«Dejarlos que se maten entre ellos como perros rabiosos irlandeses, luego nosotros recogeremos los cadáveres para enterrarlos, al fin y al cabo, son nuestros peores y más fieros enemigos».

Winston Spencer Churchill

Lunes 28 de Marzo. Hotel Trajano. Roma.

La inspectora Valeria Boninsegna conversaba con el padre O´Connor en la habitación del hotel en el que se hospedaba el sacerdote. Rememoraban el transcurso del devenir de los últimos días vividos y las tesituras bajo las que se habían conocido. Eran las 16:20, hora de Roma. Acababan de almorzar juntos. La inspectora lo acompañaba esa tarde hasta que a las 19:00 horas lo viniera a buscar el superintendente Facchetti para trasladarlo al aeropuerto de Roma—Ciampino. El sacerdote había concluido su trabajo en Roma y abandonaba la ciudad. Durante el almuerzo había escuchado con la mayor de las atenciones como aquella preciosa mujer le contaba los entresijos que rodeaban la parte ya vivida de su vida.

Entre risas y anécdotas, esta le había confiado como, siendo hija del Inspector Jefe de la policía de Roma, se había propuesto desde muy temprana edad ingresar en la policía italiana para emular los pasos de su padre. La joven confesó como había transcurrido su adolescencia entre horas de entrenamiento físico y de estudio. Se había preparado a conciencia. Era experta en criminología y su tesón le llevó al puesto que en su día ostentó su padre. Entonces, había surgido la posibilidad de relevar al se había convertido en ayudante de este, había estado esperando su oportunidad hasta el momento en el que finalmente el inspector renunció y volvió al servicio de la polizía italiana en Roma. Inmediatamente obtuvo el nombramiento para sustituirlo bajo la recomendación del mismo ex-inspector. Y así habían transcurrido los últimos cuatro meses.

—Ya vé. A mis treinta y séis años, tengo un puesto con el que algunos sueñan tener antes de jubilarse —concluyó Valeria el recuento de los hechos que la habían llevado hasta la posición que ostentaba en esos momentos—. Si no es mucha indiscreción, ¿Qué edad tiene usted, padre? —preguntó interesada.

—Treinta y ocho.

—Los conserva muy bien. Aparenta ser incluso más joven, si le soy totalmente honesta —comentó Valeria con una sonrisa.

—Bueno, supongo que el hábito a veces engaña —apreció el sacerdote—. Aún mantengo mis gustos de siempre. Mañana comienza la gira «Vértigo-Tour» de U2 en San Diego. Con un poco de suerte podré asistir a uno de sus conciertos en Estados Unidos. Le sorprendería si viera hasta que límite soy fan de Bono y de «The Edge».

—¡Vaya, un cura rockero! —exclamó sonriente la inspectora.

La inspectora se permaneció contemplándolo en silencio durante unos segundos.

—No creo que haya sido usted siempre un santo, ¿sabe? —soltó la inspectora de sopetón—. En sus ojos lleva escrito el miedo. Su rostro le delata. Su pasado no ha sido tan sencillo como usted quiere aparentar. ¿Me equivoco? —tanteó.

El sacerdote se vio sorprendido por el comentario de la inspectora. No conseguía entender como esa mujer podía elucubrar semejante idea con el simple hecho de mirarle a los ojos. Se sentía un poco incómodo con la situación. Durante los últimos dos días había surgido un vínculo afectuoso entre ambos. Entonces, pensó que quizás la inspectora se merecía una explicación.

—Soy irlandés, sabe —comenzó—. En Irlanda hay una realidad que no todo el mundo comprende. Y yo soy católico, como la mayoría de irlandeses.

—Tengo que confesarle, padre, que a pesar de tener constancia del conflicto político de Irlanda, desconozco las causas y el origen del mismo.

