CAPÍTULO 14

Ayisha fue con paso enérgico hasta la barandilla y le dio un fuerte puñetazo. ¡Menudo idiota! ¡No entendía nada! Echó una furiosa mirada por la cubierta vacía. Tenía ganas de darle un puntapié a algo... a alguien, sólo que él estaba aún en el camarote.

«El daño está hecho»... ¡No me digas!

«Lo hizo usted con buena intención.» ¿Con buena intención? Eso la hacía parecer una cotilla metomentodo. ¿Acaso no sabía él, el grandísimo idiota, que llevaba tres días luchando día y noche para mantenerlo vivo?

Lo último que había tenido en la cabeza había sido el decoro. Y él debería darle las gracias por ello, en lugar de decirle que lo había hecho «con buena intención».

Todas aquellas horas tan pendiente de él, haciéndolo respirar, respirar, respirar... Las noches sin dormir, el miedo, la preocupación por él, dándole corteza del Perú y corteza de sauce y lavándolo con una esponja, manteniéndolo fresco, manteniéndolo abrigado, manteniéndolo vivo...

Se quedó mirando fijamente el mar con los ojos inundados de lágrimas.

¿Qué clase de persona creía que era ella? ¿No entendía por qué había hecho lo que hizo? ¿Por qué creía que ella había luchado tantísimo por salvarlo... que había amenazado con pegarles un tiro a dos hombres del todo inocentes para que no lo desembarcaran? Hombres, probablemente, con esposas a las que amaban, y con hijos. ¿Por qué creía que ella haría algo semejante? ¿Para atrapar un marido?

«Lo hizo usted con buena intención.»

¿No era capaz de ver lo mucho que ella lo amaba? Zoquete...

Ayisha no sabía ni cómo empezar a explicar el modo en que sus palabras la herían. Aquellas palabras con las que sueñan todas las muchachas, con las que el futuro marido pide el matrimonio: «El daño ya está hecho» aunque «No está tan mal».

«Congeniaremos bastante bien, sospecho.»

Debería haber dejado que lo tiraran por la borda, pensó con furia. Eso le habría ahorrado a ella... a todo el mundo, muchos problemas.

Paseó a lo largo de la barandilla, de acá para allá. Debería haberlo sacado de un empujón por el ojo de buey. Aún estaba a tiempo de hacerlo.

No estaba dispuesta a casarse para evitar las murmuraciones.

Ni muchísimo menos iba a «congeniar» con él.

Ella había emprendido este viaje para exprimirle todo el dulce zumo a la naranja de la vida, no a la judía seca de las soluciones de compromiso y el convencionalismo. Para Ayisha se trataba de todo o nada, y si él era demasiado idiota y tarugo y ciego como para no saber lo que estaba ofreciéndole, ella elegiría nada.

No, eso no era cierto; ella no estaba eligiendo nada.

Nada era lo que él le había ofrecido, y ella se había negado a aceptarlo. Y no había más que hablar.

Y ahora, ¿cómo aguantar otros diez días en un camarote con un hombre a quien quería estrangular... o tirar de un empujón por un ojo de buey?

 

Una hora después Higgins llegó para avisarla de que ya era hora de volver al camarote.

¿Se encuentra bien, señorita? —preguntó; en su amable cara había un gesto preocupado.

Sí, Higgins —contestó ella en voz baja. Había tomado una decisión y estaba tranquila y resuelta—. Estoy un poco cansada, nada más. ¿Me ha encontrado una hamaca?

La mirada de Higgins cambió de dirección.

No, señorita —respondió.

¿Otro colchón, entonces?

Lo lamento, señorita.

Ella se encogió de hombros.

No importa, dormiré en el suelo. ¿Podría usted preguntarle al reverendo Payne y a su esposa si pueden devolverme a mi gatita por la mañana, por favor?

Claro, señorita, hablaré con ellos.

Se despidió con una inclinación de cabeza y se marchó con paso rápido. Ayisha regresó al camarote y entró sin hacer ruido.

Para gran alivio suyo, Rafe estaba profundamente dormido en la cama. Debía de estar cansado. Ella sabía que dormiría mucho durante los siguientes días. Eso le ayudaría a recuperarse.

Se quitó los zapatos y las medias y se acercó de puntillas a la cama. Estaba tranquilo y tenía buena cara, pero le tocó la frente, sólo para estar segura.

Fresca, seca, normal. Su respiración también era profunda y regular.

Sobre el arcón había una bandeja con un paño. Le echó un vistazo y encontró sopa fría y un huevo escalfado. Tenía mucha hambre, de manera que se lo comió. Ya no era capaz de desperdiciar comida.

