CAPÍTULO 10

Ayisha no quería moverse. Cuando Higgins dijo un baño, ella había esperado un cubo de agua... así era como se había lavado aquellos últimos seis años, salvo los días en que Laila y ella bajaban la colada al río y se metían en él y se bañaban sin quitarse las túnicas.

Pero este baño era una bañera de hojalata, lo bastante grande como para sentarse dentro. Y el jabón... lo olió de nuevo. Alí había dicho que olía tan bien que daban ganas de comérselo, pero éste no era el mismo olor. Éste olía a... ¿jazmín? Y a algo más. Tenía que preguntarle a Higgins.

Pero ya empezaban a arrugársele las yemas de los dedos, prueba de que llevaba allí dentro demasiado tiempo. Cogió una jarra de agua limpia, se puso de pie y se aclaró el jabón, el del pelo y todo. Salió del baño sintiéndose limpia y... se olió la piel... deliciosa.

Higgins había pensado en todo; incluso había toallas. Se envolvió el pelo en una y se secó con la otra.

El camarote de lujo era un camarote de primera y muy ingeniosamente diseñado, con una cama empotrada en el rincón del barco, tan grande como para que durmieran dos personas y con unos cajones empotrados debajo. En el lado abierto de la cama había una barandilla baja, como si fuera la cuna de un niño; Ayisha supuso que era para evitar que nadie se cayera de la cama cuando el tiempo fuera tempestuoso.

Todo estaba sujeto para evitar que se moviera en caso de tormenta: un pequeño escritorio que también servía como mesa se bajaba de la pared, y de unos ganchos colgaban varias sillas para bajarlas cuando fuera necesario.

El camarote era muy lujoso e incluso tenía un cuarto separado, aunque diminuto, para lavarse, y junto a él un retrete con una cisterna de agua salada.

Todo de lo más moderno y práctico —había proclamado Higgins con orgullo; se notaba que estaba un poco decepcionado por que su patrón no estuviera allí para quedarse impresionado también.

Higgins le explicó a Ayisha que era el mejor camarote del barco. Estaba equipado para que se alojaran allí el dueño y su esposa cuando viajaban, y por lo general, añadió con expresión ufana, no estaba a disposición de los pasajeros. Había tenido suerte al conseguirlo.

El revestimiento de madera estaba pintado de blanco, y se notaba que los goznes y tiradores de latón, la lámpara de aceite que colgaba del techo y demás accesorios los habían limpiado hacía poco, pues relucían. Encima de la cama había dos ventanas que daban a la parte trasera del barco; por ellas y por un gran ojo de buey que había en el lateral entraba mucha luz.

Antes el barco había sido un buque de guerra, pero los nuevos propietarios lo habían reformado, y aunque se habían mantenido algunas de las portillas de artillería para cañones por si encontraban piratas, ahora muchas estaban equipadas con ventanas... con ojos de buey, para que entrara luz y aire fresco en los camarotes de los pasajeros.

Ayisha sacudió los vestidos que se había comprado. Rafe le había dejado muy claro que no debía preocuparse demasiado... sólo comprar algunos vestidos para el viaje. Se vestiría según la última moda cuando llegaran a Londres.

Media docena de vestidos o así, y las habituales zarandajas femeninas —le había dicho él.

El problema era que ella no tenía ni idea de lo que eran «las habituales zarandajas femeninas». Y seis vestidos le parecía una cantidad enorme. De todas formas, hacía tanto tiempo que no tenía nada nuevo que estuvo encantada de coger su monedero y gastar su dinero. Se puso una de las túnicas de Laila que la tapaban toda y, cubierta con un velo, se lo había pasado estupendamente eligiendo telas y regateando precios hasta hartarse.

Era la primera vez que hacía algo así, y se le ocurrió que podía haberse puesto antes aquel atuendo de mujer anónima, pero había estado tan concentrada en no parecer una mujer que nunca lo había hecho.

La costurera se había quedado patidifusa de asombro cuando Ayisha se quitó la túnica de fuera y reveló que era un muchacho... y luego se quitó la vestimenta exterior de muchacho y descubrió que era una muchacha. Le dijo a la mujer que no dijera nada, pero sabía que al final el chismorreo se difundiría.

