«Tu silla, oh Papa, está manchada de herejía….

Quienes preservan la auténtica fe tienen

perfecto derecho a juzgar al Papa.»

Monje Columbanus a Bonifacio IV

Domingo 13 de Marzo. En algún lugar de Irlanda del Norte.

Los numerosos viandantes aparecían de entre las callejuelas dirigiéndose con paso forzado hacia la plaza. A pesar de tratarse de un día festivo, los más madrugadores se habían despertado para acudir a escuchar la misa de la mañana. Los cánticos rituales provenientes del templo se mezclaban con el rocío de la mañana y con el frío que cortaba el ambiente.

En el vetusto templo, las banquetas se iban llenando lentamente. El viejo sacerdote atendía a los devotos que se encontraban haciendo cola en el confesionario mientras el resto de visitantes entonaban sus oraciones entre un intenso olor a incienso, mientras esperaban el inicio de la eucaristía.

El clérigo terminaba la confesión del último de los fieles de la cola cuando la puerta principal del templo se abrió. El halo de luz que se colaba a través de la puerta dejó entrever bajo su luminosidad la figura de un fraile.

Este cubría su cabeza con un capuz que ocultaba sus rasgos faciales. Su cuerpo iba envuelto con una vieja toga remendada y arañada, la cual era rodeaba por su torso con un cordel que llevaba atado. Unas viejas sandalias aparecían bajo la toga y mostraban unos pies que no eran propios del portador continuo de este tipo de calzado monástico. Se acercó a la pila, humedeció los dedos de su mano diestra y llevándoselos hacía la frente se persignó mientras miraba hacia la imagen del altar.

El último de los devotos acababa de salir cuando el fraile se acercó caminando y se arrodilló junto al confesionario. El sacerdote esperó a que el monje iniciara la conversación.

—Ave María purísima —comenzó el encapuchado.

—Sin pecado concebida —prosiguió el clérigo.

—Necesito confesarme antes de continuar con mi misión, padre. Sé que los fieles le esperan para la misa, pero no puedo seguir haciendo el camino sin estar en paz con Dios, y no basta con unas simples palabras para contabilizar mis pecados, aunque él los conozca sobradamente.

—Comience, pues —le exhortó el clérigo.

—Yo crecí en una familia en la que nada me faltó nunca. Tuve una buena vida junto a ellos y una buena educación. Mis padres eran personas honorables y siempre me ayudaron con todo en lo que me embarqué. En nuestra casa, Dios era el guía y nosotros ejemplarizábamos sus preceptos amándonos. Pero Dios también me pidió demostraciones de lealtad que iban más allá del dulce sentimiento de amar a mi familia, a mi mujer, a mi hijo. Y en esas demostraciones terminó haciéndose hueco el odio, y ese mismo odio me hizo cometer actos, me convirtió en un soldado del odio, me convirtió en un soldado capaz de matar por él.

El sacerdote irguió su espalda sobre el asiento impresionado por la plática del misterioso fraile encapuchado, mientras este continuó tras unos segundos de pausa.

—Primero quise acercarme todo lo posible a él, pero finalmente me entregué a los placeres terrenales, al amor carnal, y llegó el día en el que Dios me puso entre la espada y la pared y tuve que decidir si sería capaz de realizar una serie de acciones, aún a sabiendas de que quizás nunca obtendría el perdón por ellas. Y ese día dejé de ser un hombre para convertirme en un zafio, en un animal. Y de seguro que él sabe lo mucho que me desazona todo lo que hice entonces, y cuantas veces le he pedido remisión por esas muertes. En aquellos momentos yo no podía imaginar hasta que punto iba a destrozar mi vida y la de todos aquellos que me querían. La misma vida que ahora me traspasa con el inmenso dolor de lo que dejé atrás, de cuanto los añoro y de cómo la melancolía se ha adueñado de mi vida. ¡Mi mujer, padre! Mi bella y joven mujer, quien me entregó todo su amor, quien me entregó el futuro para enraizar mi estirpe, ¡mi hijo!, quien me proporcionó la felicidad. Pero no siempre toda la felicidad es duradera. Hice cosas por las que es posible que irritara a Dios, y me castigó por ello, enfrentando lo que más quería con mis convicciones, con mi fe. Esa fue entonces la prueba de fuego en la que me tanteó, y creo de veras, padre, que lo que de verdad hubiese querido Dios era que me hubiera puesto de parte de los míos. Pero yo creía que mi fe seria recompensada y se me abrirían de par en par las puertas del Edén. Ahora sé que no es así. Lo sé porque todos los días vivo con angustia, porque todos los días le pido la remisión por haber convertido en mi credo el odio y la cólera. Porque he cometido actos impuros, deleznables. Lo sé porque vivo con el sentimiento de culpa. Porque me quema, padre. Porque vivo con los rostros de las personas a quienes arrebaté la vida, porque recuerdo sus gritos desgarrados. Porque mis actos no tendrán perdón.

