CAPÍTULO 8

Bueno, ¿qué opina usted de mi cocina? —le preguntó Baxter a Laila cuando llegaron a la cocina.

Era una mezcla de estilo europeo y tradicional, y como Baxter era un hombre rico estaba muy bien equipada.

Mi cocinero y su familia tuvieron que volver al pueblo para hacerse cargo de una herencia —le explicó Baxter—. Era un hombre casado, con esposa y dos hijos, y vivían en unos aposentos independientes en la parte trasera de la casa. ¿Me permite enseñárselos?

Laila le dirigió una mirada escrutadora y luego inclinó la cabeza en señal de asentimiento. Él la llevó afuera, al patio trasero; era muy espacioso y en él había una descuidada parcelita de hierbas aromáticas.

Laila le echó una ojeada crítica.

¿No hay horno?

Mi cocinero le compraba todo el pan al panadero del barrio.

Laila hizo un sonido desdeñoso. Baxter le enseñó las dependencias del cocinero: cuatro habitaciones mínimamente amuebladas.

El cocinero se llevó sus pertenencias, pero si la persona adecuada solicitara el trabajo, desde luego yo le facilitaría todo lo necesario —terminó Baxter.

Laila se volvió y lo miró con expresión escrutadora.

¿Por qué me cuenta esto?

Baxter vaciló, buscando las palabras adecuadas.

Ramsey me pidió que comprara en su nombre una casa en Alejandría.

Laila frunció el ceño.

Pero si yo le dije... ella tiene que irse a Ingla...

Baxter la interrumpió.

Una casa pequeña, dijo él, para una mujer y un niño.

Laila dio un grito ahogado y se llevó la mano al seno.

¿Una mujer y un niño? ¿Se refiere usted a... a mí y a Alí?

Baxter sonrió.

Eso creo. Dijo una casa con un patio donde pudiera construirse un horno, pues la mujer hace un pan y unas empanadas estupendas y desea montar un negocio allí.

¿Una casa... en Alejandría... para Alí y para mí? —repitió ella en un susurro.

Sí. Pero yo le propongo a usted otra cosa: sea mi cocinera, Laila. Sea mi cocinera, viva aquí en estas dependencias con Alí y yo le construiré un horno para su negocio.

Ella entornó los ojos.

¿Me dejaría usted vender mi pan y mis empanadas?

Sí, siempre que eso no afectase al hecho de que usted me cocinara y llevara mi casa. Como usted ha dicho, mis criados se aprovechan de mí. Para serle sincero, no tengo ningún interés en el lado doméstico de las cosas.

Laila le dirigió una larga y escrutadora mirada.

¿Eso es lo que quiere usted decir? ¿Quiere que yo trabaje para usted?

Sí.

Ella examinó las habitaciones del cocinero, esta vez con una ojeada más crítica, y después el patio y la cocina. Por fin volvió a mirar a Baxter.

¿Y cuánto me costará esto?

En los ojos de Baxter apareció un destello de regocijo.

Las dependencias van con la colocación... libres de renta.

Y por esto tengo que cocinar y limpiar...

Dirigir la limpieza y dirigir a los criados. No tendrá que hacerlo usted misma.

Y podría seguir llevando mi negocio.

Sí. Y además tendría un salario.

Dijo una suma que hizo que las cejas de Laila desaparecieran bajo el velo.

¿Me pagará usted, también?

Claro que sí.

Laila lo miró con los ojos entornados y apoyó las manos en las caderas.

¿Y qué más espera usted? Yo soy una mujer respetable, ¿me oye?

Baxter sonrió.

Lo sé, y la admiro por ello. El salario y las demás condiciones son exactamente iguales que los que tenía el cocinero anterior. Bueno, ¿qué me dice?, ¿acepta?

Se produjo un largo silencio.

Acepto —dijo ella—. Pero debo preguntarle a mi hermano. Él es el cabeza de mi familia.

Baxter dejó ver una amplia sonrisa.

Estupendo. Yo hablaré con su hermano, pero creo que llegaremos a un acuerdo. Bueno, ya tenemos un trato, usted y yo.

Tendió la mano a la manera europea, y aunque no lo tenía por costumbre, Laila tendió la suya para estrechársela.

Pero él la sorprendió cuando le tomó la mano entre las suyas y luego la alzó despacio hacia su boca. Se quedó mirándolo, fascinada, sin estar segura de qué hacer. Y Baxter apretó sus firmes y cálidos labios contra el dorso de la mano en un lento beso.

Laila se estremeció al sentir el calor de él en la piel. Aturrullada, retiró rápidamente la mano.

Baxter sonrió.

Sabe usted bien, como a pan recién hecho.

Porque esta mañana he hecho pan —dijo ella con voz brusca—. No vuelva a hacer eso. No es respetable.

Se puso derecho el velo con manos un poco temblorosas.

Él hizo una reverencia, pero no dijo nada. Su sonrisa no cambió.

Ella lo tocó levemente en el hombro.

Ahora vamos —dijo en tono de enfado—. Ya hemos perdido bastante tiempo. Los otros estarán esperando.

La sonrisa de Baxter se intensificó. Si de verdad hubiera estado enfadada, no lo habría tocado en absoluto.