—La verdad es que los irlandeses, al igual que los escoceses, siempre hemos tenido un enfrentamiento histórico con los ingleses, pero en la era moderna en la que estamos instalados, el cariz político del enfrentamiento ha derivado en un prolongado derramamiento de sangre por parte de ambos bandos. El comienzo de todo se produjo en 1902, momento en el que el periodista irlandés Arthur Griffith tomó la decisión de fundar la organización nacionalista irlandesa Sinn Feinn. En un primer intento en 1916, los rebeldes irlandeses intentaron tomar durante el levantamiento de Pascua el edificio de la Oficina Central de Correos en O´Connell Street, en Dublín. Pero el levantamiento fracasó y las represalias británicas trajeron como consecuencia la ejecución de quince de aquellos nacionalistas irlandeses. Uno de los rebeldes que se libraron de ser fusilados en aquella purga y al que más tarde dejaron en libertad fue un joven de veintiséis años perteneciente a la denominada Hermandad Republicana Irlandesa, que reclamaba al gobierno británico la independencia de Irlanda. Se trataba de Michael Collins. El joven Collins había trabajado durante los precedentes diez años como dependiente en Londres. Una vez se había convertido en el líder del Sinn Feinn, tres años más tarde, en 1919, tras una masacre de los soldados de ocupación británicos contra ciudadanos irlandeses, comandó a un grupo de rebeldes en una serie de acciones dirigidas a acabar con la vida de algunos de los miembros de las fuerzas de ocupación. Con el único arsenal que conformaban catorce pistolas, treinta revólveres, tres rifles, nueve escopetas y doce fusiles, lideró a poco más de cincuenta hombres divididos en dos unidades, los «jóvenes de Dublín» y «los Doce Apóstoles», en una lucha en la que trajo de cabeza al ejército inglés y tras la que se convirtió en el hombre más buscado de todo el imperio británico. Más tarde liberó a Eamon De Valera. De Valera, era uno de los líderes del Sinn Feinn que habían sido responsables del levantamiento de Pascua, tras el cual había sido condenado a cadena perpetua. Obtuvo la libertad tras la amnistía que tuvo lugar un año más tarde, tras la cual fue elegido presidente del Sinn Feinn. En 1918 fue arrestado nuevamente acusado de sospecha y rebelión. Nuevamente se vio liberado por una acción del grupo de Collins, y se marchó a Estados Unidos de donde era originario para recaudar más de cinco millones de libras esterlinas para apoyar al movimiento revolucionario. Fue elegido presidente del gobierno republicano en el exilio. Collins, quién había denominado al recién creado grupo de resistencia como el Ejército Republicano Irlandés, el I.R.A., vivió lo suficiente para ver una parte de Irlanda libre de la corona de Inglaterra, pero también para ver el comienzo de una guerra entre hermanos de sangre irlandesa. La isla quedó dividida en dos. De una parte la República de Irlanda, al sur, y de otra Irlanda del Norte, que quedaría bajo dominio británico. Desde entonces, han sido muchos los que desde un lado y otro han dejado sus vidas en el conflicto entre católicos y protestantes. Una parte de ellos eran soldados y agentes de la reina, otros eran luchadores por la causa irlandesa, y después estaban aquellos que no tenían verdadera capacidad para actuar ni tomar decisiones, los inocentes. Aquellos que habían crecido con los relatos sobre la revolución irlandesa de 1919 soñaban con una Irlanda totalmente católica, pero también eran conscientes de que hasta Collins tuvo que pactar con los protestantes, y que cuando Irlanda quedó dividida en dos lo pagó con su vida en una emboscada cerca de Clonakilty, su pueblo natal, el 22 de agosto de 1922. Ironías de la vida, murió asesinado paradójicamente a manos de los hombres del grupo armado que el mismo fundó, que lo consideraron un traidor. Estos se oponían a la firma del Tratado Anglo-Irlandés y en aquellos momentos luchaban bajo las consignas de De Valera. Pero, con lo que también crecieron los irlandeses católicos fue con la certeza de que los «brits», como llamaban a los británicos, nunca se irían de las tierras del Norte. Y por lo demás, no sé si hago bien contándole ciertos aspectos personales.

—¿Qué es lo que no se atreve a contarme, padre? —intentó forzar una explicación la inspectora.

—Verá, Valeria. Mi familia es católica. Mi familia es bastante tradicionalista. De generación en generación han sido traspasados unos valores muy fuertes. Y la historia de Irlanda está bañada en sangre.

La inspectora arrastró la silla y se acercó aún más al sacerdote. Mostraba gran interés por lo que parecía, le iba a contar el clérigo.