Él siguió durmiendo, sin que cambiara el ritmo de su respiración.

Ayisha vertió agua limpia y fría en una palangana y se lavó la cara, luego miró a su alrededor buscando mantas de reserva. No había ninguna. Suspiró. El suelo iba a estar muy duro. Era increíble lo rápido que una se acostumbraba a dormir en una cama, con un blando colchón de lana. Pero si una estaba lo bastante cansada, dormiría en cualquier sitio, y ella estaba muy cansada.

Se quitó el vestido y lo puso en un colgador; después extendió su chal en el suelo y se acostó.

Métase en la cama, Ayisha —refunfuñó una voz grave, haciéndola dar un respingo.

Estoy en la cama —contestó ella—. Buenas noches.

He dicho que se meta la cama. No va usted a dormir en el suelo.

Dormiré donde me plazca.

Cerró los ojos.

Esta cama es lo bastante grande para los dos.

Este camarote no es lo bastante grande para los dos.

Cerró muy fuerte los ojos y se concentró en respirar hondo y de forma regular. Hombre insufrible... Justo cuando ella había logrado tranquilizarse, él tenía que discutir y andar provocando.

Rafe suspiró.

Muy bien, si quiere usted ser tozuda...

Un sonido de ropa de cama que se movía, y Ayisha oyó que unos pies descalzos cruzaban el camarote con suavidad hacia ella.

¿Qué hace usted?

No puedo dejar que una mujer duerma en el suelo.

No sea estúpido. Yo estoy acostumbrada, usted no.

Soy soldado. He dormido en la tierra centenares de veces.

Usted ya no es soldado, la tierra es muchísimo más blanda que ningún suelo de madera, y además ha estado usted enfermo. Vuelva a la cama.

Él se arrodilló a su lado.

Váyase, no pienso moverme —le dijo ella con voz crispada.

Él se tumbó a su lado en el suelo.

Buenas noches, gatita.

Ayisha se quedó tendida allí, echando humo por las orejas.

Esto es ridículo. No tengo intención de dormir junto a usted.

Pues use la cama —dijo él, y se arrimó bien a ella.

Ella se apartó culebreando. Él se acercó culebreando otra vez.

Deje de hacer eso.

Hace frío.

Pues entre en la cama.

Él no se movió, así que ella lo empujó.

Venga. Ha estado enfermo. Debe usted cuidarse.

No puedo dejar a una dama en el suelo.

¡Oh, por el amor de Dios!

Ayisha se levantó a coger una manta de la cama y se la echó a Rafe por encima. Se quedó de pie mirándolo y vislumbró un leve destello de dientes blancos a la luz de la luna. Hombre ridículo e insufrible... Si ella se quedaba en el suelo, él no haría más que fastidiarla, y ninguno de los dos dormiría nada.

Muy bien, ya que está usted decidido a ser totalmente insufrible, dormiré en la cama.

Bueno, pues hágalo, y deje de mantenerme despierto.

Ella apretó los dientes y se metió en la cama. Era muy blanda, cálida y cómoda... Esperó pero él no dijo nada, y al cabo de unos minutos se relajó. La verdad es que allí se estaba muy bien, y estaba tan cansada...

Un cuerpo grande y cálido se deslizó junto a ella.

Ayisha se puso tensa y abrió rápidamente los ojos.

Pero ¿qué hace?

Meterme en la cama. Usted me lo dijo, ¿recuerda? Por lo menos dos veces. Detesto ser desatento con una dama.

Entonces déjeme salir.

No. Los dos dormiremos mejor aquí.

No puedo dormir en la misma cama que usted.

¿Por qué no? Lo hizo usted las tres últimas noches.

Eso era distinto. Entonces usted estaba inconsciente.

Vaya, pues será más divertido ahora... —Se produjo un breve silencio—. Se me habían olvidado sus codos.

Ella consideró el comentario con recelo.

¿Qué les pasa a mis codos?

Sólo que los tiene usted. Y un montón.

Eso es absurdo, sólo tengo dos. Ahora déjeme salir.

Estaba un poco desesperada. No quería dormir aquí, tan cerca de él. Estaba enfadada con él. No quería tener nada que ver con él.

Pero él la había atrapado entre la pared y él mismo. La única forma en que ella podía salir era trepando por encima de su cuerpo y estaba más que segura de que a él le gustaría mucho impedírselo.

Ahora sea buena y deje de discutir. Los dos estamos cansados, así que vamos a decretar una tregua para acordar que va usted a dormir aquí, conmigo.

