CAPÍTULO 6
Hacía años que no pescaba truchas, pensó Rafe mientras la veía bajar tranquilamente, con aire de exagerada despreocupación, por el camino de acceso a la casa, pero esto era exactamente igual. Dejar correr el sedal y luego sacarla enrollando el carrete. Dejarla pelear, forcejear, alejarse nadando... Y luego volver a sacarla de nuevo.
La pequeña señorita Cleeve podía pelear y discutir cuanto quisiera, pero Rafe se había decidido: ya era suya.
No había conocido a una joven tan extraordinaria en su vida. Y si creía que él iba a irse sin más...
Le hizo falta todo el autocontrol que tenía para dejarla marchar; todos sus instintos le decían que la sacara... que la sacara a rastras si era preciso, pataleando y arañando y mordiendo, de esa espantosa vida. Si quisiera, la tendría en un barco que zarpara de Alejandría el día siguiente.
Aún le parecía sentirla debajo de él en el suelo, toda huesos, bufidos y desesperado valor, arriesgando la vida por un andrajoso ladronzuelo callejero.
Tenía orgullo esta muchacha, y valentía, y después de ocho años de guerra Rafe sabía lo que valían ambas cosas. La enrollaría en una alfombra y la subiría a un barco si era necesario, pero preferiría que ella subiera por la pasarela voluntariamente, con la cabeza bien alta.
La vio cerrar con cuidado la verja y caminar sin prisas hasta perderse de vista, como si no estuviera deseando alejarse todo lo posible de él.
¿Cómo habría sobrevivido todo este tiempo en las calles? ¿Y además haciéndose pasar por un muchacho? La holgada vestimenta árabe ocultaba su silueta, el paso espabilado, decidido y arrogante era perfecto, y el barro camuflaba lo que él estaba seguro de que era una hermosa tez, pero para Rafe todo en ella era sumamente femenino.
Aunque nadie adivinara su sexo verdadero, había muchos hombres que abusarían de un muchacho guapo.
¿Por qué no quería ir a Inglaterra? ¿De qué tenía tanto miedo?
¿Y qué diablos quería decir con aquello de que «Alicia está muerta, aquí sólo está Ayisha»?
Había dicho que no la habían violado, pero estaba seguro de que algo había ocurrido. En sus ojos había un inmenso saber y un temor hondo y latente.
No tenía aquella expresión endurecida que él había visto en los ojos de las mujeres violadas... que había visto demasiadas veces en la guerra; una apagada y apática expresión en los ojos que podía expresar tanto una cólera destructiva como un amargo desprecio por sí mismas.
Pero, si no había sido violada, ¿por qué decía que estaba muerta y se llamaba a sí misma por otro nombre?
La pregunta lo corroía.
Cuanto antes la llevara de vuelta a Inglaterra, mejor. Entonces dejaría aquello, fuera lo que fuese, en el pasado y empezaría una vida nueva y limpia.
Pero primero tenía que soltarla de las ataduras de esta vida: la mujer, Laila, y el niño, Alí.
Laila debía de tener algún tipo de poder sobre la señorita Cleeve. En cuanto a Alí, tenía todas las trazas de ser un aprendiz de ladrón, aunque un ladrón patoso, mientras que la señorita Cleeve había trepado en silencio por los altos muros que rodeaban la casa y había entrado sigilosamente, sin hacer el menor ruido. Juraría que no era la primera vez que hacía algo así.
Laila tal vez fuese una especie de maestra ladrona. Iría a ver a aquella mujer, y pronto.
Casualmente, a quien vio poco después en la calle fue a Alí. Sospechó que el niño estaba merodeando por curiosidad, o tal vez con la esperanza de encontrar comida.
—Ven a tomar un refrigerio —le dijo Rafe a través del intérprete.
Alí no necesitó que insistieran. Se sentó a la mesa y esperó, con los ojos brillantes de expectación.
Mostrando un entendimiento poco frecuente con los niños, Higgins sacó un gran plato de emparedados, algo de fruta y un gran vaso de leche. Mientras Alí iba liquidando poco a poco la comida, Rafe lo interrogó.
—Esa tal Laila, ¿te hace trabajar para ella?
—Sí, claro. Todo el rato. Trabajar sin cesar —afirmó el niño.
—¿Qué clase de trabajo?
Alí miró a su alrededor con gesto de conspirador, se inclinó hacia adelante y exclamó:
—¡Trabajo de mujeres!
Apuró el vaso y se limpió un bigote de leche con la manga. Higgins le pasó una servilleta. Alí le dio las gracias muy serio y se la metió en el bolsillo. Higgins suspiró.
Rafe no tenía ningún interés en las servilletas.
—¿Qué quiere decir «trabajo de mujeres»?
—Recoger verdura y hierbas en el río, barrer y vender empanadas y pan por las calles —le explicó Alí—. Lo de vender no está tan mal, porque las empanadas de Laila son las mejores de todo El Cairo y me como las rotas, y lo de barrer, bueno, nadie me ve hacerlo. Pero las verduras... —Meneó la cabeza con gesto grave—. Otros niños se mofan, se burlan de mí.
Rafe esbozó un amago de sonrisa. Quizá no explotaran al niño después de todo; al menos no del modo que se había temido en principio. Parecía un chaval listo.
Recordó la reacción de la señorita Cleeve ante su sugerencia de que Alí podría ir con ella a Inglaterra, y se preguntó si el niño pensaría igual. Estaba claro que los dos se querían mucho.
