«Los hechos son marionetas de ventrílocuo. Sentados en las rodillas de un hombre sabio emitirán palabras sabias; en caso contrario no dirán nada o dirán tonterías.»

Aldous Leonard Huxley

Viernes 8 de Abril. Piazza di San Pietro. El Vaticano.

Durante los últimos días, casi tres millones de personas habían desfilado por el interior de la basílica Vaticana para rendir el último homenaje a Juan Pablo II, cuyo cuerpo había permanecido expuesto frente al Baldaquino de la Confesión.

Valeria observaba a la multitud desde su posta con unos potentes prismáticos durante el transcurso de las exequias del Papa. Vigilaba y controlaba que todo estuviera en orden. Desde allí, permanecía en contacto con sus hombres del Servicio Vaticano de Seguridad, y se comunicaba con los servicios de la polizia italiana y con el comandante de la Guardia Suiza. El padre O´Connor estaba a su lado, atento a los acontecimientos.

—Sabía que tarde o temprano iba a llegar este momento, pero reconozco que es demasiado, incluso para mí. Estoy muy nerviosa, padre —se mostró timorata la inspectora.

—No se preocupe, seguro que todo marchará bien —intentó tranquilizarla.

—Ahí están todos los cardenales importantes. Cualquiera de ellos puede ser el futuro sucesor del Papa. ¿Cómo demonios no voy a preocuparme, cuando tenemos a un asesino esperando cargarnos un nuevo muerto? —se cuestionó con inquietud.

—Hay mucha gente. No creo que se atreva con tanta vigilancia. Además, se le acaba el tiempo para llevar a cabo sus propósitos y difícilmente tendrá a tiro a los cardenales que pretende matar. En los próximos días tienen bastante que hacer y será difícil verlos fuera de la Santa Sede, por no decir imposible.

—¡Eso lo dirá usted! —Declamó contrariada la inspectora—. Siempre hay alguien que se sale de lo habitual.

—No se alarme, podía haber sido peor.

—No veo porqué —sacó a relucir su escepticismo la italiana.

—Bueno, se ha especulado bastante con la posibilidad de que el Papa hubiera querido ser enterrado en la catedral de Cracovia, donde había sido obispo —se explicó el sacerdote—. Pero la Congregación General se ha encargado de disponerlo todo y no debe de haber problema alguno.

—¿Puede hacerse eso, padre? —preguntó extrañada.

—Si, claro —contestó—. Los últimos Papas descansan en la cripta de la basílica de San Pedro o en las grutas del Vaticano, cerca de la tumba del apóstol Pedro, pero no es obligatorio. Puede hacerse en una catedral, en un santuario o en una iglesia parroquial.

La inspectora dio un nuevo barrido de la zona rastreando con sus prismáticos. Oteaba con las poderosas lentes los lugares donde podía apostarse un buen francotirador que lograra dar diana en uno de los cardenales presentes en el funeral.

—Dígame, padre ¿Qué es lo que hace exactamente el Camarlengo en estos casos? —mostró su curiosidad.

—Bueno, tiene unas funciones menos amplias que la Congregación General —comenzó a explicar el clérigo—. Como ya supongo que sabe, cuando el Papa muere, de entre los cardenales electores llegados ya a Roma, se escogen, mediante un sorteo que se va repitiendo cada tres días para renovarlos, a tres asistentes, de cada una de los tres órdenes. Un obispo, un diácono y un presbítero, que ayudan al cardenal Camarlengo a resolver los asuntos ordinarios más simples mientras haya un nuevo Papa.

—O sea, a Ramírez Somalo.

—Si —le confirmó el sacerdote—. Las decisiones que estos adopten —siguió explicando— no pueden modificarse, y cesan de sus funciones cuando se escoge al nuevo Pontífice. La Congregación General por el contrario, está compuesta por todos los miembros del Colegio Cardenalicio que, siendo electores, están obligados a incorporarse a ella para ocuparse de los asuntos más importantes que surjan y pueden cambiar las decisiones de la Congregación Particular.

