«Dondequiera que se esté bien, allí está la patria.»

Marco Tulio Cicerón

Jueves 17 de Marzo. Día de San Patricio. Boston, Massachusetts.

Desde Bunker Hill se podía disfrutar de la suave brisa atlántica que canalizaba el río Mystic y el este de Boston. Desde aquel collado, se podía regocijar con la inmensidad de la ciudad cuando miraba al sureste y cuando lo hacía la entrada del mar Atlántico a través del puerto interior. La tranquilidad y el sosiego se entremezclaban con el ruido de los motores de los aviones que cada cierto tiempo tomaban tierra y hacían decolaje en el Aeropuerto Internacional Logan.

El hombre del clergyman permaneció de pie un rato contemplando el monumento erigido en las inmediaciones de Monument Square. La suave ventolina agitaba su cabello castaño. Juicioso ya en un banco, el sacerdote hojeaba cachazudo entre las anotaciones de su portadocumentos. Se detuvo al ver un listado. Cogió un pequeño trozo de papel y anotó un número de teléfono que dobló en varios pliegues y guardó en su monedero. Mientras tanto, meditaba en silencio. Desde que tenía memoria, el día de San Patricio suponía en su vida el reencuentro con todo aquello que había servido como pretexto para darle un nombre o para recordarle quien era realmente y de donde provenía.

Detuvo un taxi que pasaba libre por Winthrop St. El automóvil dejó atrás Henley St. Unos minutos más tarde y cuando había atravesado el puente Charlestown, ordenó al taxista que parara. Le dio un billete y sin esperar a que el conductor le diera el cambio, se apeó del vehículo. Se dirigió hacía el puente y observó durante un instante como las aguas de Boston habían sido tinturadas del verde irlandés que arrastraba la corriente hacia el océano.

Sus compatricios habían salido aquel día a contemplar el multitudinario desfile de la colonia céltica más importante de Estados Unidos. En Boston, ser irlandés no significaba ser un extraño, sino todo lo contrario.

Para sus compatriotas, lo habitual era salir después del trabajo a tomar unas cervezas a un buen pub irlandés, con buena música celta, ver a los Celtics en el Boston Garden y, si se podía, disfrutar de una victoria de una de las mejores dinastías de la N.B.A. Muchos de los feligreses treintañeros que se acercaban a escuchar misa le recordaban que cuando eran pequeños sus padres los llevaban a ver como Kevin McHale o Larry Bird les sacaban los colores de vez en cuando a los angelinos Lakers. Ahora conservaban la esperanza de disfrutar con que las actuaciones de Paul Pierce y compañía los llevasen a verlos jugar un final de conferencia al menos.

La mayoría de irlandeses de la colonia de Boston que conocía vivían en las inmediaciones y la periferia de la ciudad. Gente sencilla de los suburbios, que buscaban las zonas más tranquilas para vivir. Siempre pensaba en Belfast cuando la melancolía se adueñaba de sus pensamientos. Habían pasado trece años desde que se ordenó sacerdote en Belfast y hacía un año que no pisaba Irlanda del Norte.

Caminaba por Commercial St. cuando, al pasar cerca de una cabina telefónica, decidió parar y acercarse. Se sacó el monedero del bolsillo del abrigo, lo abrió y extrajo el pequeño trozo de papel plegado. Lo desdobló. Durante unos segundos permaneció de pié. Decidió descolgar el auricular y comenzó a marcar el número de teléfono que había escrito en el papel. A medida que sonaban los tonos de marcación los dedos de la mano derecha se le agarrotaban. Al otro lado del hilo alguien descolgó el teléfono.

—¿Si? —interrogó una voz masculina.

—¿Cardenal Connelly? —preguntó el sacerdote.

—Soy yo. Con quién hablo.

—Preston, soy Patrick.

—Patrick, vaya sorpresa. Hace un año que no tenía noticias tuyas. Desde el funeral, he estado intentando dar contigo. Intenté contactar con el arzobispo O´Shea, pero me dijeron que estarías una temporada desconectado debido a asuntos de importancia.

—Ya, bueno. Verás, necesitaba reflexionar un poco todo lo que había pasado últimamente y tengo bastante trabajo que hacer con respecto al arzobispado. Desde Roma quieren zanjar el tema y darle carpetazo. Ya sabes la importancia que desde allí le dan a lo que los medios han difundido. No quieren que la opinión pública demonice con los asuntos eclesiásticos, esperan que yo limpie cualquier resquicio que les permita hurgar más en las heridas. Boston es una ciudad que me gusta, en Lima terminé un poco hastiado. Supongo que pronto me reclamarán para algo nuevo y tendré que dejar atrás esta ciudad, no creo que me dejen acomodarme aquí. Llamaba para desearte que tengas un buen día de San Patricio.

—Yo también te lo deseo. Patrick, sabes que aquí tienes tu casa. Estaría encantado de acogerte en el arzobispado.

—Ya lo sé, Preston. Pero de momento no tengo pensado volver a Irlanda. Sólo me apetecía saber cómo están las cosas por ahí.

—La verdad es que todo continúa tranquilo. La policía no ha averiguado nada nuevo y la casa de Dublín está cerrada. Desde que la cerraste, yo no la he vuelto a abrir, aunque tengo pensado pasarme por allí el lunes próximo. En Belfast, el capellán Desmond le echa un vistazo de vez en cuando a tu casa. Todo sigue en orden, Patrick.