Ayisha se lo pensó. La cama era muy cómoda. Dormiría mejor en ella, sin duda. Y no es que él le hubiera dejado alternativa, que digamos.

Muy bien —dijo—. Hay dos colchones cosidos juntos, así que usted se queda en el suyo y yo me quedaré en el mío, ¿de acuerdo?

Lo que usted diga, querida.

Ella intentó relajarse, y lo estaba consiguiendo hasta que en la oscuridad él añadió:

Y no es que importe. De todas maneras vamos a casarnos...

 

Algo despertó a Rafe en mitad de la noche. Siempre había tenido el sueño ligero. Intentó descubrir lo que era... Y de pronto se dio cuenta.

El cuerpo de Ayisha estaba hecho un ovillo a su costado; se había amoldado a los contornos de su cuerpo, en su mitad de la cama, y lo tenía abrazado, con una mano puesta en su mejilla y con la palma de la otra mano metida, piel contra piel, dentro de su camisa, directamente sobre su corazón.

Con cautela, volvió la cabeza para mirarla. Estaba profundamente dormida pero susurraba algo, la misma palabra, una y otra vez; su aliento le calentaba la piel. Rafe se inclinó más cerca para oír lo que decía.

Respire... Respire... Respire...

Por un momento no pudo respirar, no pudo pensar, al tiempo que lentamente caía en la cuenta de lo que ella estaba haciendo: protegerlo, cuidarlo, mantenerlo vivo, incluso mientras dormía.

Respire... Respire... Respire...

Un tenso nudo se le formó en el pecho. Entonces subió la mano y cubrió la de ella, la que estaba sobre su corazón.

No le importaba cuánto discutiera y lo negara; ella era suya.

 

A la mañana siguiente Higgins los despertó llamando a la puerta. Ayisha se incorporó, bostezando, y le echó un vistazo al ojo de buey. Hacía un día luminoso.

Nos hemos quedado dormidos —dijo; parecía sorprendida.

Rafe se puso los calzones.

Los dos estábamos muy cansados.

Fue con paso suave hacia la puerta en camisa y calzones.

Buenas, señor. Señorita Ayisha... ¿Cómo se encuentra usted, señor?

Mejor, gracias, Higgins —le dijo Rafe—. Voy recuperándome. ¿Qué es esto?

Higgins le dio un balde y un pulcro hatillo.

Un balde de agua caliente para sus abluciones, señor. Y un poco de lona y cuerda. He imaginado que podría usted improvisar un rincón privado.

Higgins se marchó tras prometer que regresaría con el desayuno más o menos al cabo de media hora. Rafe apañó el trozo de vela para hacer un rincón privado y luego se sentó y se puso las botas.

Se volvió hacia Ayisha, que seguía estando en la cama, con las mantas agarradas y subidas hasta el cuello como si él estuviera a punto de abalanzársele encima. Rafe sonrió para sí. Si supiera cómo lo había abrazado en sueños... Él se había despertado primero y se había apartado de mala gana, sabiendo que ella se disgustaría si se despertaba y veía que estaban prácticamente entrelazados.

Rafe había despertado con renovadas esperanzas. Ella lo había abrazado en sueños; eso tenía que significar algo.

Señaló hacia el agua caliente y el cubículo privado.

Las damas primero. Subiré a cubierta para dar un paseo rápido. ¿Quince minutos?

Y poniéndose la casaca, se marchó.

A su regreso, ella se dirigió a cubierta mientras él se afeitaba con cuidado. Era preocupante cuánto lo había agotado el breve paseo por cubierta, pensó, al tiempo que se desnudaba para lavarse el resto del cuerpo. Tenía que recuperar las fuerzas.

Cuando Ayisha volvió, Higgins ya estaba esperando con el desayuno. A sus pies había una cesta que contenía una gatita ligeramente ofendida. Ayisha se lanzó sobre el animal con alegría, lo liberó y empezó a canturrearle y a acariciarlo.

Mientras ellos desayunaban té caliente, gachas de avena, pan recién horneado y miel (nada de jamón ni tocino, para gran indignación de Rafe), Cleo paseó por el camarote olisqueándolo todo y aprendiéndose su nuevo territorio.

Rafe sólo consiguió comer unas cuantas cucharadas de gachas de avena y un poco de pan con miel, pero Ayisha se entregó con ahínco a la tarea de comerse poco a poco todo lo que había. Estaba claro que tenía un hambre canina. Rafe sintió una punzada de remordimiento al recordar que se había perdido la cena por él.

