CAPÍTULO 20
—Dígale al párroco de su iglesia que lea las amonestaciones —le dijo Rafe a lady Cleeve una semana después de que Ayisha desapareciera.
Había pasado todos los días buscándola en vano.
Lady Cleeve se quedó boquiabierta.
—¿Que lea las amonestaciones para quién?
—Para Ayisha y para mí, por supuesto.
—Pero si ella ha desaparecido. Usted no sabe dónde...
—La encontraré —dijo Rafe con firmeza—. Y cuando lo haga me casaré con ella. He escrito pidiendo una licencia especial, desde luego, pero no pasará nada porque se lean las amonestaciones.
Sabía que era una pequeña posibilidad, pero si Ayisha estaba aún en el distrito tal vez acudiera a la iglesia, y si lo hacía, quería que oyera leer las amonestaciones de su boda. Eso le dejaría muy clara su decisión de casarse con ella.
—Su madre se llamaba Kati Machabeli. Lo he escrito aquí. —Le pasó una tira de papel—. Voy a Axebridge para decirle al párroco de mi hermano que haga lo mismo. Y para informar a mi hermano de mis intenciones. —Sonrió a lady Cleeve con tranquilidad—. Nos casaremos en la capilla de Axebridge. Quiero que todo el mundo sepa que este matrimonio cuenta con la aprobación del conde de Axebridge.
Lady Cleeve frunció el ceño.
—¿Y la tiene?
—La tendrá —dijo Rafe—. No le dejaré otra alternativa.
Su hermano estaba en deuda con él, y Rafe lo obligaría a darle al menos una apariencia de aprobación.
—Estoy prometido en matrimonio —les dijo Rafe a su hermano y a su cuñada la noche siguiente, a la hora de la cena. Había llegado a Axebridge al atardecer.
—Entiendo —dijo George con cautela—. ¿Y quién es la futura esposa?
—Ayisha Cl... Bueno, imagino que legalmente es Ayisha Machabeli.
George puso un gesto de sorpresa.
—¿Quién?
Su tono de voz era frío.
—Ayisha Machabeli. Es la hija natural de sir Henry Cleeve y una mujer georgiana llamada Kati Machabeli —le explicó Rafe a su hermano.
La boca de su hermano se apretó.
—¿Hija natural?
—Sí —dijo Rafe con tranquilidad—. La madre de Ayisha era la amante de sir Henry. La compró como esclava.
Estaba decidido a que no hubiera nada escondido, nada oculto. George sabría exactamente con quién iba a casarse su hermano.
—¿Y tú crees que esta... esta mujer es la indicada para ser la madre del futuro conde de Axebridge?
Rafe lo miró.
—Vuelve a llamarla «esta mujer» en ese tono, hermano, y te meteré los dientes tan abajo en la garganta que nunca darás con ellos.
Lo que siguió a sus palabras fue un silencio que se podía cortar con un cuchillo. Los dos hermanos se miraron fijamente por encima de la mesa.
—Y sí, es la indicada; está espléndidamente capacitada para ser la madre de un futuro conde de Axebridge —prosiguió Rafe al cabo de un instante—. Ella nunca consentiría un pacto diabólico como el que tu lady Lavinia Fettiplace ha acordado. Ayisha lucharía con uñas y dientes... literalmente, para mantener a sus hijos a salvo y en sus brazos.
En ese momento Lucy, su cuñada, hizo un pequeño sonido, y Rafe le echó una ojeada. El rostro falto de atractivo y bastante caballuno de Lucy estaba lleno de sufrimiento.
—No debes echarle la culpa... —empezó a decir ella.
Su marido le puso una mano sobre la suya.
—Silencio, Lucy —dijo—. No tenemos por qué explicarle nada.
Ella meneó la cabeza.
—Claro que debemos, George. Después de todo, el niño que planeábamos criar era su hijo.
Rafe parpadeó al oír tan inesperada franqueza.
—Todo es culpa mía... —empezó a decir Lucy.
—Fue idea mía —George habló por encima de sus palabras—, de manera que toda la culpa debe recaer sobre mí. Yo se lo propuse a lady Lavinia, puedes considerarme completamente respons...
—¡Pero lo hacías para mí, por mí, porque yo soy un absoluto fracaso como esposa! —exclamó Lucy, la cuñada de Rafe, con dureza. Las lágrimas le caían por las mejillas.
Rafe se quedó mirándola, aturdido por aquel inesperado arrebato.
Para sorpresa de Rafe, George se levantó de la butaca de un salto y abrazó a su esposa.
—Tú no eres un fracaso, Lucy —le dijo George con urgencia—. Y te prohíbo que vuelvas a decir eso. Eres una esposa maravillosa y yo... yo no podría vivir sin ti —añadió en voz más baja.
Sacó un pañuelo y empezó a secarle las mejillas con ternura.
Rafe se quedó mirándolo, asombrado. Nunca había visto a su hermano tan... tan humano. Además hasta este momento no tenía ni idea de que a su hermano le importara siquiera su esposa.
A Rafe siempre le había agradado Lucy, e incluso se había sentido un poco protector hacia ella. Era poco atractiva y algo desgarbada, y tenía un poco de cara de caballo, pero siempre era amable, dulce y discretamente perspicaz. Para Rafe, de niño, ella había sido lo único bueno de las visitas a Axebridge.
Recordó que George había sufrido una amarga decepción al conocerla... pero el conde de Axebridge le había escogido una esposa a su heredero, y tanto el linaje como la fortuna de Lucy eran excelentes.
