CAPÍTULO 4
—¿Que te dejó marchar? —Laila estaba atónita—. ¿Ese hombre te dejó sin sentido y te ató, y luego te dejó marchar, sin más?
—Sí —dijo Ayisha—. Dijo que yo debía pensármelo y regresar.
Había vuelto a la casa de Laila en cuanto se abrieron las puertas de la ciudad.
—Vuelve a por Alí... ¿Está bien?
—Sí, ya te lo he dicho.
Ayisha le había dicho a Laila una docena de veces que Alí estaba bien, pero ésta llevaba toda la noche levantada, nerviosa, y no estaría tranquila del todo hasta que el niño no estuviese en casa, sano y salvo.
Ayisha se puso en cuclillas para alimentar el fuego del horno. Por lo general Laila se levantaba al amanecer para empezar a hornear, pero hoy estaba nerviosa, así que habían empezado a hornear tarde.
A ella también le parecía rara la reacción del inglés... más que rara: preocupante. No comprendía qué se traía entre manos, pero estaba segura de que era algo serio.
—¿Cómo liberaremos a Alí? ¿Es dinero lo que quiere el inglés? —preguntó Laila, echándole una ojeada al escondite de detrás de los ladrillos.
—No. Tiene más dinero del que tú y yo veremos nunca en nuestras vidas.
Ayisha echó un puñado de ramitas al fuego.
Laila empezó a arrancar trozos de masa fermentada y a hacer bolas con ellas.
—¿Te quiere a ti a cambio de Alí?
—Sí —dijo Ayisha.
El aire de la mañana era frío, de modo que el calor del horno resultaba agradable. Se lavó la cara y las manos en un cubo de agua caliente.
—Pero si ya te tenía, podía haberse quedado contigo... —Laila amasó enérgicamente—. ¿Por qué te ha liberado?
—Quiere que yo vuelva por mi propia voluntad —dijo Ayisha con ironía.
—¿Y de verdad tú eres inglesa? —Laila seguía sin estar convencida.
—Medio inglesa, sí.
—¿Y tu padre era un lord? ¿Y sabes hablar inglés?
—Sí.
—Dime algo.
—Laila es mi mejor amiga —dijo Ayisha en inglés.
Laila le pellizcó la mejilla con afecto.
—Y tú, nenita, es hija de mi corazón —repuso en el mismo idioma.
Las dos se miraron y se echaron a reír.
—¿Tú hablas inglés? —exclamó Ayisha.
Laila soltó una risilla.
—No tan bueno como tú. Yo aprende cuando yo niña. Yo trabaja para ingleses antes de yo casar. Y mira... todo este tiempo y yo no adivina que tú es niña inglesa.
Aplanó las bolas de masa hasta convertirlas en círculos.
—No lo soy. Nací aquí.
—¡Bah, bah! —Con un gesto de la mano, Laila rechazó aquella idea—. Tu padre era lord inglés. Eso hace a ti inglesa. Y todo este tiempo tú esconde asustada, vestida de niño.
Ayisha dijo:
—Tú sabes por qué.
Laila descartó el motivo con una mano enharinada y volvio al árabe.
—Claro que sé por qué. Pero ahora será distinto. Deja que este hombre, este inglés, te lleve junto a esta abuela de Inglaterra. ¿Por qué no?
—Laila, tú sabes por qué no.
—¡Bah! Ellos no lo saben, así que, ¿por qué vas a preocuparte tú? La anciana te cuidará y tú la cuidarás bien, y cuando muera serás rica y serás la dueña de su casa y no te faltará de nada.
—No puedo hacer eso.
Laila alisó las bolas de masa de una palmada.
—¿Qué te pasa, hija? Es todo lo que soñabas y más.
—Lo sé, pero...
—Pero nada. Ésta es la oportunidad que estabas esperando. Y si esta anciana es de veras tu abuela, debes ir junto a ella y cuidarla, puesto que lleváis la misma sangre. Y esto tú sabes que es verdad. —Laila se sacudió la harina de las manos y le acarició la mejilla con el dorso de la mano—. Creer que estás sola del todo en el mundo, Ayisha, hija... y luego encontrar que tienes familia es un regalo, un regalo santo.