Ya no importaba; se iba a Inglaterra.

Miró los vestidos extendidos sobre la cama del camarote. En el corto paseo hasta el camarote de Rafe había pasado junto a varias mujeres inglesas, una francesa y unas cuantas más cuya nacionalidad no había podido identificar. Ninguna de ellas llevaba vestidos como éstos. Y se dijo que los suyos eran más bonitos.

Los mercados de El Cairo eran maravillosos, y allí había comprado zapatos, pañuelos y chales; pero como por ninguna parte se conseguían vestidos de estilo europeo, Ayisha había escogido las telas y las había llevado a una costurera. La mujer le dijo que no había hecho nunca vestidos europeos, pero que estaba segura de que se las arreglaría.

De modo que Ayisha le había hecho algunos dibujos y le había descrito lo que quería, basándose en vagos recuerdos de hacía seis años y en fugaces atisbos de las inglesas que había visto por la calle, y la costurera lo había hecho lo mejor posible.

Los vestidos eran muy sencillos. En dos días no había tiempo de crear nada complicado, de modo que todos tenían básicamente el mismo diseño: de corte simple, tenían faldas lo bastante anchas como para moverse con comodidad, un cuello redondo sin adornos y mangas hasta el codo, y se ataban bajo los pechos con una cinta o un cordón. Pero la costurera había añadido toquecitos adicionales que hacían cada vestido especial: una franja de tela que hiciera contraste, unos flecos o unas cuentas. Ayisha estaba contentísima con todo, incluso con la ropa interior.

No estaba nada segura de lo que llevarían las damas inglesas debajo de los vestidos. Cuando era pequeña ella sólo llevaba una camisola, pero estaba segura de que las damas debían de llevar algo más. Como no había tiempo, se había limitado a comprarse pantalones bombachos de algodón de estilo turco que le llegaban hasta la rodilla, y algunas prendas sencillas de algodón, parecidas a camisolas.

Iba haciéndose tarde, de modo que se puso un vestido de color trigueño con un bonito estampado de moras y hojas verdes, y metió los pies en las rojas babuchas turcas de piel que se había comprado. Le encantaban estos zapatos, con su dibujo negro que hacía contraste y las borlas rojas en la puntera.

Abrió la puerta del baño y entornó los ojos para mirarse en el pequeño espejo redondo, pero estaba atornillado en la pared a la altura de la cabeza y no pudo ver mucho.

Se peinó el cabello lleno de trasquilones y le hizo una mueca a su reflejo. Parecía un muchacho. Debía haber comprado algún sombrero de señora para ocultar lo corto que tenía el pelo. ¿Le crecería hasta una longitud decente antes de que llegase a ver a su abuela? Eso esperaba. Quizá si se pusiera un pañuelo... ¿No le había dicho Rafe que las damas inglesas llevaban turbantes?

Estaba echando un vistazo a la media docena de pañuelos que se había comprado cuando alguien llamó a la puerta.

Soy Higgins, señorita.

Ayisha acudió corriendo a abrir.

¿Qué le parece mi ropa nueva, Higgins?

Dio unas vueltas para que le viera el vestido.

Higgins le echó un vistazo muy serio y asintió.

Muy bonito, señorita. —Su mirada se posó en el cabello de Ayisha y en ese instante entre sus cejas apareció una arruga—. Señorita, si me permite el atrevimiento...

Ya lo sé, es mi pelo, ¿verdad? No se me ocurrió comprar un sombrero, pero Ra... el señor Ramsey dijo que en Inglaterra algunas damas llevan turbantes, de modo que he pensado que a lo mejor...

Sólo las señoras mayores llevan turbantes, señorita —dijo Higgins—. Pero hoy día muchas de las más jóvenes llevan el cabello corto, que está más de moda.

¿Cabello corto? ¿Eso quiere decir...? —Se tocó el pelo con gesto vacilante—. No así, ¿verdad?

No exactamente, señorita, pero... —parecía un poco cohibido—. Nunca he cortado el cabello de una señora, señorita, pero he cortado el del señor, y el de todos sus amigos cuando vienen de visita.

No querrá decir cortármelo más... ¿verdad?

En ademán protector, se puso una mano sobre el pelo que le quedaba.

