«La arena del desierto es para el viajero fatigado lo mismo
que la conversación incesante para el amante del silencio.»
Proverbio persa
Domingo 10 de Abril. San Giovanni in Laterano. Roma.
La basílica de San Juan de Letrán, reconstruida en dos ocasiones, en los siglos XVII y XVIII, era conocida como la catedral de Roma, «la iglesia de los Papas». Se trataba de un baptisterio de principios del siglo IV que, al igual que los mausoleos y los llamados «martirya» —restos sepulcrales de mártires—, habían sido construidos de forma centralizada, para que su pila bautismal fuera visible desde el claustro y las naves laterales que circundaban al altar. El magno edificio, que había sido devastado por un incendio siglos atrás, renació de sus ruinas gracias al empeño de Martín V, el Papa Colonna. En su reconstrucción, se habían utilizado materiales que se habían despojado de algunas iglesias y edificios imperiales de la ciudad, tales como mampostería, paneles decorativos, tejas de bronce y columnas. Se le había construido un nuevo techo de madera y un magnífico piso entarimado. Las pesadas puertas de bronce y la enorme pila de pórfido habían sido traídas de los baños de Caracalla.
El cardenal Mancini se encontraba arrodillado a los pies del altar, frente al ábside. Permanecía arrodillado y miraba el retablo pensativo. Era uno de los miembros de la Comisión para el Patrimonio Cultural de la iglesia. Además, también pertenecía al Pontificio Consejo para la cultura. Aunque se encontraba en la basílica por otras cuestiones. Aquel lugar, la iglesia de los Papas, era el lugar habitual que solía escoger el turinés arzobispo emérito de Milán para rezar en sus visitas a Roma, siempre que tenía ocasión, aprovechando las reuniones de la curia.
Los turistas, que aprovechaban las horas de puertas abiertas para observar el interior de la basílica, paseaban caminando sobre los suelos decorados con losas de mármol y contemplaban la ornamentación rica en mosaicos y frescos, las cortinas y el suntuoso altar decorado en oro y plata, donde podían observar con sorpresa frente a el, al anciano purpurado, lo que delataba su cargo de cardenal. No era habitual que los turistas se encontrasen ante la pose de uno de los ministros vaticanos en la ciudad, aún menos rezando en latín.
La legendaria basílica, era también conocida por haber albergado varios siglos antes, los antiguos lienzos murales que habían decorado las paredes de su nave central, los cuales fueron encargados a Gentile de Fabriano. A Fabriano, le habían ayudado también en la restauración Vittore Pisanello, Belilacqua de San Severino y Fra Angélico da Fiésole. Los murales que había acogido bajo sus muros, que representaban la vida de San Juan Bautista, sufrieron las inclemencias de la fuerte humedad, aunque aún habían sido reconocibles hasta el año 1450. Los mosaicos que había albergado la basílica, habían enriquecido sus paredes, tal y como habían hecho otros de diferentes periodos en otras basílicas, como San Pablo Extramuros, Santa María la Mayor o Santa María in Trastevere.
Asmodeo, observaba desde una de las naves laterales al orador cardenal, mientras fingía tirar instantáneas con una cámara fotográfica Nikon, bajo la apariencia de un turista ensimismado con el edificio.
En la construcción, también había dejado su huella Francesco Borromini, quien había trabajado a las órdenes de Bernini en la talla del baldaquino de San Pedro, y se convirtió en rival del escultor. Borromini, que había heredado de su padre el oficio de cantero, también había participado en la construcción de la basílica de San Pedro bajo la dirección de Carlo Maderno, quien lo había nombrado supervisor de las obras en el Vaticano y en el Palacio Barberini. Borromini fue uno de los responsables de las remodelaciones que acusó la basílica paleocristiana de San Juan de Letrán, a mediados del siglo XVII, y acabó con el estilo primitivo de esta para convertirla en un templo barroco.
Asmodeo seguía observando. Comprobaba como muchos de los visitantes ya se habían marchado. Sólo un grupo de japoneses permanecía rondando cerca de allí. Se descolgó de la espalda la mochila y la abrió. Metió la cámara fotográfica y sacó de su interior su pistola, una vieja Mágnum del calibre 48, a la que le enroscó un silenciador. Aprovechó para acercarse mucho más al cardenal. Este rezaba invocando la presencia del Espíritu Santo para que asistiese el alma del difunto Papa Juan Pablo II, mediante el cántico eclesiástico del Veni Creator.
Veni, Creator Spiritus,
mentes tuorum visita.
Imple superna gratia quae
tu creasti pectora.
Qui diceris Paraclitus,
Altissimi donum Dei,
fons vivus, ignis,
caritas,
et spiritalis unctio.
Tu septiformis munere,
digitus paternae dexterae,
tu rite promissum Patris,
sermone ditans guttura.
Accende lumen sensibus
infunde amorem cordibus,
infirma nostri corporis,
virtute firmans perpeti.
Hostem repellas longius,
pacemque dones protinus,
ductore sic te praevio,
vitemus omne noxium.
Per te sciamus da Patrem,
noscamus atque Filium,
teque utriusque Spiritum
credamus omni tempore.
Deo Patri sit gloria,
et Filio qui a mortuis surrexit,
ac Paraclito in saeculorum saecula.
Amen.
