CAPÍTULO 11

¿Estoy bien? —preguntó Ayisha a la señora Ferris aquella tarde—. Esta noche voy a cenar en la mesa del capitán.

El Flavia era un buque mercante que hacía de forma regular las rutas comerciales del Mediterráneo, llevando mercancías y a unos pocos pasajeros entre Inglaterra y Oriente. Su dueño era un inglés que vivía en Italia, y su capitán era un irlandés medio italiano.

La señora Ferris se detuvo un instante en sus preparativos para decir:

El capitán Gallagher tiene fama de hombre sociable, aunque con ideas... lamentablemente democráticas —dijo la palabra como si le dejara mal sabor de boca—. Así que antes o después sentará a su mesa a todos los pasajeros... de cierta posición, claro está, por supuesto eso no incluye a los criados. Pero dudo muchísimo que usted vaya a disfrutar de su compañía esta noche.

Se colocó bien las perlas en el cuello y añadió:

Una invitación a cenar con él la primera noche de viaje es una muestra de respeto. Yo sí estaré en la mesa del capitán. He navegado desde Inglaterra con él, y somos ya viejos amigos. Así que no tiene usted que preocuparse por ese vestido.

Le lanzó al vestido de Ayisha una mirada levemente despectiva.

A mí me gusta este vestido —le dijo Ayisha.

En realidad el vestido le encantaba. El color hacía juego con sus ojos, y la costurera había añadido en el bajo una cenefa de tela que hacía contraste. La cenefa era un motivo geométrico negro sobre un fondo verde pálido, y estaba salpicado de lotos color crema y rosa y diminutos cocodrilos; llevarlo puesto era como llevar consigo un pedacito del río. Lo acompañaba con un chal de seda color crema, con flecos.

Estaba bastante segura de estar invitada a la mesa del capitán; Higgins le había llevado el mensaje de Rafe diciendo que éste la recogería a las seis y añadiendo que era un honor que los invitaran la primera noche, y que se pusiera su mejor ropa. Pero no valía la pena discutir con la señora Ferris.

Entonces le lanzó una mirada a la doncella de la señora Ferris.

¿Llevo el pelo bien?

Había retorcido un pañuelo con lentejuelas de un tono verdoso y se lo había anudado en torno a la cabeza.

Sí, señorita —dijo la doncella—. Ese pañuelo queda muy à la mode.

Woods... —dijo la señora Ferris en tono cortante.

Sí, señora —dijo la doncella, y con una rápida media sonrisa a Ayisha se volvió de nuevo hacia su patrona.

Alguien llamó a la puerta y Ayisha se levantó a abrir, pero la señora Ferris indicó a su doncella: «La puerta, Woods», y ésta se apresuró a abrirla.

El señor Ramsey viene a recoger a la señorita Cleeve —dijo una voz grave.

Al verlo, Ayisha sintió un estremecimiento. Hasta entonces sólo lo había visto con calzones de montar color beige y botas, pero así, vestido de etiqueta, con una elegante casaca negra, una radiante camisa blanca y un chaleco gris pálido, recién afeitado y dirigiéndole una leve sonrisa, la dejó sin aliento.

Está usted preciosa —dijo él—. Ese vestido le hace juego con los ojos. Nada podría igualar su color, desde luego: son únicos, pero se les aproxima mucho. —Su mirada se detuvo en el bajo del vestido—. Veo que ha traído consigo su amado río. Otro detalle exclusivo. Bien, ¿está lista para la cena?

Ayisha asintió y dio un paso hacia adelante. La sonrisa que había en los ojos de Rafe la hacía sentirse un poco tímida. Y el vestido estaba bien, él lo había dicho. Y además había comprendido lo del río.

A su espalda, la señora Ferris carraspeó de forma cargada de intención, y Rafe miró detrás de Ayisha.

La señora Ferris, supongo —dijo sonriendo—. Rafe Ramsey, a su servicio.

