CAPÍTULO 1

Egipto, 1818

 

Ahí está el hombre del que te hablaba —dijo Alí, señalando con un pequeño y mugriento dedo—. Dicen que se llama Ramsés, que viene de Inglaterra a comprar a una niña, y que pagará con oro.

¿Ramsés? ¿El nombre de un gran rey? Desde las oscuras sombras de la calleja, Ayisha no tuvo dificultad en distinguir al extranjero que hacía preguntas; les sacaba la cabeza a todos los demás hombres de la plaza del mercado.

Ramsés. Era un nombre raro para un inglés.

No era como los que la habían perseguido otras veces.

Para empezar estaba limpio.

Y era hermoso. No era el típico chico guapo..., qué le iban a contar a Ayisha de chicos guapos, sino que poseía una dura y austera elegancia. Como si estuviese esculpido en mármol.

Tenía la piel un poco bronceada pero, aun así, más pálida que la mayoría de las personas que ella conocía. Más parecida al color que ella misma tenía bajo la ropa. Llevaba puesto un sombrero claro para protegerse la cara del sol, pero su ropa era extranjera: inglesa y ajustada, que no dejaba entrar la brisa para refrescar el cuerpo. Su casaca azul oscuro tenía un corte ceñido que revelaba unos poderosos hombros. Debajo llevaba una camisa blanca con una corbata muy apretada en un complicado nudo.

Demasiada ropa, demasiado ajustada y de tela demasiado gruesa.

Sin embargo no tenía el aspecto sudoroso, acalorado y arrugado de los ingleses que hacía poco que estaban en el país. Aquel hombre parecía fresco e imperturbable. Duro.

No pudo evitar fijar la vista en los calzones color beige que se pegaban a las largas, musculosas y masculinas piernas y se metían en unas botas altas, negras y relucientes. Eran muy... reveladores.

Los hombres que veía todos los días llevaban túnicas anchas y sueltas o bien holgados pantalones y amplias camisas largas. Su ropa no mostraba la forma del cuerpo. No como ésta, que resultaba casi desvergonzada al poner de manifiesto hasta el último ángulo masculino. Ayisha tragó saliva.

Si su ropa mostrara las formas de esa manera, ella no podría haber vivido todos esos años haciéndose pasar por un muchacho llamado Azhar.

Observó el movimiento de los músculos del inglés mientras cruzaba a grandes zancadas el polvo y el caos de la plaza del mercado con la ágil energía de un león.

De repente sintió que tenía más calor, aunque se encontraba a la fresca sombra.

Ramsés. El nombre le sentaba bien a aquel hombre.

Tiene un dibujo de la niña que busca —continuó Alí—. Una niña europea. Ayer se la enseñó a mucha gente del mercado. Gadi lo vio. Dice que podía ser tu hermana pequeña, si la tuvieras.

Ayisha se quedó muy quieta. ¿Que Gadi dijo qué? ¿Gadi veía el parecido entre el dibujo de una jovencita europea y Azhar, el astuto muchachillo callejero egipcio?

Al instante sus pensamientos volaron hacia un dibujo que le había hecho un inglés seis años atrás, una vez que había ido a ver a su padre y se había alojado con ellos. Dibujaba de un modo que el retrato cobraba vida. Aún recordaba el milagro de ver cómo el lápiz corría por una página y, luego, su propia cara de trece años que le devolvía la mirada desde una hoja de papel blanco.

No sería aquel dibujo... ¿verdad?

No, aquel inglés se lo había llevado cuando se marchó de Egipto en dirección a China. Ella era demasiado tímida y no se había atrevido a pedírselo.

¿Cómo habría caído aquel dibujo en manos de este inglés? Y aunque así fuera, ¿por qué iba a traerlo a Egipto? ¿Por qué lo enseñaba por ahí? ¿Y por qué ofrecía dinero por la niña del dibujo?

«Podría ser tu hermana pequeña...»

Aquel dibujo podía arruinarle la vida.

Se quedó mirando al alto extranjero, intentando descifrar de algún modo las respuestas en su rostro. Detrás de ella, en el zoco de las especias, un vendedor tostaba sésamo, cilantro y comino con frutos secos para hacer dukkah. Le sonó el estómago al oler el delicioso aroma, pero no apartó los ojos del inglés. Y de pronto, como si percibiera su interés, éste cambió de dirección y se encaminó hacia la calleja donde Ayisha se escondía.

La multitud se apartaba a su paso, y no sólo porque fuera alto y extranjero. Aquel hombre tenía algo. Se movía como un pachá, como un sultán, como un rey... no pavoneándose, sino con un inconsciente aire de seguridad, de mando innato, y la multitud respondía de forma instintiva.

Era un hombre acostumbrado a ir adonde quería.