—¿Sabes que voy a llevar a Ayisha a Inglaterra?
Alí masticó con indiferencia un emparedado.
—Ella me dijo que quiere usted hacer eso, pero no irá. Es terca como una mula. Nadie puede hacer que Ash haga lo que no quiere.
—¿Y si tú fueras con ella a Inglaterra?
Alí se detuvo a mitad de un bocado. Dejó el emparedado y consideró el asunto.
—¿A Inglaterra?
—Sí.
—¿Yo y Ash juntos?
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque Ayisha tiene una abuela en Inglaterra y quiere que vaya a vivir con ella.
Alí asintió con la cabeza y cogió de nuevo el emparedado.
—Los viejos necesitan familia que los cuide.
—La anciana es muy rica. Ayisha también se hará rica si va.
Alí asintió con aprobación.
—Eso estará bien.
—Pero tú podrías ir con Ayisha si quisieras.
Alí lo miró con expresión sagaz.
—¿Laila también?
Rafe hizo un gesto negativo y, con firmeza, dijo:
—No, Laila no.
Lady Cleeve tal vez estuviera dispuesta a aceptar a un golfillo callejero árabe de diez años como precio por recuperar a su nieta, pero estaba seguro de que una campesina árabe de mediana edad ya sería demasiado.
Alí se encogió de hombros y, en vista de que ya se había terminado todos los emparedados, empezó a masticar una manzana.
—Entonces me quedo. Laila no tiene a nadie, sólo a Omar, y él no sirve para nada.
—¿Preferirías quedarte?
Alí lo miró con franqueza y dijo con sencillez:
—Laila me recogió de las calles, me trata como a un hijo. Un hijo cuida a su madre. Me quedo aquí. Cuando sea un hombre tendré mi propia casa y Laila vivirá allí conmigo.
Rafe se quedó sin habla.
Estaba claro que «cargas» no era la palabra correcta para referirse a aquellas personas.
Observó al pequeño zamparse con energía la manzana, con corazón y todo, hasta que sólo quedó el pedúnculo leñoso.
Rafe creía en la lealtad, la apreciaba y la exigía de quienes estaban próximos a él. Que la lealtad debía ser recompensada era un axioma que nunca se había cuestionado.
Hasta ahora. Pero la franca sinceridad de Alí lo había dejado pasmado con su sencilla fuerza. Porque no debía permitirse que la lealtad le impidiera a la señorita Cleeve ocupar el lugar que le correspondía en la sociedad.
Sentía curiosidad por conocer a aquella Laila. Desde luego sabía inspirar lealtad.
Y entonces ¿qué haría él? ¿Derrotarla? ¿Engañarla? ¿Coaccionarla? Sabría cuál era la táctica apropiada cuando la conociera. No dudaba de que habría alguna clase de enfrentamiento.
Después de comerse todo lo que había a la vista, Alí se puso de pie, les dio las gracias a Rafe y a Higgins por la comida y se marchó. Un niño muy franco. Y extraordinario.
Rafe le echó un vistazo al reloj del vestíbulo. Aún tenía tiempo de escribir unas cuantas cartas y después realizar unas cuantas visitas esa tarde.
Iría a ver a Laila para descubrir qué clase de mujer era. Pero antes le haría una visita al hombre menos sociable de El Cairo.
—¡Azhar! ¡Eh, Azhar!
Ayisha se volvió a ver quién la llamaba. Era Gadi. Se acercó corriendo a ella, le palmoteó la espalda y se le cogió del brazo como solían hacer los amigos.
Con un hormigueo, los instintos de Ayisha le advirtieron. Gadi nunca había sido su amigo. Era Alí quien buscaba la compañía de Gadi, no al revés.
—Bueno, Azhar, veo que hoy no vendes empanadas. Vamos a pasear juntos.
Su mirada se le posó en el pecho y se quedó allí unos instantes.
Ayisha supo en seguida qué estaba buscando: pruebas de que era una mujer. Se recordó que no vería nada, y se lo recordó también a su pulso, cada vez más acelerado. Sus pechos estaban bien vendados y además llevaba varias capas de ropa suelta encima de ellos.
Él levantó la vista y volvió a colocarse la sonrisa.
—¿Adónde vas?
—Al río, a recoger verduras —dijo ella, enseñándole la bolsa.
Gadi hizo un sonido grosero.
—¡Bah! ¡Trabajo de mujeres! —Le lanzó una pícara mirada de reojo—. Pero eso a ti no te importa, ¿no?
—En el río se está tranquilo y sereno. Coger verduras me da tiempo para pensar.
Él soltó un resoplido.
—A un hombre de verdad le parecería degradante hacer semejante trabajo.
Ella esbozó una sonrisa.
—Por tu aspecto, Gadi, tú siempre has comido bien. Cuando el estómago lleva días sin comida, seas hombre de verdad o no, aprendes que cualquier trabajo que meta comida en la barriga es un buen trabajo.
Gadi frunció el ceño.
—¿Pretendes decir que estoy gordo?
Ayisha reprimió una sonrisa. Gadi era un tarugo bien parecido, y desde luego no pecaba de falta de vanidad.
—No, Gadi, eres fuerte y alto. Y yo he pasado hambre muchas veces, así que no soy más que pequeño y enclenque.
Gadi le apretó el brazo.
—Eres enclenque —convino con aire satisfecho. Sin soltarla, le dirigió una mirada muy atenta—. Mi tío dice que te conoce.
Ayisha se encogió de hombros.
—¿Ah, sí? A lo mejor. Yo no lo conozco a él.