Puso su cuenco de gachas de avena en el suelo para la gatita, que lo examinó desde todos los ángulos posibles antes de empezar a beber a lengüetadas, satisfecha. Rafe se tumbó de lado atravesado en la cama, apoyó la cabeza en una mano y se puso a observar a Ayisha.

Ella le echó una mirada inquisitiva, pero siguió con su desayuno en silencio.

Me agrada verla comer —le dijo él.

¿Por qué? —Ayisha frunció el ceño y bajó el trozo de crujiente pan con miel—. ¿Lo hago mal? ¿Es decir, según las costumbres inglesas? ¿Debería cortar esto en trocitos o algo así?

No, no, no se preocupe. Sólo es que disfruta usted de veras con la comida.

Ella se encogió de hombros.

¿Por qué no? Tenía hambre y este pan con miel está riquísimo. Había olvidado lo delicioso que estaba el pan europeo recién hecho. —Se terminó el último trozo y se lamió los dedos—. Y me encanta esta miel griega, mmm.

De mí no ha de esperar ninguna objeción —dijo Rafe mientras miraba cómo ella enrollaba la lengua en los pegajosos dedos. Su virilidad se agitó al verlo, y, discretamente, se dio la vuelta y se tumbó boca abajo—. Puede usted tomar miel todos los días cuando estemos casados.

No empiece otra vez con eso —le ordenó ella—. Me niego a pasar los próximos diez días encerrada con usted discutiendo sobre semejante tontería. Usted ha dicho lo que pensaba, yo le he dado mi respuesta, y ésa es mi última palabra sobre el asunto.

Muy bien, no la fastidiaré a usted con ello —dijo él—, pero sigo teniendo intención de casarme con usted. —Levantó la mano para evitar que hablara—. Y ésa es mi última palabra sobre el asunto. Por hoy.

Ella dio un resoplido y cogió la manopla húmeda para limpiarse las manos.

Él cambió a una postura más cómoda en la cama y vio el estuche de las pistolas, aún abierto cerca de la puerta. Sabía por qué ella había querido las pistolas... aunque aquello todavía lo confundía, pero recordó que su navaja barbera también estaba afuera y abierta. ¿Por qué?

Me fijé en que había sacado usted mi navaja barbera cuando yo estaba enfermo.

Mmm.

Ella estaba ahora sentada en el suelo con las piernas cruzadas, jugando con la gatita.

¿Cómo tenía pensado usarla? Me imagino que no planearía afeitarme. O cortarme el cuello.

Ayisha le dirigió una sonrisa socarrona.

No, entonces no. Usted no decía tantas tonterías entonces. Sólo unos cuantos desvaríos delirantes.

Lo dijo como si eso no fuera nada, pero ocuparse de un hombre que deliraba no era cosa de broma.

¿Y la navaja barbera?

Ella se encogió de hombros y le echó una ojeada al texto médico que estaba junto a la cama.

Si hubiera sido la peste, tal vez habría tenido que abrir las bubas con una lanceta.

Él cerró los ojos, imaginándoselo. Nunca podría compersárselo, nunca... Y ahora, como premio a su heroísmo, estaba atrapada con él. En más de un sentido.

¿No se arrepiente de haberlo hecho, verdad...? Me refiero a lo de cuidarme.

Claro que no. ¿Cómo iba a arrepentirme? —Suspiró—. Sólo desearía que las reacciones de la gente no fueran tan tontamente complicadas.

Se refería al matrimonio.

Es que el mundo es complicado.

No. Es muy sencillo. Yo estaba cuidando a un enfermo, nada más. Y usted está cediendo ante las murmuraciones, nada más.

No, estoy protegiéndola a usted.

Ella dio un resoplido.

No necesito que me protejan de gente como la señora Ferris. Ya le he hablado de las personas como ella... si no tienen nada verdadero de lo que hablar, se inventarán algo.

Pero esto es verdad.

No, ésa es la cuestión... ¡No es verdad! Usted estaba enfermo. No pasó nada. Lo de la situación comprometedora no son más que figuraciones de ellos... no ha sido verdad en absoluto. Y además me niego a ceder ante ello, de modo que, por favor, no discutamos.

No tengo ninguna intención de discutir —le aseguró él. Nada de discusiones, en absoluto; sencillamente, iba a casarse con ella.

Ayisha jugó un rato con la gatita y luego dijo:

Hábleme de esa tal Lavinia.

Él sonrió.

No es más que una joven con quien mi hermano estaba concertando mi matrimonio.

Ella frunció el ceño mientras le daba vueltas a una vedija de lana del colchón que había por el suelo hasta convertirla en un juguete para su mascota.