 

Durante un buen rato, después de que Baxter y Laila se hubieran marchado y de que Alí hubiera salido corriendo, Rafe y Ayisha se quedaron sentados uno al lado del otro en el bajo y mullido diván, sin decir nada.

Finalmente Rafe comentó:

Quiere usted mucho a Laila, ¿verdad?

Desde luego, es mi amiga. Más aún: ha sido como una madre para mí.

Ella me contó cómo se conocieron ustedes —dijo Rafe—. Me explicó que ella le dio a usted comida y que usted le correspondió con combustible para el fuego.

Tras un momento de silencio, Ayisha dijo:

Hizo algo más que darme comida. No era la primera vez que me daban de comer. Los dueños de los puestos del mercado a veces le echan a un niño de la calle una fruta dañada, o pan duro o roto. Lo tiran a la tierra y miran cómo los hambrientos lo recogen y se lo meten de un golpe en la boca. Como ratas.

Rafe la miró fijamente.

Espero que usted no haya estado nunca tan desesperada.

Lo estuve. A menudo. El día que conocí a Laila llevaba sin comer cuatro días —explicó con voz inexpresiva.

La mano de Rafe se tensó, y sus nudillos palidecieron.

Ayisha lo miró. Él seguía pensando en convertirla en una lady inglesa. Tenía que enterarse de esto.

Tenía casi catorce años y llevaba viviendo nueve meses en las calles —siguió contando—. Fundamentalmente robando. Pero cuatro días antes vi castigar a un ladrón. Lo oí aullar como un animal cuando le cortaron la mano.

Horrorizada, había clavado la vista en el muñón de aquel hombre, chorreante de sangre; en la mano que estaba en el polvo, con los dedos meneándose como si estuviesen vivos aún.

Alguien recogió la mano... Ayisha no sabía si para devolvérsela al ladrón que se quejaba o para arrojársela a los perros y que se la comieran. Estaba paralizada, incapaz de pensar algo que no fuera el horror de que podía haber sido su mano la que estuviera en la tierra, meneándose.

Las brillantes gotitas de sangre habían recogido polvo y se había quedado en la tierra antes de filtrarse despacio.

Dicen que la sangre es más espesa que el agua —dijo Ayisha—. Es verdad.

Lo sé —dijo Rafe sombríamente, y el tono de su voz hizo que ella lo mirase y recordara que había pasado ocho años en la guerra.

Clavó la mirada en él, espantada. Sólo había visto una escena así una vez en su vida y no lo había olvidado. Pero él... él debía de haber visto horrores como ése una y otra vez. Era probable que incluso hubiera cortado manos y matado hombres.

Si usted era soldado debe de haber visto cosas así muchas veces...

Rafe la interrumpió bruscamente.

Sí. Pero es la historia de usted la que quiero oír.

Ayisha se preguntó cómo afectaría a un hombre joven vivir esas atrocidades una y otra vez, pasar años de su vida luchando, llevando una vida dura y difícil, tratando de matar y confiando en no resultar muerto.

Hasta ayer no había notado ni rastro de ello; él siempre estaba limpio, elegante y sereno. Demasiado sereno tal vez, pensó Ayisha. Su limpieza, sus botas relucientes y su impecable ropa blanca... ¿no serían una especie de armadura, como los harapos y el barro tras los que se ocultaba ella?

En el río había visto un lado distinto de él, un lado crudo, áspero, enérgico: el guerrero. El luchador. El protector.

Nunca olvidaría la visión de aquellos ardientes ojos azules, la extraña sonrisa de él mientras atacaba a aquellos hombres sin armas. Tenía los puños ensangrentados y los nudillos desollados y en carne viva, pero después de que todo acabara, cuando le tomó la mejilla en aquel gesto tan fugaz, su grande y encallecida mano había tenido una ternura que resultaba casi insoportable en semejante escenario de violencia.

Así que vio usted cómo castigaban a un ladrón y después de eso le dio miedo robar —la animó él.

Sí, y al cabo de cuatro días tenía mucha hambre.

La barriga vacía llevaba días royéndola. Vivía como una rata, recogiendo sobras donde podía.

Entonces me llegó el olor más magnífico que se pueda imaginar —sonrió—. Usted no ha comido nunca una empanada de Laila, pero créame, si alguna vez la hubiera comido... —Suspiró—. Laila, aunque entonces yo no sabía cómo se llamaba, llevaba por las calles una bandeja tapada y las vendía recién salidas del horno. Y yo fui detrás, aspirando el aroma como si fuera comida. Esperaba que quizá me echara un trozo de empanada rota o una corteza de pan. Pero no lo hizo.

Con un movimiento de cabeza, él le indicó que continuara.

La seguí hasta su casa, pero nada. Ella abrió la puerta y me hizo señas para que entrara.

Y usted la sig...

Ayisha dio un resoplido.

No. Después de nueve meses en las calles no me fiaba de nadie. De modo que ella entró y cerró la puerta. —Sonrió con expresión triste—. Pero aun así yo no podía apartarme de aquel olor.

Prosiga —le pidió Rafe con expresión adusta.

Al cabo de un instante ella volvió a salir. Puso una empanada en el escalón; una entera, intacta...

La voz se le quebró, y Ayisha apretó los labios al recordar, tratando de recuperar la compostura.