Sus dulces ojos castaños estaban húmedos de emoción.
—Pero yo...
—Tú no, la anciana. Ha perdido a su esposo y a su único hijo y ahora, cuando está en el ocaso de su vida, sola, sin compañía y sin esperanza, aquí está la preciosa nieta que ella creía que estaba muerta y perdida, devuelta. Desde luego que es un regalo santo y no puedes rechazarlo, pequeña.
—Pero tú y yo sabemos que no es a mí a la que quiere. Tú eres mi familia, Laila. Tú y Alí.
Laila meneó la cabeza. Le tomó la barbilla en la mano y dijo:
—Escúchame, hija de mi corazón. ¿Qué futuro hay aquí para ti, vestida con ropa de hombre, escondiéndote todo el tiempo de esos hombres que vienen buscándote? No tendrás oportunidad de casarte. Ni de tener hijos.
—A lo mejor no quiero casarme.
Laila negó con la cabeza mientras la miraba con ojos sabios y expresión de complicidad.
—Querrás, niña mía. Algún día conocerás a un hombre fuerte y guapo, y tu corazón latirá pum-pum-pum. —Se golpeó el pecho con el puño—. Y se te aflojarán las rodillas y tus entrañas de mujer se te calentarán y... ¡mira, te sonrojas! Quizá ya hayas conocido a alguien, quizá este inglés...
—No, son tus tonterías las que hacen que me sonroje —replicó Ayisha—. ¡Mis entrañas de mujer se me calentarán... no me digas!
A pesar de todo sentía las mejillas ardiendo. ¿Bueno, y qué si a ella sí que le parecía el inglés atractivo de mirar? Era guapo, nada más.
Laila soltó una risilla.
—Ay, pequeña, hasta que no hayas estrechado a un hombre fuerte entre los muslos y lo hayas sentido embestir como un garañón mientras vierte su semilla caliente en tu cuerpo, no me hables a mí de tonterías.
Ayisha se quedó mirándola, al tiempo que se le secaba la boca ante el cuadro que las palabras de Laila hacían aparecer en su mente. Laila siempre había sido campechana, pero esto...
—Ahora sí que estás sonrojándote de verdad, y yo también. —Laila soltó una grave risilla y la abrazó—. Hace tanto tiempo que no tengo a un hombre en mi cama que pierdo la compostura.
—¿De veras es así entre un hombre y una mujer? ¿Tan...? —Ayisha buscó torpemente la palabra adecuada—. ¿Tan espléndido?
Laila suspiró.
—Con mi esposo lo era, aunque otras mujeres me han dicho que no siempre es así con sus hombres. Pero él estaba loco por mí, y yo por él, y cuando venía a mí de noche era como un garañón.
Los ojos le brillaron al recordar.
—Pero se divorció de ti.
Ayisha no podía ni imaginarse el dolor que aquello debía de haberle causado a Laila.
El brillo se apagó en los ojos de Laila.
—Yo creía que me amaba, y quizá me amara... un poco. —Hizo un gesto impotente—. Pero no lo bastante. El matrimonio es cosa de propiedades... y mi familia es pobre, ¿recuerdas?, y cosa de hijos, de manera que cuando no pude darle un hijo se divorció de mí y tomó otra esposa. —Dio un melancólico suspiro—. Ella le llevó tierras y le dio hijos varones, así que es probable que fuera un garañón con ella también.
Ayisha meneó la cabeza. Después de quince años de amor y confianza en un hombre, ésa era la recompensa de Laila. La echaban a un lado y la dejaban a merced de aquella babosa de Omar.
Eso era lo que pasaba cuando confiabas en que un hombre te cuidara. Le había ocurrido a su madre y le había ocurrido a Laila. Ella no iba a cometer el mismo error. Jamás.
—¿Piensas a menudo en él? —le preguntó a su amiga.
Laila hizo un gesto negativo.