Él es su hermano mayor, ¿no? ¿Es normal que los hermanos mayores concierten matrimonios a los hermanos menores?

La verdad es que no, pero en este caso él necesita un heredero.

¿Y por qué no se casa él y engendra uno?

Lleva diez años casado. Su mujer es estéril.

Ah. Pobre, lo lamento.

Cogió la gatita y la acarició.

De modo —prosiguió Rafe— que me corresponde a mí engendrar el próximo varón Ramsey, y como él se preocupa mucho por el señorío y los linajes (a su esposa se la escogió mi padre por sus excelentes relaciones familiares y su fortuna, así que él está haciendo lo mismo por mí), tras muchas averiguaciones encontró a Lad... a Lavinia.

¿No tiene usted ni voz ni voto en eso?

Sí, pero estaba dándole largas a lo de buscar esposa, de manera que intervino él.

¿Es agradable, esa tal Lavinia?

Sólo la he visto una vez, pero sí, parecía bastante agradable.

La gatita se abalanzó y fue rápidamente detrás de la lana.

¿Bonita?

Mucho.

Ella asintió.

¿Y rica?

Por lo visto. Y además ya había acordado dejar que mi hermano y su esposa criaran al primer varón.

Ayisha alzó la vista, boquiabierta.

¿Cómo? Pero ¿por qué?

Él se encogió de hombros.

Con el tiempo será el heredero del... del negocio familiar. George quería empezar a formarlo desde el principio para hacerlo bien.

Ella frunció el ceño.

Lo dice usted como si le diera igual.

Con voz tensa, Rafe dijo:

La decisión no tenía nada que ver conmigo. Lo tenían todo planificado. Yo sólo era el... instrumento.

Esa palabra sonaba mejor que «semental». Además, aún no era capaz de expresar la cólera que había sentido al enterarse del plan. Como si a él no le importara lo que le ocurriese a su hijo...

George le había hablado del acuerdo con Lavinia presentándolo como si Rafe debiera estar encantado de no tener a un hijo de quien ocuparse toda la vida. En ese momento su hermano mayor había actuado exactamente igual que su padre.

A Rafe tal vez le hubiera sentado mal aquella acción, pero no podía estar más de acuerdo con el resultado final... de su búsqueda inútil por Egipto. Sonrió mientras Ayisha se peleaba jugando con la gatita. Su pequeña gata salvaje...

Despacio, como si buscara formas de disculparlo, ella dijo:

Imagino que usted sabía que podía confiar en la elección de su hermano. Debe de conocerlo a usted muy bien.

Él dio un resoplido.

Apenas me conoce siquiera. Nos criamos separados.

¿Por qué?

Mi madre murió cuando yo era pequeño... no pasa nada —se apresuró a decir al ver la expresión de compasión de Ayisha—. Mis recuerdos de ella son muy borrosos. Pero después de eso mi padre no quiso que yo anduviera por allí, estorbando; el heredero era George, y mi padre se pasaba todo el tiempo formándolo para su futuro cometido.

Pero eso es horrible.

Él meneó la cabeza.

Si quiere usted saber la verdad, a George le correspondió la peor parte del trato. Mi padre era un pelmazo terrible... siempre soltando peroratas sobre la familia y su importancia. Así que George creció completamente dominado por mi padre... y salió justo igual que él, mientras que yo fui a vivir con la abuelita, la madre de mi madre.

Ella cogió la gatita y, acariciándola, dijo con voz suave:

Veo que le gustaba a usted vivir en la casa de la abuelita, ¿verdad? ¿Era la amiga de mi abuela?

Sí. Y sí, las épocas más felices de mi vida pasaron en casa de la abuelita.

Volvió a tumbarse en la cama, recordando... y se quedó dormido.

Era bueno que durmiera, reflexionó Ayisha. Sueño, buena comida, ejercicio y aire fresco no tardarían en conseguir que volviera a la normalidad.

Pensó en la historia que él le había contado. Tan... despiadada. La gente decía que los ingleses eran una raza despiadada, pero ella nunca había tenido pruebas de aquello hasta este momento.

¿Crecer sin conocer apenas a su padre o a su hermano? ¿Y qué había dicho respecto a su padre? «Mi padre no quiso que yo anduviera por allí, estorbando.» ¿Qué clase de padre mandaría a un excelente hijo pequeño como Rafe a que lo criara la madre de su esposa? No tenía por qué; estaba claro que era rico. Sencillamente, él no le... interesaba.