Él le acarició la mano, y ella la apartó. En ese momento la compasión la haría llorar. Señor, ¿por qué era tan sentimental? Le había contado a Alí esta historia una docena de veces.

Tragó saliva y se obligó a seguir.

Ella puso una empanada en el escalón; una empanada entera, perfecta, en un hermoso plato limpio. Un plato.

El aroma de la empanada le había hecho la boca agua, pero el plato la había hecho llorar... igual que ahora, sólo al recordarlo. Ayisha miró a Rafe con los ojos llenos de lágrimas y vio que él no lo había comprendido.

Con voz trémula explicó:

Hacía meses que yo no comía en un plato, ¿entiende? La empanada era maravillosa, pero el plato... el plato indicaba que yo era... que yo era un ser humano, no una... no una...

No una rata —terminó Rafe en voz baja, y la atrajo hacia él.

Ella asintió y se apoyó en su grande y sólido hombro, oliendo el aroma limpio y masculino de él, y se secó los ojos mientras recordaba.

Su estómago le había gritado que se metiera toda la empanada en la boca tan rápido como pudiese y echara a correr; pero en lugar de eso, se había llevado el plato a un lugar seguro y se había comido la empanada despacio, con deleite, como una persona, no como un animal. Porque el plato le había recordado quién era.

Rafe le pasó un pañuelo. Sus nudillos tenían postillas y estaban feos; su pañuelo, inmaculado. Ayisha se secó los ojos.

La empanada todavía estaba caliente y era deliciosa. Era la mejor comida que había tomado nunca —terminó, y se sonó en el pañuelo, sintiéndose un poco ridícula. Tanto alboroto por un plato...

Laila me contó que, después, usted recogió leña para su horno.

Claro —dijo Ayisha, al tiempo que se sentaba derecha y le devolvía el pañuelo—. Ella me dio algo de incalculable valor, y yo tenía que darle algo a cambio, aunque no fuese nada especial.

Había lavado el plato y lo había secado lo mejor que pudo, y luego juntó un haz de ramitas, hierba seca y estiércol seco de camello.

Ayisha añadió:

Aquella noche Laila no se limitó a darme una empanada; me devolvió a mí misma.

Él asintió.

Comprendo.

Aún estoy en deuda con ella —dijo ella con intención.

Rafe la miró directamente.

Lo sé. Y le aseguraré el futuro, se lo prometo. Los hombres de Baxter todavía están negociando la compra de una casa en Alejandría. Se pondrá a nombre de Laila y de Alí. Nadie se la quitará, nunca.

Ayisha no dijo nada durante un buen rato. Cogió el cojín otra vez y jugueteó con los flecos; le temblaban los dedos.

Muy bien —accedió con una voz algo entrecortada—. Cuando Laila tenga una casa segura en la que vivir y Alí tenga trabajo, iré con usted a Inglaterra.

Su barbilla tenía un gesto firme y decidido, pero sus maravillosos ojos revelaban lo escindida que estaba.

Era un paso enorme. Ahora Rafe comprendía que había sido arrogante al estar tan seguro de que la vida de Ayisha era horrorosa. Aparentemente lo era, pero él sólo había atendido a lo más evidente. En aquellos pocos días había aprendido que más allá de la pobreza y las penalidades de su vida había amor, amor del bueno.

Él conocía el poder de aquello. Jamás emplearía la palabra «amor» para definir lo que sentía por sus amigos... al menos en voz alta, pero reconocía que eso es lo que era. Gabe, Harry y Luke estaban más unidos a él que su propio hermano. Su amistad y su apoyo incondicional lo habían hecho superar los peores momentos de la guerra.

No renunciaría a aquella amistad por nada.

Miró a Ayisha. Iba a abandonar cuanto conocía por el bien de sus amigos. E iba al encuentro de... ¿qué?

Al encuentro de una alta sociedad que la haría pedazos si tenía ocasión. Cortésmente, con saña, sin derramamiento de sangre.

¿Podría protegerla de eso? ¿Sería él suficiente?

Sé que es duro pensar en dejar a sus amigos —dijo en tono incómodo—. Pero tendrá usted a su abuela y hará amigos nuevos. Le gustará Inglaterra, se lo prometo.

Ella no dijo nada, se limitó a abrazar el cojín.

Rafe apretó los puños. El triunfo siempre tenía su lado bueno y su lado malo, pero nunca le había dejado un sabor tan amargo en la boca.

Juró que ella sería feliz. Él se encargaría de que así fuera.

 

Cuando Baxter y Laila volvieron a entrar en la sala, las cortinas se abrieron y apareció Alí con un paquete, sonriendo con cara de triunfo.

Áberete sésamooo —dijo en inglés, y desenvolvió una docena de pasteles de sésamo y miel.

Le he ofrecido a Laila un trabajo —dijo Baxter.

Alí pareció sorprenderse y luego quedarse cariacontecido.

Y a ti también, Alí. Quiero que los dos viváis aquí. Laila cocinará, y tú trabajarás para mí y aprenderás.

Alí se las arregló para hacer una reverencia, saludar al estilo militar y darle efusivamente las gracias a Baxter mientras que, al mismo tiempo, saltaba de puntillas, entusiasmado.

Primero tengo que ver lo que dice Omar —advirtió Laila con voz poco ilusionada—. A lo mejor dice que no.