—Es de buena casta —había afirmado su padre—. Carece de belleza, desde luego, pero eso es mejor. Las que no tienen atractivo suelen permanecer fieles, en particular si desposan a un tipo guapo como tú, George.
No es que importase lo que George pensara. A su padre no había quien le llevara la contraria. Y además se demostró que tenía razón cuando a la tímida y torpe Lucy le bastó con un solo vistazo a su guapo prometido para enamorarse perdidamente de él.
Pero, al parecer, en un momento dado su hermano había llegado a encariñarse con ella. A encariñarse muchísimo, por lo que Rafe veía.
—Fue por mí, Rafe —dijo Lucy una vez que se hubo serenado—. George lo hizo por mí. Yo estaba tan... tan desesperada por un hijo... Y lady Lavinia... Lady Lavinia había dicho...
Su marido prosiguió por ella.
—Lady Lavinia dejó bien claro que no le agradaban los bebés ni los niños, y habló de dejar a los niños a los criados. Y aunque no hay nada malo en eso... es que Lucy...
Dirigió a su esposa una mirada angustiada.
—Ay, Rafe, es que ardo en deseos de tener un bebé en brazos —confesó Lucy en tono angustiado—. Lo ansío tanto que estuve a punto de robar un bebé en el pueblo. Sólo lo cogí en brazos un instante... y al final lo devolví a su sitio, pero... eso preocupó a George.
Se le descompuso la cara.
Durante un buen rato en la habitación no se oyó más que el crepitar del fuego y los suaves sollozos de la dulce cuñada de Rafe. Su marido la abrazó con gesto de impotencia.
Cuando el llanto de Lucy se detuvo, y después de servir bebida para todos, George continuó con la historia.
—Pensé que si lady Lavinia no quería criar a los niños... lo haría Lucy. Ella sería una madre maravillosa... —Miró a Rafe—. Perdona, Rafe, no tuve en cuenta la posición en que tú quedabas; pensaba en Lucy, sólo en Lucy... Espero que me perdones algún día.
Rafe se quedó destrozado con aquella confesión. El acuerdo con lady Lavinia le había parecido otra muestra de que él no le importaba nada a su familia, de que su hermano no lo respetaba en absoluto y de que lo único que le interesaba era el condado de Axebridge y la sucesión.
Pero lo que había impulsado a George a tomar una medida tan desesperada no era el futuro de Axebridge, sino el amor por su mujer.
Y eso Rafe lo comprendía por completo. Y lo perdonaba.
—No lo sabía. Y ahora que lo sé, no hay nada que perdonar —dijo Rafe en voz baja.
—Pero...
Él hizo un gesto negativo.
—No voy a casarme con lady Lavinia. Ahora tengo a Ayisha, y no hay nada que perdonar. No pasa nada, Lucy. Te perdono, os perdono a los dos. Lo comprendo.
Sus palabras hicieron llorar de nuevo a Lucy, y en ese instante Rafe descubrió que tenía que ir a la chimenea para clavar la mirada en el fuego; la imagen de su hermano consolando a su esposa despertaba en él tales... sentimientos...
Suspiraba por Ayisha, la quería en sus brazos. Aquí. Ahora.
Entonces se le pasó por la cabeza que tal vez, igual que su cuñada, él tuviera que pasarse el resto de su vida anhelando, insatisfecho y vacío.
Cuando volvió junto a la mesa, George le preguntó:
—Bueno, ¿estás decidido a casarte con esta muchacha que has encontrado en Egipto?
Rafe alzó la vista, dispuesto a defender a Ayisha, pero su hermano parecía serio y sincero.
—Ayisha; sí, muy decidido.
George le dirigió una mirada penetrante.
—Le tienes cariño —dijo con un deje de sorpresa.
—Sí —reconoció Rafe. Tragó saliva—. Muchísimo.
Sin saber por qué, las confesiones que se habían hecho y el darse cuenta de que su hermano amaba a su esposa habían disuelto parte de la distancia que había entre ellos.
George asintió.
—Entonces estaremos encantados de darle la bienvenida a la familia, ¿verdad, Lucy?
—Sí, claro —respondió Lucy—. ¿No te gustaría celebrar la boda aquí en Axebridge, Rafe?
Rafe asintió. Estaba desconcertado por la sencillez de todo aquello. Había esperado una pelea, recriminaciones, acritud y amargura. Y en cierto sentido, eso es lo que había sucedido. Pero no había esperado la aprobación. Ni el perdón.
—¡Estupendo! —exclamó Lucy—. Siempre he querido organizar una boda. ¿Y dónde está la señorita Machabeli en este momento?
George y Lucy lo miraron con discreta curiosidad.
El silencio se prolongó.
—No tengo ni idea —reconoció Rafe finalmente—. Por lo visto... por lo visto la he perdido.
De repente el nudo que tenía en la garganta le impidió hablar, y sólo pudo sacar la carta que Ayisha le había escrito, pasársela bruscamente a su cuñada e ir a clavar la mirada en el fuego mientras ellos la leían.
—¿Bueno, qué piensas hacer? —le preguntó George esa misma tarde mientras tomaban un brandy.
—Buscarla. Traerla de vuelta. Casarme con ella —contestó Rafe y le dio un sorbo al añejo líquido. Aún no acababa de creerse que estuviera ahí, hablando con su hermano como... un amigo—. Sólo he venido para decirte que iba a casarme con ella, y a decirle al párroco que lea las amonestaciones, aunque le he escrito al arzobispo de Canterbury solicitando una licencia especial, por si acaso.
Lucy le apretó la mano.
—La encontrarás.
Rafe deseó con toda su alma que su cuñada estuviera en lo cierto. Pensar siquiera en una vida sin Ayisha le resultaba... demasiado desolador como para expresarlo con palabras.