Miró a Rafe, dormido en la cama e insoportablemente guapo. ¿Qué clase de hombre dejaría que su hermano le eligiese esposa sin molestarse en averiguar nada de ella? ¿Qué clase de hombre querría casarse luego con otra mujer, sólo para poner fin a las murmuraciones?

¿Y qué clase de mujer entregaría alegremente a su hijo para que otros lo criaran? Sólo la más angustiosa necesidad obligaría a Ayisha a renunciar a un hijo suyo.

¿Con qué clase de personas iba a encontrarse?

Rafe se pasó casi todo el día durmiendo, recuperando las fuerzas. En cuanto a Ayisha, pasó el tiempo jugando con su gatita, practicando la calceta que había empezado con la señora Grenville (ésta se la había mandado con Higgins) o leyendo. Rafe tenía varios libros en el baúl y a ella le encantaba poder leer de nuevo.

Por la tarde habían paseado en cubierta juntos, gozando de la brisa vespertina y del espectáculo de ver salir las estrellas. Después de cenar Ayisha le preguntó a Higgins si había podido encontrar otro colchón o una hamaca.

Lo lamento, señorita —se disculpó él sin mirarla a los ojos—. No puedo encontrar ninguno.

Porque usted le ha dado instrucciones para que no lo encuentre, ¿verdad? —se dirigió en tono acusador a Rafe después de que Higgins se hubo marchado.

¿Cómo iba yo a hacer una cosa así?

La sonrisa que acechaba en sus ojos le reveló a Ayisha que ella estaba en lo cierto y, que, además, a él no le importaba que lo supiera.

Debería usted avergonzarse de sí mismo —le recriminó.

Y lo estoy... —dijo él. La sonrisa se dibujó en su boca y adoptó un aire travieso.

Con todo Rafe no había podido impedir que Higgins le encontrara a Ayisha algunas mantas más, porque ella le había comentado el frío que había pasado la noche anterior. Tenía un corazón demasiado blando como para obedecer a su patrón en ese caso.

Así que, cuando llegó la hora de acostarse, Ayisha metió a Cleo en su cesta (habían quedado en que era buena idea acostumbrar a la gatita a dormir dentro; eso haría el viaje más cómodo) y después se preparó una cama en el suelo junto a la cesta del animal.

¿Qué hace usted? —le preguntó Rafe cuando ella se enrollaba en la manta.

¿No es evidente? —contestó Ayisha, y se acostó.

No, es de lo más aburrido.

Salió de la cama con expresión sufrida.

Me da igual que se acueste a mi lado en el suelo —le dijo ella—. No me engañará por segunda vez, y además no aguantará en el suelo mucho tiempo.

Cerró los ojos.

No tengo intención de acostarme en el suelo a su lado. Es mucho más agradable la cama —dijo él—. ¿Ve?

Y, agarrando las puntas de su manta, la levantó directamente sobre la cama. Un golpe de muñeca, y al instante Ayisha salió rodando de la manta.

Rafe se metió en la cama junto a ella.

Eso está mejor —dijo, y cuando ella abrió la boca para protestar, él se limitó a inclinarse hacia adelante y besarla.

 

Ayisha retrocedió de forma instintiva, pero él le agarró la cabeza con la mano y, con ternura, implacablemente, tomó posesión de sus labios, de su boca. Ella alzó una mano para apartarlo, pero por algún motivo, entre latido y latido del corazón, el impulso sencillamente... se esfumó.

La boca de Rafe invadió la de ella buscando, reclamando, inundando sus sentidos.

El sonido de las olas, los crujidos del barco, el restallar del viento en las velas... todo se desvaneció hasta quedar en nada. Sólo estaba él, sólo ella, sólo aquel instante. Desbordados en un mar de sensaciones.

El fuerte sabor masculino de él, íntima y profundamente familiar. El aroma de su piel, a hombre... a Rafe, a ropa blanca limpia y a anhelo.

Una lenta ola de calor se extendió por la piel de Ayisha.

Anhelo.

Él se movió despacio, de modo sensual, contra ella, y ella se estremeció al sentir la presión de su carne en la suya, el áspero roce de su mandíbula cubierta de incipiente barba, la insistencia de la caliente y exigente boca.

Y de pronto, tan súbitamente como había comenzado, él la soltó y se retiró.

Ella parpadeó y clavó la mirada en él, aturdida, extrañamente desolada. ¿Qué acababa de pasar allí?

Como siga usted mirándome así, no podré parar —dijo él, con la voz áspera como la leve barba de su mentón... e igual de atrayente.

Ella se estremeció.