—No, sólo es... A veces me despierto de noche, acalorada e inquieta, y echo de menos... un garañón en la cama. —Miró a Ayisha y le dio la risa—. ¡Pero mira qué cara! Te he escandalizado, una vieja como yo hablando de semejantes cosas... Venga, vamos a terminar de hornear. Se nos está yendo la mañana.
—Treinta y cinco años no es ser vieja —dijo Ayisha.
—Pues bien podría serlo, si una vive de recuerdos como he de vivir yo. —Laila suspiró—. Dormiré sola el resto de mi vida porque Alá me ha hecho estéril, ¿y qué hombre tomaría a una mujer estéril por esposa? Pero tú, Ayisha... tú eliges vivir así, escondiéndote como un muchacho.
Dejó que sus palabras calaran en ella y luego continuó:
—Éste no es futuro para ti, hija querida: es estar en una cárcel toda la vida.
Ayisha sabía que Laila tenía razón.
Laila colocó los círculos de masa en las placas de hornear.
—Quita la tapa y veré si el horno ya está caliente.
Cogió una pequeña jarra de agua y una ramita de hierbas aromáticas mientras Ayisha quitaba la tapa de la boca del horno. Inmediatamente salió una vaharada de calor. Con un rápido movimiento, Laila echó agua en la base de piedra del horno con el manojo de hierbas, y el horno silbó.
—Perfecto —anunció—. Pásame las placas.
Ayisha le pasó las placas del pan, y Laila las empujó con destreza hasta meterlas en su sitio con una larga pala de madera y luego tapó la boca del horno otra vez.
—No dejes que se me pase el tiempo —dijo Laila, con la cara sonrojada del calor del horno; empezó a limpiar el banco—. Tu padre querría esto para la única hija que le queda viva.
Ayisha hizo una mueca.
—Mi padre me dejó sin nada.
Peor que sin nada: había dejado que fuera un objetivo para los hombres sin escrúpulos.
—Si no tuvieras que ir a Inglaterra, no se te concedería esta oportunidad. Además, la sangre es la sangre: tienes obligaciones hacia la madre de tu padre.
—Pero ¿y si se enteran?
—¡Bobadas! —Laila hizo un despreocupado gesto con la mano—. ¿Cómo lo sabrán? Están en Inglaterra, en la otra parte del mundo.
—Había gente aquí que lo sabía. Ingleses que ahora están en Inglaterra.
Gente que no había mostrado ninguna compasión, ninguna amabilidad con una niña de nueve años.
—Preocúpate de eso si ocurre —dijo Laila—. Si tu abuela no lo sabía, ¿cómo va a saberlo otra persona? No, debes ir a Inglaterra.
—Pero ¿y tú y Alí?
Laila dio un resoplido.
—Niña insensata, ¿tan pronto has olvidado quién te cuida? ¿Soy de repente una vieja que no puede cuidar de su familia? No te preocupes por mí y por Alí. Nos irá muy bien, ya verás. Bueno, creo que el pan ya debe de estar hecho.
Le lanzó el paño para que se protegiera las manos del calor y luego cogió la lisa pala de madera.
Ayisha fue a buscar las planas cestas de juncos donde acarreaban el pan, y durante una o dos horas se concentraron en hornear pan y venderlo a través de la trampilla de madera que había en la tapia que daba a la calle. La hornada de la mañana siempre se vendía rápido: la gente no podía resistir el delicioso olor que flotaba en el aire.
Cuando todo el pan estuvo vendido y la mitad de la recaudación bien oculta en el hueco de detrás de los ladrillos, Laila preparó café para las dos de la reserva especial de Omar.
Se sentaron en el patio trasero a tomar a sorbos la densa y humeante infusión, y compartieron el último pan caliente y recién hecho que Laila siempre guardaba para ellas. Hoy le puso miel para que se dieran un lujo.
Ayisha dio un sorbo al café y se quitó la miel de los dedos de un lametón. El pan caliente con miel acompañando el café era la comida que más le gustaba del mundo, pero hoy el café le parecía demasiado amargo, el pan insípido y la miel simplemente pegajosa.
Laila no lo comprendía. Para ella la elección era sencilla: ser rica o tener hambre; si cuidaba de la abuela, lo demás se resolvería solo.