La señora Ferris le tendió la mano y Rafe la tomó e hizo una reverencia.

¿Está usted aquí para acompañar a esta muchacha? —dijo ella en tono de leve incredulidad.

Ayisha se indignó al oír su retintín.

Así es —confirmó Rafe, al tiempo que le ofrecía el brazo a Ayisha.

Ella dio un paso hacia adelante y puso la mano en su brazo. Él puso su mano sobre la de ella.

Los labios de la señora Ferris se afinaron hasta casi desaparecer.

Me ha dicho que usted era el amigo de su abuela.

Exacto.

Pero yo esperaba a un hombre mucho mayor.

Él levantó una oscura ceja.

¿Ah, sí, señora? —dijo de un modo que insinuaba, con muchísima cortesía, que aquello no era asunto de ella—. La vida está llena de decepciones, ¿verdad?

Y se llevó a Ayisha.

Ésta mantuvo un paso digno hasta que llegaron al final del corredor, pero una vez allí dio un pequeño y jubiloso brinco.

Me alegro tanto de que haya sido usted grosero con esa mujer... Es tan... tan...

No he sido grosero en absoluto —se defendió él—. He sido sumamente cortés.

Sí, cortésmente grosero. —Ayisha intentó pensar en cómo describir lo que Rafe había hecho—. Como una avispa muy cortés.

¿Es grosera con usted? —preguntó él, ya en serio—. ¿Quiere que haga que la trasladen?

Eso no puede usted hacerlo —contestó ella—. Todos los camarotes están llenos.

Si es antipática con usted, haré que la trasladen —afirmó Rafe con una voz que la convenció de que podría hacerlo y lo haría.

Su interés la conmovió. Hasta entonces nadie se había preocupado jamás por si la gente era antipática con ella. De todas formas se había enfrentado a cosas mucho peores que la grosería o la antipatía; sabía tratar a gente como la señora Ferris.

No, no se preocupe. Además, no tengo que verla mucho. Viaja con otras dos señoras; las tres son viudas, y pasa mucho tiempo con ellas. ¿Y sabe una cosa? Todas tienen doncella, pero las doncellas comparten un camarote varias cubiertas más abajo. Woods me ha dicho que hay seis muchachas en un solo camarote no mayor que el mío, y todas duermen en hamacas. A ella no le gusta, pero a mí no me importaría dormir en una hamaca. Nunca lo he hecho.

¡Usted no va a dormir en una hamaca!

Ella lo miró con una expresión extraña.

No hace mucho dormía a la intemperie, en el suelo.

Sí, pero le prometo que no volverá a dormir así.

Eso no lo sabe usted.

Sí que lo sé. Me aseguraré de ello.

Era un comentario raro en alguien que sólo estaba llevándola a la casa de su abuela. ¿Cómo se le ocurría garantizar semejante cosa? Pero Rafe tenía un gesto implacable y enfadado en la boca, de manera que Ayisha decidió no seguir por aquel camino.

Volvió al tema de la señora Ferris.

¿No cree usted que es raro que la señora Ferris no viaje con su doncella en el mismo camarote? ¿No preferiría usted compartir habitación con su doncella antes que con una desconocida? ¿Y si yo fuera una mala persona? ¿O si roncara?

Sí, pero ella no quiere pagar lo mismo por su doncella que por sí misma. El precio del camarote le aseguraba que usted al menos sería de la clase adinerada, y eso es mucho más importante para las mujeres de esta índole.

Ayisha se echó a reír.

Pobre señora Ferris. La han engañado, ¿verdad?

Él le dirigió una mirada de duda socarrona.

¿Por qué?

¿Alguien de la clase pudiente? —Volvió a reír—. Yo no tengo ni un céntimo. Aunque sí que tengo una gata magnífica, así que tendrá que conformarse con eso. A la señora Ferris no le gustan los gatos, pero ha estado de acuerdo en que tenga a Cleo en el camarote.