—Mi familia es de Belfast, una ciudad complicada y dividida en la actualidad por treinta y una sectarías «líneas de paz», donde de un lado se encuentra la católica Belfast Oeste y del otro Belfast Este, protestante. Mi abuelo Gerry heredó posesiones de su padre. Tenía posesiones tanto en Belfast como en Cookstown, y era propietario de una flotilla pesquera y de una fábrica metalúrgica. Además, contaba con la residencia de descanso en Howth, en Dublín. Digamos que mi familia siempre ha tenido una posición bastante cómoda. Bien —continuó—, pues mi abuelo también había heredado el nacionalismo de su padre. El padre de mi abuelo luchó a principios de los años veinte contra los soldados de ocupación británicos. Mi abuelo vivió la etapa tranquila, mientras estuvo ocupado de sus asuntos en Dublín. Estaba metido en política. Era militante del Sinn Feinn, el «brazo político» del I.R.A. Mi abuelo llegó a ser uno de sus dirigentes en Belfast cuando volvió para ocuparse de sus negocios. Mi padre vivía con mi madre en casa de mis abuelos cuando yo era un bebé. Eso fue a finales de los sesenta, justo en el momento en que rebrotó la violencia contra los británicos y el sectarismo contra los protestantes unionistas.

—¿Y que pasó entonces? —interrogó intrigada la inspectora.

—Bueno, lo que pasó fue que todo se complicó. Fue en ese ambiente donde Neil, mi padre, absorbió todo el sentimiento antiprotestante de los años 60, para convertirse en uno de aquellos activistas que provocaron que el conflicto germinara con más violencia en 1969, momento en el que el gobierno británico envió tropas a Irlanda del Norte para mantener el orden. Eran los años del L.S.D., la música rock y Folk, años donde los jóvenes hippies desencantados con el sistema social imperante se servían del ácido lisérgico para explorar la percepción desde lo que llamaban «el otro lado». En 1972 se suspendió el parlamento del país, y este acontecimiento provocó que el I.R.A. iniciara una campaña de terrorismo con el firme objetivo de anexionar Irlanda del Norte a la República de Irlanda, pero la mayoría protestante deseaba que Irlanda del Norte continuara siendo parte del Reino Unido. En el marco de esas acciones, el 30 de enero tuvo lugar un incidente al que se denominó como «domingo sangriento» —Bloody Sunday—, cuando los soldados del ejército británico abrieron fuego contra una multitud que se manifestaba a favor de los derechos civiles de la población católica, matando a trece personas. Este suceso provocó la radicalización del conflicto. Entonces, el I.R.A. sufrió una escisión. De un lado, quedaron los miembros oficiales que se guiaban por las tesis del republicanismo marxista. De otro, los provisionales del P.I.R.A., que mantenían su ideal nacionalista tradicionalista. Fueron aquellos años de lucha los que unieron a mi padre y a mi madre, Erin, tanto en el amor como en la lucha armada. Mi padre se dedicaba a abastecer de pisos francos a otros activistas, además de ocultar armas y otros materiales como Semtex para la elaboración de explosivos. En algunas ocasiones formó parte de comandos que atentaron contra los soldados de ocupación británicos. Mi madre se dedicaba a observar los movimientos de los «brits» y elaboraba informes con los cambios de guardia, órdenes de entrega, horarios, itinerarios de los altos mandos militares y cualquier cosa que sirviera para la lucha de guerrillas. En el distrito muchos afirmaban que sabía más de los británicos que los británicos de sí mismos —ironizó—. Todas aquellas actividades eran financiadas por algunas de las familias más ricas de Irlanda. En cierto modo, el alto mando británico sospechaba de mis padres. Las hipótesis sobre las bombas que estallaban al otro lado del río les apuntaban directamente, sólo que nunca contaron con las pruebas que lo probaran. Mi abuelo no sabía lo que era la lucha, no la había vivido. Había vivido parte de su adolescencia en Estados Unidos, donde su padre lo había enviado a cursar estudios. Mi abuelo estuvo en un seminario en Sant Louis, pero terminó dejándolo. Allí conoció mientras estudiaba a uno de los que más tarde llegarían a convertirse en uno sus mejores amigos, el cardenal Winterbaum. El otro que cerraba su círculo más cercano de amistades era el cardenal Preston Connelly, mi mentor. Connelly le ayudó a pasar el mal trago cuando dejó el seminario. Entonces, mi abuelo se enamoró de mi abuela y se casaron. Para más señas, los sacerdotes que la celebraron fueron Connelly y Winterbaum conjuntamente. Más tarde, cuando mi padre y mi madre se casaron, el enlace lo ofició Connelly. Winterbaum y mi abuelo no mantenían por entonces una buena relación. Pero, a pesar de todos sus desencuentros, Winterbaum si que estuvo en la celebración de mi bautismo un poco más tarde. Lo que ocurrió fue que mi abuelo no entendía porque mi padre se mezclaba con el I.R.A. Pensaba que era mejor luchar contra los británicos a través de la política. Winterbaum se puso de lado de mi padre. Decía que por encima de todo debía prevalecer el catolicismo en Irlanda y que los protestantes debían marcharse. De todas formas, había algo entre Winterbaum y mi abuelo que había roto su amistad. Eso es algo que nunca llegué a saber.