Pero Ayisha ya había vivido una vida de engaño, y había sido duro, más duro de lo que Laila podía comprender. No le importaba engañar a los desconocidos. Pero cuando se empezaba a conocer a las personas, a hacerse amigo de ellas, a tomarles cariño, semejante engaño se volvía... complicado.
Y cuando las personas llegaban a tomarle a una cariño, se volvía... doloroso.
En esta vida sólo Laila y Alí sabían que ella era una mujer. Omar no tenía ni idea. Ni siquiera Alí lo había sabido al principio. Como hacen los niños, él la había aceptado tal como era. Pero cuando se enteró de que era una mujer, Ayisha sabía que se había sentido traicionado.
En Inglaterra sería peor. Mentirle a su abuela, dejar que una anciana llegara a tomarle afecto... Una cosa era buscarse el pan con engaños; otra muy distinta, robar el amor destinado a otra persona, dar falsas esperanzas construidas sobre la base de una mentira.
Ir a Inglaterra para llevar una vida nueva... era lo que siempre había soñado. Pero ¿al precio de vivir otra mentira? Tal vez eso no fuera una cárcel, pero sería un hacha balanceándose sobre su cabeza, esperando caer.
La única manera de evitar el engaño era contarle al inglés toda la verdad. Pero eso la dejaría por completo en su poder, y eso Ayisha sencillamente no podía, no quería... no se atrevía a hacerlo.
—Pareces preocupada, niña mía —señaló Laila.
—No quiero ir con él. No me fío de él.
—¿Intentó hacerte algo? —se apresuró a preguntar Laila.
Ayisha pensó un momento. Había sentido su erección... Podría haberla hecho suya de haber querido, aunque ella se habría resistido con todo su ser, pero...
—No —dijo—. Me trató con respeto. Aunque claro, con la nieta de lady Cleeve... es lógico.
Tras un breve silencio, añadió:
—Pero no quiero volver allí.
—Ya lo veo —dijo Laila—. ¿Y Alí?
Unas espirales de culpabilidad empezaron a arremolinarse en el vientre de Ayisha.
—¿No puedes ir tú?
Laila se encogió de hombros.
—Lo intentaré, claro, ya sabes que lo intentaré, pero si es a ti a quien quiere, no servirá de nada. ¿Crees que es un hombre testarudo? ¿O que se deja convencer?
¿Testarudo? Más que testarudo, pensó Ayisha. Se dejaría convencer tanto como la esfinge... y era tan fácil de comprender como ella.
Dio un sorbo a la amarga infusión con aire pensativo. No tenía elección. Alí era responsabilidad suya.
—Iré. —Bebió lo que le quedaba de café y, tras vacilar un poco, le dio la vuelta a la taza y la puso boca abajo sobre el platillo; después le pasó la taza a Laila—. Dime.
Laila estudió los dibujos que habían dejado los escurridos posos de la taza. Era una absoluta tontería, por supuesto, pensó Ayisha. Ella no era supersticiosa; era instruida y cristiana. Aun así, era útil saber, por si acaso...
Laila frunció el ceño.
—Aquí pasan muchas cosas, muchas... contradicciones. Una fuerza poderosa entrará en tu vida, y tú... —de pronto se calló y dejó la frase sin terminar.
—¿Qué?
Laila se encogió de hombros con gesto indiferente y soltó la taza.
—No está claro. A veces el café es así.
Ayisha no se creyó ni una palabra de lo que decía.
—Dímelo.
Laila suspiró y volvió a coger la taza.
—Algunas elecciones difíciles... y dolorosas te esperan. Veo peligro. Veo tristeza. Tiran de ti en varias direcciones, y los caminos que tienes por delante están enredados y son muchos. No ves cuál tomar y te sentirás perdida y asustada.
Ayisha hizo una mueca. Nada nuevo entonces. Ya estaba confusa y nada segura de qué hacer.
Laila prosiguió:
—Hay un hombre y una cuestión de confianza. Debes escuchar tu corazón y seguirlo... aun cuando te parezca que está rompiéndose.
