CAPÍTULO 16
Ayisha miró fijamente la puerta cerrada. ¿Cerrar con el pestillo? ¿Esconderse en el camarote? ¿Esperar a ver qué ocurría?
Se asomó al ojo de buey. El gran navío pirata se les echaba encima con rapidez. Todo él era un hervidero de piratas, que colgaban de las jarcias y se alineaban a lo largo de las bordas.
Ella se estremeció. Pero no podía, no iba a limitarse a esperar. No mientras Rafe estaba en cubierta luchando para salvar la vida... para salvar las vidas de ambos... las vidas de todos.
Cuando los piratas se apoderaran del barco, ella y todos los demás que iban a bordo estarían perdidos. Los aguardaba la violación, la esclavitud o el asesinato.
Ella no había pasado los últimos seis años luchando por sobrevivir en las calles de El Cairo sólo para esperar dócilmente que los piratas la hicieran prisionera.
Miró las dos pistolas. Dos disparos. No sabía cuántos piratas habría, pero seguro que dos disparos podían cambiar algo.
¡Buum! Una explosión retumbó por todo el barco. ¡Buum! ¡Buum! El capitán estaba disparando contra los piratas. El barco daba una sacudida y temblaba con cada estallido.
Los piratas seguían avanzando, impertérritos. ¡Buum! Devolvían el fuego. Pero en cuestión de minutos se habían acercado lo suficiente para que ninguno de los dos barcos pudiese disparar los cañones. Ayisha oyó gritos arriba. Los piratas estaban pasando al abordaje.
Por un momento el pánico la paralizó. Quiso meterse a toda prisa debajo de la cama y esconderse del peligro, como había hecho cuando era una niña. Pero esconderse era imposible.
Entonces se ató un chal en torno a la cintura y se embutió las dos pistolas cargadas en el improvisado cinturón. Habría sido más fácil con su ropa de muchacho, pero no quería que la confundieran con un pirata vestida así, de modo que tendría que ir con el vestido. Cogió el puñal que tenía en el equipaje y se lo embutió en el chal también. Y después se dirigió a cubierta.
—¿Adónde va usted? —chilló una voz aguda. Era la señora Ferris, que se asomaba a la puerta—. ¡Tenemos que quedarnos en los camarotes!
—¿A esperar hasta que sea demasiado tarde para hacer nada? —le dijo Ayisha mientras pasaba a toda prisa por delante de ella—. Yo no. Prefiero caer luchando.
¿Iba a ser así? En lo alto de la escalera el espectáculo la hizo retroceder, horrorizada.
Los piratas se arremolinaban por el barco, saltando a la cubierta como una marea hirviente, en medio de un griterío salvaje. La tripulación del barco, Rafe, Higgins y los soldados peleaban con desesperación con pistolas, escopetas, espadas, puñales, cabillas de amarre y largos ganchos. Un humo espeso invadía el aire, además del olor a pólvora, los disparos, los chillidos y el entrechocar de espadas.
Ayisha se quedó completamente inmóvil, demasiado asustada como para moverse; la espantaba el espectáculo que tenía ante ella, pero la aterraba mirar hacia otro lado.
Rafe se enfrentaba a un corpulento bruto de gran bigote negro; su elegante espada chocaba con un sonido terrible contra la enorme y curva hoja del pirata. Éste soltaba juramentos y gruñía mientras atacaba a Rafe con las dos manos, una espada en la izquierda y un puñal de larga hoja en la derecha.
Rafe parecía sereno y extrañamente tranquilo; su espada lanzaba destellos, sus ojos azules centelleaban. Ella había visto aquel frío fuego azul aplastar una banda de matones, pero ¿piratas armados? Se estremeció cuando el puñal del pirata cortó la camisa de Rafe. ¿Estaba herido? El pirata gritó, y de pronto otro canalla fue a por Rafe a su espalda.
Sin pensar, Ayisha sacó una pistola, la amartilló, apuntó y disparó. El pirata vaciló, dio unos pocos pasos tambaleándose y se desplomó sobre la cubierta. Un charco de sangre de un rojo vivo empezó a extenderse debajo de él, pero a Ayisha no le dio tiempo de fijarse: un tercer pirata iba como un rayo hacia Rafe. Ella disparó, y aquél cayó también.