No se trata tanto de cortarlo más, señorita, sino de darle algo de forma. Me aventuro a sugerir que, dándole un poco de forma, podría quedar muy bonito. Tiene usted el cabello bien tupido y con un bonito rizo.

Ayisha miró a la pulcra persona de Higgins y se decidió.

Adelante —dijo.

Peor no podía quedar, y si Higgins le cortaba el cabello a Rafe... bueno, Rafe siempre tenía un aspecto muy elegante.

Pues muy bien, señorita, ¿me hace el favor de sentarse en esta silla?

Higgins la sentó en una silla y le puso una sábana por los hombros. De la bolsa de los útiles de afeitar de Rafe cogió un par de tijeras y un peine. Por fin, tras peinarle el pelo de unas cuantas maneras distintas, pareció llegar a una decisión y empezó a dar tijeretazos.

Trozos de húmedo pelo empezaron a caer alrededor de ella... y cuanto más pelo caía, más inquieta se sentía Ayisha. Higgins era el ayuda de cámara de un hombre. Le haría el corte de pelo de un hombre. Lo máximo a lo que podría aspirar era a parecer un muchacho muy elegante.

Chas, chas.

Se obligó a sí misma a tomárselo con filosofía. Si de verdad le quedaba tan mal como se temía, pensó con tristeza, se pondría un turbante, sin más. Como una mujer mayor. Eso le proporcionaría más madurez.

Chas, chas.

Antes había sido una muchacha vestida como un muchacho. Ahora parecería un muchacho vestido como una muchacha. Sabía cuál de las dos cosas parecería más ridícula.

Hala, ya está, señorita.

Con cuidado, Higgins retiró la sábana para que no cayera pelo en los vestidos nuevos. Había una alarmante cantidad de pelo en el suelo.

Mírese en el espejo, señorita.

Tratando de que no se le notara el miedo, Ayisha se miró en el espejo. Y siguió mirándose.

Higgins... —Volvió la cabeza a un lado y a otro—. Higgins... —Miró fijamente su reflejo con gesto de incredulidad y dio una vuelta en redondo—. ¡Estaba tan segura de que me haría usted parecer un muchacho!

Higgins dejó ver una amplia sonrisa.

Ha salido incluso mejor de lo que yo imaginaba, señorita. Está usted muy bonita.

Ella volvió a mirarse en el espejo.

Yo también lo creo. Es... extraordinario. —Miró de nuevo a Higgins con los ojos empañados de lágrimas—. ¡Gracias, Higgins, gracias!

Él frunció el ceño.

Pero, señorita, está usted...

Ayisha parpadeó rápidamente para aclararse los ojos.

Oh, no me importa. Es una tontería, lo sé, pero hace tanto tiempo que no me sentía bonita... Ay, Higgins, probablemente esto no va a gustarle nada, pero...

Lo abrazó fuerte.

Él salió del rápido abrazo con aspecto apurado pero contento.

No me molesta en absoluto, señorita —dijo secamente—. Aunque no debería usted coger esa costumbre. Es un placer ayudarla. Sé que es difícil para usted, sin una doncella.

¿Doncella? —Ella se echó a reír—. No he tenido doncella desde que era pequeña. No sabría qué hacer con una.

Aprenderá usted, señorita —le aseguró Higgins—. Pero mientras tanto, si necesita cualquier cosa, dígamelo. Bueno, señorita, mientras yo pongo orden aquí y le llevo las cosas al camarote, ¿qué le parece si sube usted a cubierta a ver si viene el señor Rafe? Está haciéndose tarde.

Ya llevaré yo mis cosas.

Ayisha empezó a guardar de nuevo su ropa en el hatillo.

Eso es tarea mía, señorita... —empezó Higgins.

No, es tarea de mi doncella —dijo Ayisha en tono alegre—. ¡Pero mire que es perezosa! Venga, déjeme hacerlo a mí... Todavía no soy una refinada lady.

Higgins vaciló.

Usted sabe que lo es, señorita. Da igual dónde haya vivido o cómo, es usted una lady por naturaleza... en el mejor sentido de la palabra.

Sus palabras dejaron a Ayisha sin aliento.

Gracias, Higgins —dijo—. A veces me pregunto cómo voy a arregármelas en Inglaterra.