Un hombre acostumbrado a conseguir lo que quería... o a quien quería.

Esta vez no, se juró ella en silencio. A ella no.

Dicen que es un milord inglés —dijo Alí—. Dicen que tiene oro para comprar todo lo que quiera y que lo gasta como el agua. Pero ¿por qué habrá venido hasta tan lejos para comprarse una niña? ¿No tienen niñas en Inglaterra?

Ayisha hizo un gesto desdeñoso.

Sí, claro que sí. A los tontos no les dura el dinero.

Unas palabras valientes... que no reflejaban el frío que ella sentía removerse en lo más hondo de su ser.

Gadi me dijo que si fueras más pequeño te vestiría de niña, te vendería a este Ramsés y haría una fortuna.

Alí se rió a carcajadas de la broma... de la broma privada y de la pública. Porque en todo El Cairo sólo él y Laila sabían que Ayisha era una muchacha.

A Ayisha se le hizo un nudo en la garganta. Tenía que conseguir aquel dibujo; conseguirlo y destruirlo. Gadi pensaba que ella se parecía a la niña del dibujo... Gadi era un joven estúpido que no sabía nada, pero si seguía contándole aquella broma a todo el que quisiera escucharlo...

Sintió la bilis en la garganta.

El tío de Gadi era uno de los que la habían perseguido hacía muchos años. Si ahora viese el dibujo... si Gadi le contaba aquella broma a su tío...

El tío de Gadi era mucho más listo que Gadi. El tío de Gadi sabía qué aspecto tenía ella antes.

Si la gente empezaba a imaginársela como una niña, aunque fuera de broma, alguien no tardaría mucho en darse cuenta de...

El tío de Gadi no era el único que la había buscado hacía muchos años atrás.

Gadi no dice más que tonterías —le dijo a Alí.

Alí hizo un gesto negativo.

No, Gadi sabe mucho del mundo.

Ayisha no dijo nada. Aquel huérfano de diez años tenía tendencia a idolatrar a los hombres menos adecuados.

¿Por qué el niño no elegía a alguien decente a quien emular?

Claro que un niño sin padre tampoco tenía muchas opciones. Los barrios pobres de El Cairo no estaban lo que se dice atestados de hombres decentes. Por lo general, en la pobreza y la vida insalubre no se criaba la decencia. ¿Quién iba a saberlo mejor que ella?

Se metió más en las sombras y esperó a que el inglés se acercara más. Quería verlo bien, lo bastante cerca como para mirarlo a los ojos. Era peligroso, pero tenía que ver por sí misma con qué clase de hombre se las había.

Era preciso conocer al enemigo.

El inglés atravesó a grandes zancadas por entre el remolino de gente que pululaba en la plaza, indiferente al ruido, al movimiento, a la suciedad. Era la primera vez que Ayisha consideraba hermoso a un hombre, pero éste tenía una sobria, dura y viril hermosura que la hacía querer mirarlo. Y no dejar de mirarlo.

Era como alguien salido de uno de los cuentos de su madre: hermoso pero mortal. Su madre siempre le contaba historias maravillosas y terribles, y aunque algunas eran ciertas, la mayoría no lo eran. Lo difícil era descubrir la diferencia...

Pero Ayisha ya no era una niña ingenua de ojos muy abiertos, y tampoco era presa fácil de ningún hombre. Seis años en las calles la habían convertido en una persona distinta. Ahora era hábil, lista, astuta como un raposo.

El inglés se detuvo un instante, se echó el sombrero otra vez sobre la frente y volvió la cabeza como si buscara algo de brisa en aquel polvoriento aire en calma. Ella estaba lo bastante cerca como para verle la cara con claridad: las esculpidas líneas de una dura mandíbula, una nariz recta y enérgica, una amplia frente.

Tenía la piel suave y levemente bronceada, sin marcas de viruela ni manchas, sólo con una pequeña cicatriz, recta y plateada, junto a la boca. La cicatriz atrajo su mirada hasta la boca... y qué boca. Unos labios firmes y cincelados, apretados y finos en este momento. Le entraron ganas de humedecerse un dedo y pasarlo por ellos... a ver si se relajaban.

Pero lo que más le llamó la atención fueron sus ojos; unos almendrados ojos de párpados cargados y aspecto soñoliento.

¿Soñoliento? Un frío hormigueo la atravesó. Soñolientos como los de una cobra, a aquellos ojos no se les escapaba nada. Estaba mirándola directamente.

Ayisha se recordó que él no podía verla con claridad... y menos con aquel sol tan brillante dándole en los ojos y estando ella en las sombras más oscuras que ofrecía la angosta calleja. Había elegido aquel lugar con cuidado. El zoco de las especias era el más oscuro, porque la luz del sol no era buena para los condimentos naturales.

