«Quien guarda su boca guarda su alma.»
Biblia, Libro de los Proverbios
Martes 12 de Abril. Quartiere della Polizia Italiana. Roma.
El padre O´Connor subió las escaleras que conducían a las dependencias del departamento de la policía científica en los cuarteles de la policía italiana. Al paso de los miembros del cuerpo de carabinieri que se encontraban en el edificio, iba despertando curiosidad en ellos por su atuendo eclesiástico. El clergyman causaba el respeto de los agentes, quienes saludaban al sacerdote. Aprovechaba para preguntar la situación exacta del despacho al que debía dirigirse.
Siguió subiendo más escaleras. Se detuvo en la planta que le habían indicado los agentes y caminó buscando la inscripción en las puertas que se le iban apareciendo sucesivamente. Al final, encontró una puerta, «Polizía Scienziata». Aporreó la puerta con los nudillos varias veces.
—Adelante —se oyó una voz que provenía del interior.
El sacerdote abrió la puerta y asomó su figura.
—Soy el padre O´Connor —se presentó.
—Pase, pase. Le estaba esperando.
El sacerdote accedió al interior del despacho. Sólo aquel hombre se encontraba en aquella habitación. El tipo era un espigado hombre de unos sesenta y pico años. Se encontraba sentado detrás de su mesa, firmando unos documentos con una estilográfica. Presentaba el porte de un burócrata. Una especie de administrador de etiqueta. Su indumentaria era la propia de un hombre pudiente, de un alto nivel adquisitivo. Una blusa con una corbata morada, que lucía a juego elegantemente con una americana gris. Llevaba el cabello peinado hacía atrás. El oscuro pelo se tornaba canoso a medida que se aproximaba a los oídos y a la zona de las patillas. Un bigotillo perfectamente recortado y cuidado le daba un aire a lo Valentino, muy italiano. El hombre, a pesar de su edad, daba la sensación de ser una persona que se cuidaba. La estancia se veía impregnada por la fragancia que llevaba, un olor fresco que invadía el lugar y hacía sentirse bien a todos los visitantes. Justo todo lo contrario que el superintendente Facchetti, quien representaba al policía desaliñado que bien pudiera infiltrarse en un grupo de delincuentes comunes gracias a su pinta de matón.
—Siéntese, por favor —invitó al sacerdote a que tomara asiento—. Aún tenemos que esperar a la inspectora Boninsegna.
O´Connor se sentó en una de las cinco sillas que se encontraban cerca de la mesa de reuniones del despacho. Cogió una revista especializada en técnicas policiales científicas que estaba sobre la mesa y la ojeó mientras tanto. Al fondo, un cristal de seguridad permitía observar a algunos miembros de la policía científica haciendo una serie de pruebas. Los sujetos vestían con unas batas blancas y llevaban puestos guantes de goma para no contaminar las muestras y las pruebas que manipulaban.
—El de las gafas es Simone Coppola —rompió el mutismo el italiano al ver que el sacerdote ponía toda su atención hacía la ventana—. Es el jefe del departamento. Él ha verificado todo lo que hemos encontrado en la basílica de San Juan de Letrán. Está con uno de sus ayudantes trabajando en un caso pendiente de asesinato.
El italiano se levantó de su sillón y se dirigió hacía la puerta del despacho. Salió e introdujo unas monedas en la vieja máquina de café que había sobre una mesa y sacó un cortado, corto de leche y con menos azúcar.
—¿Le apetece un café? —se mostró amable con el sacerdote.
—Se lo agradezco, pero en estos momentos no me apetece.
El sacerdote había quedado mudo. Le fascinaba todo ese submundo de misterios y pesquisas sobre crímenes. La investigación era algo que le atraía bastante. Era la manera de poner a prueba sus conocimientos. Volvió su mirada a los objetos del despacho. La dependencia era amplia. Varias fotos del equipo científico se encontraban colgadas en la pared. En ninguna de ellas estaba inmortalizada la figura del hombre que ocupaba el despacho. Una bandera italiana en el rincón contiguo al pasillo. La máquina de agua en el rincón opuesto, cercana al ventanal de cristal desde la que se veía parte del laboratorio. Y un mueble con ocho cajones, con su base superior repleta de dossiers. Varios golpes sonaron en la puerta.
—Adelante —dijo el acompañante de O´Connor.
Un carabinieri de la polizía italiana abrió la puerta.