Dirá que no —dijo Alí con seguridad—, pero de todas formas yo vengo. A Omar no le importo nada.

En silencio, Ayisha estuvo de acuerdo con él. Si Laila se marchaba, Omar tendría que ganarse la vida, además de cocinar y limpiar para sí mismo, y no se lo imaginaba haciendo semejante cosa. Por eso tenían pensado huir; sabían que Omar nunca dejaría que Laila se fuera.

No nos adelantemos a los acontecimientos —dijo Baxter con firmeza—. Mientras tanto, Alí, te espero mañana por la mañana a primera hora.

Una amplia sonrisa se pintó en la cara de Alí.

Sí, señor —dijo en inglés, y rápidamente hizo un saludo militar.

Baxter pareció un poco desconcertado.

Aquí noto la mano de mi ayuda de cámara, Higgins —dijo Rafe con ironía—. Era asistente en el ejército, y parece haber aceptado el reto de empezar a adiestrar al joven Alí en lo que él llama: «costumbres civilizadas».

Bueno, pues no vuelvas a saludarme así —le dijo Baxter a Alí—. Dejé atrás todo eso hace años.

No, señor —dijo Alí, e hizo una reverencia que resultaba una extraordinaria imitación de la anterior reverencia que le había hecho Baxter a Laila.

Rafe soltó una risilla.

Va a tener usted en qué entretenerse aquí, Baxter. Mándemelo a Inglaterra cuando se harte de él.

Más tarde, cuando regresaban caminando a casa de Laila, Ayisha le dijo a Rafe:

Si Omar no le permite a Laila trabajar para Baxter, ¿le comprará usted la casa en Alejandría?

Sí. Puede utilizarla o alquilarla. Le prometí a usted esa casa y yo siempre cumplo mi palabra.

Ella asintió.

¿Y de verdad enviaría usted a Alí a Inglaterra?

¿Por qué no, cuando sea mayor? Sólo si él quiere, desde luego, pero los viajes le sentarán bien. Le mandaré el pasaje.

Ayisha continuó caminando, intentando que sus pasos siguieran el ritmo de los de él, pero la zancada de Rafe era mucho más larga y le resultaba imposible.

Actúa usted como si Inglaterra no estuviera al otro lado del mundo.

Y no lo está —dijo él—. Reconozco que es un viaje bastante largo, pero viajar resulta cada vez más fácil. —Bajó la vista y le echó una mirada—. Veo que le preocupa ir a un país desconocido con gente extraña... Entiendo que pueda preocuparle, de modo que le haré a usted una promesa: si después de un año de estar en Inglaterra no soporta su nueva vida y quiere regresar aquí, yo le daré el dinero para que vuelva. De hecho, la acompañaré.

Ella dio un grito ahogado y se paró en seco en la calle para alzar la vista y mirarlo fijamente.

¿Haría usted eso por mí?

Si fuera usted desesperadamente infeliz —le aseguró él, y le tomó una mano—. Sé que le molesta que no le haya dejado alternativa, pero créame, Ayisha: mi único deseo es su bienestar y felicidad.

Su voz era tan grave y sincera... Esta vez ella supo lo que se avecinaba cuando él le tomó la mano en la suya, y no hizo el mínimo intento por detenerlo. No podía. Sabía exactamente qué esperar cuando levantó su mano y apretó los labios contra el dorso de sus dedos.

Sólo que esta vez Ayisha sintió la huella de su boca directamente hasta en las plantas de los pies. Se estremeció, y sin saber muy bien por qué, soltó la mano de un tirón. Sentía que le ardían las mejillas. Continuaron andando.

¿Por qué ha hecho usted eso? —murmuró al cabo de un instante.

No he podido evitarlo. Es lo que un hombre hace cuando quiere...

¿Quiere qué?

Quiere... cuidar de una mujer —terminó él.

Ah.

Ayisha recordó que él le había prometido a su abuela que la cuidaría. Ella era una responsabilidad.

Bajó la mirada hacia la mano que Rafe le había besado. No le habían besado nunca la mano. Y ahora, y por dos veces, él lo había hecho. Eso no parecía una responsabilidad. La hacía sentirse... rara, especial.

Como si fuera una... una princesa, y no... lo que era. Cerró los ojos un instante y deseó ser esa princesa, deseó poder ser... como él la hacía sentirse.

Pero todo eso era para una muchacha muerta. No para Ayisha.

Aun así... recordó las palabras de Laila. Ella tal vez no fuese una princesa, pero una muchacha pobre también podía comerse una naranja. Aún podía comerse aquella dulce naranja de la vida, y lo haría, se dijo. Le exprimiría todo el zumo.

Crearía su propia felicidad.

Llegaron a la esquina de al lado de la casa de Laila, donde Laila y Alí estaban esperando. Rafe se despidió secamente... parecía un poco acalorado, del sol sin duda, y se fue con paso resuelto por la estrecha calle.

Ayisha lo vio alejarse dando grandes zancadas por el callejón. «Mi único deseo es su bienestar y felicidad.» Sus altas botas negras relucían al luminoso sol.

La ropa inglesa es muy... insinuante —comentó Laila mientras lo veía marcharse—. Un hombre bien plantado, ese inglés.