Y entonces él sonrió, pesaroso.

En realidad no estoy seguro de que eso cambiara mucho. Sigo estando sumamente débil por esa condenada fiebre.

Y, con un suspiro, se echó de nuevo en la almohada y cerró los ojos.

Poco a poco Ayisha volvió a la realidad; un pensamiento no dejaba de darle vueltas en su cabeza.

Había estado a punto de permitir que la sedujera. Si no hubiera estado aún débil por la fiebre, ella no habría hecho nada por detenerlo.

Eso era lo que significaba «seducida», se dijo furiosa. Hacerte hacer algo que no querías hacer.

Sólo que ella había querido hacerlo.

Ella había querido aquello, lo había querido a él. Clavó la mirada en su hermosa y endemoniadamente tentadora boca, y volvió a estremecerse.

Se había salvado por los pelos. Mientras había estado bajo el conjuro de su beso, le habría permitido cualquier cosa.

¿Permitido? ¿Y quién había metido los dedos por aquel tupido y oscuro cabello y había tirado de él para acercárselo más? ¿Quién había reaccionado al primer roce de su lengua dentro de la boca con un estremecimiento de excitación, y había acariciado con su lengua la de él?

Y todavía quería más.

Se apretó las aún encendidas mejillas con las palmas de las manos e inspiró hondo. Incluso acostado sobre una almohada con los ojos cerrados la atraía.

Desde el primer día que lo vio, había sabido que era peligroso. Lo que no había comprendido era la adicción que podía crear el peligro. Estaba jugando con fuego, y aquello sólo podía terminar en lágrimas. Sus propias lágrimas.

Empezó a trepar por encima de él.

Un musculoso brazo se levantó para impedirle el paso.

Pero ¿adónde va?

Rafe seguía con los ojos cerrados.

Ayisha lo empujó. No sintió ningún indicio de la debilidad a la que él había aludido.

No puedo dormir aquí sabiendo que en cualquier momento puede usted abalanzarse sobre mí.

Él abrió un ojo y alzó una ceja.

¿Abalanzarme? —preguntó con voz afligida, insinuando que no era tan grosero.

¡Sí, abalanzarse! Como acaba usted de hacer ahora mismo.

Él abrió los dos ojos. Le brillaban.

¿Así lo llaman ustedes en Egipto? En Inglaterra lo llamamos un beso, en este caso un beso de buenas noches. Una costumbre encantadora, ¿no le parece?

No voy a consentirlo. Ahora déjeme salir.

No iba a quedarse aquí a... a bromear con él. A juzgar por su aspecto, recobraba las fuerzas por momentos.

Él no movió un músculo.

Creí que disfrutaba usted casi tanto como yo.

Ella no tenía la mínima intención de confesar algo tan peligroso.

Mueva el brazo. Déjeme salir.

Lo entendería si usted no quisiera, pero sí que quiere, así que, ¿qué tiene de malo? Vamos a casarnos de todas formas, de modo que, ¿por qué someternos a la tensión de un celibato innecesario? —Parecía sinceramente perplejo por su negativa. Le cogió la mano y se la acarició—. Venga, cariño, ¿por qué no aliviar el tedi...? —dejó la frase sin terminar.

Ayisha apartó rápidamente la mano y pensó en darle un puñetazo. Sabía lo que él iba a decir: «aliviar el tedio de la cuarentena». Pretendía seducirla para mantener a raya el aburrimiento.

Es una pena que esté tan oscuro aquí dentro —comentó Ayisha.

Se produjo un breve silencio.

¿Por qué? —preguntó Rafe con cautela.

Porque si viera usted mi expresión me dejaría salir con mucho gusto, por miedo a que lo asesinara en la cama.

Él se echó a reír.

No creo que lo hiciera después de esforzarse tanto por salvarme la vida...

Todos cometemos errores.

Está usted enfadada —dijo él—. Tal vez podría haber expresado la última sugerencia de una manera más acertada, pero...

No pienso discutir. Usted conoce mi decisión.

Sí, pero no se considera una trampa si yo me doy perfecta cuenta de la situación y estoy encantado con ella...

Ayisha le echó una mirada asesina. «¿Encantado con ella?»

Más que encantado —se apresuró a asegurarle él al darse cuenta de su error—. Contentísimo, de verdad. Se lo prometo.

Ella se puso a echar humo por las orejas en silencio. ¡Berzotas!

O bien me promete usted... ¡me da su palabra de honor!, de no intentar seducirme, o le pido al capitán que me desembarque en Malta.

Rafe frunció las cejas al instante.