—También he escrito a Bow Street, y harán averiguaciones en Londres y Portsmouth. Y abriré mi casa de Londres y la dispondré para que vivamos allí Ayisha y yo.
—¿No vivirás en Foxcotte? —preguntó Lucy.
Él negó con la cabeza.
—No, Ayisha siempre ha vivido en una ciudad; creo que el campo le resultará demasiado aburrido.
George asintió.
—¿Entonces qué vas a hacer con Foxcotte?
—¿Hacer? —Rafe frunció el ceño—. ¿Qué quieres decir?
—A una finca no le conviene permanecer desocupada tanto tiempo. Es decisión tuya, desde luego —dijo su hermano, procurando no ofenderlo—, pero si fuera mía, yo buscaría inquilinos o la vendería.
Rafe recordó que Ayisha había dicho más o menos lo mismo.
—No voy a venderla —dijo; lo sorprendió la vehemencia con que había hablado y moderó el tono de voz—. Tal vez no haya estado allí desde que tenía catorce años, pero no quiero venderla.
—¿Así que meterás en ella inquilinos?
—Lo tendré en cuenta —dijo Rafe—. Voy a volver a casa de lady Cleeve... es la abuela de Ayisha y vive cerca de Penton Mewsey, no lejos de Foxcotte, y a lo mejor por el camino paso a ver a Barry, mi agente, para ver cómo están las cosas.
—¿Crees que Ayisha todavía puede estar en esa zona? —preguntó Lucy.
Rafe se encogió de hombros.
—No tengo ni idea. Pero no puedo evitar pensar que volvería allí o escribiría si tuviese problemas. Después de todo, lady Cleeve es su abuela.
—¿Me das permiso para poner un anuncio en los periódicos? —preguntó George.
—¿Un anuncio? ¿Quieres decir como los de las personas perdidas?
George sonrió.
—No, me refería a un anuncio de compromiso que haría yo, como jefe de familia. Si la muchac...
—Ayisha.
—Sí, si ella lo ve, tal vez ayudará a tu causa manifestar claramente que tu familia respalda el casamiento. Me parece que un anuncio grande con el escudo familiar funcionará.
—Sí, George. Gracias —se las arregló para decir Rafe.
Sabía perfectamente que el gran anuncio con el escudo familiar no era para que lo leyera Ayisha... Aunque ella leyera los periódicos, no reconocería el escudo familiar. Era un mensaje para la sociedad elegante.
Su hermano iba a dejarle claro a todo el mundo que aquel matrimonio contaba con el absoluto respaldo del conde de Axebridge. Y que el conde de Axebridge esperaba que la sociedad elegante actuara conforme a ello y lo respaldara también.
Eso suponía más apoyo familiar del que Rafe había experimentado en su vida.
A media tarde Rafe pasó por Andover. Habían transcurrido diez días desde que viera a Ayisha por última vez. La desesperación lo corroía cada vez más, el miedo a que, efectivamente, ella quizá hubiera desaparecido para siempre lo espoleaba en su incesante búsqueda. Se negaba a ceder a la desesperación. La encontraría. Tenía que encontrarla. Todo su futuro dependía de ello.
Acababa de dejar atrás el desvío hacia Foxcotte cuando se le ocurrió una idea. ¿Y si había ido allí? Sabía que era suyo, sabía que estaba cerrado... se había fijado en la señal aquella primera vez.
¿Y si Ayisha hubiera ido a esconderse a Foxcotte?
Espoleó a su caballo más rápido, atravesó el pueblo cabalgando a toda marcha y se detuvo ante las grandes y antiguas verjas de hierro forjado con el emblema del zorro, tan familiares y queridas desde su infancia.
Entonces las verjas estaban negras y brillantes, y siempre estaban abiertas, esperando que él volviera. Ahora estaban mates y cerradas, y además tenían una gruesa cadena y un viejo candado.
Al otro lado de ellas, la avenida de grava estaba descuidada y llena de malas hierbas. Hacía mucho tiempo que ningún carruaje había subido por allí.
Rafe ató el caballo a la verja y trepó por la tapia. Vio que algunas piedras se habían caído. Había que hacer reparaciones.
Mientras iba por el camino de entrada, los recuerdos lo inundaron. El lugar estaba hecho un desastre pero, extrañamente, le levantó el ánimo. Siempre le había encantado ese lugar; en él había sido feliz.
Pero como no había llegado a aceptar de verdad la muerte de su abuela, no sabía por qué se sentía... culpable. Había muerto sola, sin nadie que le cogiese la mano, que la consolara. Él debería haber estado allí. Ella lo había acogido cuando nadie lo quería. Él le había fallado.
La lógica argumentaba que no era culpa de él, que nadie se lo había dicho, pero él sabía en el fondo que no le había escrito tan a menudo como debería; si le hubiera escrito con frecuencia, alguien... uno de los criados, se lo habría dicho. Y como la culpabilidad seguía estando en su interior, él no había vuelto más. No sacaría provecho de su muerte.
En esos momentos se dio cuenta de que había sido un error. Este lugar habría aliviado su culpabilidad, no la habría exacerbado. Por fin llegó a la fachada de la casa. Por supuesto, estaba cerrada con llave. Con los ojos entornados, se asomó a las ventanas; todo era quietud, polvo y fundas de tela sobre los muebles.
Hacía mucho tiempo que nadie estaba en ese lugar.