¿Y a Cleo... excelente nombre, por cierto, no le importa tener a la señora Ferris en el camarote? Me ha parecido que es una gata de opiniones muy tajantes.

¿Quién, la señora Ferris o Cleo? —bromeó Ayisha—. Tiene usted razón, es una gatita de opiniones firmes. Debería haber visto el alboroto que armó cuando la bañé.

Se lo contó todo a Rafe, que al final preguntó:

¿Y dónde está la señorita Cleo ahora?

Llegaron al comedor y él le abrió la puerta.

En su cesta encima de mi cama —dijo ella mientras entraba—. Mirando furiosa por los barrotes y maullando de vez en cuando para dar a conocer su disconformidad. Pero se acostumbrará a ella. Es pequeña. Una se acostumbra a todo cuando es pequeña.

 

Rafe no habló mucho en la cena. Estaba observando cómo Ayisha hechizaba al capitán Gallagher y a dos jóvenes oficiales, los tenientes Green y Dickinson. En la mesa del capitán había otras cinco personas: la señora Ferris y sus dos amigas, la señora Wiggs y la señora Grenville, y un joven párroco anglicano, el reverendo Payne, y su esposa: recién casados que habían ido a Jerusalén en su luna de miel.

Que hechizara a los dos oficiales no era una sorpresa; además de ser hermosa, era la única mujer soltera menor de cincuenta años de la mesa.

Pero el capitán andaba por los cincuenta también; era un hombre felizmente casado y un orgulloso abuelo. Rafe se había enterado de todo esto desde que se había sentado. Ayisha le había preguntado al capitán todo lo referente a su familia y no tardó en obtener la información de que, después de tener siete hijos varones, su mayor orgullo era su tercer nieto: la primera niña nacida en su familia en tres generaciones, su pequeña principessa.

Rafe tomó un sorbo de vino, se puso cómodo y miró a Ayisha, fascinado. Debía de hacer años que ella no se sentaba a una mesa de comedor al estilo inglés, pero nadie lo habría adivinado. Comía con buenos modales naturales y parecía completamente relajada. Y su conversación era fresca, no ensayada ni limitada a trivialidades banales.

¿Qué los sorprendió a ustedes más de Jerusalén cuando llegaron? —preguntó ella al reverendo Payne y a su esposa.

Ellos mismos se sorprendieron de sus respuestas, y en seguida empezó a desarrollarse una conversación sobre viajes, expectativas y sorpresas buenas y malas, a la que todo el mundo se sumó.

Tenía habilidad para llevarse bien con la gente. ¿Qué proporción de esa habilidad se habría adquirido en las calles? ¿Era una forma de defensa? Tal vez fuese una manera de desarmar a ésta para que la gente no te atacara... O te ofreciera ciertos trabajillos.

Rafe reparó en que la señora Ferris estaba menos impresionada. Tras comportarse como «invitada de honor por excelencia», se le fue poniendo un gesto cada vez más avinagrado a medida que florecía la conversación, aunque no en torno a ella. Por fin la irritación pudo más. Se inclinó hacia adelante y, con una fría voz que pasó por encima de la conversación, dijo:

Señorita Cleeve, mis amigas y yo estábamos preguntándonos dónde se ha comprado usted ese extraordinario vestido. El color es bastante común y corriente, pero el corte, y esa cenefa con cocodrilos... es... ¡algo extraordinario!

Ayisha alzó la vista; por la expresión de sus ojos, se encontraba lista para entrar en combate, estuviera en la mesa del capitán o no.

A mí me gusta este vestido —afirmó.

Rafe se dijo que ya era hora de intervenir en la conversación.

A mí también; es poco común, al tiempo que elegante. Y, señora Ferris, yo creo que el color es excepcional. Encontrar una tela que haga juego con los ojos de la señorita Cleeve tan perfectamente... eso es lo extraordinario, ¿no les parece?