—Señor, está aquí la inspectora del Servicio de Seguridad del Vaticano —informó.
—Hágale pasar, por favor —ordenó.
La inspectora Boninsegna entró en el despacho. El policía se levantó del sillón y se acercó a ella.
—¡Valeria! ¿Come stai? —expresó efusivamente.
—¡Molto bene, Enrico, molto bene! —dijo la inspectora abrazando al hombre.
El sacerdote asistía a la escena con perplejidad. Al parecer los miembros de los cuerpos de seguridad romanos tenían una relación bastante estrecha.
—¡Il bello Enrico! —piropeó Valeria al individuo.
—Grazie, Valeria —agradeció este.
La inspectora miró al sacerdote.
—Supongo que ya se conocen.
—No, la verdad es que no —negó O´Connor.
Valeria hizo los honores de presentarle aquel tipo al sacerdote.
—Padre, este hombre es Enrico Montolivo, es el Inspector General de la policía italiana de Roma —se dirigió al sacerdote—. Enrico, él es el padre Patrick O´Connor, trabaja para una división extraoficial del Vaticano —presentó al clérigo al inspector.
Los dos hombres se dieron la mano.
—Encantado —dijo el italiano.
—El gusto es mío —le devolvió O´Connor.
—Enrico trabajó con mi padre. Él me ha enseñado todo lo que sé sobre procedimiento y actuación policial. El fue mi predecesor en el cargo de inspector del Servicio Vaticano de Seguridad —apuntó la inspectora.
—¡Así que trabajó usted con nosotros! —expresó con sorpresa O´Connor.
—Si, padre. Solo que debía de dejar espacio para Valeria. Es joven, pero está lo suficientemente preparada para llevar las riendas del Servicio de Seguridad. Yo estoy cercano a la jubilación, estoy mejor aquí —apuntó Montolivo.
El inspector se acercó a su mesa.
—Siéntate Valeria —invitó a la inspectora.
Valeria cogió una silla e hizo un ademán con la mirada al sacerdote para que se arrimaran a la mesa del inspector. Se sentaron y esperaron que se les dirigiera Montolivo.
—Lo que sabemos, de momento, es que no sabemos nada —confesó con seriedad el inspector.
—¿Cómo dice? —interrogó el sacerdote.
—Bueno, en primer lugar, me gustaría que supieran que nos resulta en la policía un poco extraño que El Vaticano pretenda que analicemos y rastreemos una basílica bajo el pretexto del robo de algunos objetos. Particularmente, pienso que hay algo más detrás de todo esto. El Vaticano tiene a sus propios científicos dentro de la Congregación para las Causas de los Santos, pero solo nos pueden haber llamado a nosotros por un motivo. Porque tenemos fichados a los delincuentes comunes de Roma. Al menos eso es lo que entraría dentro de la lógica. Pero la iglesia no mandaría para algo tan nimio a un sacerdote, que es a su vez como un agente de la inteligencia vaticana, que no pertenece a ninguna congregación y que no predica en ninguna iglesia. Sencillamente, no me lo trago. Sé como funciona la Santa Sede. Yo estuve cuando se detuvo a Ali Agca, trabajé conjuntamente con el DISIP para desbaratar la conspiración sectaria en Venezuela contra el Papa, y dirigí el operativo conjunto con la policía filipina para desarticular la «operación Bojinka».
El sacerdote quedó estupefacto ante las revelaciones del inspector Montolivo.
—Así es, padre O´Connor —se dirigió Montolivo al sacerdote— yo fui quien dio el visto bueno para que usted fuera a Filipinas a finales de 1994. Si no mal recuerdo, tuvimos que hacerlo salir momentáneamente de Perú. Si usted está aquí es porque El Vaticano le ha encargado algo más importante que el simple robo de objetos de una de sus basílicas.
—Enrico, tenemos órdenes concretas de la Santa Sede —intentó hacer comprender Valeria al inspector—. No podemos compartir contigo el verdadero motivo. Ya sabes como funciona El Vaticano. Hay cosas que no pueden salir a la luz, porque son contraproducentes.
—Te entiendo, Valeria —aceptó Montolivo—. Es solo que cuando has pasado la mitad de tu vida profesional en el Servicio de Seguridad, no entiendes como la Santa Sede pretende que le ayudes sin que te pongan al tanto de la realidad, es solo eso.
