«El corazón en paz ve una fiesta en todas las aldeas.»

Proverbio hindú

Martes 22 de Marzo. Arzobispado. Boston, Massachusetts.

El padre O´Connor estuvo aquella mañana visitando el Instituto Tecnológico de Massachussetts y la Universidad de Harvard. Cuando sus quehaceres se lo permitían, se dedicaba a saciar su curiosidad recorriendo todos aquellos sitios donde siempre encontraba un pretexto para desinhibirse, y donde investigaba sobre aquellas cosas que le atraían o interesaban.

Había terminado de recabar toda la información y documentación necesaria referente al caso del cardenal Outlaw y mientras no se le ordenase ningún otro trabajo que realizar, tenía vía libre del Vaticano para moverse de aquí a allá. El fin de semana anterior lo había pasado en el estado de Nebraska. Su ansia por alimentar esa enfermiza curiosidad que arrastraba desde que era un crío, lo había conducido hasta la ciudad de Omaha.

Como si su pasado volviese siempre a buscarle, o de alguna manera buscase su destino, visitó en aquella ciudad la iglesia de San Patricio. El propósito de aquella visita era el de conocer de primera mano los pasos que allí dio un compatriota suyo y que al igual que él, era sacerdote católico. Aquel hombre atendía al nombre de Edward Joseph Flanagan. Había nacido en Roscommon, en Irlanda, en 1886. Flanagan se había trasladado con dieciocho años a Estados Unidos, donde había realizado sus primeros estudios y posteriormente los había continuado en la Universidad Gregoriana de Roma y la Universidad jesuita de Innsbruck, en Austria. En 1914, dos años después de que hubiera sido ordenado sacerdote y siendo diácono en la iglesia de San Patricio, había fundado un refugio para indigentes al que llamó el «Hotel de los Trabajadores». Tres años más tarde, había continuado ayudando en su labor para la rehabilitación de niños y jóvenes con problemas de delincuencia y había fundado la «Escuela para Niños sin hogar».

La historia de Flanagan siempre había apasionado a Patrick. Los acontecimientos de su vida se entrelazaban con la obra de aquel sacerdote. Se sentía identificado con todo aquello que ese hombre había defendido, y de la manera que había entregado su vida para el beneficio de los demás. En algún momento de su vida él se había sentido como alguno de aquellos jóvenes, invadido por las dudas y temeroso de la vida que en su adolescencia estaba llevando.

Aquella escuela fue trasladada por Flanagan unos quince kilómetros lejos de Omaha poco tiempo después. La había rebautizado como la «Ciudad de los Muchachos» y con ella creó una institución cuya seña de identidad fue la apertura a niños y jóvenes, quienes, siendo libres de profesar cualquier religión, la gobernaban. A lo largo de la historia de la Ciudad de los Muchachos, habían sido formados bajo sus paredes miles de jóvenes, y bajo su modelo se crearon otras ciudades similares en otros países. El hecho de que tuvieran cabida todas las religiones en aquellas escuelas era lo que llamó sobremanera la atención a Patrick. Su infancia en Irlanda le había mostrado la cruel realidad del distanciamiento de los hombres por motivos religiosos, del sectarismo entre católicos y protestantes.

Aquella misma mañana, en su visita a la Universidad de Harvard, estuvo buscando información sobre la figura del dramaturgo Eugene Gladstone O´Neill, quien era hijo del célebre actor de origen irlandés James O´Neill, intentando comprender el simbolismo oscuro del ser humano moderno expresado en sus obras, donde representaba al hombre como una víctima de sus circunstancias e incapaz de creer en Dios, el destino o el libre albedrío, lo que según O´Neill hacía al hombre buscar razones externas para explicar su desdicha y a castigarse por sentirse culpable por sus pecados. A lo largo de su adolescencia, Patrick había pasado por alguna etapa donde se había sentido así.Y así se le había escapado la mitad de la mañana, enfrascado en el análisis de aquel autor.

Entre los muros de la biblioteca de Harvard y en el descanso que hizo para tomar café, coincidió con el vicedecano, quien, atraído por la indumentaria de Patrick se presentó y conversó largo rato con él. Éste le se había ofrecido para contarle de primera mano una parte de la historia de la universidad y de un inglés que estudió en la Universidad de Cambridge que había emigrado a Nueva Inglaterra allá por 1637. Aquel inglés se había establecido en Charlestown, una parte de la contemporánea Boston, donde había actuado durante un tiempo como un ministro de la iglesia a pesar de no haber sido ordenado sacerdote. Cuando hubo fallecido, se pudo constatar un año más tarde como el aparente sacerdote había legado los trescientos libros que componían su biblioteca y la mitad de su fortuna al New Town en Massachussetts, lo que ahora se conocía como Cambridge. Para honrar el gesto de aquel inglés, las autoridades, representadas por el Tribunal General de Massachussetts, habían dado a la institución el nombre de Harvard College, lo que en la actualidad se había convertido en la Universidad de Harvard, lugar donde se encontraban conversando el padre O´Connor y el vicedecano. El nombre de aquel generoso inglés era John Harvard.