Ante eso, como es natural todo el mundo miró los ojos de Ayisha. Los dos soldados dieron su opinión y, con entusiasmo, convinieron en que los ojos de la señorita Cleeve eran hermosísimos.

A la señora Ferris se le avinagró más el gesto.

La señorita Cleeve tomó un sorbo de vino, y desde lo alto de su copa los hermosos ojos le lanzaron a Rafe tal mirada traviesa que a él le costó mucho trabajo mantener la seriedad.

En ese momento entró en liza una amiga de la señora Ferris.

Tonterías —dijo—. La tela es de un color eau de Nil completamente normal.

Eau de Nil... —repitió Ayisha; estaba claro que se había quedado encantada—. Agua del Nilo... mis ojos son eau de Nil. Gracias, señora Grenville. Qué bonito cumplido.

La señora Grenville le dirigió una sonrisa medio sincera y luego le lanzó una ojeada a su amiga con aire culpable.

Rafe habló de nuevo.

El equipaje de la señorita Cleeve se perdió en un accidente, de modo que se ha visto obligada a comprarlo todo en las tiendas locales y con poco tiempo. Yo creo que lo ha hecho estupendamente, ¿ustedes no? No me sorprendería que detalles ingeniosos como esa cenefa crearan una nueva moda en Londres.

Dicho esto, se puso cómodo, sabiendo que su aspecto elegante daba credibilidad a tal opinión.

Perdió a su doncella en el mismo accidente, es de suponer —dijo la señora Ferris en tono áspero.

No, claro que no —le dijo Ayisha—. Mi doncella tomó otra colocación con la esposa de un rico comerciante.

Su mirada desafió a Rafe a que corrigiera la mentira.

Como si él fuese a hacerlo... Con tranquila sorna Rafe dijo:

La muchacha ha prosperado mucho, pero claro, fue la víspera de nuestra partida y dejó a la señorita Cleeve completamente en la estacada.

Hizo girar el vino en su copa y se le ocurrió añadir:

Tengo entendido que cada una de ustedes, señoras, viaja con su doncella personal...

Sonrió con afecto a las amigas de la señora Ferris, y al instante cada una de ellas se ofreció a la pobre señorita Cleeve para que dispusiese de su doncella siempre que la necesitara.

La señora Ferris no tuvo más alternativa que unirse al ofrecimiento si no quería quedar como poco generosa.

Mi doncella, Woods, la ayudará en su tiempo libre —dijo, a través de unos labios ya casi invisibles.

 

Después de cenar Ayisha y Rafe subieron a la cubierta superior. Había oscurecido, la brisa era tibia y suave, y pasearon tranquilamente en silencio. El único sonido, aparte del constante chapoteo de las olas, era el crujido de las cuadernas, el restallar de las velas con la brisa y el tableteo de los cables.

Ayisha abrió bien los brazos, se dejó acariciar por la brisa e inspiró bien hondo.

Este aire es tan fresco... No creo haber olido jamás nada tan divinamente limpio.

Rafe sonrió pero no dijo nada. Con las manos agarrando las puntas del chal, parecía que tuviese alas y se preparase para salir volando sobre el mar. El viento le pegaba al cuerpo la tela del vestido, y la leve luz de la luna acariciaba cada una de sus curvas.

Ágil y esbelta feminidad sin trabas.

A Rafe se le secó la boca.

Pequeños, pero firmes pechos; pezones dirigidos hacia arriba, al fresco aire... Durante tantos años sujetos, y ahora por fin liberados.

Rafe se apartó y miró a la oscuridad, a las oscuras y sedosas olas, a las estrellas y la fina luna en cuarto creciente.

Mientras durase ese viaje ella estaba... tenía que estar como aquella esquirla de luna: fuera de su alcance. Tenía la obligación moral de no tocarla. Lady Cleeve le había confiado la seguridad y el bienestar de su nieta. Comprometerla en el viaje de vuelta a casa no era parte del acuerdo.

Ni tampoco su deseo... aunque ella fuese todo su deseo.