¿Su corazón? Hasta su último instinto le decía a Ayisha que se alejara de Rafe Ramsey todo lo posible.
Aquel hombre era peligroso de todas las maneras imaginables.
Pero estaba Alí. Ella lo había metido en aquello y ella tenía que sacarlo. Laila llamaba a Ayisha su hija del corazón. Si eso era así, Alí era el hermanito del corazón de Ayisha.
¿Que siguiera a su corazón? El mensaje estaba claro: tenía que rescatar a Alí.
Había sido un riesgo calculado, se dijo Rafe por décima vez. Al liberarla creaba un principio de confianza. Él era hombre de palabra. Había dicho que no le haría daño a Alí, y ella vería que era cierto... si volvía. Pero si le importaba el niño (y él estaba seguro de que sí), no lo dejaría aquí. Volvería.
Si es que tenía buen ojo para la gente.
Ahí estaba el problema. Él sabía juzgar a los hombres, pero las mujeres... bueno eran una cuestión totalmente distinta.
¿Qué diablos habría querido decir con lo de que Alicia estaba muerta y que aquí sólo estaba Ayisha?
Supuso que era una muestra de la enrevesada lógica femenina. Mucho «Alicia Cleeve está muerta», cuando su propio rostro le devolvía la mirada desde el dibujo de Alaric Stretton.
Como es lógico, a Rafe no se le ocurriría intentar desenredar aquella línea de razonamiento... si ella quería que la llamaran Ayisha, lo haría. Le diría «reina de Saba» si así conseguía que fuese con él a Ingaterra sin alborotos ni aspavientos.
Pero si hacía falta alborotos y aspavientos, él también estaba dispuesto. No tendría ningún reparo en llevársela a rastras, gritando y pataleando, de vuelta a Inglaterra. Y sin duda arañando y mordiendo, añadió para sí, mientras se rozaba con mucho tiento el lado del cuello donde lo había arañado la noche antes. Aún le escocía un poco. Los arañazos de una gata escocían.
Esta mañana su ayuda de cámara, Higgins, había observado las marcas con los labios fruncidos; tenía demasiado oficio como para mostrar abiertamente su desaprobación. Había afeitado a Rafe con mucho cuidado, evitando los largos arañazos, y luego le había aplicado uno de sus bálsamos especiales mientras decía entre dientes que en los climas orientales no convenía desatender las heridas.
Rafe fue al piso de abajo. Sentado a la mesa del comedor estaba Alí, con la cara muy limpia y atiborrándose de tostadas, salchichas de cordero y huevos revueltos. Higgins, a quien Rafe había encargado que vigilara al niño, estaba sentado junto a él, intentando, según le parecía a Rafe, enseñarle a Alí buenos modales ingleses en la mesa. No le gustaba la orden de Rafe de que al pequeño le sirvieran el desayuno en el comedor; su porte indicaba que semejante niño ya tendría suerte de comer en la trascocina.
Higgins se puso de pie cuando Rafe entró.
Alí alzó la vista y saludó a Rafe agitando el tenedor en actitud amistosa; estaba claro que no pensaba dejar el desayuno.
Higgins suspiró y puso al niño en pie cogiéndolo por el cuello de la camisa.
—Se dice «Buenos días, señor» —señaló, y le hizo una demostración añadiendo una respetuosa inclinación de cabeza.
Alí, que había agarrado una salchicha en la mano como si fueran a llevárselo a rastras de un momento a otro, tragó un enorme bocado de tostada con huevos y, con una amplia y feliz sonrisa dirigida a Rafe, le dijo:
—Boendiasinor, áberete sésamoooo.
Realizó una réplica asombrosamente exacta de la reverencia de Higgins... que al mismo tiempo resultaba una absoluta burla de ella, y a toda velocidad volvió a la tarea de vaciar el plato.
Rafe no pudo evitar soltar una risa. Descarado granujilla...
—Gracias, Higgins. Sabáj al-jéir —le dijo a Alí. «Buenos días» en árabe.
Alí abrió mucho los ojos y respondió soltando un rápido torrente de palabras.
