«Soy un hombre. Por consecuencia, todos los diablos residen en mi corazón.»
Gilbert Keith Chesterton
Lunes 28 de Marzo. Hagia Sophia. Kiev Horas antes.
Eran las 17:30, hora de Kiev, cuando Asmodeo entró en la catedral de Santa Sofía, uno de los centros religiosos más famosos de la historia antigua de Ucrania. Se aseguró de que nadie lo había visto entrar y clausuró la pequeña puerta por donde había entrado. Arrastró el escuálido cuerpo del conserje —a quién había golpeado fuertemente por la espalda hacía un par de minutos— y lo apoyó sobre un rincón. Comenzó a andar con sigilo para evitar que se notara su presencia.
A pesar del paso de los siglos la catedral se conservaba en muy buen estado. Se le conocía también como la Hagia Sophia de Kiev. Asmodeo sabía que allí encontraría en ese momento a Andrej Naworski. El cardenal Naworski era un enamorado del arte, en especial y debido a su condición, del arte religioso.
La catedral databa del siglo XI pero había sido casi restaurada en su totalidad durante los siglos XVII y XVIII. El edificio había sido declarado como patrimonio de la humanidad por la UNESCO en 1990. Pero en el momento actual había sido convertido en un museo.
Naworski había advertido de su intención de visitar la catedral, por lo que las autoridades eclesiásticas de Kiev cerraron las puertas durante aquella tarde para la visita del cardenal. Se trataba de la catedral más antigua del país y tenía gran fama debido a los frescos y los mosaicos que tenía en sus dependencias, lo que atraía tremendamente al prelado a visitarla. Ya la conocía, pero gustaba de visitarla de vez en cuando, ya que pensaba que las obras que contenía merecían un cuidado especial, y que en el caso de deteriorarse, había que restaurarlas con presteza para preservar la esencia del momento durante el que habían sido realizadas. Aquel santuario era considerado como un lugar sagrado por la iglesia ortodoxa rusa. Y el cardenal Naworski, que era católico, defendía el nexo de unión entre la ortodoxia y el catolicismo a través de las imágenes que probaban la fe en Dios.
Naworski, que era ucraniano, había sido consagrado en Cracovia como obispo de Lambesí y había recibido la púrpura cardenalicia hacía cuatro años. Sin embargo, era cardenal mucho antes de saberlo, ya que había sido nombrado cardenal «in pectore» por Juan Pablo II diecisiete años antes. El cardenal se encontraba observando detalladamente uno de los frescos cuando Asmodeo lo divisó desde un rincón cercano. Se ocultó cuando el prelado intuyó su presencia y miró hacía aquel lugar.
—¿Hay alguien ahí? —preguntó.
Nadie contestó. Un silencio sepulcral envolvía las estancias catedralicias. Solo los pasos torpes del anciano cardenal rompían el sepulcral sonido de la nada. Se acercó hasta un mural y apoyado en su bastón lo contempló durante un rato.
Asmodeo pasó por detrás de las columnas colindantes, rodeando al anciano hasta colocarse justo detrás de la columna, que éste tenía justo detrás. Cuando el cardenal notó el leve ruido de las suelas de los zapatos de Asmodeo, que se acercaba con sigilo por su espalda, ya era demasiado tarde. No le había dado tiempo a girar el cuello, cuando notó un golpe en la cabeza. Inmediatamente, sintió como se desvanecía y su cuerpo perdía el equilibrio. Segundos más tarde notaba como unas manos apretaban fuertemente sus tobillos y lo arrastraban. Yacía tendido sobre el mármol del suelo de la catedral, cuando escuchó el ruido de líquido que se desparramaba a su alrededor. Su olfato delataba que el olor que desprendía no era suave. Era un olor fuerte. Notó como le calaba a través de sus vestiduras. Sintió como se mojaban sus piernas y sus brazos, el pecho y, finalmente, la cara también. Entonces abrió ligeramente los ojos. Frente a él, un hombre envuelto en su abrigo de piel, cubría su cuello con una bufanda y tapaba su cabeza con un gorro típico para apaciguar el frío de Kiev. No acertaba a reconocer al individuo. Bajó su mirada hacía las manos de ese hombre y observó como portaba en su mano diestra un cuchillo de carnicero. En la mano izquierda, un cigarrillo desprendía el humo que manaba de la combustión del mismo. A sus pies se encontraba una especie de bidoncito de latón en el que posiblemente cabrían unos cinco litros de líquido. Asmodeo se llevó el cigarrillo a la boca y dio una intensa calada.