Dar pábulo a conjeturas sobre el hecho de que viajaran juntos no haría sino perjudicarla.

Quería ganarla por sí mismo, quería que ella lo eligiera libremente, sólo por sí mismo, no que se viera obligada a casarse con él por una cuestión de decoro.

Ayisha no sabía nada de su origen; el título de conde no significaba nada para ella. Quizá lo creyera rico... Cuando llegara a Inglaterra vería que, aunque disfrutaba de una posición desahogada, había hombres mucho más ricos que él.

No creía que a ella le importara; al menos esperaba que no le importara. Pero debería poder elegir.

No debí provocar a la señora Ferris —dijo—. Es de esa clase de personas capaces de difundir murmuraciones malintencionadas.

Ella se encogió de hombros.

No se puede evitar que las mujeres que son así hablen. Y si no saben nada, sencillamente, se lo inventan. Además, ella empezó... o mejor dicho, empezó el capitán. Prácticamente, ella me dijo que yo era demasiado pobre y poco importante para merecer una invitación a la mesa del capitán la primera noche, de modo que estaba molesta ya desde el principio. —Bostezó—. Pero no estropeemos esta hermosa velada hablando de ella. Hábleme de la primera vez que fue usted en un barco... un barco como Dios manda, no en un río o en un lago... Un barco como éste, por mar, a otro país.

Eso fue cuando zarpamos hacia Portugal.

¿Zarpamos? ¿Quiénes? —preguntó ella, acercándose más.

Todos nosotros: Gabe, Harry, Luke, Michael y yo. Mis amigos —explicó él—. Mis amigos más íntimos. Los amigos más excelentes que un hombre pueda tener.

¿Los conoceré en Inglaterra?

El viento hizo volar la falda de su vestido contra la pierna de Rafe. La tela le rodeó el muslo suavemente.

Conocerá usted a Harry y a Luke. A Gabe no. Gabe se casó con la princesa de Zindaria, de modo que vive allí.

Rafe pensó que algún día la llevaría a Zindaria. Y en ese momento se quedó absorto en aquella idea. El estómago le dio un vuelco cuando se dio cuenta de hacia dónde lo llevaban sus pensamientos... sus deseos.

Había ido a Egipto para escapar de una esposa, no para atrapar una. La miró y tragó saliva.

Se produjo un breve instante de silencio.

¿Y a Michael? —lo animó Ayisha.

A Michael lo mataron. Eso sucede en la guerra. Hombres buenos que mueren sin necesidad...

Ella se cogió de su brazo y se arrimó un poco a él, no con ninguna voluntad de coquetería, Rafe estaba seguro, sino en un gesto de consuelo. A pesar de todo, su cuerpo inmediatamente se puso firmes.

¿Cuántos años tenía usted entonces? ¿Cuando iba en ese barco a Portugal?

Dieciocho.

Ayisha suspiró.

Sólo un muchacho...

Con arrepentimiento y pesar, Rafe dijo:

No creíamos eso por entonces. Creíamos que éramos hombres, camino de una gloriosa aventura.

Aquello no era del todo cierto. En aquel momento él había sentido una espiral de ansiedad en lo más hondo de su ser, que hacía todo lo posible por mantener oculta; se preguntaba si tendría «lo que había que tener», si resultaría ser un valiente o un cobarde. Confiaba en ser valiente, pero todos habían coincidido en que hasta que no se entrara en combate, no se estaría seguro de la madera de que uno estaba hecho.

Dios, qué joven era entonces. Como si alguna vez algo fuera así de sencillo... En ese preciso instante una ráfaga de humo de cigarro y un murmullo de voces graves le indicaron que tenían compañía en cubierta. Rafe retiró el brazo y se apartó. Ella le dirigió una mirada de extrañeza.

Creo que es mejor que no pasemos mucho tiempo juntos en este viaje —se sorprendió diciendo Rafe.

¿Por qué?

Porque va usted sin «carabina» y no quiero que la gente murmure.