Él empezó a barrer los cortados mechones.

No le pasará a usted nada, señorita. Es el mejor país del mundo. Sólo que hay que aprender las costumbres, nada más. Cada sitio tiene sus pequeñas costumbres, ¿verdad?

Es cierto —afirmó ella con gesto pensativo, cerrando su hatillo.

No sólo cada sitio, sino los distintos grupos que había en un mismo sitio. Cuando era pequeña estaban las amigas de su madre (las señoras, ninguna de ellas inglesa), y luego estaban los amigos ingleses de su padre y las visitas que llegaban de todo el mundo, hombres de negocios por lo general. Y luego los criados. Y en cada grupo las normas habían sido distintas.

Y en las calles había todo un nuevo conjunto de normas. Allí el aprender había sido cuestión de supervivencia. Esto debería ser mucho más fácil. Higgins tenía razón: sólo era cuestión de entender las normas.

Higgins terminó de ordenar y empezó a sacar de la maleta las cosas de Rafe.

Yo también tuve que aprender a arreglármelas en una casa grande, señorita. Era muy distinto de como yo me crié, y distinto también del ejército. Los criados de una casa grande, bueno, pueden ser igual de presuntuosos que la gente encopetada... y algunos, todavía más. —Le guiñó un ojo—. Pero yo soy flexible, por haber sido el asistente del señor cuando él estuvo en la guerra.

Yo también soy flexible —dijo ella.

Sí que lo es, señorita. Además tengo esperanzas en que aprenda rápido. Tiene usted clase, señorita, de pies a cabeza. Bueno, aquí tiene la llave de su camarote. La señora Ferris no estaba allí antes; tal vez esté arriba en cubierta. Casi todos estarán allí, esperando a que el barco suelte amarras. —Sacó su reloj y meneó la cabeza—. Muy justo va, esta vez.

 

¿Clase de pies a cabeza? ¿Una lady por naturaleza?, pensó Ayisha mientras llevaba sus cosas a su camarote. Si él supiera... Sin embargo eran palabras muy alentadoras.

Llamó a la puerta pero no hubo respuesta, de modo que entró. Era más pequeño que el camarote de Rafe, con una sola portilla en lugar de dos. Había dos camas fijadas a la pared con tornillos, una encima de la otra. La litera más baja tenía un chal y un libro encima. De la señora Ferris, sin duda.

Miró el título del libro: Los Misterios de Udolfo, de una tal señora Radcliffe. Lo hojeó, vio que era una novela y se preguntó si la señora Ferris se lo prestaría cuando lo hubiera terminado. Hacía tanto tiempo que no leía nada...

Ayisha estaba encantada. Le gustaba mucho la idea de dormir en la litera de arriba. Así miraría por el ojo de buey. Se asomó un momento y vio que casi toda la actividad del muelle había cesado. Sólo había unas pocas personas esperando. El barco saldría pronto. ¿Y dónde estaba Rafe?

Guardó sus cosas deprisa y se apresuró a subir a cubierta, echando mano a un chal en el último momento. Casi una docena de personas estaban congregadas a lo largo de la barandilla en un extremo del barco; por su ropa supuso que serían pasajeros, pero se sentía demasiado tímida como para unirse a ellos ya. Y además no había ni rastro de Rafe.

La brisa aumentó, haciendo restallar la lona de las velas y la ropa de Ayisha. Su cabello corto volaba al viento, y después de llevar cubierta la cabeza durante años, la sensación le parecía estupenda y llena de libertad, pero las faldas ondeaban en torno a sus piernas de un modo desconcertante. Notar el viento en las piernas la hacía sentirse muy desprotegida. La ropa de las damas inglesas era muy fina. Se alegró de tener el chal... y no sólo por la brisa.

Nunca hasta ese momento había sido consciente de que tenía pechos... cuando se disfrazaba de muchacho eran un peligro y había que mantenerlos invisibles. Las telas con que se envolvía lo mantenían todo plano. Pero ahora no llevaba nada que mantuviera nada plano, y aquello era de lo más... extraño.

Bajó la mirada hacia su pecho mientras paseaba por la cubierta sin acercarse a los demás pasajeros. No se movían mucho, pero de todas formas... hizo el experimento de saltar de puntillas. El chal saltó con ella.

