«Allí donde Dios tiene un templo, el demonio suele levantar una capilla.»

Robert Burton

Sábado 16 de Abril. El Vaticano. Roma.

Habían pasado las cuarenta y ocho últimas horas con las mentes vagando de un pensamiento a otro. La inspectora Boninsegna miraba de un lado a otro con la visión perdida en las paredes de aquel pasillo. El psiquiatra permanecía sentado a su lado, mientras Facchetti caminaba de un extremo al otro del pasillo, intentando matar el aburrimiento. El padre O´Connor, de pié, apoyado en la pared, no dejaba de darle vueltas a la investigación. Empezaba a tener muy claro que el final se acercaba. El juego de los acertijos había sido muy edificante y estimulante, pero el final de los mismos, con la muerte como escena culminante, no era precisamente el final feliz que esperaba que se diera en aquella historia.

Desde el principio, Asmodeo había marcado sus pasos, los había señalado claramente. Cuando les dio entrada en su juego, se exponía a que descubrieran su plan. Pero, lejos de desbaratarlos, solo habían conseguido asistir a la representación como meros espectadores de una tragedia que tenía visos de completarse. Ya no se podía dudar de la inteligencia de ese hombre. Pero tampoco se podía dudar de que, todo lo que estaba ocurriendo, iba más allá de la simple ira de un infiel que busca la sangre de la iglesia católica.

Aunque no pudieran comunicarlo a la Santa Sede, estaba claro que el asesino estaba siendo ayudado desde El Vaticano. Esa era la hipótesis que manejaban. Si estaban en lo cierto, el complot de los paganos se trataría de una burla con un objetivo claro, el acceso al trono del Vaticano por parte de un cardenal muy ambicioso. Pero confiaban en que más temprano que tarde, descubrirían la identidad de los implicados y desmontarían la trama. La inspectora observó al sacerdote.

—¿De qué cree que estarán hablando ahí dentro? —preguntó.

—No sé. Supongo que lo de Mancini ha sido un plato bastante difícil de digerir. Al parecer era uno de los preferidos para la sucesión de Juan Pablo II —contestó O´Connor.

El superintendente se acercó hacía donde se encontraban.

—Llevamos más de media hora esperando. Voy a ir a tomar un café. Tardo cinco minutos.

Facchetti se alejó por el pasillo. Ninguno se atrevió a negarle que fuera a tomarse el café. El joven tenía cara de no haber dormido mucho las últimas dos noches. Diez minutos más tarde, el superintendente volvía.

—¡Si llego a saber esto, me traigo la biblia para leérmela! ¡Seguro que me daba tiempo! —expresó con ironía al ver como aún esperaban.

—Tiene razón —se posicionó favorable Boszik—. El café le mantendrá despierto. Ha sido un error. Si no se lo hubiera tomado, le hubiera dado tiempo a dar una cabezadita.

—¡Joder! —blasfemó el superintendente—. Me he tomado tres expresos. Ya no hay quien me duerma.

Al cabo de un momento, el padre O´Connor miró a sus compañeros.

—Acerquense —les pidió.

Se aproximaron al sacerdote, que al parecer quería comentarles algo en secreto.

—Recuerden mantener en secreto lo que vimos en las catacumbas, podría irnos la vida en ello —les advirtió.

Los miembros del Servicio Vaticano de Seguridad y el doctor húngaro asintieron sus cabezas con aceptación. Sabían el absoluto grado de certeza de las afirmaciones del sacerdote. En ese preciso momento la puerta de la Secretaría de Estado se abrió. Del interior del despacho salió el gobernador Zokora, quien llevaba varios documentos bajo el brazo.

La inspectora se puso firme sobre el asiento, intentando disimular la apatía que la había embargado durante la última hora. El cardenal Zokora se aproximó hacía ellos y se detuvo.

—Inspectora Boninsegna —saludó el purpurado.

—Eminencia —le devolvió el saludo.

El gobernador se puso serio y miró a cada uno de ellos.

—Seré totalmente franco. La Secretaría de Estado está muy preocupada por los sucesos que están aconteciendo. Hoy me han hecho llamar para comunicarme los últimos acontecimientos. No pongo en duda sus aptitudes. Cada uno de ustedes, son en su campo personas muy profesionales.

—Hacemos lo que podemos, Eminencia —se lamentó el sacerdote.

—Ya sé que hacen todo lo posible para detener esta conspiración pagana, pero a todas luces no es suficiente —lanzó la sentencia—. Si todo lo que sabemos sobre los planes de ese asesino es cierto, solo le falta un asesinato para culminar su obra. Los tres cardenales que ha matado, formaban parte de la terna de favoritos para la elección del nuevo pontífice. La prensa se nos puede echar encima si se descubre que no estarán en el cónclave. La Secretaría de Estado está estudiando la manera de desviar a la prensa, de no levantar las sospechas. A la finalización del cónclave, tendrán sustitutos en las archidiócesis que gobernaban. Pero la Santa Sede no se puede permitir un nuevo asesinato. Los cardenales, entre los que me incluyo, tienen miedo. No saben lo que está pasando, pero intuyen que no todo va bien. Echan en falta a los tres fallecidos. Muchos de ellos iban a repartir sus votos entre ellos. No es precisamente el clima que el próximo cónclave necesita.

—Podría posponerse. Protegeríamos a los cardenales hasta que consiguiéramos dar con el asesino —propuso la inspectora—. Nuestras investigaciones nos hacen pensar en algunas teorías, pero por desgracia, si abrimos la boca y decimos lo que pensamos que quizás podría estar pasando algunos de nosotros nos podríamos estar jugando nuestro puesto y, personalmente, tengo la certeza de que hay que está esperando el más ligero desliz para hacerse con mi puesto —sentenció con rotundidad.