—Gracias, Preston.

—Sabes que estaré para lo que necesites.

—Ya te llamaré. Hasta pronto —se despidió el joven clérigo.

—Cuídate, Paddy —concluyó cariñosamente Connelly.

Mientras caminaba, meditaba si su vida tenía sentido. Si todo aquello que había emprendido había servido para algo o para que alguien se hubiera sentido mejor. La reminiscencia del funeral le golpeaba la mente. Una imagen triste de unas exequias, como otras tantas de las que se celebraban en cualquier lugar del mundo. Sacerdotes, ataúdes, cadáveres, los familiares más allegados. El coche alejándose de aquel frío lugar, con él dentro, sólo, del mismo modo que había llegado. Le había dicho a su protector que necesitaba estar solo, y que ya lo llamaría cuando se sintiese mejor. Desde entonces había transcurrido algo más de un año, sin embargo cualquier vestigio de que su ánimo hubiese mejorado no era más que un burdo rumor en su psique.

El festejo era ruidoso y los papelillos cubrían las cabezas de los miembros del desfile. Gaitas en honor al padre de la patria. La tradición del pueblo irlandés reflejada en una procesión sonora atravesando una de las urbes más importantes de Estados Unidos, mostrando su orgullo.

Miró al firmamento durante unos segundos y escuchó el tumulto que procesionaba en algún sitio cercano de la ciudad. Después esbozó una tímida sonrisa. Una sonrisa que no podía ocultar la melancolía que le evocaban los recuerdos más tristes, la desgracia que había sesgado todo aquello que tanto amaba. El multitudinario desfile era una marea verde humana que atravesaba Boston al ritmo de la música y las tradiciones celtas. Rememoró los viejos momentos familiares en Belfast.

—Caminar relaja el espíritu —se dijo.

Comenzó a caminar y recorrió el cuarto de kilómetro que le separaba de la Old North Church por Hill St. A su llegada a la iglesia se encontró con el padre Wood en la entrada despidiéndose de unos feligreses.

—¡Patrick, como siempre llega usted a las reuniones con puntualidad británica! —saludó el sacerdote.

—¡Irlandesa! Con puntualidad irlandesa, padre —le replicó con ironía Patrick.

—Pues hoy tendrá prisa, supongo.

—No se preocupe, Travis. Cuando terminemos de hablar de nuestros asuntos divinos me esperan unos amigos en un pub para otro tipo de reunión. Allí honraremos a San Patricio en compañía de unas buenas pintas Guinness. Ahora, espero que me facilite usted toda la documentación concerniente al cardenal Outlaw que pudiera quedarle en sus archivos. En El Vaticano si que tienen bastante más prisa que yo por cerrar de una vez todo este lío.

—Por favor, acompáñeme al despacho —invitó el obesoWood cortésmente.

Los dos hombres atravesaron el interior de la iglesia hasta llegar al habitáculo que se encontraba al fondo. Una vez allí, Wood, con un ademán apoyando la palma de la mano sobre la espalda del sacerdote lo invitó a pasar al interior del despacho.

—Tome asiento, padre O´Connor. Desde luego siempre le tocan a usted los asuntos más escabrosos. Si sigue así lo ordenarán cardenal antes de cumplir los cincuenta.

—Actuar de abogado del diablo cuando lo que se predica es la palabra de Dios no es fácil, Travis, pero hasta Jesucristo hubo de expulsar a los mercaderes de su templo.

—Tiene usted razón, Patrick, pero para mi entender se trata de una comparación bastante abominable, no cree.

—No se preocupe padre Wood, nunca me beatificarán por el trabajo que me ha tocado desempeñar en la iglesia, sólo es una forma de redimirme ante Dios por el perdón que me ha otorgado por los errores que en esta vida haya podido cometer. Y ahora, si no le importa, continuemos con nuestros asuntos.

El padre Wood se dirigió hacía un anaquel lleno de libros y carpetas. De entre el libro de misas y el leccionario cogió una carpeta con un membrete en el lomo donde se podía leer «Documentos / Arzobispado», y lo depositó sobre la mesa del despacho. A continuación cogió un dossier de una de las bandejas de documentos de su mesa y se la extendió al joven sacerdote.

—Desde luego es usted un hombre misterioso padre O´Connor. Aquí tiene, le he preparado todo lo que me pidió. Este es un listado con todos los documentos con registro de entrada procedentes del arzobispado. Como puede ver, están debidamente fechados. La carpeta contiene todos los documentos concernientes a la etapa del cardenal Outlaw como arzobispo de Boston. Parece que desde El Vaticano se están desmarcando de Outlaw, no cree.

—El destierro es más llevadero cuando lo cumples en Roma. No creo que al cardenal Outlaw le haya afectado demasiado. Su nombramiento como arcipreste de la basílica de Santa María La Mayor le habrá sentado como un bálsamo. Lo han alejado del problema unos seis mil seiscientos kilómetros y desde Roma lo pueden controlar desde cerca. Con total honestidad, Travis, no creo que se estén desmarcando de él, más bien le están haciendo un férreo marcaje.

Los dos clérigos estuvieron a lo largo de una hora repasando la documentación e intercambiando sus impresiones en torno a la figura del hombre que había ostentado hasta no hacía mucho la dirección de la archidiócesis bostoniana.

Finalmente el padre O´Connor obtuvo todo lo que había venido a buscar y se marchó.