Tendría que conseguir un corsé. Ni siquiera había pensado en ello antes. Y no es que no los vendieran en el mercado.

Se apoyó en la barandilla y miró fijamente la ciudad. El sol estaba bastante bajo en el cielo. Él llevaba fuera casi dos horas. ¿Dónde diantres estaba?

 

El capitán había empezado a dar órdenes, los marineros corrían apresuradamente de acá para allá, izando las velas y enrollando cabos, y se oía un fuerte y chirriante sonido que indicaba que estaban levando el ancla, y sin embargo seguía sin haber ni rastro de un alto inglés con altas botas negras.

Nerviosa, Ayisha paseó por la cubierta de un lado a otro. Sus nuevas zapatillas turcas de piel roja estaban empezando a apretarle.

¿Qué diantres era tan importante como para que tuviera que irse corriendo así y se arriesgara a perder el barco?

Y entonces lo vio; avanzaba a grandes zancadas como si tuviese todo el tiempo del mundo, y colgado al hombro llevaba un saco de aspecto pesado.

Rafe subió a grandes zancadas la plancha justo cuando los hombres estaban a punto de izarla, y al pasar les comentó algo que los hizo reír. Un oficial le dirigió un saludo militar, dándole la bienvenida a bordo.

Ayisha esperó su explicación, pero él casi pasó por delante de ella hasta que de pronto se detuvo y se quedó mirándola.

Pero vaya, fíjese —dijo con voz suave—. Es usted una mujer. Y qué guapa está... ¿Quién le ha arreglado el pelo?

Una cálida oleada de placer por el cumplido la dejó sin las mordaces palabras que había estado a punto de pronunciar.

Me lo ha cortado Higgins —masculló.

Muy bonito.

La mirada de Rafe la recorrió, captándolo todo. Ella ya se sentía bastante cohibida antes de que él la mirase; ahora se sentía expuesta. Medio desnuda.

Se ciñó más el chal.

¿Tiene frío? —preguntó él.

No —contestó ella rápidamente—. Pero Higgins y yo estábamos muy preocupados.

¿Por qué?

Ayisha se quedó boquiabierta.

¿Cómo que por qué? ¡Por poco pierde usted el barco!

Higgins sabe que yo nunca pierdo los barcos —dijo él—. ¿Me ha echado usted de menos?

Parecía muy satisfecho de sí mismo.

Ella se cruzó de brazos.

No. Pero ¿qué lo hizo marcharse así? ¿Sin avisar ni dar ninguna explicación?

Rafe dejó ver una amplia sonrisa.

Sí que me ha echado de menos.

En realidad Higgins y yo habíamos decidido jugarnos a cara o cruz su camarote.

Él se echó a reír.

Tonterías, Higgins jamás habría accedido a eso. Bueno, ¿no le interesa ver lo que le he traído a usted? —Levantó la bolsa—. ¿A que no se imagina lo que hay aquí dentro?

Me da igual lo que sea...

Arena —dijo él.

¿Arena?

Y eso no es todo...

¿Ha estado a punto de perder el barco por un saco de arena? —Ayisha le echó una mirada asesina—. ¿Cómo se atreve usted a llevarme a rastras por todo Egipto y estar a punto de abandonarme luego en un barco desconocido, con un grupo de extraños, por semejante motivo? —añadió en tono malhumorado.

Costaba mucho mantenerse enfadada con él cuando él seguía sonriéndole de aquel modo. Era una costumbre muy irritante.

Yo no la he abandonado en absoluto —dijo él, con un brillo travieso en sus azules ojos—. Tenía usted a Higgins.

Ayisha le dio un puñetazo en el brazo. En ese preciso instante el chaleco de Rafe dio un chillidito.

¿Qué es ese ruido?

Se quedó mirándolo cuando un pequeño bulto que había en el chaleco se movió.

Un regalo —dijo él en tono triunfante, y sacó un pequeño gatito blanco lleno de manchas negras. Tenía las orejas grandes, con diminutos penachos de pelo oscuro en las puntas. Parecía un leopardo de las nieves en miniatura, plateado y negro.

El animal clavó en Ayisha sus grandes ojos color ámbar y soltó un maullido lastimero.