Rodeó el lateral mientras echaba un vistazo por cada ventana que encontraba. Todo estaba igual: sombras, polvo intacto durante años y fundas de tela. Las caballerizas estaban silenciosas y vacías, también cerradas con una cadena y un candado. El huerto, rodeado de altas tapias, estaba casi todo lleno de hierbajos; sólo una parcela de esquina, junto a la casita del jardinero, estaba despejada y bien cuidada. De la chimenea de la casa del viejo jardinero salía una voluta de humo.
Rafe sonrió al recordar. La casita del Viejo Nat, empotrada en la tapia. Nada había cambiado. Allí estaba la combada cuerda de la ropa, colgada entre la casa y el viejo manzano, y en ella, tendidos, un delantal, unos paños de cocina y dos de los enormes camisones de dormir de franela con estampado de flores color rosa vivo de la señora Nat, que ondeaban como velas gigantescas al viento. Sonrió al ver aquella imagen que le era tan familiar.
El viejo jardinero sería viejísimo ya. O tal vez sólo viviera allí ya la señora Nat. La señora Nat, que siempre había tenido una gruesa rebanada de bizcocho o un puñado de galletas para un niño en edad de crecer.
Rafe no se acercó a llamar a la puerta. Si llamaba, ella prepararía una tetera y él no podría escapar en una hora o más. Tenía que seguir buscando.
Tenía que regresar a Cleeveden, a ver si había alguna noticia.
Hacía años que nadie había estado dentro de Foxcotte. Ayisha no estaba ahí, después de todo.
Volvió con paso fatigado por la avenida, trepó por la cerca y regresó cabalgando al pueblo. Decidió que era hora de buscar inquilinos. Ya había enterrado sus fantasmas. La casa estaba empezando a venirse abajo, y no quería que eso ocurriera.
Su agente, el señor Barry, se puso muy contento de verlo.
—Precisamente estoy a punto de merendar, señor Ramsey, y será un honor para mí que me acompañe —dijo el hombre.
En la mesa estaba dispuesta una copiosa merienda: pan, mantequilla, miel, nata, queso, encurtidos y varias clases de pasteles, junto con una jarra de fresca cerveza del lugar. Rafe no tenía ningún interés en el banquete, pero aceptó. Mejor arreglar lo de la finca lo más rápido posible. Quería que todo estuviese en orden cuando encontrara a Ayisha.
Hablaron de la finca... o más bien el señor Barry habló, mientras Rafe escuchaba y asentía al tiempo que el hombre se comía la merienda. Rafe no comió nada. Últimamente no tenía apetito de comida. Dio un pequeño sorbo a la amarga cerveza local.
—He tenido varias ofertas para alquilar Foxcotte, señor. Pruebe una de éstas.
Barry le pasó un plato y, con gesto distraído, Rafe cogió una empanada.
Barry prosiguió:
—Pues sí que le he escrito a usted, si recuerda. Por favor coma algo, señor. Está usted una miaja paliducho, si no le importa que se lo diga. Ande, tome un bocado de esa empanada pequeñina de ahí.
Suspirando para sus adentros por el amable interés del hombre, Rafe se obligó a dar un bocado, sólo para que se callara.
—Sí que recibí sus cartas —dijo—, aunque ahora pienso...
Dejó la frase sin terminar y, de repente, miró lo que estaba comiendo. Una empanada más bien aplanada y triangular, con un aspecto y un sabor que le resultaban muy familiares. Y no de sus años de infancia. El corazón empezó a latirle con fuerza.
—¿De dónde ha salido esta empanada? —le preguntó a Barry con voz extrañamente serena.
—De la panadería del pueblo, señor. Son un poco distintas pero muy sabrosas... ¿señor? ¿Señor?
Pero Rafe ya se había metido de golpe el resto de la empanada en el bolsillo y se había marchado. En tres pasos había salido de la casa dando un portazo, se había lanzado sobre su caballo e iba galopando hacia el pueblo.
Ay, Dios, rezó. Que sea ella. No se atrevía a tener esperanzas, pero la empanada... era igual que...
Por favor, Dios...
¿Y si ella estaba allí, en la panadería? Debía ser ella, tenía que ser ella.
Irrumpió en la panadería y miró a su alrededor como loco. Ni rastro de Ayisha. Una vacía desesperación se adueñó de él.
Sacó lo que quedaba de la empanada y la blandió con gesto vehemente.
—¿Quién ha hecho esta empanada?
—¿Tie algo mal?
El panadero avanzó un paso; un tipo corpulento, de aspecto rollizo, con la barbilla proyectada hacia adelante en ademán agresivo.
—No. Pero ¿quién la ha hecho?
Santo cielo, estaba temblando.
—Una chavalina las tray.
Dios mío, Dios mío...
—¿Dónde vive? —dijo Rafe, asombrado al oír lo tranquila que sonaba su voz.
El hombre le dirigió una mirada larga y recelosa.
—No es que vea yo bien eso’e decirles a los señores encopetados donde puea vivir una muchacha bonita... es una buena chavala, sí señor...
A Rafe le entraron ganas de darle un puñetazo a aquel hombre en su gorda y engreída cara, y, al mismo tiempo, de estrecharle la mano por proteger a Ayisha, pues debía... tenía que ser ella. En lugar de eso le dirigió una fría mirada y dijo:
—Debo insistir...
—Ay, Thomas, ¿no sabes quién es? —Una rechoncha mujer de mediana edad se adelantó, afanosa—. Es el joven señorito Rafe de la casa antigua, ¿verdad, señor?
—Sí —Rafe clavó la vista en ella, y por entre la niebla de la desesperación despertó un recuerdo—. Jenny... no, Janey Bray, ¿verdad?
La mujer sonrió con orgullo.