Pero el inglés no se movió; sus ojos, que ya no tenían aspecto soñoliento, taladraban las sombras directamente hacia ella, como si la viera, como si la atravesara con la mirada. Ayisha se quedó paralizada, quieta como un ratón que se enfrentara a una pitón, y mientras lo miraba a los ojos, una sensación fría como el acero le bajó por la espalda.

Aquellos ojos eran distintos a todos los que había visto hasta entonces... de un frío azul pálido, como el cielo justo antes del alba, a la hora en que la esperanza caía hasta lo más bajo y las almas dejaban esta tierra. En ellos no había ni rastro de calidez, ni rastro de esperanza, ni rastro de piedad. Era un hombre a quien la vida y la muerte le daban lo mismo. No era de extrañar que la multitud se apartara a su paso.

Ayisha se arrimó a los ladrillos, fundiéndose con las sombras más oscuras. No era posible que la viera, pero la franqueza de su mirada era muy inquietante.

Cerca de allí, el vendedor de especias empezó a machacar la mezcla dukkah con sal.

Si el inglés hacía el más mínimo movimiento hacia ella, Ayisha echaría a correr. Había una docena de rutas de huida; ella conocía la ciudad, todas las callejuelas, zocos y alcantarillas. No la cogería. Esperó sin aliento, con todos los músculos tensos.

El tufo a especias molidas y tostadas se hizo más denso en sus narices, amenazando con asfixiarla.

Las oscuras cejas del hombre se tensaron, sus ojos se entornaron y las aletas de la nariz se le ensancharon levemente, como si localizara el rastro de una pieza de caza. A los lords ingleses les gustaba cazar zorros. Su padre se lo había contado en detalle y le había prometido que algún día la llevaría a Inglaterra y la llevaría a cazar.

Su padre también era un contador de cuentos. Ayisha se los creía hasta la última palabra porque, ¿quién dudaría de su padre en algo?

Pero su padre había muerto, y sus cuentos resultaron ser menos veraces que las historias inventadas de su madre. Ayisha jamás vería Inglaterra, la tierra verde y grata de los relatos que su padre le contaba.

Y aunque la viera, ningún lord inglés la haría ir a cazar zorros.

A ella la habían perseguido con demasiada frecuencia como para que encontrara diversión en semejante actividad.

Sin embargo ésta era la primera vez que venía un lord inglés. ¿Se habría aburrido de los zorros ingleses y por eso había ido hasta tan lejos para perseguir... a una niña?

De pronto, del lado opuesto del mercado llegó un repentino estrépito seguido de unos gritos: una riña en el puesto del vendedor de naranjas, y la implacable mirada azul cambió de dirección, sólo un instante. En un abrir y cerrar de ojos Ayisha se movió; dejó la oscura calleja y se metió a toda prisa bajo las telas de un puesto.

Miró por una rendija. Tras captar la escena que tenía lugar en el tenderete del vendedor de naranjas, el inglés volvió la mirada de nuevo hacia la calleja. Hacia el lugar exacto donde ella había estado.

Al momento sus cejas se fruncieron en un leve ceño mientras escudriñaba los alrededores. Le echó una ojeada al puesto y entornó los ojos, como si supiera que ella estaba allí, agachada debajo del mostrador, escondiéndose detrás de una tela a rayas color rosa y naranja... aunque no la veía, no era posible que la viera, a menos que fuese un yinn o un mago.

Ayisha no creía en esas cosas. La gente supersticiosa con quien llevaba seis años viviendo tal vez creyera en yinns, en afrits y en otros malos espíritus. Ayisha no. Ella era una persona instruida... un poco; sabía leer y escribir varios idiomas... un poco, y además era cristiana. Mal de ojo... qué tontería.

Se santiguó, por si acaso.

Y en ese momento, de repente, él se movió para reanudar su camino cruzando a grandes zancadas la plaza del mercado, mientras aquellos intensos ojos azules que tenía bajo los soñolientos párpados seguían captándolo todo.

Ayisha volvió a respirar.

No, aquel hombre no era en absoluto como los otros que la habían perseguido antes. Era mucho, muchísimo más peligroso.

Esperó hasta que el inglés llegó al otro lado del mercado, dobló una esquina y desapareció, y luego salió con disimulo de debajo del puesto para sorprender a Alí, que se dirigía resueltamente hacia la esquina opuesta de la plaza. Lo agarró por el cogote y tiró de él.

Ay, ¿qué hac...?

Tú no vas a seguir a ese hombre —le ordenó en tono severo—. Es peligroso.

Alí dio un resoplido.

Pero yo...

Te lo digo en serio, Alí. —Lo agarró fuerte por los flacos hombros—. No lo sigas, ni siquiera le hables... ¿me expreso con claridad?