Es una gatita —dijo ella. El leopardo de las nieves era el símbolo del país de su madre.

Ya lo sé. Creí que le gustaría tener compañía en este largo viaje.

Su voz era grave, levemente risueña, y sin embargo le transmitía que Rafe comprendía su pena por haber dejado a Tom.

Ayisha lo miró fijamente en silencio, con un temblor en la boca.

Eh... —dijo él con voz mimosa—. Creí que le gustaban a usted los gatos.

Ella soltó una risa entrecortada y contuvo las incipientes lágrimas.

Sabe usted que me gustan, y es preciosa, gracias.

Eso está mejor.

Le pasó la gatita, y Ayisha se la arrimó al seno, acariciándola y hablándole en voz baja. En ese mismo instante la cubierta dio una sacudida bajo sus pies y el barco zarpó de tierras egipcias.

Ayisha se quedó mirando, acariciando a su gatita, hasta que Egipto no fue más que un borrón en el horizonte.

¿Bajamos a acomodar a esta damisela? —preguntó Rafe Ramsey por fin.

Ella asintió con la cabeza. Tenía un nudo en la garganta y no podía hablar.

 

¡Eso es un animal! —dijo una voz cuando Ayisha entró en el camarote.

Una delgada y elegante señora de edad estaba sentada en la litera de abajo con las piernas extendidas, leyendo. Alzó unos impertinentes y a través de ellos miró con gesto concentrado a la gatita.

Sí, una gatita.

Ya lo veo, pero ¿qué hace en mi camarote?

También es mi camarote —dijo Ayisha en tono agradable—. Soy Ayisha... Cleeve —añadió de mala gana, tendiéndole la mano.

Era la primera vez que utilizaba el apellido Cleeve. No es que le apeteciera, pero debía tener un apellido y aquél era el de su padre, aunque no tuviera derecho a usarlo.

La señora Ferris la miró de arriba abajo a través de los impertinentes.

Accedí a compartirlo con cierta señorita Cleeve, pero no con un animal.

Yo tampoco sabía lo de la gatita; ha sido un regalo de última hora —le explicó Ayisha, acariciando al animal—. Ni siquiera tiene nombre todavía. ¿No le parece bonita?

La señora Ferris hizo un gesto desdeñoso.

Bueno, desde luego sus manchas son poco corrientes. Es la primera vez que veo un gato a topos. ¿Tiene pulgas?

No sé —dijo Ayisha—. Pero he pedido que traigan agua caliente. Voy a bañarla para estar segura.

La señora Ferris se puso derecha.

¿Bañar a un gato? Creía que odiaban el agua.

Ayisha sonrió.

Todos los gatos no. A mi gato, Tom, le gustaba el agua. Veremos si a ésta le gusta.

Mientras hablaba, alguien llamó a la puerta.

Era Higgins con un cubo de agua caliente, una palangana honda, un tazón de hojalata, jabón y una toalla. Vio a la señora Ferris detrás de Ayisha, mirando desde su litera con los impertinentes en alto.

Aquí se lo dejo, señorita. Volveré dentro de un momento para llevármelo todo. Es que estoy arreglando una caja de arena y algo de comer.

Ayisha le dirigió una cálida sonrisa y cogió el agua.

Gracias, Higgins.

¿Quién es ese hombre? —preguntó la señora Ferris cuando se cerró la puerta.

¿Higgins? Es el criado del señor Ramsey.

¿Y quién es el señor Ramsey?

Ayisha se ocupó en verter agua en la palangana y se preguntó por un instante cómo explicárselo.

Es un amigo de mi abuela —dijo al final—. Me acompaña hasta su casa, en Hampshire.

Entiendo. No me hace mucha gracia que este tipo Higgins ande entrando y saliendo de mi camarote. ¿Dónde está su doncella?

Ayisha se sentó en el suelo, se cubrió la parte delantera con una toalla y cogió a la gatita.

No tengo doncella.

¿Que no tiene usted doncella?

No.

Ayisha metió a la gatita en el agua.

¿Por qué no?

Ayisha fingió no oírla. No fue difícil. La gatita se oponía de forma enérgica, maullando, revolviéndose e intentando subírsele por el brazo para escapar del agua. Tenía unas uñas muy afiladas.

