«En manos del Señor está el gobierno de la tierra y

él suscita en cada momento el jefe oportuno»

Eclesiástico 10,4.

Viernes 18 de Marzo. Hospital Gemelli. Roma.

Tras cerrar la puerta de la habitación donde se encontraba el doliente, el clérigo se dirigió por el pasillo hacía el ascensor. Con un ademán de la mano, anunció su partida a los hombres del servicio vaticano de la policía italiana de Roma, que se encontraban custodiando los accesos a la planta. Una vez se había abierto el ascensor, se dirigió hacía el vestíbulo que conducía a la salida del Policlínico Agostino Gemelli.

Al traspasar la puerta de salida, un sinnúmero de periodistas que se encontraban apostados en distintos puntos de los aledaños del nosocomio conversando entre sí, se dispusieron a abordarlo al ver su indumentaria.

El prelado aceleró su paso en dirección a un vehículo de color negro, donde un chófer le esperaba con una de las puertas traseras abierta. A la vez que avanzaba, utilizaba el periódico para ocultar su rostro de los flashes de los fotógrafos, evitando también el objetivo de las cámaras de televisión. El tumulto de informadores intentó en vano llegar hasta el. Se introdujo en el vehículo y el chófer cerró la puerta. Los periodistas le hacían preguntas desde fuera, mientras se agolpaban cerca de la ventanilla. Una vez acomodado en el vehículo, el chófer arrancó el motor y se incorporó a la Vía della Pinetta Sacchetti, por donde circulaban otros vehículos, y se alejó del lugar.

En el asiento trasero, el prelado limpiaba sus lentes. Cuando se caló nuevamente las gafas, sacó un teléfono móvil de uno de sus bolsillos y marcó un número de teléfono. Sonaron varios tonos antes de que alguien descolgara.

—Esta es una línea de seguridad del Vaticano, debe usted identificarse. Gracias —se presentó una voz al otro lado.

—Soy el cardenal Winterbaum, deseo hablar con el gobernador, si es posible.

— Espere un momento, Eminencia.

Al cabo de unos segundos de espera, una voz contestó.

—Walter, estaba esperando noticias tuyas. ¿Como has visto la situación? —interrogó el receptor de la llamada.

—No creo que se alargue mucho más, a lo sumo le doy un mes como mucho, Edgard. Siempre ha sido un hombre fuerte, pero está en un estado que se me antoja definitivo. Pueden alargar esta situación por medio de la medicina, pero no creo que le queden fuerzas para poder dirigirse de nuevo a los fieles. A partir de ahora, su palabra sólo podrá ser difundida por su portavoz.

—Pues si estas en lo cierto, Mojarro-Vals tiene una enorme responsabilidad a partir de ahora como director de la oficina de prensa de la Santa Sede.

—Tienes razón, Edgard. No te puedes imaginar la cantidad de televisiones que esperan a las puertas del Gemelli —informó el purpurado.

—De todas formas sería importante que no se filtren a la prensa más datos, Walter. Haré llegar instrucciones precisas a Mojarro-Vals para que utilice los medios de difusión vaticanos de manera que no ofrezca demasiada información sobre los posibles candidatos a la sucesión. Tengo a gente controlando las emisiones del Centro Televisivo Vaticano y de Radio Vaticano, además, hace tiempo incluí a un redactor de confianza en L´Osservatore Romano.

—Bien, pues ya todo consiste en esperar que esto no se nos vaya de las manos. Me ha provocado una inmensa tristeza ver al Santo Padre en el estado en que se encuentra, Edgard. Está extremadamente débil. Al besarle la mano, he podido comprobar como el parkinson se le ha acentuado más si cabe —mostró con una ternura apasionada.

—Era de esperar, tiene ochenta y cuatro años. Bien, Walter, volveremos a hablar, tengo previsto un almuerzo dentro de veinte minutos en el que puede que coincida con Angelo Spano. Hemos de adelantar asuntos sobre los preparativos de lo que se nos viene encima —concluyó.

—Desde luego que sí, el Santo Padre ha marcado una época importante. Hasta pronto Edgard —se despidió.

El coche avanzó presto por la Circonvalazione Cornelia y se incorporó a la Vía Gregorio VII. Al cabo de unos minutos dejó a su izquierda la ciudad del Vaticano y atravesó el puente. Continuó por Corso Vittorio Emanuelle II y giró más tarde a la derecha. Tras haber dejado atrás la Piazza Venecia, unos doscientos cincuenta metros más adelante se detuvo mientras el tráfico se aliviaba debido al colapso producido por la retirada de un vehículo por parte de una grúa. En medio del caos circulatorio que se vivía diariamente en Roma, Winterbaum, desde la ventanilla, pudo contemplar como los turistas se mezclaban entre los ciudadanos de Roma.

En aquella zona de la urbe romana, era habitual ver a numerosos visitantes que se acercaban a contemplar el Foro Imperiali, que estaba situado a tan sólo unos cien metros a la izquierda, y el monumento a Vittorio Emanuelle II, que se encontraba también a unos cien metros aproximadamente, en este caso a la derecha del lugar donde se encontraban. Pasados unos minutos, el coche continuó su marcha y giró hacía la izquierda. Un instante más adelante, se detuvo. El chófer bajó del vehículo y abrió la puerta trasera.

Una vez se había apeado del vehículo, el clérigo inclinó su testa ligeramente a modo de despedida hacía el conductor con un ademán condescendiente y se dirigió hacía el edificio que tenía justo frente a él, el número 310 de la larguísima Vía Cavour, el Hotel Caesar House.