Las pistolas estaban vacías. Miró a su alrededor desesperadamente buscando otra arma; tenía náuseas y se sentía impotente y aterrorizada. Mientras tanto Rafe estaba en apuros, pero luchaba con feroz eficacia. Higgins se encontraba peleando a un par de yardas de él. Aquello era sálvese quien pueda... y no dejaban de llegar piratas.
Por el rabillo del ojo Ayisha vio un par de mugrientos nudillos que se agarraban a la regala. ¿Un pirata que subía a bordo? Se lanzó hacia adelante como una flecha y, sujetando los cañones de las pistolas, golpeó los nudillos con las culatas todo lo fuerte que pudo. Se oyó un chillido y el ruido de algo que caía al agua.
Menos mal: las pistolas aún eran un arma útil. Eso podía hacerlo ella. Nadie parecía hacerle caso. Y al instante se puso a correr como una flecha de acá para allá a lo largo del costado del barco, golpeando fuerte con las culatas en nudillos, manos y cabezas cada vez que asomaban.
—¡Ayisha, agáchese!
Se agachó automáticamente, lo suficiente para esquivar la espada por muy poco. El propietario de la hoja gruñó algo, al tiempo que la miraba con una amplia sonrisa que dejaba ver sus ennegrecidos dientes... Y de pronto se quedó rígido y se arqueó. La sangre le salía a borbotones por la boca.
Era Rafe, que ahora tiraba de su espada para sacarla del costado del hombre y lo apartaba con la bota de un empujón.
—¿Qué diablos hace usted en cubierta? —le gritó—. ¡Vuelva al camarote!
Se dio la vuelta para detener otro ataque.
Pero ya otra cabeza se alzaba por la regala, de modo que ella la golpeó todo lo fuerte que pudo. La cabeza desapareció. A juzgar por los chillidos que se oyeron a continuación, el pirata había caído encima de otros.
—¡Baje, Ayisha, maldita sea! —gritó Rafe—. ¡Váyase!
—¡Detrás de usted! —chilló ella, y él se volvió rápidamente; dos piratas iban a por él a toda prisa.
Al mismo tiempo un calvo flaco con un pendiente de oro saltó sobre la espalda de Rafe y le rodeó el cuello con un brazo intentando ahogarlo. El pirata subió el otro brazo y, recortada en el cielo, Ayisha vio la silueta de una fina y curva daga a punto de caer.
—¡No!
Chillando como una posesa, saltó encima de Pendiente de Oro y le clavó el puñal en el cuello. Él dio un chillido y la curvada hoja cayó con estrépito en la cubierta. La sangre manó a borbotones por las manos de Ayisha y empapó la camisa de Rafe mientras ella le quitaba de un tirón al moribundo de la espalda.
Libre del peso de aquel hombre, Rafe le dio un tajo con la espada a uno de sus atacantes y derribó al otro de una patada. Cuando éste intentaba levantarse con aire aturdido, Ayisha lo aporreó en la cabeza con la culata de la pistola.
—¡Buen trabajo! —la felicitó Rafe, jadeando mientras paraba una estocada del otro—. ¡Bueno, baje de una vez por todas!
—¡Cuando baje usted! —le respondió Ayisha gritando, y volvió a su tarea de golpear piratas.
Les dio porrazos a cabezas con parches en el ojo, con pañuelos anudados, con tirabuzones y con gorros, y golpeó manos que tenían cinco dedos... o menos, y nudillos que llevaban un amplio surtido de tatuajes y anillos.
Rafe se situó detrás de ella en actitud protectora, sin parar de gritarle siempre que tenía ocasión:
—¡Baje de una vez, no sea estúpida!
Ayisha no le hizo caso: su táctica estaba funcionando. Mientras él la protegía de un ataque desde detrás, ella se dedicó a darle porrazos a todo pirata que intentara subir a bordo.
De pronto a su izquierda oyó que una voz de refinado acento chillaba: «¡Tome, so bestia!»
Estuvo a punto de dejar caer las pistolas al ver a la señora Ferris darle un fuerte golpe en la cabeza a un pirata con un gran mazo. Se había colocado a poca distancia de Ayisha y la imitaba: rechazaba a los que intentaban abordar el barco golpeándolos en las manos y las cabezas.