—Eso es, pero ahora soy la señora’e Thomas Rowe. ¡Mira que acordarse de mí! No lo veía a usted desde que era usted un chaval, pero lo recuerdo, señor. Siempre le gustaron mis tartas’e requesón, a usted.
—Sí, me acuerdo... Bueno, la joven que ha hecho estas empanadas... —le recordó Rafe.
—¿La nieta’el Viejo Nat? Ella misma hornea esos pasteles y los tray todos los días. Son una miaja distintos, ¿verdad, señor? Pero muy sabrosos.
—¿La nieta del Viejo Nat? —repitió Rafe como un eco—. ¿Está usted segura? ¿Completamente segura?
Caray, caray, caray... Si estas personas la conocían no podía ser Ayisha. Sintió que la amargura de sus abatidas esperanzas lo desbordaba.
—Eso es. Apareció, sí señor, hace casi dos semanas, limpió bien de arriba abajo la casa’e Nat... vaya, le hacía falta: hacía tanto desde que falta la señora Nat, y el Viejo Nat antes que ella... No caigo en quién nos dijo que era la nieta’e Nat... ¿tú te acuerdas, Thomas? No, yo tampoco, pero ésa es quien es, vaya que sí.
Una cautelosa esperanza despertaba de nuevo en él. Despacio, Rafe dijo:
—¿Está en la casita del viejo jardinero?
—Eso es, señor, ¿se acuerda...?
Pero Rafe ya no estaba allí.
La casa del jardinero estaba empotrada en la alta tapia del jardín, y uno de sus encantos, que Rafe recordaba de la infancia, era que se podía entrar en la casita desde el huerto y sólo con atravesarla, estar fuera de la finca.
Rafe rodeó el camino de atrás, con el corazón palpitándole aceleradamente. Y pensar que había evitado ir allí antes porque creía que la esposa del Viejo Nat lo entretendría hablando...
Con manos trémulas, ató el caballo a un árbol; luego se las secó y llamó a la puerta de la casa del viejo jardinero.
La puerta se abrió y allí estaba ella: vestida al estilo aldeano, con un desteñido vestido viejo de la señora Nat y un delantal. Tenía una mancha de harina en la mejilla y el cabello descuidadamente sujeto con un trozo de tela verde; tenía la nariz roja y los labios cortados del frío... y seguía siendo la mujer más hermosa que él había visto en su vida.
La anhelante mirada de Rafe la devoró. Ella clavó la vista en él, boquiabierta, inmóvil, callada, con los ojos tan recelosos como cuando él la conoció.
A él no le importó. Ya la había amansado y volvería a hacerlo. O moriría en el intento.
La gatita salió y se frotó contra sus tobillos, maullando en tono lastimero para que la cogiese.
Rafe solo tenía ojos para Ayisha.
—Estás muy delgada otra vez —dijo con voz ahogada.
Pero qué estupidez. Todos los discursos que había ensayado en su cabeza, todas las palabras que tenía guardadas para hacerla volver a su lado, y cuando de verdad le hacían falta, sólo se le ocurría aquello. Pero era cierto. Estaba preocupantemente delgada. Debía de haber pasado mucha hambre todo este tiempo. Rafe suspiraba por ella.
La miró fijamente, deseando con todas sus fuerzas que le salieran las palabras, pero sólo podía mirarla. Y no dejar de mirarla. Devorarla con los ojos.
—Tú también estás más delgado —dijo ella con voz suave.
—Quizá, pero si lo estoy no es por pasar hambre —dijo él, con la voz ronca de emoción—. Es porque te había perdido.
Ayisha le dirigió una temblorosa sonrisa y señaló detrás de ella.
—Yo tenía comida, pero no tenía hambre de comida. Sólo de ti.
Al oír sus palabras el autocontrol de Rafe se vino abajo; dio un paso hacia adelante, la agarró por la cintura y la levantó del suelo al tiempo que la estrechaba contra él para no dejar que ella volviera a escapársele. La abrazó con fuerza, entusiasmándose al sentirla en sus brazos de nuevo, aspirando el amado aroma de ella, hundiendo la cara en la suavidad de su cuello.
Los brazos de Ayisha lo rodearon, y ella lo abrazó y lo besó en la coronilla, en la oreja, donde podía, mientras lo acariciaba con cariñosa urgencia.
—Ay, Rafe, ay, Rafe... —murmuró.
Él la bajó despacio, pegada a su cuerpo, hasta que sus caras quedaron a la misma altura, y entonces la besó apasionadamente.
—No vuelvas a dejarme jamás —le ordenó. Le temblaba todo el cuerpo.
Ella le tomó la cara entre las manos y lo miró muy seria.
—¿Estás seguro de esto, Rafe? Yo no quiero destrozarte la vida.
—La única forma en que podrías destrozarme la vida es dejándome —afirmó él con energía—. Te necesito. En mis brazos. En mi vida.
Ayisha lo miró fijamente a los ojos un instante; luego dio un pequeño y trémulo suspiro. Lo agarró más fuerte y susurró:
—Entonces hazme tuya, amor mío, pues te necesito más de lo que puedo expresar con palabras.
Él cerró la puerta de un puntapié tras él y la llevó en brazos hasta donde Ayisha había arrastrado un colchón delante del fuego. La puso en el colchón, se sentó y se quitó las botas.
Ella se quedó tendida en silencio, alzando la vista hacia él.
—Te he echado muchísimo de menos, Rafe.
Lo acarició suavemente, subiendo la mano por su espalda.
Rafe bien podría haber estado desnudo: sentía hasta el más leve roce de Ayisha, incluso con varias capas de ropa.
Se levantó para quitarse la casaca, y mientras se deshacía de la camisa, le dijo:
—No vuelvas a huir de mí nunca.