Pero en Malta la pondrán a usted en cuarentena.

Ella se encogió de hombros.

Ya estoy en cuarentena aquí.

Sí, pero aquí se está mucho más cómodo.

Por lo menos allí nadie intentará seducirme.

Él dio un resoplido.

No cuente con ello. —Rafe pensó un momento, luego suspiró—. Muy bien, le prometo no hacer nada que usted no quiera.

Ella meneó la cabeza.

Eso no basta.

El problema era que ella quería sus besos, y una vez enredada en ellos, quién sabe qué más podría querer. Todo, sospechó.

Tenía que obligarlo a hacer una promesa que la protegiera de sí misma tanto como de él.

Ella lo quería, pero no quería vivir el resto de su vida como alguien que lo había engañado para que se casara, y hasta que él no supiera toda la verdad sobre quién era ella, ni siquiera podía pensar en aceptarlo.

Además, ¿quién querría casarse con un hombre que hablaba de «aliviar el tedio»? Le echó una mirada asesina. ¡Berzotas de marca mayor!

Debo tener su promesa... su palabra de honor de caballero, de que no intentará seducirme. De lo contrario dejo el barco en Malta.

¿Eso incluye los besos?

Nada de besos.

Ayisha sintió una punzada de pesar al decirlo, pero ya sabía lo que era besarse: algo que anulaba todo su sentido común.

Si se lo prometo, ¿se quedará usted en esta cama? No consentiré que duerma en el suelo.

Es bastante cómodo si se está acostumbrado... Oh, muy bien. Pero un solo movimiento en falso...

Le prometo, le doy mi palabra de honor de caballero, que no intentaré seducirla.

Ella debería haber sentido alivio... y lo sintió. Aunque no tanto como debiera. Y además sentía una indudable punzada de tristeza.

Pero era lo que había que hacer, se dijo, tendida junto a él en la oscuridad. A pesar de su cabezonería, ella lo quería; casarse con él sería un sueño.

Pero ¿quién creaba un sueño sobre una mentira?

Sería como construir un hogar sobre la madriguera de una serpiente. Antes o después la serpiente saldría a morderte y envenenaría todo lo que hubieras construido.

De buena gana se casaría con él, libre de toda carga, aunque no por una cuestión de decoro. Ni para aliviar el tedio.

Ni siquiera podía pensar en él seriamente hasta que él no supiera quién era ella de verdad y quiénes eran sus padres. Entonces se casaría con él sin vacilar... si es que él aún la quería, claro está.

No estaba, ni mucho menos, segura de ello. Quizá aún la quisiera, pero no necesariamente como esposa. ¿Quién sabía esa verdad mejor que la hija de una amante?

Cerró los ojos y trató de no pensar en el hombre que estaba en la cama junto a ella. Lo olía: aquel delicioso olor de él, a ropa blanca limpia, jabón y hombre. Inspiró hondo.

¿Puedo explicarle tan sólo lo que pretendía decir con lo de aliviar el tedi...? ¡Uf! No, está bien, dejémoslo así... ¡uf!

Silencio —dijo ella en tono severo.

Muy bien, buenas noches. ¿Y puedo decirle tan sólo el placer que supone compartir una cama con...? ¡Uf!

Rafe se quedó echado en la oscuridad, sonriendo. Aún la tenía donde él quería... aunque quizá no tan cerca como habría deseado. Se frotó las costillas, pensativo. Incluso su enfado le gustaba.

No la culpaba en absoluto. ¿Cómo se le había ocurrido hablar de aliviar el tedio? Podía haberlo expresado de un modo mucho más acertado.

¿Qué diablos le pasaba? Antes era famoso por su mordaz e ingeniosa facilidad de palabra. Ahora cada vez que abría la boca para hablar con ella parecía meter la pata.

Era la fiebre.

No, pensó: era ella. Se encontraba sumamente frustrado, y eso lo hacía sentir como un idiota.

No había querido decir «aliviar el tedio» de la manera en que había sonado. Llevaba imaginándoselo todo el día, desde que sabía que tenían que estar en cuarentena y la idea del matrimonio: diez maravillosos días de forzoso aislamiento, libres de las molestias del mundo exterior, navegando tranquilamente, haciendo el amor, besándose, hablando, besándose, conociéndose, haciendo el amor...

Su idea de la perfecta luna de miel.

Pero ya era demasiado tarde para explicárselo.

Ahora iban a ser diez días de tortura: tenerla y no tenerla, dormir con ella y no dormir con ella...

Pero ¿qué diablos le pasaba? Y lo malo era que aquello no iba sino a empeorar.