Ayisha no tuvo tiempo de darle ánimos a gritos: los piratas estaban por todas partes y apenas le daba tiempo de respirar. Golpeaba y daba porrazos en manos y nudillos, daba puñetazos en cabezas y, de vez en cuando, a los que se agarraban con más insistencia los atacaba con el puñal.
El combate pareció durar una eternidad. Ayisha casi no oía la voz de Rafe, entre tantos chillidos, gritos, disparos y entrechocar de espadas como tenía a su alrededor. Pero lo sentía allí, y lo oía luchar, y cuando tenía un instante, se volvía para comprobar que aún estuviera en pie.
Sabía Dios lo que haría si caía Rafe. Se juró que lo protegería de algún modo. Ojalá ya no estuviera débil por la fiebre.
Pronto apenas pudo ver; le lagrimeaban muchísimo los ojos con el humo pero, con ánimo decidido, se centró en el costado del barco y defendió sus seis pies con toda la energía de que disponía, sabiendo que Rafe le cubría su espalda, de pie aún, y sabiendo que... increíblemente, la señora Ferris estaba a su lado.
El número de cabezas y manos que aparecían empezó a disminuir, y de repente se oyó el sonido de un cuerno procedente del navío pirata. ¿Qué significaba aquello? Ayisha miró a su alrededor, tambaleándose de agotamiento, para ver cuál iba a ser el siguiente horror.
Pero en lugar de la táctica nueva que se temía, los piratas comenzaron a abandonar el barco en tropel, de cualquier manera. Saltaban, se tiraban de cabeza al agua o se balanceaban colgando de las cuerdas para caer en sus propias cubiertas.
Ayisha los vio irse con una aturdida sensación de incredulidad. ¿Era esto una táctica nueva o de verdad estaban marchándose?
¿Dónde estaba Rafe? Se volvió a mirar. Los marineros estaban echando por la borda a los piratas que quedaban para que los recogieran sus camaradas, o para que los dejaran hundirse... y allí estaba Rafe, muy sucio y empapado de sangre pero en pie, alto y fuerte, agarrando a un aturdido pirata y tirándolo sin esfuerzo por la borda. Echó mano a otro, y luego a otro más, y también los echó al mar.
¡Gracias a Dios! El alivio y la alegría la inundaron. A pesar de su camisa ensangrentada, Rafe estaba bien. Por el modo en que lanzaba piratas, había salido ileso. Habían sobrevivido los dos, gracias a Dios.
—¡Lo conseguimos...! ¡Los hemos derrotado! —exclamó la señora Ferris junto a ella.
Ayisha se volvió a mirar. La señora Ferris estaba muy sucia, salpicada de sangre... y con una satisfecha sonrisa de oreja a oreja.
—¡Los hemos rechazado! ¡No he estado tan aterrada en mi vida!
Y la mujer la abrazó, riendo y llorando al mismo tiempo.
En ese instante de la tripulación del barco brotó un confuso grito de entusiasmo: el buque pirata se alejaba. Los marineros se apiñaron en las bordas, gritando y abucheando, exultantes con la victoria. Era un sentimiento contagioso; incluso la señora Ferris gritó de entusiasmo, aunque con una elegante actitud y un fino «¡Hip-hip-hurra!».
El alivio y la alegría burbujeaban dentro de Ayisha, que se unió al coro con un agudo y vibrante ulular: el sonido, tan oriental, del triunfo y la celebración femeninos.
—¡Ya está bien!
Rafe interrumpió el sonido bruscamente; se la echó al hombro y se dirigió con paso resuelto hacia la escotilla que conducía a la escalerilla.
—¿Qué pasa? ¡Los hemos derrotado, hemos ganado! —Ayisha se retorció para bajarse—. ¡Los hemos rechazado!
La gente de cubierta se abrazaba y, asomada por la borda, les gritaba a los piratas. El ruido era ensordecedor.
—¿Ha visto a la señora Ferris? ¿A que es extraordinario que subiera a cubierta a pelear? ¿Qué le habrá pasado?