—Lo peor era por la noche.
—Sí, bueno, en Inglaterra hace frío por la noche.
Empezó a desabotonarse los calzones.
—El problema no era la temperatura. He encontrado estos maravillosos camisones de dormir, que son gruesos y abrigan mucho.
Rafe se murió de risa al darse cuenta de que ella se había puesto los enormes camisones de dormir de franela de la señora Nat.
—¿Has estado llevando...?
Pero en ese momento Ayisha le puso la mano en el muslo, y a él se le olvidó lo que iba a decir.
—¿De veras me has echado de menos, Rafe? —le preguntó.
Él se dio la vuelta, con los calzones a medio desabrochar, y la miró con expresión incrédula.
—¿Que si te he echado de menos...? ¿Que si te he echado de menos...?
El brillo de los ojos de Ayisha lo desarmó por completo; dando un gemido, cayó de rodillas delante de ella.
—Preferiría perder un brazo o una pierna o los dos ojos antes que perderte otra vez. Nunca me había sentido tan... —Meneó la cabeza—. No puedo hablar; el corazón me rebosa de emociones.
—Pues demuéstramelo —dijo ella con voz suave, al tiempo que se acercaba a él.
Y Rafe se lo demostró, amando hasta el último rincón de su cuerpo femenino con una tierna minuciosidad que la dejó débil y jadeando, impotente de amor y al borde de las lágrimas... aunque no sabía por qué tenía ganas de llorar.
Era suya para que hiciese con ella lo que quisiera, al menos por ahora. Entre ellos no se había resuelto nada; sólo sabía que lo había echado de menos muchísimo y, por lo visto, él sentía lo mismo. Por ahora era suficiente.
Las llamas bailoteaban, dorando la piel de Rafe, acariciando todos sus magníficos músculos; su hombre de oro y sombras. Fuera, el viento silbaba entre los árboles.
La diminuta casita estaba hecha a medida de ella: atrapada entre dos mundos. A un lado estaba la grandiosa casa de la que él era dueño, y al otro, el salvaje bosque. ¿Era éste su sitio?
No, su sitio era en los brazos de él, pensó Ayisha, mientras con las manos y con la boca, despacio, Rafe le borraba todo pensamiento coherente de la cabeza. Daba igual en qué lugar del mundo estuvieran, siempre que ella estuviese en... sus... brazos...
Y entonces las oyó, aquellas palabras que él nunca había pronunciado, dichas en una voz tan grave y suave que al principio no estuvo segura de no haberlas soñado.
—Te amo, Ayisha.
Abrió los ojos rápidamente. La mirada de Rafe se fundió con la suya. Con frenesí, ella intentó poner en orden sus ideas.
Él volvió a decirlo.
—Te amo, Ayisha.
Su cuerpo seguía moviéndose dentro de ella, dispersando todo pensamiento menos uno.
—Te amo, Ayisha.
Ella quiso responder, pero no tenía palabras, no tenía voluntad. Sucumbió al placer mientras las palabras que él había dicho resonaban en sus oídos.
—Te amo, te amo, te amo.
Más tarde se quedó tendida en los brazos de Rafe, observando cómo el fuego resplandecía y bailoteaba. Al cabo de un rato suspiró y se sentó.
—No debería haberlo permitido. No pienso ser tu amante. Yo... —empezó a decir.
—Calla —dijo él, besándola—. Te amo. Te quiero como esposa y siempre ha sido así.
A Ayisha se le llenaron los ojos de lágrimas al comprender que él hablaba absolutamente en serio.
—Ay, Rafe, y yo te amo a ti, muchísimo. Siempre te he amado —le confesó—. Creo que incluso en El Cairo, aunque me esforcé mucho por no amarte. Pero si vas a ser conde... Mi abue... Lady Cleeve dijo que, socialmente, yo sería tu ruina.
—Deja de preocuparte. Me da igual lo que piensen los demás. Para mí tú significas más que nadie y que nada. Te amo y te necesito, y voy a casarme contigo.
—Yo no pienso renunciar a mis hijos —le advirtió ella.
—Ni yo tampoco, aunque eso no se cuestiona.
Él le contó lo que había sabido en Axebridge: cómo su tierna y trágica cuñada casi había robado un bebé, y cómo eso había impulsado a su hermano a hacer el pacto que tanto había enfurecido a Rafe.
—Pobre, pobre señora... —dijo Ayisha en un murmullo—. Tenemos que hacer algo, Rafe. Debemos encontrarle un bebé al que pueda amar.
Él la miró con una expresión impenetrable.
—Ayisha Cleeve Machabeli, si no estuviese ya locamente enamorado de ti, habría vuelto a enamorarme de ti ahora mismo —le dijo con voz ronca.
¡Oh, cómo la confortaron sus palabras! No pudo evitar que se le notara, y luego sólo supo que de nuevo estaban haciendo el amor.
—¿Por qué viniste a Foxcotte? —le preguntó Rafe mucho después.
—Era el único lugar que conocía —contestó ella—. Por poco no lo encuentro. Era tarde y llovía a cántaros, y yo estaba perdida y andaba a tientas en la oscuridad, siguiendo la tapia, pensando que debía de llevar a algún sitio. Entonces toqué una ventana. Y luego una puerta, así que llamé pero no contestó nadie. Intenté abrir la puerta y se abrió, y...
Había encontrado leña y yescas y no había tardado en encender fuego. Aquél era un refugio como caído del cielo para ella y para Cleo.