El sacerdote aún no se había quitado de encima el sopor por la sorpresa. Aquel hombre, el inspector Montolivo, a quien no conocía de absolutamente nada, era quien desde la sombra, siempre había confiado en él para mediar en las operaciones más significativas en la protección del Papa. Los parámetros de aquellas misiones, venían de la mano de Montolivo, quien recibía órdenes directas de la curia. Comprendió porque él era un sacerdote especial. Verdaderamente no pertenecía ni estaba adscrito a ninguna congregación. Lo único que sabía es que las misiones y los destinos que tomaba le venían impuestos desde la Secretaría de Estado. Dedujo que Montolivo había sido en aquella época uno de los asesores de seguridad de la Secretaría de Estado, como inspector general del Servicio Vaticano de Seguridad. Él era el peón que utilizaba la Santa Sede para actuar sin oficialidad.
—En cierto modo, puedo entender el secretismo —siguió Montolivo—. Pero si el padre O´Connor está aquí, es que el objeto robado es de un valor que va más allá del arte. Si solo se trata de ladrones de arte, se podría establecer un seguimiento en casas de subasta. En tal caso, en el mercado negro de tráfico de arte, eso no sería ningún problema. Solo bastaría una llamada a Interpol y se establecerían los mecanismos necesarios para dar con los vendedores. Se podría rastrear la obra, el objeto. Pero, ustedes, al igual que yo, sabemos que no es la verdad.
—¿Y tus hombres han encontrado algo, Enrico? —interrogó la inspectora.
—Te lo voy a exponer todo tal y como es, Valeria. Mis hombres llevan casi dos días buscando. Hay miles de huellas, así pues podría tratarse de cualquiera. Si encontráramos las huellas de un delincuente común que tuviéramos fichado saldrían inmediatamente, que no te quepa duda alguna, lo sabes. En dactiloscopia no han dado con nadie. Sencillamente, no tienen nada. Es como buscar una aguja en un pajar. Miles de turistas pasan por San Juan de Letrán al cabo de la semana. Es como intentar localizar un barco que se ha perdido en el triángulo de las Bermudas. Lo que quiera que esté sucediendo, no es obra de un delincuente común. Se trata de un profesional. Si la Santa Sede no me ofrece más datos, tampoco podremos hacer mucho más aquí —concluyó el inspector.
—Si hubiera alguna novedad al respecto, nos vendría bien que nos lo comunicaras, Enrico —pidió Valeria.
—No tengáis duda alguna de que desde aquí colaboraremos con vosotros. Es una lástima que la Santa Sede no tenga más confianza en nuestra discreción. De todas formas, tened mucho cuidado. Estoy seguro que todo esto tiene que ver con lo que ha pasado en la catedral de Santa Sofía. Intenté contactar con el inspector jefe de la policía ucraniana, un tal Lutsenko. No me dijo nada de lo que había pasado, esquivó todas mis preguntas y me insinuó un robo. Eso sí, no tuvo reparos en confiarme que les podía comunicar que en dactiloscopia no habían encontrado nada. Así que ya me diréis ahora que se trata de un insignificante robo. En la televisión, se vio demasiada crispación en torno a la catedral. Al igual que aquí, hay algo que se está ocultando a la luz pública. Seguro que vosotros sabéis lo que pasó allí también —insinuó Montolivo.
La inspectora y el sacerdote se miraron sorprendidos. El inspector no era un hombre fácil de manipular, mucho menos de engañar.
—Estuvimos allí, señor Montolivo —le confirmó O´Connor.
El inspector mostró por fin un gesto de aprobación. Estaba seguro de que tenía razón. El comentario del sacerdote le dio la total confianza de que así era. Entonces, se sintió agradecido por el gesto.
—Gracias, padre O´Connor —le tendió la mano Montolivo.
El sacerdote, sintió que era lo menos que podía hacer por aquel hombre, que aún sin conocerle había puesto su confianza en él en otros momentos. Era como si lo conociera.
—Llámeme Patrick, por favor —le devolvió el gesto.
Los dos hombres se habían levantado para saludarse. Valeria se puso en pié. Se dispusieron a salir del despacho.
—Lo que quiera que sea lo que investigáis, está en buenas manos —dijo a modo de despedida Montolivo.
Valeria comprendió que el inspector estaba seguro de que el sacerdote era un hombre capacitado para resolver la investigación.