Rafe hizo un sonido parecido a un gruñido. Manteniéndola bien sujeta sobre el hombro, se abrió paso a empujones entre el montón de personas que se apiñaba en la barandilla para ver cómo se retiraraban los piratas.
Y entonces Ayisha vio la matanza, las cubiertas llenas de sangre y los heridos que llevaban abajo, y poco a poco la alegría fue abandonándola. Estaban colocando cuerpos con cuidado en un rincón tranquilo de la cubierta. Intentó contarlos, pero habían llegado a la escotilla y Rafe bajaba la escalera, y ya no vio más.
Él abrió la puerta del camarote, que no estaba cerrada con llave, la cerró con el pie tras él, dejó a Ayisha en el suelo, cerró el pestillo de golpe y se volvió contra ella. Tenía la cara manchada de sangre y tiznada de humo, y en su gesto sombrío resaltaban sus azules ojos que ardían de helada pasión.
—¡Le dije a usted que se quedara aquí!
Habló en voz baja, pero vibrante.
Ella clavó la vista en él, sorprendida.
—¡Pero si hemos ganado!
—¡Se lo ordené a usted! —exclamó Rafe con voz crispada—. Y usted desobedeció.
Ella lo miró, incrédula. ¿Cómo podía quejarse por unas órdenes cuando acababan de sobrevivir a un ataque pirata?
—Ya se lo he dicho otras veces, yo no acepto órdenes de usted. Yo no estoy en su ejército... y usted tampoco, ya n...
Él la cogió por los hombros y la agarró fuerte.
—¡Inconsciente!, ¡podían haberla matado!
Ayisha lo apartó, irritada por su tono de voz.
—Y a usted también. ¡Y además —lo pinchó con el dedo en el pecho— usted apenas se ha recuperado de su enfermedad y no se encuentra en condiciones de pelear!
—Me ha ido muy bien —masculló él.
—Y a mí también. Acabamos de rechazar a una horda de despiadados piratas.
No pudo evitar sonreír. No se había quedado encogida de miedo aquí dentro... Estaba aterrada, pero había ido fuera a pelear. Y había contribuido en algo. Y la señora Ferris también.
El ceño de Rafe se frunció más, reflejando su desaprobación.
—Deje de sonreír, ¿quiere?
Ella se lo pensó un instante.
—Me parece que no puedo —le dijo—. Sé que han matado a gente y me siento muy mal por ellos, pero cuando una piensa que va a morir... y no se muere, ¿eso no la hace querer sonreír?
—No —Rafe cerró los puños—. Debería darle una zurra por desobedecer mis instrucciones.
—¡Bah! —dijo ella—. Si lo intentara, le daría un porrazo en la cabeza con mis fieles pistolas.
Se las sacó del improvisado cinturón, las cogió por las bocas y las alzó en un juguetón gesto amenazador.
Él se las arrebató y las tiró al rincón.
—¡Deje de decir tantas condenadas tonterías! ¡Tenía usted que utilizarlas para defenderse!
—No estoy diciendo tonterías, y sí que me defendí... y lo defendí a usted... —Se volvió contra él, violentamente enfadada de pronto—. ¡Para mí no tenía ningún sentido quedarme aquí abajo, temblando de miedo, como una víctima perfecta, esperando a ver quién entraba a continuación por esa puerta... si usted o una pandilla de piratas resueltos a violar y a hacer esclavas, o a asesinar!
—Pero...
—¿Qué tenía que hacer? ¿Matar a tiros a dos piratas y luego ahuyentar al resto desarmada? ¿O matar de un tiro a un pirata y usar el otro disparo contra mí? No... no iba a ponérselo fácil a los piratas, tendrían que cogerme al aire libre mientras luchaba contra ellos hasta mi último aliento. Y llevándome por delante a todos los que pudiera.
Cuando terminó de hablar estaba temblando.
Se produjo un breve silencio; después, con voz ronca, él le preguntó:
—¿Tiene usted idea de lo que supuso para mí verla allá arriba en una cubierta plagada de piratas?
Ella lo miró directamente a los ojos.
—Probablemente lo mismo que yo sentí al verlo a usted rechazar a tres o cuatro hombres al mismo tiempo... ¡cuando ayer mismo estaba agotado después de sólo seis vueltas por cubierta!