Ayisha se quedó callada un momento.

¿Y qué más da si murmuran?

Él recordó lo que ella opinaba sobre la cuestión: que de todos modos la gente murmuraría.

Carraspeó, buscando las palabras adecuadas para explicarse.

En Inglaterra si se dice que un hombre... es decir, un caballero, un caballero soltero, ha comprometido a una joven, se considera que está obligado a casarse con ella.

¿Y si ella no quiere casarse con él? —preguntó Ayisha al cabo de un instante.

Está sometida a la misma obligación.

¿Y si no se casaran?

Ella perdería su reputación de mujer decente, y él perdería la suya como hombre de honor.

No es muy justo, ¿verdad?

No.

Pero imagino que es la costumbre en Inglaterra.

Sí.

Y como la respuesta le pareció pobre, Rafe añadió: «Así es.»

Se produjo otro breve silencio, roto tan sólo por los sonidos del mar y de las velas.

Entonces es igual que en Egipto. Creí que sería distinto... Muy bien —dijo Ayisha de pronto, en tono enérgico—. Nos veremos lo menos posible. Alguna que otra charla cortés de pasada, pero sólo en presencia de alguien más... a estas cosas se refiere usted, ¿verdad? ¿Debe ser en presencia de un hombre o de una mujer?

Una mujer es mejor —dijo Rafe.

Ella estaba tomándoselo muy bien. En realidad era un poco desconcertante lo bien que se lo había tomado. Casi... con entusiasmo.

¿Estará usted bien?

Por supuesto —contestó ella; parecía sorprendida de que le preguntara algo semejante—. Sigo teniendo todo lo que necesito.

¿No se sentirá sola?

Claro que no. En este barco hay muchas personas interesantes con las que hablar. Y además tengo a Cleo, que siempre será mi amiga. No se preocupe, seguiré la norma. Sería terrible que nos viéramos obligados a casarnos.

El murmullo de voces masculinas se hacía más fuerte, y Ayisha echó una ojeada tras ella.

Esos soldados se están acercando, así que más vale que me vaya. No queremos que nos vean juntos, solos aquí arriba en la oscuridad y juntos, ¿verdad? Podrían obligarnos a casarnos, y eso sería impensable. Adiós, buenas noches.

Y desapareció.

Rafe parpadeó. Todo había sido muy súbito. Casi como si estuviese enfadada.

Pensó en ello y repasó la explicación que le había dado a Ayisha. Se dijo que en lo que había dicho no había nada que pudiera ofenderla. Sus palabras habían sido razonables, y él había manifestado con claridad que sólo estaba protegiéndola de las consecuencias no deseadas que podría acarrearles un poco de irreflexiva simpatía. Ella había crecido en una cultura distinta, una cultura en la que hombres y mujeres no alternaban en sociedad. Era preciso lanzarle una indirecta.

De todas formas él ya había visto su mal genio en acción; era apasionado y franco, y a veces llegaba al contacto físico. Tenía cicatrices que lo demostraban, pensó, tocándose el cuello en el lugar donde ya hacía mucho que se habían desvanecido los arañazos.

No: si Ayisha estaba disgustada, lo dejaba bien claro. En ese sentido se parecía un poco a su gata.

Debía de haber otro motivo para que se sintiera incómodo por la forma en que ella se había marchado tan repentinamente.

Estuvo tentado de unirse a los jóvenes oficiales, fumar un rato con ellos y gozar de un poco de compañía estrictamente masculina para variar. Pero decidió que no estaba de humor. Quizá otro día.

 

Durante los tres días siguientes apenas vio a Ayisha. Semejante probabilidad en un buque tan pequeño... era casi como si ella estuviera evitándolo. Pues sí que se tomaba las normas en serio. Aunque a Rafe le pareció que tenía cierta lógica, dadas las normas con que había crecido. Las normas del pachá eran de lo más estrictas.