Ayisha la tranquilizó con palabras y caricias y por fin, con gesto triste, el animal se calmó y, con el agua hasta la barbilla, alzó la vista para clavar en ella unos grandes ojos llenos de reproche.

¿Ves?, no es tan malo, ¿no? —le dijo Ayisha.

La gatita pareció pensarse sus palabras y luego le mordió un dedo.

Ay, pequeño diablillo...

Ayisha soltó una risilla, sin tenérselo en cuenta ni mucho menos. Hizo espuma en una mano con un trozo de jabón (esta vez olía un poco a medicina, y se dijo que Higgins debía de ser dueño de una manufactura de jabón), y con un suave masaje lavó el pelaje del animal. Después le aclaró bien el pelo, se puso la toalla en el regazo, sacó de la palangana el abatido montoncito de pelo mojado y empezó a secarlo frotando suavemente.

La gatita estornudó dos veces y se sacudió, indignada, pero el frotar de la toalla no tardó en empezar a gustarle. Se puso a ronronear y a amasar la toalla, agarrando la tela con las garras, hasta que decidió que la esquina de la toalla era su enemigo y empezó a golpearla con las patas y a morderla.

Ayisha la puso en el suelo y lo ordenó todo. La gatita miró con curiosidad a su alrededor y acto seguido comenzó a lamerse toda para limpiarse por su cuenta.

La señora Ferris observó toda la operación con curiosidad.

Siempre oí decir que los gatos eran limpios y desde luego ésta parece serlo —comentó por fin—. Curiosa criaturilla.

Es preciosa —convino Ayisha, aunque no era exactamente eso lo que la señora Ferris quería decir—. Tendré que pensar en un nombre para ella.

La gatita empezó a explorar el camarote, olisqueando y observándolo todo con cautela. Ayisha intentó pensar en nombres. En ese momento la gatita saltó sobre un enemigo imaginario. ¿Salto? Sin saber por qué le hacía pensar en un gato más gordo, y ésta era esbelta y elegante. Ayisha se miró los arañazos del antebrazo. Afiladas garritas... ¿Garritas?

¿Por qué olisquea ahí? —preguntó de pronto la señora Ferris.

La gatita estaba olisqueando en una esquina.

De repente a Ayisha se le ocurrió que a lo mejor estuviera olisqueando con un objetivo concreto. Entonces la cogió en una mano, abrió la puerta del camarote y tomó el cubo de agua sucia con la otra.

Me la llevaré mientras me deshago de esto —se apresuró a explicarle a la señora Ferris—. Volveré dentro de un momentito.

Por suerte Higgins estaba fuera y bien preparado. Unas cuantas puertas más abajo había un pequeño almacén, y con un pequeño soborno, él había hecho arreglos para guardar allí una bandeja de arena, arena de reserva y algunas cosas más, necesarias para un gatito. También había una cesta, con cierre en la tapa para que el animal pudiera estar bien encerrado cuando fuese preciso.

Ayisha puso a la gata en la bandeja, y con un poco de estímulo el animal olisqueó la arena, escarbó hasta hacer un hoyo y dejó un «regalito». Después tapó el hoyo, salió de la bandeja sacudiéndose arena de las patas con gesto quisquilloso y alzó la vista para mirar a Ayisha, esperando claramente que la cogiera. Su cola se estremeció y sus orejas de puntas negras se menearon.

La llamaré Cleo —dijo Ayisha, cogiéndola en brazos—. Es mandona, regia, hermosa y egipcia. Y además —añadió cuando la gatita dio un lastimero maullido— tiene hambre.

Sí, señorita —convino Higgins—. Le he traído un poco de pescado de la cocina.

 

¿Ha viajado usted a Egipto con ese tal señor Ramsey? —le preguntó la señora Ferris la mañana siguiente.

No, lo he conocido en El Cairo.

¿Cómo llegó usted allí, entonces? A Egipto, quiero decir.

Nací en Egipto.

No parece usted egipcia. Y a pesar de ese estrafalario nombre de pila suyo, Cleeve no es un apellido egipcio.

La señora Ferris estaba decidida a descubrir exactamente quién era Ayisha para catalogarla y descubrir exactamente cuánta consideración debía concederle... o no concederle.

