agua de la botella. Se apartaron de el. Valeria clavó su mirada en Lutsenko.

—Inspector, como ya le dije antes, seguirá usted encargado de la investigación de este homicidio. Cualquier indicio debe hacérnoslo saber. Ya le harán llegar nuevas instrucciones por nuestra parte, y recuerde que nada de esto debe saberse, nada de medios— expresó con toda la autoridad de la que se veía confiada por las autoridades vaticanas y ucranianas—. Digan que han encontrado a un ladrón que intentaba robar o algo parecido, pero no digan lo que ha pasado con el cardenal. El Vaticano se encargará de todo lo referente al arzobispado de Lviv, lo demás queda para ustedes. Actúen con responsabilidad. Gracias por todo.

Lutsenko hizo una señal a la policía científica, que esperaba cerca de la entrada. Estos pasaron al interior y fueron nuevamente al lugar marcado del asesinato. Los analistas y expertos en huellas dactilares se acercaron para continuar con su trabajo. El forense observaba como se retiraban todos los objetos y se guardaban en bolsas cerradas para la clasificación de las pruebas. Las velas, restos de pintura, la carta, etcétera, eran etiquetados. El equipo de criminólogos de la policía científica tomaba notas en sus libretas, y los técnicos establecieron los criterios a seguir en la investigación.

Durante el transcurso de las siguientes horas, comentaron las distintas hipótesis. Todas les conducían a las mismas conclusiones que la policía científica le había trasladado a Lutsenko.

—Probablemente Naworski, como nos dijo Lutsenko, se recuperó de algún golpe que le infligió ese tipo. Según el forense, se había movido mientras se quemaba —comentó la inspectora a O´Connor.

—Es como si se tratase de un ritual —prosiguió el sacerdote—. El asesino lo ha realizado todo bajo una meticulosidad que no me atrevo a comprender, Valeria. No entiendo como, exponiéndose a que alguien pudiera descubrirlo, se ha atrevido a esperar que despertara del golpe que le había dado para contemplar como ardía. Se ha tomado muchas molestias para matar a sangre fría a un anciano indefenso. El asesino tiene una motivación extra que hace que monte esta escenita. El asesinato de Preston fue el comienzo, pero esto es una señal, quiere llamar la atención. Quizás no le interese que sus actos sean primera plana en los diarios, pero sí que la iglesia católica se preocupe. Si no encontramos el móvil pronto, a menos que estemos equivocados, asistiremos a más muertes. Probablemente, y quiero dejar claro que es un presentimiento que tengo, estemos equivocados en contar las tres primeras muertes del grabado.

—Probablemente tenga usted razón, señorita Boninsegna. Seguramente sepa que estamos investigando, quiere jugar con nosotros, puede que incluso nos haya estado observando y sepa quienes somos —expresó convencido el psiquiatra.

—En ese caso, ojalá se equivoque, Patrick —mostró su pesadumbre la inspectora.

La inspectora y sus acompañantes permanecieron en el lugar de los hechos durante el resto de aquel largo día. Les trajeron unos tentempiés para pasar las horas mientras esperaban algún tipo de confirmación que no terminaba de llegar.

—Mis hombries les acompañarrán a su hotel, estarrán kiansados —se dirigió Lutsenko a la inspectora, cuando el atardecer caía sobre Kiev.

La inspectora comprendió que allí, de momento, no tenían nada que hacer y decidió que Lutsenko tenía razón. De vuelta en el Lada, se dirigían hacía el hotel donde El Vaticano les había reservado habitaciones para su estancia aquella noche.