—Sólo cuando fui al pueblo supe que esto era Foxcotte, después de todo. Tú dijiste que no habías estado aquí desde que eras niño, de modo que pensé que sería el último lugar en el que se te ocurriría buscarme. No has venido buscándome, ¿no?
—No, a Foxcotte no. Vine a ver a mi agente y a hacer los preparativos para alquilar la casa. Mi agente, el señor Bany, estaba comiéndose una de tus empanadas...
Volvió a besarla y luego dijo:
—Ya es hora de que nos vistamos. Quiero regresar a Cleeveden mientras todavía hay luz.
—¿Tenemos que irnos de verdad?
Ayisha no quería volver junto a una abuela que la despreciaba.
—Deja de preocuparte. Descubrirás que han cambiado muchas cosas desde que te escapaste.
—¿Qué ha cambiado? Cuéntame.
Pero Rafe no quiso explicarse; sólo le dio un beso en la punta de la nariz.
—Confía en mí. Vístete y ven a averiguarlo.
Nada de lo que ella pudiera decir ni hacer lo haría cambiar de opinión, de modo que se vistió y reunió sus cosas, dispuesta a hacer el viaje de vuelta a Cleeveden.
—Podría haber sido feliz aquí —dijo ella, mientras pasaba la vista por toda la diminuta casita.
—¿Feliz?
—Estaba sola pero contenta —se corrigió ella—. Es una monada de casita. Y el campo es hermoso. ¿Y sabes una cosa? He empezado a cultivar un huerto.
Rafe la miró con expresión sorprendida.
—Creí que no te agradaría la vida campestre.
Ella hizo un gesto negativo.
—Ni mucho menos. Nunca he vivido en el campo, pero esto es estupendo. Me encantaría vivir aquí. —Le puso una mano en el brazo—. Aunque si a ti te resulta doloroso, no tenemos por qué.
Él sonrió.
—No; ya he enterrado mis fantasmas. No soportaba ver este lugar sin mi abuela aquí, sabiendo que murió sola. Pero la casa me encantaba de niño y me encanta ahora, tanto más porque te ha devuelto a mí. La abuela estaría muy feliz de tenernos aquí. Así que está decidido: cuando estemos casados, viviremos en Foxcotte. Y —añadió— mantendremos esta casita como nuestro espacio privado.
—Mi querida Ayisha... —Lady Cleeve bajó la escalera para recibirla—, debo disculparme... —dejó la frase sin terminar—. Dios mío, es como verme en un espejo hace cincuenta años.
Ayisha y Rafe se miraron.
—¿Se encuentra usted bien, señora? Está un poco pálida —dijo ella.
Lady Cleeve se puso derecha.
—Estoy bien, querida, gracias. Verte a ti, ver tu cara me hace mucho bien, aunque también subraya lo estúpida que he sido. Ven conmigo.
Los condujo hasta la sala y señaló un cuadro que estaba en la pared.
—Mira —dijo—. Ésta soy yo, justo antes de casarme con tu abuelo. Este cuadro es la prueba de que tenías que venir junto a mí. Tú eres de mi misma sangre, y no importa nada más.
Le tendió los brazos a Ayisha y ésta la abrazó.
Más tarde hablaron mientras tomaban té y pasteles.
—Vi la carta que le escribiste a Rafe, querida... Él no quería que yo la leyera —añadió lady Cleeve mirándola con expresión arrepentida y pesarosa—, pero lo hice, y me reveló cuánto te había agraviado. Aunque no puedo culpar del todo a la señora Whittacker; fueron mis propios prejuicios los que me hicieron cruel. Quiero explicarte por qué reaccioné como lo hice... respecto a St. John’s Wood.
Ayisha se quedó muy quieta. Aquella herida estaba aún muy sensible.
—La verdad es que no lo decía en serio. Es que estoy... resentida con las amantes, nada más. —Retorció un pañuelo entre sus viejos y huesudos dedos—. ¿Sabes?, mi marido tuvo una amante durante el tiempo que estuvimos en la India... una mujer de allí, muy por debajo de mi condición, pero para mi vergüenza, yo estaba sumamente celosa. Ella no sólo tenía a mi marido, ¿sabes?, sino que pudo conservar a sus hijos. Cuatro.
En voz más baja añadió:
—Yo perdí cinco bebés a causa del clima indio. Henry fue el único hijo que sobrevivió a su infancia, pero cuando cumplió siete años mi marido lo mandó a estudiar a Inglaterra. —Su cara se estremeció—. Y era tan pequeñito... Le rogué a mi marido que lo dejara quedarse conmigo otros cuantos años, o que me dejara ir a Inglaterra con él, pero me dijo que a un niño lo perjudicaba que una madre demasiado cariñosa no lo dejara respirar, y que mi sitio estaba al lado de mi esposo. Y despachó a mi pequeño.
El rostro de la anciana se crispó mientras luchaba por controlar sus emociones. Ayisha se levantó rápidamente de la butaca y se arrodilló junto a su abuela.
Los huesudos dedos se aferraron con fuerza en torno al pañuelo.
—Todos los días yo tenía que ver cómo aquella mujer paseaba por la calle, delante de nuestra casa, con todos sus hijos sanos, rebosantes de salud y felices a su alrededor... los hijos que mi propio marido le había dado. Mientras yo me quedaba sola. Y amargada... Cuando volví a ver a mi Henry, era ya todo un adulto que me trataba de modo cortés, como un extraño...
La voz se quebró al pronunciar la última palabra.
Se secó los ojos, inspiró unos cuantos temblorosos alientos y miró a Ayisha.
—Pagué ese dolor y ese enfado contigo, querida, y me faltan palabras para expresar mi arrepentimiento...
