«Aunque tuviera cien brazos y cien lenguas, y mi voz fuese de hierro,

no podría enumerar todas las formas del crimen.»

Virgilio

Miércoles 13 de Abril. Catacumbas. Roma.

El cardenal Mancini pasó por todos los grados de desesperación inimaginables por los que podía pasar el ser humano. Se sintió como lo haría un preso encerrado en el olvido de una cárcel. A ratos le venía el orgullo por su vida, dedicada a la difusión de la palabra de Dios. Rogó por que todo aquello terminara pronto. Hablaba en la soledad consigo mismo sobre aquel infesto agujero. Incomunicado del resto del mundo, solo hablaba con Dios buscando clemencia. Le rogaba por un final distinto al que parecía estar abocado. A duras penas, cogió la botella de agua mineral que le había dejado un día antes su carcelero. Veía la majestuosidad del Señor en sus oraciones. La botella solo dejó caer sobre sus labios una última gota. La sed le apretaba el estómago. Ya no tenía nada que comer. Volvía a vivir la misma situación que antes. Debía esperar una nueva visita de su raptor. El italiano rezó a la Virgen María para que rogara por su alma.

Ave, O María,

piena di grazia,

il Signore é conte,

tu sei benedetta fra le donne

e benedetto é il frutto del tuo seno, Gesú.

Santa María, Madre de Dio,

prega per noi peccatori,

Adesso e nelóre de la nostra morte.

Amén.

Las plegarias se sucedieron una tras otra. El hombre enérgico de Dios que guardaba en su interior, se iba deshaciendo poco a poco, lentamente, en un vaivén de recuerdos, en una ida y venida de remembranzas. Su infancia en Turín se entrelazó con el recuerdo de su ordenación como sacerdote. Y después, la imagen que se le repetía constantemente, su consagración como cardenal por Juan Pablo II, veinticinco años antes en El Vaticano.

Una idea empezó a rondarle por la mente. Podía utilizar la tela negra con la que se protegía un poco del frío, para ahogarse, para quitarse la vida y no padecer más sufrimiento en su cautiverio. Podía entrelazarla en su cuello y estirar por sus extremos en sentido contrario, hasta que se quedara sin aliento. Su ministerio destruido sin causa aparente. La fatalidad inesperada. El infierno aproximándose. Y el rostro desconocido de su captor. El rostro en llamas de Lucifer que le hablaba con la voz de ese hombre. Si el auxilio divino no acudía pronto a su ayuda, se acercaba inexorable su triste final. La agonía moral le apretaba la sien. El abismo del purgatorio, la pestilencia hedionda del agujero que se iba a convertir en su tumba. El dolor curativo de la redención. El horror de la adversidad. Deseaba que ese hombre apareciese y le quitase la vida de un disparo. Pero eso sería una traición a la esperanza. La alternativa fácil. La debilidad que no se podía permitir como hijo de Dios. El Todopoderoso exigía un sacrificio, una acción de fe.

El cuerpo le dolía cada vez más. Las cadenas le rozaban el tobillo y la muñeca. Sentía la sangre. La misma que cicatrizaba una y otra vez, para volver a abrirse y gotear de nuevo. La humedad y el frío, el ruido de las ratas que se acercaban hasta la mínima apertura por la que podía respirar. El mismo sitio por el cual se desprendía el nauseabundo olor de sus heces. El aroma pestilente que atraía a los únicos seres vivos de aquel lugar. Vivía en el crepúsculo de la muerte. Iba perdiendo el juicio lentamente. Las nubes, que oscurecían su mente, cegaban su ascenso al cielo. Intentó estirar el brazo. Tocar la losa. Soñaba con moverla, pero sus cadenas se lo impedían. Solo Dios podría moverla, o el demonio, que lo había alimentado para alargar su agonía. Los sonidos que proferían el movimiento de los animales del piso superior se fueron desvaneciendo. Su capacidad auditiva se fue perdiendo. Sólo, el sonido del mar acompañaba su soledad, como si tuviera una caracola por la que pudiera escapar de su sepultura. Y entonces, el ruido de unos pasos que se acercaban invadió sus esperanzas.

La losa se volvió a mover con lentitud. El aire seco entró como un cañón por sus conductos nasales y abrió la sequedad de su estómago. La inmensa peste encontró una vía de escape. La luz del candil entró en sus ojos como un penetrante láser centelleante.

—¿Está teniendo usted una agradable estancia? —escuchó la siniestra voz del hombre que lo había metido en aquel oscuro agujero.

—Por favor, déjeme salir —imploró quejumbroso.

—De donde está, solo podrá escapar ya su alma, si es que la tiene Mancini.

El cardenal comenzó a llorar.

—¿Porqué hace esto?

—Así que quiere usted saber sobre mí, sobre mi poder.

—No, solo quiero saber porqué —gimió el cardenal.

—Domine sus emociones, no le conducirán a ninguna parte. Usted quiere una confesión mía. Pero es usted quien no se ha confesado. Quien tiene en su interior el cáncer de la mentira. Usted va a atravesar la puerta negra. Conocerá la realidad del dolor. Las cosas serán para usted más oscuras de lo que le pueda parecer. Resulta irónico que la iglesia vaya a continuar sin usted, uno de los favoritos para guiarla al desastre.

El cardenal no lograba entender cual era la motivación de los actos que arrastraban a ese hombre a hacer todo lo que estaba haciendo.

—¿Pero de que me está hablando?...yo solo soy un mensajero de Dios.