Su voz parecía aburrida, indiferente. Confió en que Gadi no hubiera notado cómo el pulso se le había acelerado de pronto.
—Dice que tu padre le debe una cosa.
Gadi le observó la cara con atención.
Ayisha le dirigió una mirada de leve desconcierto.
—¿Mi padre? A lo mejor. No lo sé. No veo a mi padre desde que era muy pequeño.
—Mi tío dice que tu padre era un inglés rico.
Ayisha clavó la vista en él un momento, luego se echó a reír.
—¿Un inglés? Huy, sí, miradme: el niño inglés rico con mi rica ropa inglesa.
Dio unos cuantos pasos con un pavoneo burlón y volvió a reír.
Gadi parecía tener dudas pero insistió.
—Tienes la piel clara y unos ojos raros. Podrías ser inglés.
Con el pretexto de examinarla para ver si tenía algún rasgo nacional, Gadi le escudriñó el rostro buscando indicios de feminidad.
Por suerte él también era uno de esos jóvenes de aspecto bastante femenino y no había empezado a salirle barba.
—¡Bah! —Ayisha hizo un sonido desdeñoso—. Hoy en día en Egipto hay muchos con la piel y los ojos claros... europeos, griegos, albanos... ¿y tú te has visto? Tú tienes los ojos casi dorados. —Hizo un gesto—. Mi madre me contó que mi padre era de Venecia, pero me dijo que también era un embustero de marca mayor, de modo que a lo mejor era inglés. Pero ¿qué importa eso? —Escupió en el suelo—. Hace años que se montó en su barco y nos dejó... y el dinero de tu tío se fue con él.
Siguieron caminando en silencio. Delante de ellos estaba la bifurcación de la calle donde ella tenía que doblar a la derecha, hacia el río, y Gadi a la izquierda, hacia el mercado. Ayisha no veía el momento de llegar.
—Recuerdo el primer día que te vi en las calles —dijo Gadi—. Apareciste así, de la nada.
De nuevo su mirada bajó en actitud escrutadora hacia el pecho de Ayisha.
Ayisha dio un resoplido.
—De Alejandría querrás decir. Tardé una eternidad en llegar aquí. Los pies casi se me cayeron.
La mirada de Gadi bajó hacia sus pies.
—¿Viniste andando desde Alejandría? ¿Todo el camino?
—¿Y cómo si no? ¿Crees que mi rico padre inglés me compró un camello para que yo entrara en El Cairo como un lord? —Se echó a reír—. Ojalá tuviera un rico padre inglés. Ay, la vida que me daría...
Ya casi tenían encima el desvío. Gadi hizo un último intento.
—¿Te has enterado de lo del inglés del dibujo?
—Claro, todo el mercado chismorrea —decidió coger el toro por los cuernos—. Todo el mundo dice que tiene un dibujo que se parece mucho a mí. Hasta Alí dice que debería vestirme de muchacha para ver si le saco dinero al inglés.
Gadi frunció el ceño.
—¡Eh, que eso fue idea mía!
Ella dio un resoplido y, con voz sarcástica, dijo:
—¿Crees que el inglés será tan estúpido? Sé que soy pequeño, y tal vez podría pasar por una mujer desde lejos, pero ¿de cerca? Y por lo visto la niña del dibujo es inglesa. ¿Cómo voy a hablarle a este hombre en inglés, eh?
—Ah.
Gadi no había pensado en aquello.
Ayisha casi lo veía decidir que su tío había cometido un gran error; porque si el inglés estaba buscándola a ella y si de verdad Azhar era una muchacha, ¿por qué no acudía a él? Seguro que el botín era bueno.
El tío de Gadi no le había contado todo, estaba claro.
—Bueno, mi tío quiere hablar contigo de todas formas.
Ayisha se fue hacia el río preguntándose cómo Gadi no se había dado cuenta del palpitar de su corazón. Era casi ensordecedor.
—Claro —dijo por encima del hombro—. Pero hoy no, Gadi. Tengo mucho trabajo que hacer.
Para su alivio, él le soltó el brazo y se apartó. Ayisha siguió caminando con mucha calma y aire despreocupado, consciente de que Gadi se volvía y la miraba con el ceño fruncido.
Esta vez lo había convencido, pero ¿cuánto tiempo más podría mantener el engaño? Al tío de Gadi no se le enredaba tan fácilmente. La red iba cerrándose en torno a ella. Sus posibilidades estaban reduciéndose, aunque quizá todavía pudiese sacar algo del inglés...
Poco después Ayisha estaba junto a la verja de la casa del inglés, sin saber qué hacer. Eso no era propio de ella, pero había algo en aquel hombre que minaba su determinación. Parte de ella seguía insistiendo en que el único camino seguro era no acercarse. Otra parte le decía que debía intentar conseguir lo que quería, que la fortuna favorecía a los audaces. ¿O era a los valientes?
¿O a los descarados? Ésa era la parte que Ayisha hacía todo lo posible por acallar: la parte que saltó de emoción en cuanto él salió por la puerta principal con aquellos largos y ceñidos calzones color beige y sus lustrosas botas altas.
Él la vio inmediatamente, por supuesto, y eso al menos la hizo tomar una decisión, pues no iba a dejar que la viera salir corriendo como una cobarde... aunque de pronto se sintiera así.
Era preciso acabar de una vez. Lo más que el inglés podía hacer era decir que no. Ya se sabe: el que no se arriesga...