Rafe levantó la mano.
—Más despacio —dijo—. Sólo sé un poco.
Fue al aparador, donde había varias fuentes cubiertas, y se llenó un plato con huevos revueltos y salchichas. Era extraño ver aquel conjunto de fuentes cubiertas en el aparador, dispuestas igual que estarían en Inglaterra; en los últimos años aquella casa se la habían arrendado a varios ingleses, y los pocos criados que se encargaban de ella estaba adiestrados en consecuencia. Y de no ser así, sin duda Higgins se habría encargado de ello. Higgins era un hombre que sabía exactamente cómo debían hacerse las cosas; era más que un ayuda de cámara.
Rafe le dio un mordisco a una salchicha y una explosión de sabores exóticos estalló en su lengua. Nada que ver con una salchicha inglesa... Estaba hecha de carne de cordero, no de cerdo, estaba muy especiada y tenía la fragancia de las hierbas aromáticas; resultaba más parecida a las salchichas que había comido en Portugal y en España. Era deliciosa.
Lo más importante era que, contra todo pronóstico, había encontrado a la señorita Cleeve. A salvo y no en un harén.
¿Qué diablos lo había impulsado a soltarla?
Si no regresaba esa mañana, tendría que volver a empezar desde cero.
Un criado llegó de la cocina con café recién hecho y le sirvió una taza.
—Higgins, ¿ha enviado algún mensaje la señorita Cleeve?
—No sabría decirle, señor. He estado ocupándome de este pequeño salvaje. Límpiate la boca con la servilleta, niño, no con la manga —le dijo a Alí, y le pasó una servilleta limpia.
Inmediatamente, Alí se la metió en el bolsillo.
En ese momento la campanilla de la puerta tintineó en el vestíbulo.
Rafe apuró su taza de café. Estupendo, no la había perdido después de todo.
—Abra la puerta, ¿quiere, Higgins? Será la señorita Cleeve.
Se levantó cuando entró su invitada, que miró a su alrededor con recelo: la viva imagen de un andrajoso golfillo callejero listo para salir corriendo. Su mirada fue derecha a Alí (es de suponer que para comprobar que estuviera vivo e ileso) y luego saltó hacia las cuatro esquinas de la habitación, antes de volver a Rafe.
¿Qué pensaba, que iba a tener media docena de fornidos sicarios escondidos, esperando para abalanzarse sobre ella? Su desconfianza volvió a desencadenar el enfado dentro de él: sólo Dios sabía lo que habría soportado aquella muchacha desde que su padre murió. Pensó en su retrato a los trece años: la impresión de una tímida y vulnerable jovencita.
Ahora, seis años después, no quedaba ni rastro de confianza en ella.
Le tomó la mano.
—Señorita Cleeve, me alegro mucho de que haya podido acompañarnos de nuevo.
Interesante, pensó. Tenía la cara, si cabe, más sucia que la noche anterior.
Ella se apresuró a retirar la mano.
—No me llame así. Ya le he dicho que no sé nada de Alicia Cleeve; yo soy Ayisha.
Se dirigió hacia Alí y empezó a preguntarle rápidamente en árabe.
Rafe sacó una silla y sentó a la joven junto al niño. Ella tomó asiento con gesto distraído, concentrada en las respuestas de Alí. El sol matinal le daba en la piel, y Rafe aprovechó la ocasión para mirarla más detenidamente.
Como pensaba, el barro estaba aplicado con esmero. Además por la barbilla se había frotado un poco de ceniza para sugerir el atisbo de una sombra de barba incipiente. Una artista con el barro, la señorita Cleeve.
—¿Sí?
Ella le lanzó una severa mirada por encima del hombro. Unos ojos verdes orlados de frondosas y oscuras pestañas le enviaron una chispa de advertencia. Por lo visto a la señorita Cleeve no le gustaba que los hombres se le pusieran demasiado cerca.
Rafe estaba a punto de alejarse cuando reparó en una mancha de un color más oscuro al otro lado de la mandíbula.
—Vamos a echarle una ojeada a eso —dijo, y suavemente le tomó la barbilla con la mano.