Ayisha dio un respingo y se dio cuenta de que, en efecto, había estado mirando fijamente el suelto movimiento de los poderosos músculos de Rafe mientras caminaba, y su firme y masculino trasero metido en aquellos ajustados pantalones color de ante.

Se le calentaron las mejillas. Se volvió hacia Laila y entonces se fijó en que ésta se sostenía una mano con la otra.

¿Qué te pasa en la mano? ¿Te la has quemado?

Laila se ruborizó y bajó la vista hacia donde tenía la mano acunada, justo debajo de los pechos. Miró a Ayisha con expresión arrepentida.

No, y creo que a lo mejor tú tienes el mismo problema que yo.

Ayisha miró hacia abajo y vio que también estaba sujetándose la mano de forma parecida. La soltó al instante.

No pasa nada. Sólo era que... —dejó la frase sin terminar, sonrojándose.

Ya lo sé; estos ingleses... —continuó Laila e hizo un gesto con la barbilla—. Es una costumbre muy perturbadora, eso de besar las manos.

Sí —convino Ayisha con fervor.

Y a lo mejor —añadió Laila en tono pensativo— tenga algo que ver con sus ojos azules. Hacen que las mujeres piensen en camas deshechas y en noches largas y ardorosas...

Sorprendió a Ayisha con la vista clavada en ella y se apresuró a añadir:

Otras mujeres, no las respetables como tú y yo...

 

Ayisha estaba echada en el jergón que utilizaba de cama en el patio, envuelta en una manta, con su gato hecho un ovillo pegado a ella, amasándole el brazo y ronroneando como un oxidado molinillo de café. La noche era fresca; una húmeda brisa del río agitaba el aire. Allá en lo alto las estrellas relucían, frías y brillantes.

Se preguntó si serían las mismas estrellas que brillaban sobre Inglaterra. No estaba segura. Sin embargo la luna... la luna era la misma en todo el mundo.

En su jergón debajo del banco, Alí se movió en sueños.

Cuando ella estuviera en Inglaterra podría salir a mirar la luna y pensar en esta casa, en estas personas.

«Cuando estuviera» en Inglaterra... No «si estuviera».

Laila ya estaba segura: o bien trabajaría para Baxter y viviría allí en la casa del cocinero, con Alí, o tendría una casa en Alejandría. De cualquiera de las dos maneras estaría bien.

Y Alí también. Ya empezaba todas las frases con: «Baxter dice...»

El coste merecía la pena, aunque el futuro de Ayisha fuera menos seguro. Entonces se recordó que ningún futuro era seguro. La enfermedad podía llegar en cualquier momento, los accidentes ocurren... lo único que podía hacer era intentarlo.

Inglaterra era una tierra verde, le había dicho su padre, y muy bella. Una tierra fría, donde llovía casi todos los días y donde durante días enteros sólo se veía unas pocas yardas delante de uno, a causa de la neblina. La neblina era hermosa, decía su padre, pero a él lo hacía toser. Los pulmones de su padre estaban mal. Nacido en el calor de la India, no soportaba el frío.

¿Soportaría ella el frío? No estaba segura. Nunca había tenido frío de verdad, al menos no durante mucho tiempo. En invierno Alí y ella dormían bien envueltos en gruesas mantas, y las noches frías y despejadas dormían junto al horno.

En Inglaterra nevaba. Según su padre la nieve era maravillosa: se construían muñecos de nieve, se viajaba en trineo y se lanzaban bolas de nieve.

Pero la madre de Ayisha le contaba historias de largos inviernos en que uno se quedaba aislado a causa de la nieve en las montañas de Georgia. La nieve le congelaba a uno los dedos de los pies y de las manos, y se te caían, decía su madre. Ayisha no estaba segura de si era verdad o no. Con su madre nunca se sabía.

Pronto, quizá, vería la nieve ella misma.

Tom le dio una topada en la mano, un delicado aviso de que había dejado de acariciarlo. Ayisha sonrió y lo abrazó.

La nieve de Inglaterra no te gustará, Tom —le dijo en un susurro—. Pero nos daremos calor el uno al otro.

Con su gato no se sentiría tan sola en la fría y verde Inglaterra.

Pasara lo que pasase, estaba segura de que no habría largas y ardorosas noches.

 

Omar dice que no —anunció Alí cuando un criado lo hizo pasar ante Baxter.

Había llamado a la puerta tan fuerte que había despertado a toda la casa.

Alí prosiguió:

Ha dicho: «Ninguna hermana mía trabajará para un extranjero.» Pero en verdad es porque, sin Laila, tendrá que trabajar o morirse de hambre. Es una babosa perezosa, ese Omar.

Bostezando, Baxter le hizo señas para que se sentara.

Santo cielo, niño, ¿quién te dijo que vinieras a una hora tan absurda?

Usted dijo «a primera hora» —dijo Alí, indignado—. Ésta es la primera hora.

Baxter entornó los ojos y miró el cielo de por la mañana temprano. El sol apenas había salido. Se estremeció.

De ahora en adelante «a primera hora» significa las ocho en punto. —Bostezó de nuevo—. ¿Sabes preparar café?

Alí asintió.

Pues prepárame café mientras me visto. Tomaré un café y luego hablaré con Omar.