—Señorita Cleeve, entre para quitarse del calor y permítame ofrecerle una bebida bien fresca —dijo él, en apariencia encantado... aunque Ayisha sabía que por dentro se jactaba de su triunfo. Había dicho que ella volvería y había vuelto.
Ayisha no quería aceptar, pero los buenos modales egipcios exigían que fuese cortés y aceptara el ofrecimiento de la bebida, por lo menos.
Mientras Higgins le ponía un vaso de limonada por delante, ella miró a Rafe con los ojos entornados.
—Dijo usted que quería ayudarme. Que no le gusta la forma en que vivo. Y que mi abuela se preocupa por mí.
—Sí —asintió él con cautela.
—¿Entonces por qué no me ayuda?
—¿Cómo?
—Deme el dinero que dice usted que mi abuela quiere darme.
Él levantó una oscura ceja.
—¿Cuánto?
Ayisha dijo una suma enorme, una suma desorbitada. Laila se pondría como una fiera con ella por pedir tanto, pero ¿por qué no? De veras era la nieta de la anciana, y eso resolvía todos sus problemas. Ella, Laila y Alí escaparían de El Cairo para empezar una vida nueva y buena, libre de su pasado, y, lo mejor de todo, libres de Omar.
—¿Y qué haría usted con esta suma?
—Comprar una casa en Alejandría —dijo ella sin dudar.
Él unió las puntas de los dedos y la miró detenidamente por encima de ellos.
—Comprendo. ¿Y quién viviría en esa casa?
Su tono de voz era notablemente más frío.
—Alí, yo y Laila —le contestó ella.
Su expresión la hizo vacilar, pero decidió que debía hacer un esfuerzo por conseguir el dinero. Era lo mínimo que su padre podía hacer por ella.
—¿Así que me dará usted el dinero para eso?
—No.
Ayisha frunció el ceño. Ni siquiera se había molestado en pensárselo.
—¿Por qué no?
—Porque lady Cleeve no me pidió que viniera hasta tan lejos para instalarla a usted en una casa con otras personas. Me pidió que la buscara porque está volviéndose loca de preocupación por usted. Es una anciana que se encuentra completamente sola, y lo que más desea en este mundo es llevarla a usted a casa para poder amarla y asegurarle el futuro.
Ayisha desvió la mirada intentando ocultar el efecto que producían en ella sus palabras. Aquel hombre pintaba un cuadro muy atractivo, pero aquellos sentimientos tiernos, cálidos y cariñosos eran para otra muchacha, una muchacha muerta, no para Ayisha.
Intentó endurecer el corazón contra la anciana desconocida. Ella no querría sentir cariño por la bastarda de su hijo: la hija ilegítima que había tenido con una extranjera. Probablemente Ayisha sería una enorme vergüenza para ella. La anciana querría que se marchara fuera de su vista. Ojos que no ven...
—Pero si yo tuviera una casa en Alejandría...
—He hecho una promesa —le dijo el inglés—. Y yo cumplo mis promesas.
—Me da igual, usted no puede hacer una promesa por mí —rebatió Ayisha con vehemencia—. Y no puede obligarme a ir.
El inglés ladeó la cabeza y la miró fijamente con aire pensativo. No era una mirada desafiante, se dijo; era como si acabara de darse cuenta de que ella tenía un tiznón en la nariz. Lo cual era ridículo: tenía más de un tiznón. Hoy no había escatimado el barro. Aparte de ser su disfraz de costumbre, era un mensaje dirigido a él: ella no era..., ni sería jamás, una lady inglesa.
Aun así la fría mirada azul no se apartó de ella.
—¿Qué? —preguntó en tono defensivo—. ¿Qué pasa?
—No pienso darle a usted dinero para una casa en Alejandría, pero le compraré una casa a Laila y le buscaré un trabajo a Alí también.
Una sensación de alivio la inundó.
—¿Que usted...?
—Pero sólo si viene usted a Inglaterra conmigo —terminó él.
Ella se quedó callada. Aquel hombre la había dejado en una posición insostenible.
Sin Ayisha, Laila nunca tendría valor para escapar de su hermano. Sin ayuda, no. Y Ayisha tenía que salir de El Cairo ahora que el tío de Gadi andaba fisgoneando. Una casa en Alejandría era la solución a todos los problemas.
Aquel frío e indiferente inglés les ofrecía tan tranquilo su sueño en bandeja de plata... y a ella sólo le costaría su libertad.
Era tan malo como Gadi y su tío. Casi.
Ayisha deseó poder meterle su oferta otra vez en aquellos dientes blancos y regulares, pero era muy tentadora. Demasiado tentadora. Y él lo sabía, el engreído canalla.
—Lo tendré en cuenta.
Necesitaba tiempo, tiempo para ver si se le ocurría un modo de solventar aquello, tiempo para ver si podía pillar lo que quería y seguir siendo libre.
—¿Cuándo me dará su respuesta?
Ayisha puso un gesto engreído, e imitando el frío estilo tipo «me da igual todo el mundo» de él, respondió:
—Pronto.
—Baxter, necesito una casa en Alejandría —dijo Rafe cuando lo hicieron pasar al fresco y sombreado sanctasanctórum del establecimiento de Baxter—. ¿Tiene usted contactos allí?
—Tengo contactos en todas partes. ¿Qué clase de casa?
Baxter estaba sentado con las piernas cruzadas sobre un montón de cojines, fumando tabaco en un narguile: la viva imagen de un potentado oriental.
—Pequeña, sólo para dos personas, y con un patio lo bastante grande como para construir un horno. La mujer hace pan.