Ella intentó apartarse.
—Quieta —dijo él en voz baja—. Sólo quiero examinar el moratón que le hice anoche.
Le volvió el lado del rostro hacia la luz, y allí estaban las señales de su puño, nítidas y oscuras bajo la artística capa de tierra.
—Perdone —se disculpó mientras la soltaba—. Si hubiera sabido que era usted una mujer...
—No me duele —se apresuró a decir ella, y le volvió la espalda.
Rafe le hizo una seña a un criado para que llevara café recién hecho y cuando el hombre se fue corriendo, Rafe llenó un plato con huevos, pan tostado y salchichas y lo puso delante de ella.
Ayisha levantó la vista.
—¿Qué es esto?
—El desayuno.
Vio que ella iba a discutir la cuestión.
—Pero...
—Yo siempre les doy de comer a mis invitados, y como usted se ha unido a nosotros a la hora del desayuno...
Se sentó.
Ella miró el plato con el ceño fruncido.
—Gracias, pero ya he desayunado.
A Rafe no le pareció demasiado segura, pero era mejor no forzar las cosas; si trataba de insistir, probablemente ella lo rechazaría.
Se encogió de hombros.
—¿Qué puedo decir? Son las obligaciones de la hospitalidad. Con unos cuantos bocados nada más se guardan las apariencias... Ah, aquí llega el café.
Se dedicó a su café y se comió otra salchicha sólo para demostrar lo que quería decir. O quizá no exclusivamente demostrar lo que quería decir. Le gustaban mucho las salchichas inglesas, pero aquellas cosas especiadas eran estupendas. Ni siquiera la miró.
Ayisha clavó la vista en el plato. Dos salchichas grasas, calientes y regordetas que olían divinamente. ¿Cuánto tiempo hacía que no comía carne? Y huevos: cremosos y dorados, y que olían a mantequilla con un toque de queso.
Pero había obligaciones cuando se aceptaba la comida de un hombre...
—¿No lo quieres? —preguntó Alí.
Ayisha le echó un vistazo al plato vacío del niño. Luego tocó una salchicha con el tenedor.
—¿Cuántas de éstas te has comido?
—Cuatro —dijo Alí en tono orgulloso—. Se llaman «salseshasecurdero» y son lo mejor que he comido en mi vida, Ash. Si me como otra creo que a lo mejor reventaré. Pero tengo dos más en el bolsillo para luego, y si no quieres ésas yo...
—No —se apresuró a decir ella, al tiempo que le lanzaba una ojeada al hombre alto que estaba sentado en el extremo de la mesa; seguía comiendo, al parecer sin hacerles ningún caso—. Es de mala educación robar comida cuando tu anfitrión te la ha dado generosamente.
En la cara de Alí se pintó una expresión de tristeza.
—¿Tengo que devolvérselas?
Ella vaciló.
—Nunca he comido cosas tan maravillosas, Ash —susurró él—. Pero no quiero insultar a Ramsés, que ha sido tan bueno conmigo, así que si me dices que tengo que devolvérselas...
—¿Bueno contigo? —exclamó ella.
El inglés alzó la vista y al instante ella bajó la voz, aunque sabía que él no los entendía.
—Pero si te secuestró y te ató las manos...
Alí se encogió de hombros.
—Yo intenté robarle. Podía haberme entregado a los hombres del pachá, pero no lo hizo.
—Sí, pero...
—Ni siquiera me pegó, Ash. Y me llevó a su mesa y compartió conmigo la comida que él mismo comía. La mejor comida que he tomado en mi vida. Pruébala y verás.
Unos aromas cautivadores la atormentaban, haciéndole la boca agua. Ayisha miró el plato lleno hasta arriba y le lanzó una ojeada al inglés. Parecía absorto en algo que había en la mesa junto a él, de modo que cortó un trocito de salchicha y se lo metió de prisa en la boca.
Los sabores se fundieron en su boca; aquello estaba increíblemente delicioso... Y cuando empezó ya no pudo parar.