—Luego entonces, el Camarlengo tiene todo el poder, aunque controlado por el resto —aseveró Valeria.

—Si, pero es un poder efímero. Ser Camarlengo lo inhabilita para ser el sucesor del Papa —explicó O´Connor.

—¡Pues vaya putada! —se contrarió la inspectora.

—Blasfemias aparte —sermoneó a la mujer—, si que resulta incómodo para quien guste de sentarse, como dijo el Papa en la nota, en el trono de Dios.

—Perdone, padre, no quisiera que me tuviese por una metomentodo, pero me gustaría preguntarle algo más —se disculpó—. ¿El funeral quien lo prepara?

—La Congregación General, por supuesto —respondió a la pregunta—. Son los que han fijado la fecha, aunque la competencia de su sepultura es del Camarlengo asesorado por sus tres asistentes, siempre que el Papa muerto no haya dejado dispuesto algo. Cuando el Papa muere, su cámara es sellada. Entonces, la Congregación General tiene que velar por la destrucción del anillo de este y aprobar los gastos necesarios de la Santa Sede hasta la sucesión. También son los que fijan la fecha para el cónclave, que tiene que celebrarse entre quince y veinte días desde la muerte del Pontífice. Al Papa lo sacan de sus aposentos una vez está preparado y lo llevan al Palacio Apostólico Pontificio, donde los cardenales y la Casa Pontificia lo veneran de forma privada en la Capilla Clementina. Después es cuando deciden el día y la hora de su traslado a la basílica de San Pedro, para que lo puedan venerar los fieles.

—¡Dígamelo a mí, padre, llevo unos días de trabajo que no se los deseo ni a mi peor enemigo! —Se sinceró Valeria—. Pero todo sea por ese hombre, que es verdaderamente un santo. Solo alguien así podía perdonar a aquel turco que lo intentó matar aquí mismo, cuando saludaba a los feligreses en la plaza, ¿cómo se llamaba? —se preguntó a sí misma a la vez que intentaba recordar.

—Mehmet Alí Agca, fue en mayo de 1981 —le aclaró la duda el sacerdote—. Desde entonces, fue cuando comenzó a tener problemas de salud. Le costó bastante recuperarse de los balazos de la mano y el estómago. Después padeció un cáncer de intestino, se rompió un hombro y el fémur, y en los últimos quince años tuvo el parkinson hereditario de su familia. Aunque no fue la única vez que intentaron acabar con él.

—No recuerdo —se extrañó la inspectora.

—En 1984, el DISIP, la policía política de Venezuela, desarticuló un complot de una secta brasileña que pretendía asesinarlo durante su visita al país. Yo mismo me trasladé a Filipinas a finales de 1994, para colaborar con la policía filipina a desmontar la «Operación Bojinka», una conspiración para acabar de nuevo con su vida.

—Sabe, a veces me parecía que se trataba de un nuevo profeta, alguien especial, no solo por ser el Papa, sino por el aura que desprendía —dijo Valeria con tono de admiración.

—Sabe una cosa —insinuó el sacerdote—, cuando fue recibido como nuevo Obispo Auxiliar del arzobispo de Cracovia, este saludó a Juan Pablo II diciéndole…«Habemus Papam». Seguro que el arzobispo nunca hubiera imaginado que sus palabras se convertirían en realidad. Se había convertido a sus cincuenta y ocho años en el Papa más joven del siglo.

—Era una persona vitalista, el pueblo lo quería. Era un hombre cercano —alabó la inspectora la figura del difunto.

—¡Vaya si era vitalista! —exclamó O´Connor—. De joven practicó mucho deporte. Incluso, coincidiendo con un partido de fútbol que emitían por televisión, adelantó la ceremonia de su entronización como Papa para no interferir con ello.