El sacerdote hizo un inciso. La inspectora estaba ensimismada con la historia que le contaba el clérigo.

—¿Y qué paso al final entre su abuelo y su padre? —preguntó.

—En 1974, el I.R.A. cometió un atentado cerca de Londres, en Guilford, y mató a varias personas e hirió a más de setenta. El gobierno británico endureció las medidas antiterroristas y aprobó una nueva ley antiterrorista que permitía retener a sospechosos para interrogarlos durante siete días, e intentó dar con los autores del atentado. Posiblemente mi padre formó parte. Se había convertido en un activista importante dentro de la organización. Entonces, detuvieron a una serie de personas y los culparon del atentado. Esas personas eran inocentes, pero fueron condenados a prisión y no salieron hasta principios de los años noventa, una vez quedó demostrado que habían sido utilizados como cabezas de turco por el gobierno británico. En el preciso momento de las detenciones, mi padre estuvo muy cerca de ser retenido por los británicos. Contrariamente a lo que haría si se tratase de un cualquiera, mi abuelo Gerry le proporcionó un lugar donde ocultarse a pesar de no estar de acuerdo con las actividades que llevaba a cabo. Mi abuelo intentó apartarlo de la violencia. Le contaba en innumerables ocasiones el ejemplo de Gerry Adams, quien más tarde en 1978 llegó a ser vicepresidente y más tarde presidente del Sinn Feinn, a pesar de que había estado encarcelado con anterioridad por su conexión con el I.R.A., y que estaba luchando desde la posición política. Mi abuelo siempre defendió que la vía política derribaría con más celeridad a los británicos, y que habría un futuro para los católicos irlandeses cuando éstos se fueran. Siempre pensó que católicos y protestantes eran totalmente diferentes, pero que deberían vivir en paz. Pero no consiguió convencerlo. Mi padre por entonces, desde su juventud en aquellos años, soñaba con una Belfast sin soldados de ocupación, mientras portaba consigo su fusil Kalashnikov y escuchaba la versión del «Whiskey in the jar» de Thin Lizzy. Mi madre, que también era una activista, comprendió entonces a mi abuelo y entendió que su responsabilidad era criarme a mí y que la violencia no conduciría a ningún lado. Mi padre se sintió incomprendido y tras una fuerte discusión se marchó y ya nunca más supieron de su paradero. Mi abuelo intentó contactar con él, pero no hubo manera. Por entonces yo tenía ocho años. Mi padre, al igual que hizo el padre de Phil Lynott, el líder de Thin Lizzy, se había largado dejándonos solos a mi madre y a mí junto a mis abuelos —sonrió lacónicamente—. Perdona que me sonría, pero me hace gracia pensar que a mediados de aquellos años la policía inglesa detuviera a los Sex Pistols en una barcaza sobre el río Támesis mientras Johnny Rotten pregonaba cantando que «no había futuro en el sueño inglés». ¡Dios salve a la reina! —Ironizó—, ¡y no disparaban ni una bala! Menuda ironía. En fin, que ya nunca más supimos de mi padre.

—Quizá el cardenal Winterbaum supiera algo ¿no? —preguntó la inspectora.

—Pudiera ser. Pero Winterbaum y mi abuelo no se hablaron nunca más. Preston Connelly me reconoció en una ocasión que Winterbaum y mi abuelo formaban parte de los «Caballeros de Colón», una organización católica de carácter masónico, pero cuando dejaron de hablarse Winterbaum se desligó de la sociedad.

—Supongo que su abuelo lo pasó realmente mal —comprendió la inspectora.

—Bueno, Valeria, lo peor aún estaba por llegar. Verá, yo vivía con mi madre y mis abuelos en Dublín. Todos los meses de agosto regresábamos a Belfast para pasar un tiempo cerca de los antiguos amigos. Vivía el problema de la ocupación a diario. La policía británica entraba en la casa de mis amigos, se incendiaron algunos de sus hogares. No pude evitarlo. Con sólo catorce años me involucré —confesó—. Un día de finales de 1983, colaboré en un atentado. Yo mismo dejé un paquete con veinte kilos de Semtex C-14 en una ferretería de Belfast Este, donde un soldado británico compraba unas pilas para un aparato de radio. La explosión mató al soldado, a dos clientes y al tendero.