Baxter apartó la boquilla del narguile.
—¿Ha decidido usted quedarse?
—No es para mí sino para una mujer y un niño; la señorita Cleeve vive con ellos.
Baxter se sentó derecho al oírlo.
—¿La ha encontrado, pues? ¿A la niña Cleeve?
—La he encontrado.
—¿Dónde? ¿Cómo?
—Ella... eeh, me visitó de improviso en la casa de su padre.
Cuantas menos personas supieran que la señorita Cleeve vivía en las calles de El Cairo disfrazada de chiquillo callejero, mejor.
—¿Así sin más? ¿Salida de la nada?
—Mmmm... Más o menos.
Baxter se puso cómodo.
—Vaya; como por arte de magia... Bien. Le buscaré una casa, cinco por ciento de comisión, y podrá usted tomar posesión de ella a final de la semana. —Garabateó algo en un trozo de papel, tocó la campanilla para llamar a un criado, le dio una explicación en árabe y se echó atrás en su asiento mientras el hombre salía corriendo. Luego esbozó una sonrisa—. He oído decir que ha atrapado usted a un ladronzuelo callejero. ¿No será la señorita Cleeve?
—Casi —dijo Rafe. Baxter no era de los que chismorreaban—. El niño es su hermano pequeño adoptivo. Él intentó robarme el dibujo y ella vino a librarlo de mis garras.
—Entiendo...
Baxter lo miró con los ojos entornados.
—Estaba disfrazada de muchacho —aclaró Rafe—. Y por lo visto no estaba presa en las malvadas garras de nadie. Esta casa es para la mujer que la tiene acogida a ella y al niño, Alí, a quien parece haber adoptado también.
—¿La casa va a ser su recompensa?
Rafe asintió.
—No sólo eso; también porque la señorita Cleeve no tiene intención de venir conmigo a menos que las necesidades de ambos queden bien cubiertas.
Baxter alzó las cejas.
—Leal hasta la médula —confirmó Rafe.
Un criado les llevó café y unos diminutos y pegajosos pastelillos. Con cautela, Rafe tomó un sorbo del café; estaba tan horroroso como siempre.
—Eso me lleva al siguiente asunto —dijo Rafe—. Tengo que hacerle una propuesta. Usted tiene un considerable imperio comercial, ¿verdad?
Baxter se encogió de hombros con gesto evasivo.
—¿Tendría un sitio en Alejandría donde empezar a formar a un niño inteligente?
Baxter dio un sorbo a su café con gesto pensativo e hizo una mueca.
—Quemado otra vez. Mi cocinero ha tenido que volver a su pueblo, y desde entonces... —Dejó la minúscula taza en una bandeja de latón—. ¿Un niño, dice usted? ¿Su ladronzuelo? ¿El hermano adoptivo de la chica?
—Sí, es un ladrón, pero muy poco hábil. Con poca experiencia creo yo. —Miró a Baxter con franqueza—. Y preferiría que no practicara más. Después de ocho años en la guerra conozco a los hombres y a los niños. Es un chaval prometedor.
—¿De cuántos años?
—Diez, más o menos, diría yo.
Baxter lo miró con expresión perspicaz.
—Usted quiere librarla de sus cargas para permitirle que se marche con la conciencia tranquila.
—Dicho sin rodeos, sí. Pagaré su educación... imagino que habrá una escuela decente en Alejandría, si usted le da formación para que entre en su negocio y está al tanto de él.
Baxter se quedó pensando un momento; luego se inclinó hacia adelante y tendió la mano.
—Muy bien. Tráigame a ese niño y si me gusta, le ofreceré un período de prueba.
—¿Qué debo hacer, Laila? —Ayisha paseó por el minúsculo patio, nerviosa—. No tengo forma de negarme.
Laila barrió los adoquines.
—Siempre hay alternativas —dijo tranquilamente—. Una casa, un trabajo para Alí... estas cosas no importan. Lo que importa eres tú.
Ayisha se quedó mirándola.
—¿Qué quieres decir con eso de que no importan? Es todo lo que queríamos.
Laila dejó de barrer un momento.
—Esto no tiene que ver con lo que queríamos. Tiene que ver con lo que tú quieras hacer con tu vida. ¿Quieres tomar las riendas de tu vida para intentar ser algo, o seguirás escondiéndote del mundo entero como llevas haciendo desde que eras una niña?
Ayisha parpadeó.
—Pero tú sabes por qué me escondo.
—Lo sé —convino Laila—. Y ha habido un motivo, es verdad. Pero no puedes vivir toda la vida así. Ya es hora de pararte, enfrentarte a lo que eres y arriesgarte por la posibilidad de ser feliz.
Ayisha frunció el ceño.
—¿Estás diciendo que soy una cobarde? Pero si yo me arriesgo todos los días...
Laila le dio una palmadita en la mejilla.
—Lo sé, y nadie te llamaría cobarde. Pero te proteges el corazón; tienes miedo de amar.
—Eso no es verdad. Yo os amo a ti y a Alí...
—Lo sé, pero ya eres una mujer, y ya es hora de que te permitas amar a un hombre. Ya lo sé: quieres esconderte, fingir que te da igual, pero estás hablando conmigo, que te conozco desde que eras una niña. No conozco a este hombre que provoca tu enfado y tu miedo; no sé si es un buen hombre o no, si es el que tienes destinado o sólo un mensajero. Eso te corresponde a ti decidirlo. Pero debes irte de este lugar, Ayisha, aunque me entristece el corazón decírtelo. Este país no es para ti. Aquí no estás completa. Y en el fondo tú lo sabes.