Mientras tanto, el asesino seguía acercándose con el mayor de los sigilos. El anciano rompía el silencio sepulcral con sus oraciones. Era lo único que se escuchaba ya en aquel lugar, donde en otros tiempos, había trabajado uno de los ilustres genios de la música italiana, el compositor renacentista oriundo de Palestina, —al sureste de Roma—, Giovanni Pierluigi da Palestina, que había trabajado tanto en Santa María la Mayor como en San Juan de Letrán. El músico trabajó en la basílica a mediados del siglo XVI, e impregnó su música del espíritu místico de la iglesia.
En ese instante, el único momento místico que se viviría sería el miedo de un cardenal ante la amenaza de un despiadado asesino. El cardenal se puso en pié, se persignó, y entonces, notó en su costado un bulto duro que le apretaba.
—No quiero organizar ningún escándalo, así que no me obligue a disparar —advirtió Asmodeo.
El asesino, con su pistola envuelta en el bolsillo de la cazadora, presionaba con fuerza el arma sobre el lado derecho de la parte alta de la cintura del cardenal.
—¡Per l´amore di Dio! —declamó en italiano el anciano, a la vez que elevaba las manos sobre los codos como si fuera un delincuente al que han detenido—. Esta es la casa del Señor.
—Por eso hay que limpiarla —se mostró irónico el mercenario.
—¿Qué es lo que quiere? —preguntó angustiado el prelado.
—Obedezca en todo momento lo que le diga y no monte el numerito. Si se porta bien, saldrá con vida de aquí. Ahora camine hacia la entrada de la basílica, yo iré detrás de usted. Y baje las manos, si no, llamará la atención.
Mancini caminó con paso pausado hacía el lugar que le había indicado Asmodeo. Atravesaron la nave central del edificio y se aproximaron al atrio.
—Pare un momento —ordenó Asmodeo cuando estaban a punto de traspasar la puerta—.
El cardenal paró e intentó girar su cuerpo.
—Parece que no me ha entendido. He dicho que pare, no que me mire —le recriminó el asesino—. Cuando traspase el pórtico, quiero que observe el exterior. Si ve algún policía, rásquese la cabeza. Si no ve a ninguno, quiero que se dirija hacía la Viale Emanuele Filiberto. Al llegar a la esquina busque un Range Rover negro con los cristales oscuros. Cuando lo haya visto, párese a la altura de su puerta trasera. Esperará a que yo la abra. Una vez entre, se colocará este pañuelo negro —se lo entregó en una mano— y se tenderá bocabajo sobre el asiento trasero. Si se le ocurre hacer alguna señal a alguien, cometerá el mayor error de su vida. Si no hace ninguna tontería, evitará que le pegue un tiro en medio de la calle. Espero haber sido lo bastante preciso. ¿Ha entendido todo lo que le he dicho? —interrogó.
—Si —contestó escuetamente el anciano.
—Pues ya está usted andando.
El cardenal Mancini atravesó el nártex —nombre arquitectónico que se le daba al pórtico— y salió a la puerta. Asmodeo permaneció estático observando. El anciano detuvo sus pasos, miró los alrededores de la basílica durante unos segundos. A continuación, comenzó a caminar. Asmodeo lo siguió varios metros atrás, guardando las preceptivas distancias pero sin dejar de vigilar sus movimientos. Un par de minutos más tarde, el anciano cardenal esperaba a espaldas del asesino en el lugar donde se encontraba estacionado el todoterreno.
Asmodeo abrió la puerta trasera y el cardenal se introdujo en el vehículo. Seguidamente, el mercenario abrió la puerta del conductor y miró por el espejo retrovisor. El anciano, tal y como le había dicho, se apretaba el nudo del pañuelo negro que se había puesto tapándose los ojos. Después, se recostó sobre el asiento. Asmodeo abrió la mochila y extrajo de ella una amplia tela que extendió sobre el cuerpo del cardenal, tapando por completo el asiento trasero.
—Lo ha hecho muy bien. Ahora no se le ocurra gritar ni hablar. No lo estropee —advirtió.
El cardenal permaneció en silencio. El mercenario puso en marcha el motor del vehículo y se alejó del lugar.
Si alguna vez pensó en escapar, el cardenal inmediatamente tuvo claro que ese hombre no dudaría en hacer lo que le había dicho que haría. La voz del desconocido raptor le pareció la de una persona que no duda en sus acciones. No había mostrado nerviosismo. Había actuado con una calma sobrecogedora y no le había elevado la voz en ningún momento. Estaba claro que no se trataba de un delincuente común. Contuvo su respiración, y evitó el pánico pensando en que Dios no permitiría que le ocurriese nada. Dominó su miedo, a pesar de que sentía una mezcla de sensaciones que se contradecían. Había hecho todo lo que le había ordenado para no provocarlo, aunque le hubiera resultado muy fácil gritar en medio de la calle. Había conseguido de esta manera sobrevivir. Pero también pensaba que, si la muerte se acercaba, quería morir de forma digna, sin miedo, sin resistencia y sin forcejear con ese hombre. Un anciano como él, no tendría nada que hacer contra un hombre que parecía joven y fuerte, que además, llevaba una pistola con la que podría quitarle la vida fácilmente.
El vehículo continuaba su travesía. Asmodeo miraba de vez en cuando hacía el asiento trasero, a través del espejo retrovisor. Todo marchaba según lo había previsto. Nadie podía pararle.