No, no debe hacer eso —advirtió Alí en seguida, al tiempo que le agarraba la manga muy serio—. Si va usted allí, habrá... problemas.

Daba a entender que para Laila.

La única manera de tratar con los matones es hacerles frente —le dijo Baxter.

Alí dio un bufido.

Eso lo he aprendido yo en las calles. Pero si le hago frente a Omar, no seré yo quien sufra. Cuando sea mayor será distinto —apretó los puños—. Y cuando sea un hombre, sacaré a Laila de aquella casa.

Baxter miró al paladín de diez años de Laila y se pasó una mano por la rasposa mandíbula. ¿Quería hablar con Omar o no? No se metía en una pelea sin necesidad. Y cuando lo hacía, le gustaba ganar.

Le había tomado simpatía a Laila al instante pero ¿era eso motivo suficiente para enfrentarse a su hermano? ¿Habiéndose visto una sola vez? Estas cosas tenían consecuencias... en particular en Oriente. Y en particular cuando por medio había una mujer.

Necesito un afeitado y un café, por ese orden —le dijo a Alí—. Luego pensaré en ello.

Poco a poco la tensión desapareció del flaco cuerpo de Alí.

¿Así que no va usted a hablar con Omar?

Parecía aliviado, pero su tono sonó decepcionado.

Baxter miró al niño y pensó en la mujer que había conocido hacía tan sólo un día. Le había gustado en el acto, y había tomado la inmediata decisión de contratarla. Sus instintos nunca le habían fallado... Entonces se decidió.

¿No te he pedido que prepares café?

Pero... —empezó a decir Alí.

Baxter señaló hacia la cocina.

¡Ve! Y despierta a Jamil y dile que venga aquí a verme.

Pero cuando llegó Jamil no fue para rasurar a Baxter, sino para llevar un mensaje a una mujer, a la zona más pobre de la ciudad...

Al cabo de unas horas Jamil dijo algo en voz baja al oído de Baxter, y éste envió a Alí a comprar fruta al mercado. En cuanto Alí hubo salido corriendo, Jamil hizo pasar a una mujer por la entrada trasera; su identidad iba cubierta y oculta.

Bueno, Laila, su hermano se opone —dijo Baxter cuando ella se hubo sentado—. Pero tiene usted una posibilidad... si todavía desea venir a trabajar para mí.

¿Una posibilidad?

Laila se bajó el velo. Sus cristalinos ojos lo observaron con atención.

Baxter se quedó sin aliento. Era preciosa, y tenía una tersa piel de porcelana. Sus carnosos y sonrosados labios estaban un poco hinchados en una comisura. No era una joven y, al mirar detenidamente aquel labio magullado e hinchado, Baxter pensó que tampoco era alguien a quien le resultara fácil confiar.

Pero en su serena mirada había seguridad, como si hubiese llegado a aceptar quién era. Eso le gustaba en una mujer.

Hay una manera, pero debe usted confiar en mí —dijo.

Ella le dirigió una limpia mirada.

En mi vida he tenido pocos motivos para confiar en los hombres. Pero cuénteme su plan.

Él se lo contó y ella entornó los ojos.

¿Por qué haría usted esto? Ni siquiera me conoce.

Baxter se encogió de hombros.

Sencillo: me gustan las comodidades y me agrada usted. Y además me fío de mis instintos acerca de la gente. Pero depende de usted. Piénselo y ya me dirá su decisión.

 

Tome esto y vaya de compras. —Rafe le dio a Ayisha un monedero cuando pasó a verla la mañana siguiente—. Compre todo lo que necesite para el viaje. —Le echó un vistazo a su ropa—. Tal vez sea más cómodo que lleve usted esa ropa en el viaje a Alejandría... iremos a caballo y después tomaremos una barca río abajo. Pero luego deberá usted embarcar en el buque como una mujer.

Los ojos de Ayisha relampaguearon... Rafe sabía que había estado presionándola mucho, pero lo único que ella le dijo fue:

¿Hay algo especial que deba comprar?

No sé... vestidos, medias, ropa interior, zapatos, chales, sombreros... esa clase de cosas. —¿Qué sabía él de lo que necesitaban las mujeres?—. No escatime el dinero, compre todo lo que crea que pueda necesitar. Llévese a Laila con usted.

Laila está ocupada —le dijo ella.

Pues más vale que se ponga en marcha —le dijo Rafe—. Hay mucho que hacer. Salimos para Alejandría dentro de unos días.

Ayisha cogió el monedero. Para ser una mujer a quien habían dado carta blanca para adquirir todo lo que quisiera parecía absolutamente abatida, pero eso él no podía evitarlo.

Poco después Baxter llamó a la puerta de Omar. Por el camino había pasado por su negocio y había llamado a un flaco joven que estaba inclinado sobre un montón de documentos.

Ben —le dijo—. Quiero que venga conmigo. Traiga papel, pluma y tinta.

Tuvo que llamar dos veces a la puerta de Omar. Mientras esperaban, Baxter olfateó el aire.

¿Huelen eso? Cerca de aquí hay una panadería. Tráenos pan recién hecho, Alí. Desayunaremos como es debido después de esto.

Le lanzó una moneda, y Alí la miró con aire dubitativo.

Pero si es el pan de Laila —dijo—. No necesita usted pagar.