Rafe cerró los ojos un segundo, los abrió y, con la mandíbula apretada, dijo:
—¡No se trata de mí! ¡Yo soy soldado! Puedo luchar con los ojos cerrados. ¡Usted es una mujer!
—Usted ya no es soldado, y ha estado enfermo y a mi cargo casi toda la semana pasada. Bueno, esa camisa está empapada de sangre... ¿está usted herido?
Él la rechazó con un gesto de enfado.
—Un par de arañazos sin importancia. ¡Maldita sea, mujer! ¿Usted se ha visto? ¡Está llena de sangre!
Ayisha meneó la cabeza.
—Sangre pirata, no mía.
—Con el ardor de la batalla, las personas no siempre se dan cuenta de que las han herido.
—Ah. Pues entonces déjeme examinarlo...
—¡No necesito una condenada niñera! —gritó Rafe.
—¡No sea estúpido, sólo quiero ver si está usted herido!
Ella se acercó más.
Él retrocedió un paso.
—¡No se acerque a mí! —La voz le temblaba de furia—. No estoy en condiciones de que me toque.
—¡Lo he visto a usted... lo he tocado a usted en condiciones mucho peores que ésta!
Ella le echó mano a la camisa.
Él se soltó con esfuerzo... Y se oyó un fuerte desgarrón.
Por la raja de la camisa Ayisha vio una fina línea roja.
—Lo han herido.
Rafe hizo un gesto de impaciencia.
—No es más que un arañazo. ¿Usted se ha visto?... ¿Tiene alguna herida?
Ella no le hizo caso.
—Incluso un arañazo hay que curarlo, y además tengo que verlo a usted entero para estar segura.
Él le echó una mirada asesina.
—Está decidida a mimarme, ¿verdad?
—Llámelo como quiera —dijo ella—. Han estado intentando matarlo a usted durante la última hora, y acaba de decirme que las personas no siempre saben que las han herido. De modo que...
—¡Me refería a usted, maldita sea!
Ayisha no contestó; se limitó a mirarlo a los ojos serenamente.
—¡Dios, qué tozuda es usted!
Sin previo aviso, Rafe se arrancó la camisa, la hizo una pelota y la tiró por el ojo de buey.
—¿Ve? —dijo, enfurecido—. Nada grave. ¿Bueno y usted? ¿Alberga heridas bajo ese asqueroso, ensangrentado y destrozado trapo que antes era su vestido preferido?
Echó mano a la parte más ensangrentada del vestido y dio un tirón. Toda la parte superior del vestido se desgarró y se abrió.
Se produjo un súbito y estupefacto silencio.
Ayisha dio un paso atrás. Durante un buen rato se miraron fijamente, inmóviles, jadeando.
Despacio, ella se volvió de espaldas y dejó que los restos de su vestido y la desgarrada camisola manchada de sangre cayeran a sus pies. Entonces dio un paso para salir de las destrozadas prendas, las cogió y fue con brío hasta el ojo de buey vestida sólo con las holgadas bragas turcas que le llegaban hasta las rodillas. Tiró el vestido y la camisola y se dio la vuelta para mirarlo, temblando, con los brazos cruzados sobre los pechos.
—Ninguna herida... ¿Satisfecho?
Él tragó saliva, y se pasó las manos por la cara.
—Dios, Ayisha, cuando la vi salir a aquella cubierta... nunca he tenido tanto miedo en toda mi vida.
Su voz estaba ronca.
—Yo creí que íbamos a morir los dos —le confesó ella con una voz que había adquirido un marcado temblor—. ¡Y no soportaba la idea de que nunca hubiéramos hecho esto!
Y se lanzó hacia el pecho de Rafe.
Se echó en sus brazos, al tiempo que le abrazaba el cuello y le rodeaba la cintura con las piernas.
Los brazos de él la cogieron y la ciñeron rápidamente como tiras de acero, mientras Rafe tropezaba con la cama y caía hacia atrás en ella.
Y al instante estaba besándola ciega y desesperadamente, y ella estaba devolviéndole el beso en un salvaje y desenfrenado frenesí.