Como quien no tiene límite para absorber conocimientos, de la universidad, a poca distancia, se desplazó al Instituto Tecnológico de Massachussetts. Allí continuó alimentando sus curiosidades, no dejando de interesarse por las figuras eclesiásticas, informándose sobre el astrónomo y sacerdote belga Georges Lemaître, antiguo estudiante de astrofísica del Instituto Tecnológico.

Patrick siempre había sentido una enorme admiración por aquellos que defendían que la religión no estaba reñida con la ciencia, o viceversa, y le llamaban la atención todas aquellas teorías que partían de hombres que se encontraban, como Lemaître, en una posición intermedia. Estos hombres representaban una clara línea de apertura a nuevas ideas, nuevas concepciones del origen de la humanidad, lejos de las locuras inquisitoriales practicadas por la iglesia en otros tiempos con algunos de los científicos más brillantes del momento. Los fundamentos defendidos por el astrofísico belga versaban en torno a la famosa teoría cosmológica según la cual, la expansión del universo habría comenzado con una enorme explosión de un «núcleo primordial». En Lemaître había influido notablemente la idea de un universo en expansión, que teorizaron antes que él los astrónomos estadounidenses Harlow Shapley y Edwin Hubble, este último descubridor de la estrella Andrómeda. La teoría sería conocida más tarde, como bien sabía O´Connor, como «Big Bang», expresión que había sido acuñada por el científico Fred Hoyle, y había sido desarrollada por el físico nuclear ruso Georges Gamow. Y aquella teoría del «Big Bang» había motivado las discrepancias entre religiosos y científicos a lo largo de los años.

El padre O´Connor se encontraba sentado sobre la cama de su celda en el arzobispado. Acababa de volver del comedor, donde había terminado de almorzar unos instantes antes. Ordenaba el montón de notas tomadas a lo largo de la mañana. Todas ellas ocupaban la mitad de la cama.

La austeridad lógica de la habitación de un sacerdote se confundía con el rincón de suya, dónde a modo de escritorio, se encontraba una pequeña mesa. En ella se encontraba con la parte superior abierta hacía arriba el ordenador portátil del sacerdote, flanqueado por dos pequeños altavoces conectados al mismo del que salía la melodía envolvente de la canción «The song of the sun» de Mike Oldfield, que invitaba a la relajación y le recordaba Irlanda y sus paisajes de montes y roca esculpida frente al mar. Aquello sería ilógico encontrarlo en cualquier otra de las celdas de cualquier clérigo en todo el mundo, pero no en la suya.

Su mesa parecía más bien la de un científico, un burócrata de la administración, o un hacker. Quizás lo último era lo más correcto para describirlo. Parecía un pirata informático al servicio de Dios. Sobre aquella mesa se desparramaban, en torno al portátil, numerosos disquetes y cedés. La mayoría contenían datos sobre investigaciones que había llevado a cabo en los últimos años para El Vaticano. En las etiquetas de los disquetes se podían leer los nombres de diversos documentos obtenidos de la red de internet referentes a noticias difundidas por medios de comunicación de todo el mundo como los periódicos The Independent, Washington Post, Il Messaggero, New York Times, Daily Mirror, Frankfurter Allgemaine, El País, Daily Star, O Globo, L´Osservatore Romano y otros muchos.

Rotulados en los cedés se podían leer los nombres de ciudades como Washington, Lima, Boston, San Salvador y de temáticas diversas como criptografía, psicología criminal, perfiles sociales, simbología, mitología, sectas y sociedades secretas, grupos terroristas y extremistas, psiquiatría, religiones antiguas, sucesos paranormales, espiritualismo, astrología, grupos racistas, esoterismo o arqueología.