La inspectora se sorprendió. No esperaba que un sacerdote le pudiera estar contando algo semejante.

—La policía me detuvo bajo la ley de prevención antiterrorista. Aún no había cumplido los dieciocho años cuando me enviaron a una cárcel británica de máxima seguridad en Escocia en 1984. Mis abuelos y mi madre quedaron muy afectados por todo aquello. Fue entonces cuando mi abuelo hizo una serie de tratos con el gobierno británico y consiguió sacarme de la cárcel. Volví a Dublín e ingresé en el seminario. Aquella fue la condición que tuve que cumplir. Era una manera de tenerme controlado. Preston Connelly era por entonces Decano de la facultad de Psicología y Sociología y se convirtió bajo la conformidad de mis abuelos y de mi madre en mi mentor. Y lo que parecía una condena bajo los muros del seminario se convirtió en el descubrimiento de mi vocación. Sentí que era mi misión, que se lo debía a Dios. Mi dedicación en la vida a cambio de la de las cuatro personas que maté.

—Su abuelo debe de sentirse orgulloso de usted, después de todo —intentó alegrar la inspectora al sacerdote con una sonrisa.

—Si. Todos estaban orgullosos. Pero ya eso no tiene importancia. Están muertos.

—¿Muertos? , su madre aún debe ser joven —expresó con extrañeza Valeria.

—Si, aún lo sería. De no ser porque hace un año la asesinaron junto a mis abuelos.

—¿Asesinados? —se preguntó sorprendida.

—Están investigando, pero no tienen nada. Mi abuelo tenía enemigos políticos y mi madre, ya sabe, en su juventud fue activista del I.R.A. Supongo que algún protestante decidió que no tenían que vivir.

Se hizo el silencio. Esa nueva información dejó estupefacta a la joven inspectora. Entonces, el sacerdote, intentó quitar hierro al asunto y continuó conversando.

—¡Y pasé a rendir devoción a San Patricio desde la plegaria y el sermón! —intentó cambiar nuevamente de tema—. ¿Sabe usted quién fue San Patricio, señorita Boninsegna? —interrogó.

—Llámeme Valeria, por favor. Después de todo, creo que podemos llamarnos por nuestros nombres de pila.

—Está bien, Valeria. Como integrante de una extensa tradición familiar católica irlandesa, mis padres tuvieron la original idea —expresó irónicamente— de bautizarme con el nombre de Patrick, en honor a San Patricio, el patrón de mi país. ¿Se sorprendería si le dijese que me bautizaron con cerveza?

La inspectora se quedó patidifusa.

—¡Si, si, con cerveza Guinness! San Patricio no se merecía menos —comentó jocosamente el sacerdote.

—¿Y quién era San Patricio? —preguntó entonces con curiosidad la joven.

—Era un sacerdote cristiano a quien llamaban el «Apóstol de Irlanda». No se sabe exactamente si nació en Irlanda, probablemente lo hizo al suroeste de Gran Bretaña, allá por el año 389. Su nombre verdadero era Succat. Al parecer, cuando era un adolescente, a los dieciséis años, lo raptaron unos merodeadores irlandeses y se lo llevaron cautivo al condado irlandés de Antrim. Allí, se supone según la tradición, trabajó como vaquero en la montaña Slemish. Fue entonces, cuando tras seis años como esclavo, tuvo una visión que lo impulsó a escaparse. Alcanzó la costa del norte de Francia, por entonces llamada Gaul, donde se supone que San Germano lo ordenó sacerdote en Auxerre. Más tarde, volvió a Irlanda. En el año 431 fue nombrado como sucesor del primer obispo San Paladio. Se supone que visitó Roma y volvió con reliquias y manuscritos. ¿Conoces el típico trébol irlandés? —preguntó.

—Si, me suena —contestó la inspectora.

—San Patricio lo usaba como ilustración simbólica de la trinidad. Hoy día es utilizado como el emblema nacional de Irlanda.

—¡Sabe usted mucho de su país, Patrick! —comentó la inspectora impresionada.

—Si. Mi país es uno de los lugares más bonitos de la tierra. Lo que pasa es que tiene una historia de lucha donde mucha gente ha quedado por el camino. ¿Sabe que no es ninguna casualidad que Preston Connelly fuera «el ermitaño»?.