Oleadas contrapuestas de enfado, pasión, miedo y alivio la anegaron. No podía acercarse lo suficiente a él; quería meterse dentro de su pecho para abrazarlo, para apartar de su mente la imagen deslumbrante y aterradora de él rodeado de malvados buitres, con la espada brillando y un fulgor de fuego en los abrasadores ojos azul pálido.
Lo cubrió de besos salvajes, en la cara, la boca, los párpados, probando la aspereza de su mandíbula, los agarrotados músculos de su hombro... en todas partes donde podía. Besando, probando, curando. Haciéndolo sentir seguro, dándole todo lo que tenía: a sí misma.
Lo que ella fuera, quien fuera.
Ayisha había estado muy cerca de la muerte; aún sentía moverse el aire cuando el tajo de aquella espada le pasó justo por encima de la nuca ... pero estaba viva, viva y en los brazos de un hombre que la hacía sentirse más viva de lo que se había sentido jamás.
Le rozó la entrepierna y sintió la empinada y ardiente dureza de él bajo los calzones de ante.
Al sentir su roce, un fuerte estremecimiento sacudió el gran cuerpo que estaba debajo de ella. Rafe gimió, y aquel sonido alentó el desenfrenado júbilo que rebosaba en ella.
Las grandes manos masculinas taparon las suyas y calmaron sus enfebrecidos movimientos. Rafe respiraba con fuerza, y su aliento era caliente; su pecho ancho y fuerte se agitaba con el esfuerzo.
Sus intensos ojos azules la traspasaban.
—¿Estás segura de esto, Ayisha? Porque si dices que sí, ya no hay vuelta atrás.
—¡Sí! —ella se inclinó y lo besó—. Te deseo. Deseo esto. Y lo deseo ya.
Ella no sabía lo que era «esto», pero una poderosa fuerza en lo más hondo la impulsaba a seguir.
Estaba viva, viva, y lo necesitaba a él, lo deseaba con ansia. Su cuerpo lo sabía, estaba palpitando, anhelando, guiado por un instinto tan antiguo como el tiempo. Y ella se fiaba de sus instintos.
—Pues si estás segura... —dijo él con voz grave y áspera.
Despacio, su mirada bajó hacia los pechos desnudos de Ayisha, sólo a unos centímetros por encima de él.
Ayisha sintió las mejillas arreboladas de calor. Había olvidado su desnudez mientras estaba arrimada a él. Era la primera vez que se descubría a los ojos de un hombre, y su franca mirada la llenó de una mezcla de timidez y orgullo.
—Hermosos —musitó él—. Como nata de luz de luna. Qué crimen mantenerlos vendados todos estos años.
Levantó la cara y la besó en cada seno, y la sensación de su caliente boca en la fresca y sensible piel... Si se muriera ahora...
Pero no iba a morirse, y él estaba vivo, y oh... la textura áspera de su mandíbula en la suavidad de sus pechos...
Él la acarició hasta volverla medio loca, rozándole los senos con la boca en fogosos arrastres de gasa, manteniéndola por encima de él para que no pudiera moverse, para que no pudiera lanzarse encima de él a saborearlo y acariciarlo a su vez, como ella anhelaba hacer.
Su boca, su lengua y su mandíbula la acariciaron hasta que tuvo toda la piel envuelta en llamas.
Por fin movió las manos. Le tomó la cara y bajó su boca hasta la de él, pausadamente... tan despacio que ella temblaba de ilusión cuando sus labios se rozaron.
Ayisha le devolvió el beso febrilmente, desesperadamente, torpemente, sin saber lo que hacer, queriendo llevarlo hasta la dolorida locura como él la había llevado a ella.
Sabía lo que venía después. Le temblaban las manos cuando alcanzó la solapa delantera de sus calzones, más por la prisa que por el nerviosismo, aunque no podía negar que se hallaba algo nerviosa.
Conocía bien el cuerpo de Rafe. Después de lavarlo tantas veces durante la última semana, no podría haber sorpresas.
Pero lo que él hacía con la lengua... le arrebataba hasta la última pizca de... sensatez... pero ella quería... necesitaba...
Rafe puso una mano sobre la suya para impedir que le desabrochara los calzones, y le apretó la palma de la mano contra el duro y caliente grosor que estaba debajo.