Como las de Inglaterra, reflexionó. Quizá no les cortaran las manos a la gente, pero sí que los ahorcaban o los deportaban al otro lado del mundo. Lo que ocurría es que Ayisha no había entendido la diferencia que existía entre las normas que imponían las buenas costumbres y las leyes de un país, nada más. Ya se encargaría él de explicárselo, si es que ella le dejaba acercarse lo suficiente.

Ayisha parecía haberse pegado con cola al joven párroco y a su esposa. Y cuando no estaba con ellos, estaba con las tres brujas... que en realidad estaban siendo muy amables con ella, reconoció Rafe cuando vio a una sentada con Ayisha en cubierta, enseñándole a hacer calceta.

Incluso a los marineros les caía bien. Por lo general no querían tener nada que ver con los pasajeros, pero la gatita derribaba las barreras.

Ayisha subía a cubierta a Cleo todas las mañanas y todas las tardes para que respirara aire fresco, y pronto los marineros y los pasajeros encontraron motivos para estar cerca mientras el diminuto animal exploraba y jugaba.

Al principio se había limitado a avanzar olisqueando, sin alejarse de Ayisha y escondiéndose debajo de sus faldas cuando se acercaba alguien... sólo para salir de un salto y atacarles los zapatos y los tobillos. Pero poco a poco, cuando se acostumbró al sitio, Cleo se volvió más osada.

Un día intentó subir por el mástil y se quedó atascada, sin poder moverse, a seis pies de altura y se puso a maullar con furia para que la rescataran. Otra vez se peleó casi a muerte con el extremo de un rollo de cuerda que colgaba en el aire.

Al principio era divertido, pero a medida que la gatita se volvía más osada y más aventurera, Ayisha empezó a preocuparse. Desaparecía por cualquier agujero que encontraba, se metía culebreando en cualquier rincón oscuro y se subía de un salto a cualquier superficie peligrosa.

El día que Ayisha se dio la vuelta y vio a Cleo, con la cabeza asomando por uno de los agujeros de desagüe de la borda, mirando muy seria abajo, al mar, decidió suspender las excursiones de cubierta para siempre.

Es que no tiene sentido común —explicó el día siguiente cuando la gente le preguntaba dónde estaba la gatita—. Es muy capaz de intentar saltar sobre una ola o un delfín que pase.

El día siguiente uno de los marineros le entregó un arnés de cuerda de tamaño gatito sujeto a una larga y fina correa.

Asín no se cairá por la borda, señorita —le dijo a Ayisha.

Durante el resto del día la distracción fue ver a Cleo luchar contra el arnés. Primero se enfrentó a él rodando, gruñendo y enredándose una barbaridad. Luego intentó huir de él y se daba la vuelta, bufando con furia, al ver que la seguía. También se le resistía plantando las garras y el trasero firmemente en la cubierta y negándose a moverse cuando Ayisha intentaba llevarla.

Es como sacar a pasear un pan —decía Ayisha riendo.

De modo que ella hablaba con todo el mundo, y todo el mundo hablaba con ella. Menos Rafe. Cada vez que lo veía acercarse, cogía a la gatita y se alejaba de él a toda prisa.

Rafe intentó aprovechar el pretexto del arnés de Cleo para hablar con ella por primera vez en días (no tendría nada de particular, estando bajo la mirada de una docena de testigos imparciales), y sin embargo Ayisha había cogido la gatita, había dado media vuelta y había vuelto a desaparecer en dirección a su camarote.

Rafe creía que Ayisha se estaba excediendo con las normas; no era que no les estuviese permitido hablar en absoluto, sólo se trataba de que fueran... discretos. Maldita sea, la echaba de menos.

Pero era escurridiza como una anguila y usaba a todos los demás pasajeros para mantenerlo a raya.

Varias veces al día los dos jóvenes oficiales, Green y Dickinson, le daban escolta galantemente por cubierta, e incluso las acompañaban a ella y a la señora Ferris hasta el comedor. Varias veces Rafe había llamado a la puerta de su camarote, sólo para que Woods le dijera que los tenientes Green y Dickinson ya habían pasado a recoger a las señoras.