Ayisha sintió que se le descomponía la cara.
—Éste es mi hogar.
Laila negó con gesto triste.
—Lo ha sido hasta ahora, pero mira en tu interior, querida, y dime que no sabías, en el fondo de tu corazón, que un día deberías ir al país de tu padre.
Ayisha sabía que era cierto, pero no quería que lo fuese.
—Algún día iré a Inglaterra, pero no... no así. No quiero ir con él.
Él la asustaba... no, no la asustaba... la intimidaba... Eso tampoco era exacto. Pero representaba una amenaza para ella; lo sentía cada vez que la miraba y ella se estremecía por dentro.
Laila sonrió.
—De modo que lo sabes, pero luchas contra ello. Decide, hija, decide ya: ¿vives tu vida atemorizada, o la coges como una naranja y le exprimes hasta la última dulce gota? La elección es tuya.
Le dio una palmadita en la mejilla.
—Ahora, mientras decides qué hacer, el viejo vendedor de especias quiere que le escribas unas cuantas etiquetas más. Se quedó muy contento con las otras que le hiciste. Y después, ¿por qué no bajas al río y me coges unas buenas verduras? El río es un buen sitio para pensar.
La señorita Cleeve le había pedido una suma tan pequeña que daba pena, pero era evidente que no lo sabía. Aquella cantidad apenas le daría a una belleza de la alta sociedad para caprichos durante un trimestre... Rafe siguió al intérprete por las calles, camino de la casa de Laila.
Llevaba un caballo de las riendas. En esa parte de la ciudad las calles eran demasiado estrechas, y los pisos superiores de las casas estaban demasiado cerca unos de otros para que un hombre cabalgara. No se había dado cuenta cuando alquiló el caballo.
Necesitaba ejercicio, y había alquilado un caballo con la intención de desahogar cabalgando hasta la última pizca de frustración acumulada. Después de ver a Laila, planeaba dar una vuelta a caballo, bien intensa, junto al río.
Laila vivía en una atestada y sucia parte de la ciudad. Cuando se acercaban, Alí salió a su encuentro corriendo con una radiante y amplia sonrisa en su delgado rostro moreno. Le dedicó enormes elogios al caballo, de modo que Rafe lo montó en el lomo para inmenso deleite del niño, que cabalgó orgulloso, sonriendo y llamando a gritos a todo el que lo veía.
Al fin señaló la casa de Laila. Era pequeña y humilde, pero delante de la fachada la calle estaba bien barrida y limpia. Alí se bajó rápidamente y, cogiendo a Rafe por el brazo, lo condujo eufórico por un callejón todavía más estrecho y golpeó una alta puerta de madera que había en la tapia.
—El niño dice que Laila estará en la parte de atrás de la casa —murmuró el intérprete, justo cuando la puerta de la tapia se abría.
Una mujer pequeña y rechoncha alzó la vista, miró con gesto sorprendido a Rafe y al caballo y se apresuró a ponerse el velo sobre la cara. Sus ojos eran hermosos: grandes, cristalinos y oscuros, pero lo escudriñaron con una expresión impávida y crítica que a Rafe le recordó vivamente la primera revista que le pasó un oficial, cuando era un recluta novato.
Soportó la rigurosa inspección de la pequeña mujer con tranquilo regocijo. Con su colaboración o sin ella, se llevaría a Alicia Cleeve de vuelta a Inglaterra.
Alí realizó las presentaciones y Rafe le hizo una reverencia a Laila, quien con un gesto les indicó que ataran el caballo a la puerta y después entraran en el diminuto patio. Éste estaba bien adoquinado y bien barrido; en unos tiestos crecían unas hierbas aromáticas, y un geranio de vivo color rojo se derramaba colocado en alto, cerca del tejado. También había una chimenea en forma de cúpula, montones de bandejas de madera y un persistente aroma a pan recién horneado.
Sentado sobre la cúpula, un viejo y despeluchado gato atigrado le echó a Rafe una mirada asesina y hostil, agitando la cola en señal de advertencia.
—Bueno —dijo Laila—, así que eres tú.
—Por lo visto —respondió Rafe a través del intérprete.
Ella asintió con un leve movimiento de cabeza, como si Rafe hubiera pasado la inspección.
—La paz sea contigo. ¿Me haces el favor de pasar?
Señaló hacia la puerta trasera, donde había varios pares de gastados zapatos puestos con esmero uno al lado del otro.
Rafe, cuyas botas estaban pensadas para que se las quitase un ayuda de cámara, dio un suspiro ante esta costumbre local y se inclinó para quitárselas. Alí corrió a ayudarlo y tiró de ellas con entusiasmo.
Laila los hizo pasar a la minúscula casa: dos habitaciones, una con varios divanes bajos y la segunda, un diminuto cubículo separado con una cortina. La pobreza de sus habitantes era evidente.
—¿Café? —ofreció ella.
—Gracias —contestó él.
Todavía tenía en la boca el amargo sabor a quemado del café de Baxter, pero había aprendido que los egipcios eran sumamente hospitalarios y no quería ofender. No necesitaba la colaboración de esta mujer, pero a Alicia le sería más fácil si él la conseguía. Aunque ya veía que Laila no iba a ponérselo fácil.
Sus actos eran hospitalarios, pero aquellos ojos oscuros brillaban de suspicacia.