¿El pan de Laila? Claro. Había olvidado que es panadera.

Es un pan muy bueno —le dijo Alí—. Se vende muy rápido.

Pues corre a comprarme un poco antes de que se acabe todo —le dijo Baxter—. No me vendría mal un poco de pan muy bueno.

Alí se encogió de hombros y dio la vuelta a la esquina.

Por fin se abrió la puerta; la abrió Omar en persona. Tenía más o menos la edad de Baxter, y era un hombre rechoncho de labios gruesos, con panza y que empezaba a perder pelo. Miró con expresión soñolienta a las visitas y se rascó la barriga.

¿Qué pasa?

Tenía la vestimenta arrugada, como si hubiera dormido con ella puesta.

Baxter se presentó, entró y repitió su oferta de empleo para Laila. Le expuso a grandes rasgos las condiciones de empleo.

Cuando terminó, Omar soltó una risilla burlona.

Así lo llama usted, ¿no? ¿Tener a una mujer en la casa? Me he informado acerca de usted. Es viudo, ¿no? ¿Cree que no sé para qué quiere a mi hermana?

Se equivoca usted —dijo Baxter con frialdad—. Le estoy haciendo una oferta justa y honrada; su hermana es una mujer respetable.

Sí que lo es —dijo Omar—. Y por eso le digo que no. La obligación de Laila es para con su familia.

¿Y su familia es usted? —preguntó Baxter.

Yo soy el cabeza de familia. Yo decido lo que hace mi hermana.

La mirada de Omar se deslizó sobre Baxter como si fuera aceite, fijándose en las ricas telas de sus túnicas y deteniéndose un instante en el sello de oro que llevaba en el dedo.

Baxter pensó que estaba intentando adivinar lo que podía dar de sí. Entonces esperó la oferta que sabía que llegaría.

Omar le lanzó una mirada a Ben, que estaba de pie, dócil y callado, junto a la puerta.

¿Quién es ése?

Baxter se encogió de hombros.

Uno de mis empleados.

Omar miró a su alrededor con aire misterioso, se inclinó hacia adelante y dijo en voz baja:

Tal vez me lo piense, pero será caro.

Le hedía el aliento.

A ver si lo entiendo —dijo Baxter—. ¿Por el precio apropiado me permitirá usted corromper a su hermana?

Omar se encogió de hombros.

Si el precio es el adecuado...

En ese momento llegó Laila desde la trasera de la casa. Miró rápidamente a Baxter, luego a Omar, y después otra vez a Baxter.

¿Qué ocurre aquí? —preguntó. Como si no lo supiera.

Fuera, mujer, esto es un asunto de hombres —le espetó Omar en tono brusco.

Ella se marchó con tranquila dignidad.

¿Sabe usted leer? —le preguntó Baxter a Omar.

Claro que sí —contestó Omar con cierta fanfarronería.

Baxter sacó una libreta y un lápiz, se sentó con las piernas cruzadas ante la mesa baja que había en medio de la habitación y, rápida y fluidamente, llenó la página de palabras en árabe. Cuando hubo acabado le pasó la página a su ayudante, Ben.

Ordene eso. Dos copias —dijo—. Y páseme el saquito.

Ben se sentó, de una cartera que llevaba sacó un saquito de cuero, tinta y papel, le pasó el saquito a Baxter y en seguida se puso a copiar.

Mientras la pluma de Ben volaba por el papel, Baxter empezó a contar dinero. Lo hizo despacio, pausadamente, mirando a Omar por el rabillo del ojo.

Omar, que al principio había observado con aire perplejo la veloz y pulcra escritura de Ben, se distrajo al instante. Los ojos parecieron salírsele de las órbitas a medida que crecía el montón de monedas. Se sentó con la boca húmeda, mirando con avidez. Las manos se le contraían en un gesto nervioso.

Baxter terminó de contar y puso el montón en el centro de la mesa.

¿Basta con eso?

Omar asintió, impaciente. Alargó la mano para cogerlo, pero la mano de Baxter salió disparada y lo agarró por la muñeca, tan fuerte que Omar hizo una mueca de dolor.

Todavía no —dijo Baxter con voz dura—. Primero debe usted firmar el consentimiento de que me da a su hermana a cambio de esta suma de dinero.

Omar le arrebató la pluma y garabateó su nombre en el papel, apenas sin mirar.

Su mano se acercó sigilosamente hacia el dinero.

Firme la otra copia —le ordenó Baxter.

Omar firmó. Baxter refrendó cada documento y se lo pasó a Ben, que firmó también y después selló cada documento con lacre rojo. Luego le pasó una copia a Baxter y la otra a Omar.

Cójalo.

Omar agarró el dinero, lo metió en una raída bolsa de tela y se la guardó a la carrera en la camisa antes de que Baxter tuviera oportunidad de cambiar de opinión.

Baxter se levantó y fue hacia la puerta trasera.

Laila —dijo—. Prepare sus cosas, se viene conmigo.

Ella no se movió.

¿Omar ha dicho que sí?

Baxter hizo un gesto afirmativo.

Sí.

Laila le echó una ojeada a Omar, que estaba detrás de él, y entornó los ojos.

¿Cuánto dinero ha pedido? —le preguntó a Baxter en voz baja—. ¿Y qué ha prometido?