El cardenal Zokora miró con cara de pocos amigos a la mujer.

—Usted no sabe lo que dice —la reprendió—. Y además, la iglesia católica no puede permanecer sin su guía.

—Si, pero si nos dieran un poco más de tiempo, podríamos dar caza a ese hombre —insistió Valeria.

—Eso es imposible —negó Zokora—. La Santa Sede establece un calendario para estos casos. Es cuestión del protocolo que siempre se ha seguido. No se puede cambiar. Después de la muerte del Pontífice, se disponen de entre quince y veinte días para iniciar el cónclave y elegir un sucesor.

—Pero aún no hay fecha —recordó Facchetti.

—Si que la hay —confirmó el gobernador—. Desde esta misma mañana. Así se ha decidido.

—¿Cuándo será, Eminencia? —preguntó el padre O´Connor.

—El director de la oficina de prensa de la Santa Sede ha informado a los medios de comunicación del horario y los detalles del cónclave. Mañana los cardenales nos reuniremos en la Casa de Santa Marta para la cena. El lunes dará comienzo el cónclave.

—¿Pero qué pasara con los votos de los cardenales ausentes, Eminencia? —preguntó de nuevo el sacerdote.

—Mojarro Vals ha confirmado la presencia de los ciento quince cardenales de cincuenta y dos países que cumplen la norma de edad para participar en el cónclave, donde se reunirán para elegir al doscientos sesenta y cuatro sucesor de Pedro. Lógicamente, no sabe nada de las muertes de los tres cardenales. Como podrán entender, ya se le explicará los motivos de dichas ausencias convenientemente para que no cometa ningún error. Eso es algo de lo que ustedes no deben de preocuparse.

—¡Estamos ante un lío mayúsculo, increíblemente retorcido! —se manifestó profundamente preocupado el psiquiatra.

—La verdad es que si, doctor Boszik —se mostró tenso el purpurado—. Es una de las crisis más importantes que ha vivido la Santa Sede en toda su historia. Si esto sale a la luz pública, seremos la comidilla de los medios de comunicación. Puede crear un estado de caos entre los feligreses. Sería contraproducente si llegase a suceder —explicó el gobernador.

—¿Pero qué podemos hacer, Eminencia? —pidió consejo el padre O´Connor.

—Hagan lo imposible, Patrick. Remuevan cielo y tierra si es preciso, pero den con ese adorador de serpientes y deténganlo. Usted ya ha sacado adelante otras situaciones similares. Sabe de lo que le hablo. Pero esta vez, la Santa Sede está decepcionada, es la primera vez que usted no es capaz de resolver lo que se le ha encomendado.

La inspectora observó al sacerdote. Pudo vislumbrar en el una expresión de tristeza con la que se identificaba. Todos ellos se encontraban en la misma situación que el clérigo.

—A todos nosotros nos está resultando difícil dar con la solución a este conflicto, gobernador. Todos estamos en el mismo barco —defendió a O´Connor.

—No les niego su tesón. Pero como ya les he dicho, hagan lo imposible por detener a ese hombre. El futuro de la casa de Dios está en juego —concluyó Zokora.

El gobernador dio por concluida la charla y se retiró. A medida que se iba alejando el cardenal, se miraron con cara de circunstancias. Una vez que el gobernador no se divisaba al final del pasillo, la inspectora se dirigió a sus acompañantes.

—Tengo a mis hombres vigilando las dependencias del Vaticano. El comandante de la Guardia Suiza y yo hemos puesto en marcha un plan de vigilancia conjunta. A menos que un cardenal se deje ver demasiado, Asmodeo no debería tener oportunidad alguna de acabar con ninguno de ellos. A cada uno de los cardenales que puedan salir a la ciudad, le seguirá como si fuese su sombra un agente del Servicio de Seguridad de incógnito. La vigilancia será total. Deberíamos pensar en la figura que nos falta, «el justo». Puesto que Mancini ha sido enterrado, debemos descartar la «tierra» como elemento para el asesinato del siguiente cardenal. Eso nos deja sólo el «agua». Algunos de mis hombres están a la expectativa de lugares como la Fontana di Trevi y otras fuentes por si se le ocurriese a Asmodeo llevar a cabo su acción en alguno de esos lugares. Mientras los cardenales ronden las dependencias del Vaticano, tendremos un control total sobre ellos.

—Bien, volvemos a su despacho entonces —dijo el doctor Boszik.

—No —negó la inspectora—, les propongo que pensemos por separado. Como se suele decir, liémonos la manta a la cabeza y busquemos una solución para todo este embrollo. Que cada uno vuelva a su residencia, necesitamos descansar. Si algo extraño sucediera, mis hombres me avisarían. Sólo nos falta un día para que los cardenales se encierren en la Casa de Santa Marta. Tenemos que aguantar. Mañana por la noche le será prácticamente imposible a Asmodeo culminar sus propósitos y nosotros le estaremos esperando.

—Me parece bien —asintió el húngaro.

Caminaron por el pasillo dejando atrás el despacho de la Secretaría de Estado vaticana.

—¿Patrick? —se dirigió Valeria al sacerdote.

—Si, está bien. Puede que sea lo mejor.

—¿Se encuentra bien? —volvió a preguntarle la inspectora.

—Si. Es solo que este caso me está absorbiendo el cerebro por completo.

—No se deje afectar por las palabras del gobernador Zokora. Usted hace lo que puede, igual que todos nosotros. La Santa Sede deberá agradecerle al final sus esfuerzos. Estoy totalmente segura de eso —animó al sacerdote.

—Créame, Valeria, mi trabajo siempre ha quedado bajo las sombras de lo irreconocible. Este caso no será una excepción. Solo Dios puede agradecérmelo con su misericordia.