—Te lo dije —susurró Alí a su lado mientras, en silencio, ella se comía poco a poco la primera salchicha y luego la otra—. «Salseshasecurdero.»
Ayisha se comió también los huevos revueltos y el pan tostado, y los acompañó con café preparado con mucha leche, al estilo europeo. Divino.
—¿Ves?, su comida es buena y él también —le dijo Alí cuando terminó—. Y sé que no me crees, pero sí que me contó un cuento anoche.
Ella se secó los labios con la servilleta.
—¿Cómo sabes lo que decía? Tú no sabes inglés y él no habla árabe.
—Yo sé lo que sé —dijo Alí, con aquel gesto obstinado en su fina y pequeña mandíbula que ella conocía tan bien—. Y además él me gusta.
Ayisha frunció el ceño.
—El baño de anoche, ¿qué pasó?
Por lo general Alí siempre oponía resistencia a la hora de bañarse.
—Fue en una lata grande, con agua caliente que me llegaba hasta las orejas y un jabón que olía tan bien que daban ganas de comérselo. —Hizo una mueca—. Aunque no sabía tan bien.
—¿Él no te hizo daño? ¿Ni te amenazó con hacerte daño?
—¿Quién, Higgins? No. Sólo me señaló a mí y luego la bañera, y luego se me quedó mirando con esa larga nariz, parece un camello, hasta que me metí dentro. —Alí se encogió de hombros—. Entonces se llevó mi ropa y me dio una camisa para que me la pusiera para dormir, y por la mañana mi ropa estaba limpia. ¿Ves?
Ayisha puso los ojos en blanco. Después de lo que les costaba normalmente a Laila y a ella lavar a aquel pequeño sinvergüenza, resultaba que sólo hacía falta que alguien con una larga nariz señalara una bañera de agua y lo mirara fijamente, ¿no?
—¿Y nadie te ha hecho daño?
—No, al principio tuve miedo, pero han sido buenos conmigo, Ash.
La miró con expresión inquieta, como si ella fuese a estropear las cosas siendo descortés.
Ayisha le echó una ojeada al inglés por encima de la larga mesa, y se encontró con que él estaba observándola. Apartó la vista y al cabo de un momento volvió a mirar. Él seguía observándola. ¿Por qué?
¿Tendría un trozo de huevo en la cara, quizá? Sus manos rabiaban por comprobarlo, pero las cruzó sobre el pecho. No debía importarle tener trozos de huevo por toda la cara. Quería parecer lo menos atractiva posible, y la comida en la cara resultaba de lo menos atractivo. Así que si había huevo... mejor, se dijo.
Era tan sólo el modo en que aquellos ojos azules la miraban. Resultaba muy desconcertante. Como una caricia.
Sintió que se le calentaban las mejillas, subió la barbilla y le devolvió la mirada... en absoluto como una caricia.
Él sonrió, dobló la servilleta y se levantó, diciendo:
—Ya que ha terminado usted su desayuno, señorita Cleeve, vamos a hablar de su futuro en la sala.
Tocó la campanilla.
De pronto la comida pareció convertirse en plomo en el estómago de Ayisha.
—¿Y Alí? —dijo—. Ya estoy aquí yo, déjelo marchar.
—Alí se queda —dijo el inglés secamente.
—Pero Laila estará preocupada por él... lleva fuera toda la noche.
Él se lo pensó.
—Muy bien. Higgins —le dijo al hombre que había aparecido junto a la puerta—. Lleve al niño a su casa. Llévese al intérprete y asegúrele a esa tal Laila que la señorita Ayisha está bien. ¿Bastará con eso? —añadió, volviéndose hacia Ayisha.
Ella asintió, aliviada porque Alí ya no fuese un rehén. Al niño le dijo:
—Dile a Laila que estoy bien y que no se preocupe.
Alí hizo un gesto afirmativo y, mientras se despedía del inglés con un amistoso ademán, miró a Higgins, al parecer sin preocuparse por la suerte de Ayisha.
—Me reuniré con usted en la sala dentro de un instante, señorita Cleeve —dijo el inglés—. Adelántese. Sólo he de decirle una cosa a Higgins.