Tras salir un momento, Laila volvió con una bandeja en la que había dos minúsculas tazas llenas de un brebaje amenazadoramente oscuro y un plato de diminutas y pegajosas bolas redondas. Se los entregó a Rafe y al intérprete y luego se sentó con elegancia sobre los talones y esperó a que ellos bebieran. Rafe observó que ella no bebía.
Rafe se preparó y tomó un prudente sorbo del denso y oscuro café.
—Está bueno —dijo, sorprendido.
Tomó otro sorbo y luego otro. Podría acostumbrarse a este estilo de café.
—Usted sabe por qué estoy aquí —explicó. No había motivo para andarse con rodeos.
Laila le lanzó una mirada a Alí, que estaba sentado con las piernas cruzadas junto a las rodillas de Rafe, y le dijo algo en árabe.
—Lo envía fuera a barrer el patio —explicó el intérprete.
Alí se dispuso a marcharse, con paso desganado y los hombros caídos, como la viva imagen del martirio.
—Eh, chaval, cuida de mi caballo, ¿quieres? Dale agua —le dijo Rafe.
Le había dado de beber al caballo en casa de Baxter, pero eso mantendría ocupado al niño y así se aseguraba de que nadie molestase al animal.
A Alí se le iluminó la cara cuando lo entendió y salió corriendo de buena gana.
—Tú puede ir también —le dijo Laila en inglés al intérprete, sorprendiéndolos a los dos—. Mi inglés no bueno, pero bastante.
Rafe le hizo una seña al intérprete, que, con aspecto un poco molesto, se marchó.
Laila le explicó a Rafe:
—Esto entre tú, yo y Ayisha. Yo no sé su nombre inglés... ¿Alissya Cli...?
—Alicia Cleeve —le respondió Rafe. Luego se comió uno de los pegajosos buñuelos—. Está delicioso.
Ella asintió con un seco movimiento de cabeza, indiferente a sus cumplidos.
—Tú viene a llevar mi Ayisha a Inglaterra.
—Sí...
—Pero ayer tú va a mercado de esclavos de Zamil —dijo; le dirigió una limpia y directa mirada—. ¿Por qué?
Aquello era un audaz ataque frontal, inesperado en una mujer. Laila subió ligeramente en la estimación de Rafe.
—Para ver si él había vendido a esta niña. Creo que la reconocerá usted. —Sacó el dibujo de Alicia Cleeve—. Me habían insinuado que tal vez la hubieran secuestrado y vendido como esclava. Y que Zamil tal vez lo supiera.
—Ese mal ocurre otras veces —reconoció Laila, y tendió la mano para coger el dibujo—. Ahh... —Lo miró sonriendo—. Entonces así es Ayisha antes que viene a las calles. —Miró fijamente el retrato—. Tan joven y dulce, tan inocente. ¿Termina tu café?
—Sí, gracias, estaba muy bueno.
—Vuelve taza.
Rafe frunció el ceño.
—¿Cómo dice?
—Vuelve taza. Así.
Le hizo una demostración poniendo boca abajo la taza del intérprete en el platillo y dejando que escurrieran los espesos posos del fondo.
Perplejo, Rafe lo hizo. Era una costumbre con la que no se había topado todavía. Parecía muy poco limpia.
Laila le devolvió el dibujo de Ayisha.
—¿Tú casado?
—No —dijo él, sorprendido por el brusco cambio de tema.
—¿Por qué no?
Rafe estuvo a punto de afearle su insolencia, pero con frialdad dijo:
—Durante los últimos ocho años he sido soldado y he estado lejos, en la guerra.
—¿Tú herido?
Laila le echó una ojeada a la entrepierna.
Rafe esbozó un asomo de sonrisa. Nadie podría acusar a esta mujer de sutileza.
—Nada esencial.
—¿Cuántos años tú tiene?
—Veintiocho.
Se cruzó de brazos y se puso cómodo.
Ella asintió con energía.
—Ya es hora de que tú casa.
—Usted y mi hermano: dos voces para una misma melodía —dijo él en tono inexpresivo.
Laila lo miró pensativa, cogió su taza de café y clavó la vista en ella un buen rato. Diversas expresiones pasaron por su cara. Murmuró algo en árabe, le lanzó una ojeada, volvió a mirar la taza y volvió a asentir con la cabeza. Por fin, despacio, su cuerpo se relajó. Suspiró y dejó la taza de café.
Tras un breve silencio, le dijo a Rafe:
—Tú lleva a mi Ayisha de mí. ¿Pronto, creo?
¿Capitulaba? ¿Tan pronto...? Pero él no iba a ponerlo en duda.
—Tendrá una vida mejor que todo cuanto usted pueda darle.
Laila asintió.
—Yo sé, y está bien —dijo, sorprendiéndolo—. Pero ella no quiere ir.
¿Iba a intentar sacarle dinero?
—Irá —dijo Rafe con voz adusta—, quiera o no. Y quiera usted que vaya o no. Ella no sabe lo que le conviene.
—¿Tú obliga a ella a ir a Inglaterra? —preguntó Laila.
—A rastras si es preciso —confirmó Rafe—. Y ni usted ni nadie va a impedírmelo.
—Bien —Laila juntó las manos—. Tú debe hacer ir. Ella testaruda, tú sabe. Yo le digo esta vida no buena para ella, yo le digo es una cárcel vivir como vive... Pero ¿ella escucha a mí? Necesita un hombre. Lo veo en su taza.
Rafe pasó por alto aquel brusco viraje. Había esperado oposición, un nuevo interrogatorio intensivo sobre su propia moralidad y reputación o un intento de soborno, no esta aprobación casi maternal. Y en cuanto a la sugerencia de que Ayisha necesitaba un hombre...
