«El infierno está empedrado de buenas intenciones.»
San Bernardo de Clairvaux
Martes 22 de Marzo. El Vaticano. Roma.
La mañana de aquel soleado martes primaveral bien pudiera haber sido como la de cualquier otro día en el devenir cotidiano de los acontecimientos de la vida monástica social de la Ciudad del Vaticano. Sin embargo los numerosos miembros de la curia vaticana andaban en un estado de expectación.
Aquella mañana estaba fijada en el calendario como una de las de mayor actividad para los cardenales que allí se encontraban, debido en gran parte a una serie de reuniones concertadas con anterioridad con el fin de establecer y aclarar el protocolo a seguir en el caso de que, como se venía sospechando en los últimos meses, la salud de Juan Pablo II lo incapacitara para tomar decisiones en lo que parecía ser eran sus últimos tiempos como máximo representante de Dios en la tierra.
Las distintas congregaciones de la curia tenían ese día fijado como fecha de reunión para concretar distintas actividades, en relación con sus obligaciones en el momento en que se produjera el fatal desenlace. Sin embargo, algo cambió los acontecimientos. A lo largo de la mañana, en las distintas dependencias vaticanas se hacían eco sobre un hecho que levantó suspicacias por el secretismo que los cardenales pudieron observar en el comportamiento de algunas de las figuras más representativas de la Secretaría de Estado del Vaticano.
En una de esas reuniones, los miembros de la Congregación para las Causas de los Santos, se encontraban analizando las diferentes cuestiones en torno a las peticiones que estaban produciéndose en todo el mundo para la beatificación del Sumo Pontífice una vez que falleciera, cuando asistieron sorprendidos a la reacción de uno de sus miembros más ilustres, quien tras recibir una nota de su secretario, abandonó con rauda presteza la sala sin mediar palabra y sin justificar la desatención de la misma.
Se fueron produciendo a lo largo de la mañana incesantes especulaciones y chismorreos sobre lo que podía estar ocurriendo verdaderamente en las conversaciones de los cardenales que paseaban por los jardines vaticanos. El desayuno se había tornado en un batiburrillo de dimes y diretes. Todos sospechaban que tanto secretismo guardaba algún tipo de relación con la futura sucesión del Papa, pero nadie se atrevía a afirmarlo con total seguridad. En los numerosos corrillos que se formaban, las distintas tesis se intercambiaban como si de un mentidero se tratase. Todos los presentes se aventuraban a describir como el trajín de abrir y cerrar puertas se sucedía en la Secretaría de Estado. El sonido tras aquella puerta de las numerosas llamadas de teléfono que se recibieron y, finalmente, la aparición de una mujer acompañada por un hombre, ambos de aspecto jovial, que eran custodiados por miembros de la Guardia Suiza hicieron que creciera el revuelo existente. Ambos habían sido recibidos en audiencia minutos después en la Secretaría de Estado.
Aquella mujer y su acompañante habían sido vistos saliendo unas horas más tarde del despacho. Poco tiempo después, y siempre según las habladurías de los prelados, había hecho lo propio el miembro de la segunda sección de la Secretaría de Estado del Vaticano, el cardenal español Ricardo Ramírez Somalo, a quién decían haber visto limpiando sus lentes y conversando con gesto de preocupación con el titular de la Secretaría de Estado, el italiano Ángelo Spano. Los dos purpurados eran octogenarios. El primero había sido prelado de honor del Papa Pablo VI en 1970. El segundo había sido Oficial en el Consejo para los Asuntos Públicos de la iglesia entre 1968 y 1977 y era hijo de un antiguo diputado en el parlamento italiano.
Pero aquella incertidumbre no presagiaba nada bueno. Ni parecía tratarse de un asunto con la consideración de ser público, más bien todo lo contrario. El mutismo que rodeaba a aquellos representantes de estado indicaba que algo sucedía. Algo que, a todas luces, no beneficiaba a la curia vaticana.
Era lógico el revuelo que se había formado, pero el secretismo no trascendió. A lo largo de la mañana, los tres asistentes al cargo con los que contaba Ramírez Somalo recabaron la información que se supone que éste les iba solicitando. Con la venia del prelado, a quién aguardaba un lugar importante en los futuros actos que se sucederían en El Vaticano, aquellos clérigos iban y venían por las dependencias vaticanas, irrumpiendo en ellas con órdenes concisas y un permiso especial para poder ejecutarlas. El flujo de documentación que a veces portaban consigo era tal, que a veces portaban cajas que les ocultaban sus rostros mientras caminaban por los largos pasillos vaticanos. Los cardenales no eran conscientes de lo que en esos momentos estaba ocurriendo, pero toda la información concerniente a ellos estaba en aquellas cajas. Las cajas contenían dossiers con informes sobre todos ellos. Un repaso de la vida de cada uno y la trayectoria dentro de la iglesia católica.
Sólo Ramírez Somalo y Spano podían saber con certeza lo que realmente ocurría. Y aquella mujer y aquel hombre parecían guardar relación con todo ello. De alguna forma aquellos civiles eran familiares a los miembros de la curia, pero no eran habituales de aquellas dependencias. Si estaban allí, obedecía a cuitas que eran de naturaleza extraoficial.
Pero algo hizo que las suspicacias se levantarán con más fuerza en cuanto a la idea de que todo guardaba relación con la futura sucesión de Juan Pablo II, cuando surgió el comentario de que Stanislaw Rembisz, secretario personal del Papa, había sido visto junto a Spano entrando en el despacho de la Secretaría de Estado.