—¡Un mensajero de Dios! —declamó con ironía el captor—. Es usted un encubridor de herejes. Y lo peor es que lo hace en nombre de Dios,... ¡Maldita sea! —Se exasperó con rabia—, si no llevase esos hábitos, quizás le daría un puñetazo.

—Yo no soy ningún encubridor —gritó el cardenal.

—Claro, claro. Ni usted, ni Connelly, ni Naworski, ni...

—¡Dios Santo, es usted! —exclamó con sorpresa el cardenal—. Usted es quién ha acabado con la vida de Preston y Andrej.

—Si. Y ahora voy a acabar con la suya. Todos vais a caer, todos pagaréis por lo que habéis pretendido. Pagaréis vuestra traición con vuestras almas.

—Usted es el asesino. Solo su alma se está condenando. Pagará un precio muy alto a Dios por todo lo que está haciendo, créame —vaticinó su condena el purpurado.

—Este es un precio muy bajo por mi alma, créame usted a mí. A lo largo de mi vida he matado a gente que merecía vivir más que usted. Al menos, creían con más firmeza en lo que hacían. Yo ya he pagado mi penitencia por todo eso. Una penitencia dolorosa. Y ustedes me han privado de reencontrarme con mi vida. Ahora yo les privaré de las suyas. Yo soy el brazo ejecutor de la verdad. Me cobraré sus vidas en honor a la justicia. Dios también tendrá su parte. Cuando muera, usted será cosa suya. Pero aquí, en la vida terrenal, conocerá el sufrimiento de vivir la dolorosa muerte que se destina para los que traicionan la verdadera fe.

—¿Qué le he hecho yo? —suplicó el cardenal.

—Usted es cómplice de quienes me han robado todo lo que yo quería. Usted y esos dos que están criando malvas han intentado tapar la luz de la verdad con sus patrañas.

—¿Quién es usted? —rogó el cardenal.

—¿Aún no consigue descifrar la verdad, Mancini? —soltó jocosamente.

El cardenal escudriñó en su interior. Buscó una explicación a todo lo que parecía darle entender ese hombre, pero no acertaba a comprender que era a lo que este se estaba refiriendo. Estaba perdido y angustiado. Entonces, su captor apartó el candil hacia un lado dejando su rostro al descubierto. Éste se agachó y pudo ver más de cerca su cara.

—Míreme a los ojos —le ordenó Asmodeo.

El cardenal agudizó la vista. Escrutó con la mirada las facciones del hombre que tenía en un plano superior, frente a él. No terminaba de reconocerlo.

—Míreme a los ojos —le insistió Asmodeo.

El cardenal concentró su visión en las dos cavidades oculares del secuestrador. Entonces, aquellos ojos empezaron a resultarle familiares.

—Yo no…. yo no —balbuceó nervioso.

—Usted es igual que los demás. Son traidores de la palabra que predican. Pero al final todos pagarán por lo que esconden.

Asmodeo retiró el candil a un lado y se irguió, poniéndose en pié. Observó con rostro contemplativo al cardenal. El gesto de repulsa hirió el corazón del purpurado, quien había comprendido por fin, que es lo que estaba sucediendo. Su captor se movía por el odio, no tenía nada que hacer.

—Tendrá usted una desagradable muerte, Mancini.

Asmodeo comenzó a silbar —como se había convertido en su costumbre— la melodía de una de sus canciones favoritas para la ocasión, «The end» de The Doors. Y comenzó a recitar su letra mientras danzaba. Sacó de uno de sus bolsillos un plástico transparente que contenía un naipe. Lo lanzó al agujero. El cardenal siguió mirando a los ojos de Asmodeo. Unos ojos sin vida. Entonces, este se agachó, cogió la barra de hierro del suelo y la enganchó en uno de los extremos de la losa. Comenzó a tirar de ella.

El cardenal Mancini pudo ver como el agujero se tornaba oscuro por momentos. La claridad que ofrecía el candil que estaba cercano se iba desvaneciendo lentamente. Cuando la losa de granito casi cubría la totalidad de la apertura, pudo ver como Asmodeo lo miraba una vez más. La mirada de un hombre sin sentimientos, capaz de atravesar con su frialdad al hombre más optimista. La mirada del depredador que era, en el que se había convertido durante su vida. Entonces, el cardenal entendió que esa vez sería la última vez que le vería, que podría ver a un ser humano en vida. El último contacto que tendría con una persona, un ser que era el diablo en persona. Un último esfuerzo y el granito terminó cubriendo completamente el agujero. El cardenal quedó envuelto en la más absoluta de las tinieblas. Asmodeo no le había dejado el mínimo espacio por el que entrara el aire. Su suerte estaba echada. Solo el aire que había quedado en el interior era el que marcaría el reloj de los minutos que completarían su vida. Una existencia que se tornaba tétrica en sus últimos momentos. Solo un milagro podría salvarle ya de su infeliz destino. El cardenal comenzó a rezar. Recitó la oración del texto de la consagración de Pio XII al inmaculado corazón de María.

—«Ante tu trono nos postramos suplicantes, seguros de alcanzar misericordia, de recibir gracias y el auxilio oportuno... Obtén paz y libertad completa a la iglesia santa de Dios; detén el diluvio del neopaganismo; fomenta en los fieles el amor a la pureza, la práctica de la vida cristiana y del celo apostólico, para que los que sirven a Dios aumenten en mérito y número».

Y entonces comenzó a notar como el aire se iba consumiendo lentamente a medida que entraba y salía de sus pulmones.