Parecía más que un sacerdote, un investigador a la usanza de aquellos que salían a los campos para detectar ruidos extraños en la mitad de la noche o esperan ver algún ovni. Era para El Vaticano lo que el más famoso ufólogo, el doctor J. Allen Hynek, había sido para las fuerzas aéreas norteamericanas. Era el mejor en su campo. Cualquier situación anómala o de preocupación para la iglesia era el pretexto para enviar al padre O´Connor al lugar. Su misión era investigar, evaluar la situación, informar a la Santa Sede y esperar órdenes. Una vez que había recibido las órdenes, era el encargado de resolver la situación, o de «despejar y limpiar», de modo que la iglesia no viera comprometida su imagen. La diferencia con Hynek radicaba en que él nunca sería famoso por su trabajo. Debía permanecer en la sombra. Era un protegido de la Santa Sede. Aunque podía permanecer en alguna iglesia de Belfast como cualquier sacerdote ocupándose de los feligreses, había escogido continuar con su poco reconocido trabajo. Pero no le importaba, pensaba que se lo debía a Dios.

In promptu, cuando estaba sumido en la clasificación de sus notas alguien llamó a la puerta de su celda. Se levantó de la cama y se dirigió a la puerta de la habitación. Abrió ligeramente la puerta y se asomó por la mínima apertura, ocultando así la situación de la habitación y todo lo que en ella se podía ver. A excepción del arzobispo, nadie allí debía saber la función que él representaba dentro de la iglesia. A ojos de los demás clérigos tenía que aparentar ser un simple sacerdote en acogida hasta nuevo destino, pero ya llevaba allí, en Boston, casi tres años.

El secretario del arzobispo permanecía en el pasillo. Patrick se quedó mirándolo esperando algún comentario. El hombrecillo lo miró con modestia y viendo el mutismo del sacerdote, que lo miraba fijamente, acertó a soltar un balbuceo a la vez que tartamudeaba.

—U…unaaa no…no…nota para usted, pa…padre —y tragó saliva.

Patrick lo miró y comprendió que su mirada producía en aquel hombre retraimiento. Es lo que suele pasarle a muchos tartamudos —pensó—, si los miras mientras te hablan se cortan, se atascan. Cogió el sobre que el secretario le había extendido y con un signo de aceptación ofreció una ligera sonrisa para que el hombre sintiera confianza.

—Gracias —dijo escuetamente.

El hombrecillo se alejó por el pasillo con paso ligero. Cuando se escucharon sus pasos al bajar los escalones de la escalera al fondo del pasillo, Patrick cerró la puerta y se sentó en la cama nuevamente.

Observó el sobre durante unos segundos. En el anverso y con tinta de pluma se podía leer: «llamaron a las 12:00 am, hora de Roma». El sobre llevaba el sello y la firma del arzobispo O´Shea. Sin duda alguna, la Santa Sede necesitaba de sus servicios. Por un momento se lamentó de la poca fortuna que tenía. Sólo hacía cuatro días que había terminado con el caso de Outlaw. La ciudad de Boston le gustaba. Se sentía cómodo y además había planificado una agenda de visitas a museos, bibliotecas y otros lugares donde recabar información que ampliaran sus particulares bases de datos y archivos. Abrió el sobre y extrajo de su interior un folio doblado en tres pliegues. Se trataba de un fax con registro de entrada del arzobispado y cuyo encabezamiento coronaban los datos de la Santa Sede con un membrete donde se podía leer sobreimpresionado la palabra «Confidencial», como cabía esperar. Extendió el fax y lo leyó.

Padre O´Connor, tiene que volver a Roma. Esta orden tiene la consideración de «URGENTE». Muestre nuestro agradecimiento a Su Eminencia el Arzobispo Sean Derek O´Shea por las facilidades que nos haya otorgado para la realización de su trabajo. La documentación recabada a lo largo de los últimos meses deberá traerla consigo mediante el procedimiento habitual.

Recoja usted sus cosas y reserve el primer vuelo de la noche para Roma. En el aeropuerto le estarán esperando, allí recibirá nuevas instrucciones.

Angelo Spano

Secretaría de Estado del Vaticano.

Dos horas más tarde, el padre O´Connor ya había realizado las gestiones pertinentes para la reserva del billete para volar a Roma. Se despidió del arzobispo O´Shea, quién lo había acogido en el arzobispado durante dos años y medio bajo las órdenes recibidas de la Santa Sede y con quién había trabado un vínculo de amistad duradera.

O´Shea, cuyo nombramiento se había producido el 1 de julio de 2003, había sustituido como arzobispo al cardenal Outlaw, quien se había visto obligado por la Santa Sede a renunciar a su cargo debido al escándalo que había estado intentando «despejar y limpiar» esos dos últimos años el padre O´Connor.

O´Connor dejó el arzobispado. Portaba consigo una maleta y el maletín donde llevaba los documentos y el portátil. Tomó el taxi que le esperaba en la calle. Una hora y media más tarde, en el Aeropuerto Internacional Logan de Boston, embarcaba en un vuelo con destino a Roma.