Esta noche había sucedido por tercera vez seguida.

No era de extrañar que la señora Ferris fuera amable con ella, pensó Rafe con amargura. Debía de hacer años que un guapo y joven oficial no la acompañaba a cenar... si es que la había acompañado alguna vez. Entonces decidió no ir a cenar; de todos modos se sentía un poco indispuesto, como si algo de lo que había almorzado le hubiera sentado mal.

 

Rafe durmió hasta tarde la mañana siguiente, y cuando Higgins llegó con agua caliente para sus abluciones, lo miró fijamente con expresión preocupada.

Señor, no creo que deba levantarse. Tiene usted muy mal aspecto, y sigue vomitando.

Tonterías, Higgins, sólo es un ligero malestar. El ejército no se detiene por un poco de disentería.

Rafe salió de la cama a duras penas y se echó agua fría en la cara. Se enjuagó la boca y escupió. Había vomitado un par de veces durante la noche, pero estaba decidido a no ceder ante aquello, fuera lo que fuese. En cuanto su organismo reaccionara se pondría bien.

Ya no está usted en el ejército, señor —argumentó Higgins—. Y le convendría más descansar en la cama un día o dos. Con estas fiebres tropicales, señor, toda precaución es poca.

Tonterías. Ande, aféiteme, ¿quiere? La condenada mano me tiembla no s...sé por qué.

Rafe se sentó en la litera y, por una vez, dejó que Higgins lo afeitara. Tenía la cabeza embotada y dolorida. Admitió que sí que se sentía un poco febril e indispuesto, pero quedarse tumbado en un camarote pequeño y mal ventilado no le haría ningún bien. Sería mejor subir a cubierta a respirar un poco de aire fresco.

Además, no estaba dispuesto a dejar que ella lo evitara un día más. Se la llevaría a rastras usando la fuerza bruta si era preciso para explicarle que no había entendido bien la norma. Le estaba permitido hablar con él... maldita sea, necesitaba que hablara con él.

Con ayuda de Higgins, se vistió y fue tambaleándose hasta la puerta.

No debería subir usted, señor —dijo Higgins.

Tonterías, el b...barco se balancea, nada más.

Empezó a andar por el corredor cuando divisó al objeto de sus deseos en la escalerilla, a punto de subir los escalones, y la llamó: «¡Ayisha!»

Ella se detuvo y rápidamente dio media vuelta.

¡Necesito hablar con usted! —le gritó Rafe al tiempo que iba presuroso hacia ella, pero el balanceo del barco dificultaba su equilibrio, y él no hacía más que agarrarse a las paredes.

Ayisha fue corriendo hacia él.

¿Qué pasa? ¿Qué le ocurre?

Lo cogió por la cintura y metió el hombro debajo del suyo para sostenerlo.

Está enfermo, señorita —le dijo Higgins—. Se puso enfermo por la noche, y le dije que no debía levantarse, pero no ha querido hacerme caso.

Ella le puso una mano en la frente. Rafe cerró los ojos al sentirlo. Mano fresquita y suave. Fresca.

Está usted ardiendo... —dijo ella.

¡Aaaay!

De repente se oyó un grito detrás de Ayisha.

Rafe se tapó las orejas con las manos.

Inso...portable ruido... —dijo, echándole una mirada asesina a la mujer—. La señora... —no recordaba el nombre; aquella mujer sin labios—. Habría que pe...pegarle un tiro, hacer ruido de esa man...

Y empezó a resbalar por la pared.

¡Tiene la peste! —chilló la mujer con voz chirriante—. ¡La ha traído a bordo! ¡Ay, Santo Dios, nos moriremos todos como no nos libremos de él!

Y se fue de prisa por el corredor, gritando: «¡La peste! ¡La peste! ¡La peste!»