—Más despacio, gatita —dijo en un gemido.
Ella clavó la vista en él, jadeando.
—No quiero ir más despacio.
Él no se movió, de modo que ella se inclinó y lo mordió ligeramente en el hombro.
Él se rió.
—Gatita montesa... —dijo y se dio la vuelta en la cama de manera que ella quedara debajo—. Fíate de mí —le dijo—. Será mejor despacio.
—¿Mejor para quién? —refunfuñó ella, frustrada.
—Para ti. —Rafe sonrió y el brillo de su mirada se hizo más intenso—. Y por lo tanto, para mí.
La besó de nuevo, con pasión; su lengua, como terciopelo caliente, se acopló con la de ella y la acarició con un insistente ritmo hasta que ella sucumbió de deseo. Luego depositó lentos besos por su mandíbula y fue bajando por el cuello hasta llegar a los senos.
—Fresas silvestres —murmuró, al tiempo que probaba un pezón.
Lo mordisqueó ligeramente, acariciando la punta con la lengua, chupando, mordiendo con suavidad, acariciando la punta con los dientes y la lengua, y en todo ese tiempo ella se arqueó, impotente, debajo de él, mientras se estremecía de rítmico placer.
Las grandes y cálidas manos de áspera piel se movieron con ternura por todo su cuerpo, tomándolo, apretándolo, acariciándolo. Parecía saber exactamente qué tenía que hacer para llevarla al borde del éxtasis. Ayisha quería hacerle lo mismo, pero no podía pensar; ni siquiera podía moverse, salvo para estremecerse y retorcerse de puro placer.
Tembló cuando él le tomó con la mano el suave montículo que había en el vértice de sus muslos y la acarició a través del algodón de sus bragas turcas.
Desde muy lejos lo oyó decir:
—¿Te importan estas cosas?
—¿Cosas?
Se apresuró a abrir los ojos y el mundo regresó a su sitio un poco, ondulando como en sueños. Se oyó jadear. Él jadeaba, también, con los ojos intensos y casi vidriosos.
¿Qué acababa de decirle?
Rafe le dio un tirón a los cordones.
—No puedo desabrocharlos.
Ayisha clavó la mirada en su boca y se olvidó de responder. Su hermosa y masculina boca... y lo que hacía con ella...
Él murmuró:
—No te preocupes, te los arranco.
—No, ya lo hago yo —dijo ella, mientras sus ideas volvían como podían a su mente.
Sus dedos volaron a desatar el cordón. Cuando empezaba a bajárselos por las caderas, de nuevo las manos de él se cerraron sobre las de ella y las apartaron.
—Esto es tarea mía —dijo con voz suave, y la besó en la boca, despacio y durante mucho tiempo, y ella se derritió otra vez.
Mientras la besaba, sus manos acariciaban la suavidad de su vientre y, lentamente, iban bajando las bragas por el vientre, por las caderas; en un instante ella estaba quitándoselas de un puntapié y la mano de Rafe estaba tomándola, dándole un suave masaje, mientras su boca le hacía tiernos estragos en los pechos.
Las manos que agarraban a un pirata y lo tiraban al otro lado de la cubierta la acariciaban con tanta delicadeza que le entraron ganas de llorar.
Él la entreabrió y un largo dedo la acarició levemente, moviéndose en círculos una y otra vez. El mundo de Ayisha se cerró justo en aquel punto, donde su dedo se unía con ella y ella latía alrededor. Y entonces él empujó y ella estuvo a punto de caerse de la cama de una sacudida cuando un auténtico relámpago la recorrió de arriba abajo.
Se quedó tendida, jadeando, mientras poco a poco regresaba su desconcertada conciencia. Abrió los ojos con un rápido parpadeo. Él estaba echado a su lado en la cama, con los ojos fuertemente cerrados, como si sufriera.
Ella no sabía lo que él había hecho, pero sí sabía lo que no había hecho. Bueno, por fin lo haría a su manera. En cuestión de segundos le desabrochó la solapa de los calzones y le aflojó los cordones de los calzoncillos, y se los bajó por los largos y duros muslos.
Se quedó mirándolo. ¿Qué se había creído? ¿Que no iba a haber sorpresas? Qué equivocada estaba. ¿Cómo había aumentado tantísimo de tamaño aquello? Y se había puesto más oscuro. Y más grueso. Y más largo.