El clérigo estaba impresionado por la confesión del fraile, pero le sorprendía aún más la susceptibilidad con la que el demontre personaje le relataba la parte más escabrosa de su vida. El fraile notó el estupor del sacerdote.

—Hijo mío, seguro que también has tenido buenas acciones en tu vida dignas de ser tenidas en cuenta por Dios.

—¡Dejé mi hogar, a mi mujer! …nunca me hubieran perdonado por eso. Ahora ya no importa nada. Están muertos. Ya nunca más volveré a tener un hogar. No conseguía entender como me podía castigar Dios con todo aquello después de luchar por él. Estuve un tiempo martirizándome por ello. Mi vida había terminado, no me quedaba nada. En poco tiempo las denuncias por mis crímenes fueron requeridas por la justicia. Tuve que huir y me refugié en el infierno, sin rumbo, como un nómada. Me fui al corazón del averno y negocié con Luzbel. Han sido tiempos difíciles para mí. No podía dormir. Todo me daba vueltas en la cabeza, todo se volvía borroso. Me sentía atrapado en un lugar del que no podía escapar, donde las amarras apretaban cada vez más fuerte mis muñecas. Los gritos de los que maté me volvían loco. Para huir de ellos solo conocía un camino, la ira. Ese era mi subterfugio, el que hacía que la adrenalina fluyera por mis venas, la rabia. Y así alimentaba de nuevo mi quimera, mis pesadillas. Siempre se repetían. La sangre manchando mis manos y la mirada de quienes arrebaté la vida mirándome, incrédulos, doloridos, aterrorizados, a medida que sus ojos se iban vaciando de vida, mientras luchaban contra su destino, intentando ahuyentar la muerte con los aspavientos de sus manos mientras me ofrecían la excitación de saborear lo poderoso que es el dolor. Terminé acostumbrándome a sus caras, al aroma de la sangre, a medida que mataba cada vez más, a medida que exterminaba como un soldado, mientras que sus cuerpos inertes se congelaban en mi mente. Tenía el control de la vida de los demás. Se había convertido en un oscuro don. Como si se tratase de un pintor yo pintaba mis mejores lienzos con la sangre de mis victimas, disfrutando de cada pincelada letal. Pero a la vez, estaba tan acompañado por los cadáveres como en la soledad por mis seres queridos. En mi ser ya no había vida, solo quedaba lugar para la muerte, para la oscuridad. Mi mente se iba poblando de destrucción y se vaciaba de los buenos recuerdos de antaño, confundiéndose, buscando respuestas, pero lo único que encontraba eran las miradas perdidas, vacías, los rostros demacrados, torturados, el hedor de la muerte. Y entonces, un amigo salió a mi rescate. Un amigo con línea directa con Dios. Yo ya no sabía lo que estaba bien o mal. Y le entregué toda mi gratitud para ofrecerme totalmente a Dios. Padre… —se dirigió al sacerdote— tengo que marcharme.

—Puede que aún pueda ofrecerle a Dios algo lo suficientemente bueno para ganarse su remisión. Sabrá ser benévolo si usted le da lo mejor de sí mismo durante el resto de su vida. Ofrézcale con su vida una misión por llevar su palabra a todos los rincones del mundo. Ese será su gran acto de contrición. El Omnipresente no abandona a su suerte a sus hijos —expresó apasionadamente el clérigo.

—No sé si me perdonará, padre, pero voy a intentar servirle hasta el final. No puedo borrar lo que hice, ni puedo borrar el hecho de haberme convertido en un monstruo. Yo le he traicionado, y ahora solo puedo redimirme ante él tal y como soy. Seré un ángel negro. Seré el azote de aquellos que quieren atentar contra sus preceptos, de aquellos que utilizan sus ministerios, aquellos que solo él puede otorgar mediante su gracia divina, para desviar los caminos de sus enseñanzas. La traición de todos ellos sufrirá de mi cólera. Seré su mejor soldado, su ángel negro. Aquellos que desprecian los verdaderos preceptos que Dios nos encomendó serán los protagonistas de las remembranzas de mis próximas pesadillas. Esa será mi misión para estar en concordia con Dios, ofrecerle la salvaguarda de todo aquello que se ha cimentado durante dos mil años.

El fraile se irguió, dedicó unos segundos con la mirada al Cristo que estaba sobre el altar y comenzó a caminar hacia la entrada principal del templo. El sacerdote salió del confesionario y buscó con la mirada la figura del monje. Este había desaparecido sin que el sacerdote le hubiera impuesto las plegarias que le servirían de penitencia para la absolución de sus pecados.