La inspectora y el sacerdote siguieron observando el transcurso de la ceremonia. En la plaza de San Pedro, se concentraban los miembros de la iglesia católica junto a los representantes de las iglesias cuyos ritos no eran latinos. Las uniatas ortodoxas orientales, los anglicanos, los católicos coptos, los maronitas, los greco—católicos rumanos y ucranianos, los armenios, melvitas, caldeos, siriacos, siro—malabares y siro—malancares y los etíopes. La imagen de la multitud de feligreses que abarrotaban la plaza de San Pedro, confería al acto la grandeza del acontecimiento más extraordinario que jamás había experimentado la iglesia en sus veinte siglos de historia. Los seguidores de Karol Wojtyla gritaban pidiendo la canonización inmediata del Pontífice mediante la demanda «Santo Súbito» —Santo ya—.

Millones de personas contemplaban la emisión del funeral a través de la televisión. Durante aquellos días, se habían transmitido en todo el mundo numerosos reportajes y documentales sobre la figura del fallecido Papa. En aquel momento, la vida del anciano moribundo, que había permanecido desconocida para muchos católicos y no católicos, se había difundido de tal manera, que todo el mundo conocía el más mínimo detalle de la misma.

Todos conocían la vida del diplomático hábil, que recién nombrado Pontífice, se enfrentó a la crisis pre-bélica entre Chile y Argentina, como consecuencia de la aplicación del laudo arbitral dictado por Isabel II de Inglaterra sobre el conflicto del canal Beagle. En ese momento, cuando las tropas de los dos países ya estaban preparadas para entrar en combate en la frontera, Wojtyla había aprovechado el vínculo de la iglesia con los militares para influir en la decisión final que evitó la guerra. Mandó al cardenal Antonio Samoré como su representante y mediador, y el conflicto concluyó con la firma del Tratado de Paz y Amistad entre los países. El hombre que hablaba las lenguas de Babel, que hablaba además de su polaco natal, con un dominio extraordinario el latín, italiano, español, francés, portugués, griego clásico, inglés y alemán. Que conocía con suficiencia lituano, húngaro, checo y ruso, y que se defendía con el filipino, el japonés y algunas lenguas de África. El Papa que desechó la silla gestatoria y se puso al nivel de la calle. El Papa de la juventud y de los niños. Aquel al que llamaban «el caminante del Evangelio», «el Papa peregrino», o «el atleta de Dios» porque siempre estaba viajando, y que había recorrido un millón ciento sesenta y cinco mil kilómetros en sus viajes. Quien había ampliado las relaciones diplomáticas de los ochenta y cuatro estados del inicio de su pontificado, a las ciento setenta y tres de su muerte. El Papa que había realizado ciento cuatro visitas internacionales, la última de ellas el anterior agosto al santuario mariano de Lourdes, en Francia.

También se trataba de la figura del Pontífice que proclamó más santos y beatos, igualando en número los mismos que en los cuatro siglos anteriores. El Soberano de la ciudad del Vaticano, que a sus casi veintisiete años de pontificado había nombrado a un total de doscientos treinta y dos cardenales. El Vicario de Cristo que divulgó su mensaje a través de los medios fonográficos. El primer Papa que había predicado la doctrina católica a través de internet y que usó intensivamente los medios de comunicación, había sido el primero en acercarse a los líderes de otras religiones como los ortodoxos, los judíos, los musulmanes y el tibetano Dalai Lama. El mismo hombre que había dado el título de cardenal en secreto a un miembro de la iglesia y que se había llevado la identidad del mismo a la tumba.

El Cardenal Decano, el alemán Joseph Ratzenberger, presidió la misa exequial por los restos mortales del Pontífice. El Papa número 264 de la iglesia católica, el polaco de Wadowice que se había convertido en el primer Papa no italiano desde el flamenco Adriano VI en 1522. Fue el funeral más grande de toda la historia vaticana. Sus restos fueron trasladados al santo sepulcro donde finalmente fue enterrado.