—Alberga usted una falsa impresión, señora —le dijo secamente—. No he venido buscando novia. Sencillamente, estoy aquí para acompañar a la señorita Cleeve junto a su abuela.
En los ojos castaños de Laila apareció un brillo pícaro.
—Eso dice tú.
Rafe no dijo nada. Las madres casamenteras de Almack’s tenían una hermana espiritual aquí.
—Ella es mujer, mi Ayisha, no niña —prosiguió Laila con toda la sutileza de una maza—. Casi veinte veranos. Hermosa. Ya es hora de que casa, también.
Con voluntad resuelta, Rafe llevó la conversación por un camino distinto.
—Tengo curiosidad... ¿Cómo conoció usted a Alici... a Ayisha?
—Es hace cinco, quizá seis años. Ella niña entonces, muerta de hambre... No gusta ver niños con hambre. Ella sigue a mí, sigue olor de mis empanadas. Yo veo ella con rabillo de ojo. Yo doy de comer. Yo doy de comer niños con hambre antes, muchas veces. Pero Ayisha es especial. Ella devuelve a mí favor.
Rafe frunció el ceño. Éste era el quid de la cuestión.
—¿Cómo?
—Ella recoge leña para mi fuego. —Laila abrió las manos en un gesto de sencillez—. ¿Cómo puede rechazar niña así, muerta de hambre y llena de honor? —Dio un fuerte suspiro al recordar—. Y deja que ella duerme atrás.
Señaló el patio trasero.
—¿Atrás? ¿Quiere decir fuera? ¿Al aire libre?
Estaba horrorizado.
—Tú cree que es malo, pero más seguro para ella fuera que dentro. Mi hermano cree que ella es muchacho inútil, pero deja que duerme en el patio porque trabaja bien y ayuda a mí en horno. Si sabe él que es muchacha...
Bajó los ojos y extendió las manos en el gesto fatalista que era tan habitual en Oriente. Rafe calculó todo lo demás.
—Ella quiere que yo le compre una casa en Alejandría —le dijo Rafe, interesado en ver su reacción.
Laila abrió mucho los ojos.
—¿Ella habla a ti de eso?
—Sí.
—Pero tú no da, ¿eh? —preguntó Laila, preocupada—. Ella tiene ir contigo a Inglaterra.
—No pienso darle dinero. Y ella irá a Inglaterra.
—Bien.
—¿Usted no la echará de menos?
Laila volvió a abrir mucho los ojos.
—Claro que echa de menos. Ella es unida a mí como hija. Mi corazón duele sin ella. —Se puso la mano sobre el corazón—. Pero yo sabe que tiene que estar con su sangre. Tiene que ser ella.
Laila no era en absoluto como él había esperado. Había esperado a una individua intrigante que utilizara a la señorita Cleeve como baza de negociación, no alguien que lo animara a llevarse a la muchacha a Inglaterra por su bien. Aunque estaba claro que Laila dependía de la capacidad de Ayisha para generar ingresos.
—¿Y cómo entró en escena Alí? —le preguntó.
Laila sonrió con cariño.
—Él otro como Ayisha. No familia. Ella trae él como cachorrito con hambre un día, y... —Se encogió de hombros—. Era boca muy pequeña para dar de comer; Alí poca cosa, incluso ahora.
El niño comía como una lima.
—¿Y si hubiera una posibilidad de trabajo para Alí?
A Laila se le iluminaron los ojos.
—¿Puesto de aprendiz?
Rafe meneó la cabeza.
—No puedo prometerle nada, pero un conocido mío va a tenerlo en cuenta para un trabajo.
—¿Quién?
—Un hombre llamado Baxter.
Ella asintió, pensativa.
—El inglés que viste como árabe. Yo oigo hablar de él. Es rico y es metido en todo. —Miró a Rafe con expresión perspicaz—. ¿Por qué tú hace esto por Alí?
—Ayisha se marchará de Egipto más fácilmente sabiendo que usted está segura y que el niño tiene perspectivas de futuro.
Laila asintió.
—Sí, eso verdad. Ella preocupa por todo el mundo, la muchacha. ¿Este Baxter es buen hombre?
—Eso creo, aunque sólo lo he visto dos veces. Conozco bien a su primo.
Ella descartó al primo de Baxter con un gesto de la mano.
—Cuando madre de Alí muere, su vecino acoge niño, pero pega demasiado y Alí se escapa. Yo no deja que Alí va con un hombre que es cruel.
Rafe asintió.
—Entonces venga conmigo ahora, y así usted y Alí conocerán juntos a Baxter.
Laila echó un vistazo a la puerta.
—No ahora, porque mi hermano viene pronto, quiere la cena —dijo—. Pero tú viene otra vez mañana, media mañana. Él no está entonces y vamos a habla con este Baxter.
Rafe se puso de pie y se despidió con una inclinación de cabeza. Había empezado a sentir auténtico respeto por esta mujercita. Ahora comprendía por qué Ayisha y Alí se sentían tan responsables de ella... por qué la amaban. No había pedido nada para sí misma.
—Hasta mañana entonces, a media mañana.
Una vez en la puerta, volvió a ponerse las botas; después miró otra vez a Laila y, como de pasada, le preguntó:
—¿Y dónde ha dicho que estaba Ayisha?
En realidad ella no lo había dicho, pero se encogió de hombros.
—En río, creo. Coge verdura.