—¿Quién es usted? —preguntó dolorido aún por el golpe el cardenal Naworski.
—Soy el ángel que viene a liberarle de sus desdichas, Andrej —contestó Asmodeo, mientras sonreía—. Tomó una de las manos del cardenal y la acarició con la suya enguantada.
—No puede usted estar aquí, ¿que es lo que quiere? —balbuceó de mala manera el cardenal.
—Quiero enseñarle al mundo el rumbo que debe tomar —le replicó el desconocido—. Y entonces, de dos certeros tajos le cortó las muñecas al cardenal. Comenzó con la izquierda y después lo hizo con la derecha.
Los alaridos de dolor del cardenal se ahogaban en la inmensidad del templo. Con una inquebrantable frialdad, Asmodeo se sentó y contempló como el cardenal se iba desangrando. Comenzó a silbar la melodía de la canción «Purple Haze» de Jimi Hendrix.
Entre el dolor y la angustia, el cardenal reconoció el olor que impregnaban sus vestidos. Era gasolina. Comprendió lo que iba a pasar. Miró al usurpador y vislumbró en sus ojos insensibles la figura de quien no tiene compasión. Miró al suelo, a ras de su cabeza, y le pareció ver unas líneas en el mármol echas con pintura negra. Tocó con las yemas de los dedos de su mano izquierda una línea y la pintura fresca se incrustó en las yemas de sus dedos. Unas velas encendidas lo rodeaban a su alrededor. A continuación, vio como aquel hombre daba una última calada a su cigarrillo. Y entonces lo lanzó donde estaba el prelado.
El alarido del anciano se ahogaba entre el humo y el hedor a carne quemada que se desprendía de su cuerpo. El cardenal se retorcía de dolor entre las llamas. Sólo duró un par de minutos. Y allí quedó el cuerpo abrasado de Naworski, el cuerpo que había estado envuelto de solemnidad religiosa ya no era nada porque nada era ya aquel que yacía ya en esos momentos muerto. El cuerpo inerte se seguía quemando, pero ya solo era un trozo de carne sin sentimientos, sin resistencia.
Asmodeo contempló su obra. Su rostro no expresó ni un solo gesto de arrepentimiento. Era un soldado. Observó el mural que tenía frente a él. Se confundía con el humo negro que provenía de debajo. Aquella escena representaba la confirmación de las peores creencias supersticiosas. El mundo contemplaría las escenas del pasado más remoto del paganismo. Aquellos tiempos en los que el ser humano todavía vivía como un animal. El ser humano no adaptado a su entorno. El ser que no podía ver, que no distinguía los colores del cielo y de la tierra. El hombre que se guiaba por el olor de la sangre, que ofrecía a sus dioses holocaustos humeantes, cardenales quemados en vida. La peste humeante de la extirpación del cáncer de la humanidad. El hombre contra el hombre. La naturaleza superior del fuego. Las alas del hijo de Dédalo, ardiendo mientras cae. Ícaro alejándose de Dios.
Asmodeo vaciló. Rastreó con su mirada y dio un paso atrás. Temía que alguien observara la siniestra imagen y acertara a ver su rostro. Estaba solo, junto a aquella mierda pestilente. El humo purificador de su ira. Sintió la sangre, caliente, convertida en borbotones ardientes, a lo largo del rostro y el cuerpo del cardenal. Se regocijó en su crimen, y se afianzó su voluntad de continuar con su misión. Se sintió mejor, con más fuerza. No solo había decidido llevarla a cabo, sino que ansiaba ser el gran mensajero. La escena le resultaba lasciva. Gozó. Entonces, aquellas manos tapadas por guantes de piel, buscaron en su bolsillo una carta. La lanzó a un metro del cuerpo del cardenal y se fue con el mismo sigilo con el que había entrado.