No. —Ayisha deslizó los pies en las babuchas y cogió a Cleo—. Mi padre nació en la India.

Esto desconcertaría a la vieja entrometida; ella tampoco parecía india.

Pero a la señora Ferris no se la engañaba tan fácilmente.

¿En la «John Company»? ¿Trabajaba para la «John Company»?

Se refería a la Compañía Británica de las Indias Orientales; era el nombre que empleaban los que pertenecían a ella.

No, pero su padre sí. Por favor, discúlpeme —dijo Ayisha mientras se escabullía del camarote—. La gatita tiene que salir.

Pero la señora Ferris estaba esperándola con más preguntas cuando regresaron.

¿A quién conocía usted en Egipto...? Era de El Cairo de donde venía usted, ¿verdad?

Sí, El Cairo, pero son demasiados para nombrarlos.

Ayisha puso a Cleo en su litera y subió también, esperando que la señora Ferris pillara la indirecta.

Pero el interrogatorio prosiguió.

¿A qué personas de importancia conocía usted?

Ayisha puso los ojos en blanco.

Bueno, estaba el señor Salt, desde luego —empezó, nombrando al cónsul general—. Papá lo conocía muy bien.

Sin embargo, ella no. El señor Salt había ido a su casa una vez cuando ella era pequeña, con un viajero inglés, un vizconde, que llamaba a su empleado sencillamente «Salt». Por entonces Salt era un joven pintor y le había mostrado a su padre algunas de sus pinturas. Ella los había visto entre los barrotes de la baranda de la escalera, pero sólo lo recordaba por el nombre que tenía. Le parecía graciosísimo que se dirigieran a alguien llamándolo «Salt».

Años después Salt había regresado a El Cairo, con un cargo importante, como el señor Salt, el cónsul general británico. Lo había visto de cerca varias veces, pero en esos días ella vivía como un muchacho. E incluso si hubiera ido vestida como ahora, de todas formas él no la habría conocido a menos que ella le hubiera explicado quién era su padre.

Pero la gente decía que el señor Salt tenía esclavos, de modo que no le habría dicho nada.

Bah, todo el mundo conoce al señor Salt —dijo la señora Ferris—. ¿A quién visitaban ustedes? ¿Qué me dice de...?

Enumeró una sarta de nombres, a cada uno de los cuales Ayisha decía «No, no, no», y seguía jugando con su gata.

¿Dónde vivía su padre?

En la parte antigua de El Cairo, dando al río.

Descríbame dónde, exactamente.

Ayisha le hizo una vaga descripción... aunque no lo bastante vaga.

Creo que se refiere usted a aquella casa vieja que tiene una cambiante población de empleados. —La señora Ferris hizo un gesto desdeñoso—. Bueno, si es allí donde vivía usted...

Estaba claro que Ayisha era una persona sin importancia.

No sé quién vive allí ahora —dijo Ayisha, irritada—. Desde que murieron mis padres he vivido con una señora egipcia.

¿Una egipcia? —preguntó la señora Ferris; la palabra destilaba desprecio.

Sí, una señora muy cariñosa y respetable que dentro de poco va a casarse con un inglés.

¿Con quién?

Con el señor Johnny Baxter —le dijo Ayisha, pensando que eso haría callar a la mujer. El señor Baxter era amable, guapo y rico, además de inglés; nadie podría menospreciarlo.

Se equivocaba. La señora Ferris podía menospreciar a cualquiera.

¿Ese tipo que se ha vuelto nativo? —lo pronunció con un tono nasal—. ¡Una vergüenza para su país!

¡No es ninguna vergüenza! Es un héroe de guerra —afirmó Ayisha con energía—. Resultó gravemente herido en la Batalla del Nilo.

Entonces es una pena que se haya vuelto nativo, ¿verdad?

Ayisha bajó de un salto de la litera y recogió a Cleo.

La gatita tiene que salir —proclamó, y se fue hecha una furia del camarote.

¿Otra vez? —La voz de la señora Ferris flotó en el aire mientras Ayisha cerraba la puerta—. Espero que ese animal no esté empezando a ponerse enfermo de algo. No pienso compartir camarote con un gato enfermo.