En absoluto lo que él se imaginaba —dijo Baxter con voz suave.

Ella clavó la mirada en su hermano.

Omar estaba leyendo el documento en silencio, moviendo despacio los labios. De pronto alzó la vista con una expresión escandalizada en la cara.

¿«Precio de la novia»? ¿Esto es un contrato de matrimonio?

¿De matrimonio? —dijo Laila con un grito ahogado.

Baxter bajó la vista para mirar a Laila y se encogió de hombros.

Él estaba dispuesto a venderla a usted, pero yo no compro personas. Por otra parte, un contrato de matrimonio es una promesa legal, y un intercambio de dinero resulta bastante aceptable. Sin embargo eso dependerá de usted por completo. Se trata de una alternativa práctica, nada más.

Laila clavó la vista en él, atónita.

Pero esto no es lo que convinimos. Usted ni siquiera me conoce —le dijo en un susurro.

De nuevo él se encogió de hombros.

Me he fiado de mis instintos toda la vida. Y el mensaje de usted decía que confiaba en que yo hiciera lo que fuese preciso. —Sonrió—. La confianza engendra confianza.

¿Engendra? —dijo Omar con desprecio—. Ella es estéril.

Es cierto. —Laila le dirigió a Baxter una larga y penetrante mirada—. ¿Está usted seguro de esto, señor?

Él sonrió.

Llámeme Johnny. O Jamil, si prefiere.

Me gusta Johnny —dijo ella. Le brillaban los ojos.

Sólo será un arreglo práctico —volvió a recordarle él—. Nada de corazones y flores.

¿Corazones y flores?

Laila pareció quedarse desconcertada, y Baxter recordó que probablemente no tuviera ningún concepto del amor romántico. Aquí sólo entendían de arreglos prácticos.

Es una cosa práctica —repitió—. Una solución para las necesidades de ambos.

Práctica —asintió ella—. Sí, iré con usted.

Pero yo no he dado mi consentimiento para un matrimonio —gritó jactanciosamente Omar.

Sí que lo ha hecho, y por escrito, firmado, ante testigos y sellado —Baxter se dio una palmadita sobre el bolsillo interior donde estaba su copia—. Laila se viene conmigo ahora. Lo demás depende de ella.

¿Ahora? Pero ¿quién me hará el desayuno? —se quejó Omar.

Páguele a alguien —le dijo Baxter—. Y como vuelva a ponerle un dedo encima a Laila, o incluso a acercársele sin que ella se lo diga... —se calló un instante para dejar que Omar asimilara el mensaje—, le daré una paliza que no olvidará en su vida.

 

¡Baxter se ha llevado a Laila! —le dijo Alí a Ayisha mientras entraba corriendo en la habitación.

Ayisha acababa de llegar a casa de Rafe para devolverle el cambio después de su expedición de compras.

¿Qué quieres decir con eso de que Baxter se ha llevado a Laila? —le preguntó.

Entusiasmado, Alí se lo explicó.

Ayisha no daba crédito a sus oídos.

¿Él le ha ofrecido matrimonio?

Sí, él dice que es una cosa práctica, y yo también lo creo, pues si están casados, Omar no tocará a Laila. Pero Baxter lo ha hecho firmar un documento escrito y con una cera roja, así que a lo mejor basta con eso. Laila se ha llevado todo lo suyo, lo tuyo y lo mío a la casa de Baxter.

¿Y mi gato?

El gato también. A Baxter le gustan los gatos. A Laila no se le ha olvidado nada. Incluso ha cogido una bolsita que sonaba de detrás de un ladrillo del horno.

Ayisha estaba atónita.

¿Ahora vamos a vivir en la casa de Baxter? ¿Se acabó Omar?

Sí, está muy bien, ¿verdad? —continuó deprisa Alí—. Laila se ha ido con Baxter, pero todavía no ha dicho que vaya a casarse con él. No sé por qué. A mí me gusta Baxter. Y además es rico. Si ella se casa con Baxter, ¿eso nos hace ricos a nosotros? Estaría bien ser rico. ¿Crees que se casará con Baxter? Y si se casa, ¿qué seré yo? Si ella es mi madre adoptiva, ¿será él entonces mi padre adoptivo? Él dice que todos viviremos con él. Le dijo a Laila que llevara todo lo que quisiera, así que lo recogimos todo y ahora vivimos en la casa de Baxter... Laila, yo y tú. ¿Crees que eso quiere decir que esta noche dormiré dentro? ¿En una cama, una cama de verdad?

Ayisha se echó a reír ante aquel entusiasta torrente de preguntas.

No sé lo que pasará pero sí, creo que esta noche dormirás dentro y en una cama de verdad. Y yo también.

Y además, pensó, eso quería decir que Laila y Alí estaban ya acomodados sin ningún problema. Lo cual significaba...

¿Qué es todo esto? —preguntó una voz grave desde la puerta—. He oído mencionar los nombres de Baxter y Laila.

Ayisha le explicó lo que había ocurrido. Poco a poco, a medida que iba quedándole clara la trascendencia del paso de Laila, el entusiasmo fue abandonándola. En la mirada azul e implacable de Rafe vio que él lo sabía también.

Ayisha ya no tenía más excusas para retrasarse. Su tiempo en Egipto había llegado a su fin.