—No hace falta que se disculpe, no importa —le dijo Ayisha, acariciándole la vieja y nudosa mano—. Es innegable que papá trató mal a su esposa, igual que su padre la trató mal a usted —vaciló unos segundos—. Mi amiga Laila dice que deberíamos dejar el pasado en el pasado, porque si lo llevamos con nosotros, no hará más que envenenar el futuro.
—Tu amiga es una mujer muy sabia.
Justo entonces llamaron a la puerta y entró el mayordomo.
—El señor Pilkington, el abogado, señora.
Lady Cleeve se animó.
—Hágalo pasar, Adams.
Rafe y Ayisha se pusieron de pie.
—La dejaremos a solas —dijo Rafe.
Con un gesto imperioso lady Cleeve les indicó que volvieran.
—No, quédense. Mandé llamar a Pilkington la semana pasada para decirle que cambiara mi testamento... —Miró a Rafe con expresión ligeramente desafiante—. Que quitara el nombre de Alicia Cleeve y lo sustituyera por el de Ayisha Machabeli, hija única de Kati Machabeli y de sir Henry Cleeve, baronet, mi nieta.
El abogado entró. Lady Cleeve realizó las presentaciones, pero cuando llegó a Ayisha, presentándola como «Mi nieta, Ayisha Machabeli», el abogado la corrigió.
—Ayisha Cleeve, creo —dijo con una sonrisa.
Y luego explicó:
—La semana pasada, cuando Su señoría me dio las instrucciones para el testamento nuevo, me llamó la atención el nombre de Kati Machabeli. Me sonó, por así decir. De modo que estudié los papeles de su difunto hijo y, efectivamente, encontré esto y esto.
Puso unos papeles muy finos sobre la mesa.
Lady Cleeve los cogió y les echó un vistazo; luego clavó la mirada en el abogado y examinó el documento con más atención.
—¿Es auténtico? —preguntó.
—Eso creo —respondió el abogado.
—¿Podría usted aclararnos el contenido del documento? —dijo Rafe con ironía.
El abogado dio un respingo.
—Oh, desde luego, desde luego, señor.
Se lo pasó a Rafe.
—Es un certificado de boda que da constancia del matrimonio de sir Henry Cleeve con Kati Machabeli... tuvo lugar un mes antes de la muerte documentada de sir Henry.
—¿Se casaron? —exclamó Ayisha—. ¿Cuándo fue?
El abogado le dio la fecha.
—Debo pedirle disculpas por no habérselo comunicado a nadie antes, pero no me había dado cuenta. Mi difunto abuelo se ocupaba de todo esto y... —El abogado vaciló—. A qué negarlo: el abuelo se confundía bastante en su vejez. Los expedientes se encontraban en un desorden espantoso, y aunque conseguí ordenarlos un poco después de que él muriera, no los leí con atención, ya hacía varios años que todos los interesados habían muerto.
Ayisha miró a Rafe.
—Fue en su último viaje a Jerusalén. Yo iba a ir con ellos, pero pillé el sarampión el día antes de que se marcharan y no pude ir. Sabía que mamá estaba muy ilusionada con el viaje, pero... no tenía ni idea de que estuvieran pensando en esto... Y cuando volvieron estaban muriéndose... —Frunció el ceño—. ¿Sabes? Creo que mamá intentó decírmelo, sólo que no lo entendí... —Se echó hacia atrás en la butaca, atónita—. Casados... Qué maravilla.
—Ejem... —Carraspeó el abogado, incómodo—. Me temo que este matrimonio no... eeh... por así decir, cambia la condición de su... ejem... nacimiento. Usted sigue siendo... ejem... por así decir...
Dejó la frase sin terminar.
—Ilegítima —dijo Ayisha—. Sí, lo comprendo. Da igual. El matrimonio demuestra lo que yo decía desde el principio: que papá amaba de verdad a mi madre. —Miró a Rafe con los ojos inundados de lágrimas—. E intentó protegerla. El matrimonio la liberaba, ¿sabes? La hacía dueña de sí misma.
Él le sonrió.
—Lo sé. Creo que eso también quiere decir que tienes derecho a que se te conozca... durante las próximas semanas, por lo menos, como la señorita Ayisha Cleeve.
—Ciertamente —dijo lady Cleeve.
—También significa que usted hereda todas las propiedades de sir Henry Cleeve —dijo el abogado.
—¿De verdad? —exclamó Ayisha—. ¿Eso incluye una casa en El Cairo?
El abogado parpadeó, sorprendido, pero buscó entre sus papeles.
—Sí, hay una casa, actualmente alquilada a un...
—Estupendo —dijo ella—. ¿Podemos regalársela a Alí? —le preguntó a Rafe.
Él se rió.
—Regálasela a quien quieras. Es tuya y puedes hacer con ella lo que desees.
—Entonces será para Alí. —Ayisha le dirigió una satisfecha sonrisa al abogado—. Gracias, señor Pilkington. Me ha hecho usted muy feliz.
Rafe miró a la abuela de Ayisha. Estaba observando a su nieta con expresión dulce. Rafe se inclinó hacia adelante y le dio un golpecito en el brazo.
—Le advertí a usted que fuera cauta —murmuró con una sonrisa.
Ella le sonrió con los ojos llorosos.
—Demasiado tarde, señor Ramsey, demasiado tarde. Mi nieta es una joven extraordinaria. Gracias por traérmela.
—Sólo se la dejo en préstamo —dijo él con firmeza—. Ya se han leído las amonestaciones, y dentro de cuatro semanas será mía.
Ayisha lo oyó y se rió.
—No —dijo—. Ya soy tuya... Y dentro de cuatro semanas habrá una boda.