—Claro que no. Como ya nos explicaste, era un estudioso, un erudito al que le gustaba estar solo —recordó la inspectora.

—No es eso. Si recuerdas bien, el texto decía que siete infieles caerían bajo las garras de Cú Chulainn.

—Si, lo recuerdo.

—Pues bien —prosiguió O´Connor—, Cú Chulainn era según cuentan las leyendas paganas, un heroico guerrero irlandés, que era rey del Ulster, al que en las batallas le surgían siete dedos de la mano. El asesino se compara con el pagano Cú Chulainn que mata a un cristiano infiel, en este caso Preston Connelly.

—Entiendo —siguió la inspectora—. ¿Y ahora que hará, Patrick?

—De momento volveré a Boston. Y esperaré. Siempre hay algo que hacer. La iglesia católica suele ser terreno abonado a la polémica. Como todas las casas, de puertas hacia dentro tiene sus problemas, y, lógicamente también existen sujetos que abusan de su posición y de su autoridad para desviarse del buen camino. Desde que me ordené sacerdote, siempre me han dado destinos donde había algo que observar, algo que «limpiar». He estado en Perú, en El Salvador y ahora estaba en Boston, cuando me llamaron para venir aquí. Seguro que no pasa mucho sin que me manden a otro sitio nuevo. Es solo cuestión de tiempo.

Siguieron conversando largo rato. Se acercaba la hora de que el superintendente viniera a recogerlo. Terminó de preparar la maleta. Eran ya las 19:05 horas de la tarde. Facchetti ya tardaba en llegar, cuando el teléfono móvil de la inspectora sonó.

—Dime, Fabio ¿Dónde estás? —contestó.

Durante unos segundos la inspectora calló y escuchó la voz del superintendente al otro lado de la línea. Finalmente el superintendente colgó. La inspectora miró al sacerdote con cara de circunstancias.

—Y bien ¿Ocurre algo? —interrogó este.

—Cambio de planes.

—¿Cómo dice? —se sorprendió el clérigo.

—El superintendente me acaba de confirmar que tenemos que presentarnos en el despacho. Al parecer ha recibido una noticia de la Secretaría de Estado. Dice que debemos ir hacía allí. Vámonos. No se preocupe por la maleta, déjela aquí.

O´Connor cogió el maletín donde llevaba su ordenador portátil. Abandonaron la habitación y dejaron el edificio. Pararon un taxi y se marcharon en dirección al Vaticano. Un rato más tarde se encontraban ante el superintendente. Eran las 19:25 horas.

—¿Qué ocurre Fabio? —preguntó la inspectora.

—Valeria, me acaban de confirmar desde la Secretaría de Estado que hace cosa de una hora y cuarenta y cinco minutos aproximadamente, han encontrado calcinado el cuerpo de un nuevo cardenal. No saben a que ha podido deberse.

—¿Tiene relación con nuestro caso? —cuestionó el sacerdote.

—En un principio no tenía porque tenerla. Pero hay algo que nos puede hacer pensar lo contrario. Tomen, vean esto —y les enseñó un trozo de papel.

TIERRA ES MI CUERPO

AGUA MI SANGRE

AIRE MI ALIENTO

FUEGO MI ESPÍRITU

—¡Paganos! —exclamó el sacerdote.

—¿Está seguro, padre? —preguntó la inspectora.

—Totalmente, Valeria. Son los cuatro elementos que los druidas defienden como origen de la naturaleza.

—Lo han dejado en el parabrisas de mi coche, cuando vine a las seis no había nada y cuando fui a coger el coche para ir a buscarlo a usted, padre, ya lo tenía entre el brazo del mecanismo del parabrisas y la luna delantera de mi coche —explicó Facchetti.

—¿Dónde ha sido el asesinato, Fabio? —interrogó la inspectora nuevamente.

—En Kiev —respondió—, lo han encontrado a las 17:45, hora de Ucrania.

—¿En Kiev? —se extrañó la inspectora.

—¿De quién se trata superintendente? —preguntó O´Connor.

—Del cardenal Naworski. Andrej Naworski.

—¿Que le han dicho en la Secretaría de Estado? —interrogó la inspectora general.

—Que nos pongamos en marcha. Debemos tomar unos billetes de avión y volar a Kiev lo antes posible. La policía ucraniana no va a tocar el cuerpo hasta que nosotros lo veamos. Ya he avisado al doctor Boszik, viene de camino.