Aunque durante la fiebre había manipulado su cuerpo tan a menudo que no debería sentir timidez por tocarlo, vaciló. Entonces había estado dormido, y el contacto sólo había tenido fines medicinales.
Clavó la vista en su muy excitada virilidad y se dijo que tal vez fuera un poco tímida, después de todo. Le lanzó una mirada para ver qué estaba pensando. Rafe estaba tendido allí, observando con los ojos brillantes, esperando a que ella diera el primer paso.
Extendió el brazo y, con gesto inseguro, lo tocó. Aquello estaba caliente y tenía la piel como si fuera tirante terciopelo. Con un dedo lo acarició despacio hasta llegar a la punta. Aquello se tensó y creció, y una gotita de humedad apareció en el hinchado extremo.
Rafe gimió y arqueó el cuerpo como si le doliera. Pero por el destello de sus ojos ella sabía que no le había dolido. Estaba haciéndole lo que él había estado haciéndole a ella.
Sonrió y sintió una ola de energía femenina por todo el cuerpo. Su gran guerrero había temblado con el más leve de sus roces. Y la miraba con sus ardientes ojos, brillantes bajo aquellos párpados de aspecto soñoliento, como un león que se preparase para saltar.
Volvió a pasar los dedos por su miembro y él echó atrás la cabeza con los dientes apretados y gimió, clavando los talones en la cama.
—Los gatos siempre juegan con sus cautivos —dijo él con los dientes apretados una vez que hubo pasado el largo estremecimiento.
Ayisha sonrió. Si no le gustaba, no tenía más que apartarse. O decirle que parase. Pero no lo hizo. Ella rozó la punta y el poderoso cuerpo se arqueó y se estremeció bajo el leve roce. Tenía los músculos de los muslos apretados y tensos, el duro vientre en tensión, los puños aferrando las mantas como si estuviera en un potro de tortura.
Se preguntó qué ocurriría si lo agarrara con la mano entera y, con cuidado, cerró los dedos. Luego apretó un poco.
—Basta —dijo él gimiendo, y de pronto se levantó con ímpetu y se puso encima de ella.
Su peso la aplastó en la cama, y él se colocó entre sus muslos. Instintivamente, sus muslos se cerraron en torno a él.
Sí, esto era lo que había estado ansiando. No se había dado cuenta hasta ese momento.
Él la besó con pasión, con posesiva vehemencia, y ella le devolvió el beso con frenesí, sintiendo la caliente fuerza que empujaba rítmicamente su entrada. Sabía lo que la esperaba. Había oído lo que contaba la gente. Se movió intentando acomodar a Rafe, pero aquello estaba entrando a la fuerza en ella, la ensanchaba, fuerte, más fuerte.
Rafe deslizó una mano entre ellos y la acarició una y otra vez como había hecho antes, y Ayisha tembló y sintió que se relajaba.
Él empujó de nuevo y...
—¡Aahh!
No pudo evitar el súbito grito de sorpresa... había dolido más de lo que esperaba.
—¿Qué diab...?
—No pasa nada —dijo ella; le tomó la cabeza y lo besó con fuerza, al tiempo que se movía con torpeza, mientras su cuerpo palpitaba y se acompasaba al de Rafe.
Él gimió y la estrechó contra sí, haciendo tiernos estragos en su boca. Mientras tanto empezó a moverse dentro de ella, despacio al principio y luego cada vez más rápido.
Al principio aquello le resultaba incómodo, pero poco a poco el cuerpo de Ayisha se fue adaptando al de Rafe, moviéndose al mismo ritmo que el de ella y el dolor dio paso a una adictiva tensión. Sus cuerpos se fundieron y acompasaron sus movimientos, que se hicieron más y más rápidos llevándoles al límite del placer...
Ayisha parecía no poder controlar su cuerpo; estaba a punto de estallar, de deshacerse en mil pedazos... lo único que podía hacer era entregarse a ese placer, dejar que aquellas sensaciones la poseyeran, la arrastraran como las inundaciones del Nilo. Abrazar a Rafe con todo su ser, fundirse juntos...