Bajo su mirada el niño no supo dónde meterse de vergüenza.

Pero, Ash, es que quiero ver ese dibujo, quiero ver si se te parece tanto como dice Gadi.

No se parece.

¿Cómo lo sabes, si no lo has visto?

No necesito verlo para saber que es uno de los estúpidos cuentos de Gadi.

Enfurruñado, Alí dijo:

Si consiguiera algo de su oro nos compraríamos esa casa de Alejandría...

¿Y cómo ibas a conseguir tú el oro?

La mirada de Alí cambió de dirección.

¡Alí! ¡No debes pensar en robarle a ese inglés!

Alí agachó la cabeza y dijo entre dientes:

Gadi dice que el inglés tiene tanto oro que no lo echaría de menos.

Pues que intente robárselo Gadi... y mira que la gente lo llama Gadi «una mano» —dio un desdeñoso bufido—. Ese hombre tal vez parezca un extranjero adormilado, pero es peligroso.

Alí frunció el ceño y encorvó los hombros.

Podría hacerlo yo, si me enseñaras.

Bueno, pues no pienso enseñarte. Robar está mal. Y es peligroso.

Tú robas.

No.

Ayisha lo llevó con paso enérgico por las estrechas callejuelas y pasajes, dando vueltas y revueltas; ni siquiera tenía que pensar por dónde ir. Aquellas calles eran su territorio.

De mal humor, Alí dijo:

Pues tú robabas. Y sólo eras un poco mayor de lo que yo soy ahora. Gadi dice...

Gadi habla demasiado. Yo robaba cuando era pequeña sólo porque o lo hacía o me moría de hambre. Pero ahora trabajo, y el trabajo es una cosa honrada. Y tú... —Le dio suavemente con el puño en la fina mandíbula morena—. Tú nunca te morirás de hambre mientras Laila y yo vivamos. Tú sí tienes donde elegir.

Pero...

¡Basta! —Ayisha lo cogió del brazo y lo zarandeó—. Si te pasara algo, Laila se moriría. Tú eres su ojito derecho... aunque no me explico por qué se preocupa por un niño malvado y sucio que quiere convertirse en ladrón.

Alí puso los ojos en blanco y, aunque estaba contento, intentó hacerse el duro.

Ay, Ash...

No me vengas con «ay, Ash»; vamos, vete. —Le dio un empujoncito hacia la entrada trasera de la casa. Un delicioso olor a masa de repostería llenaba el aire—. Ayuda a Laila con las empanadas. Y no te comas demasiadas. Y no te acerques al inglés.

Ramsés —le recordó Alí—. Pero quiero ver ese dibujo. Quiero enseñártel...

¡Ni una palabra más sobre ese hombre ni sobre su dibujo! —exclamó ella, exasperada—. Vete ya.

No tardó en dar con el inglés otra vez; aparte de ser un extranjero, era la clase de hombre en que se fijaba la gente.

Lo encontró en la casa de Hassan, el antiguo hortelano de su padre. Aunque cinco personas distintas no le hubieran dicho que un gran pachá extranjero había ido a hablar con Hassan, Ayisha habría sabido que estaba allí. Sus altas, negras y brillantes botas estaban junto a la puerta principal.

Estuvo medio tentada de llevárselas, no para robarlas sino para escondérselas. ¡Eso enseñaría al inglés a ir tras su pista! Que lo intentara descalzo como estaba ella, a ver qué pasaba... Pero había demasiadas personas mirando.

Llevaba seis años sin hablar con Hassan, los mismos que llevaba sin hablar con ninguno de los antiguos criados de su padre; después de lo ocurrido no se atrevía, pero conocía bien aquella zona.

La casa de Hassan era pequeña y vieja. Sólo tenía dos habitaciones para toda la familia. Aquel alto inglés estaría encogido allí dentro y además haría calor, de modo que tal vez abrieran la puerta trasera. Desde la parte de atrás quizá viera algo.

Ayisha desapareció por una callejuela apenas tan ancha como ella y, sin que nadie la viera, en silencio pasó con agilidad por encima de una pared y subió una escalera hasta llegar al tejado de la casa de atrás. Las casas estaban tan juntas que desde allí tenía una vista perfecta del diminuto patio que había en la trasera de la casa de Hassan, donde una mujer trasteaba en una pequeña cocina de barro cocido. Preparó té y lo llevó adentro para el invitado sin cerrar la puerta.

Ayisha se tumbó boca abajo, hizo visera con las manos para protegerse los ojos de la luz deslumbradora e intentó ver dentro de la casa. Era difícil, pero al final sus ojos se adaptaron lo suficiente como para ver que el inglés se sacaba el dibujo de la casaca y se lo enseñaba a Hassan. Hassan lo miró, asintió con la cabeza y dijo algo; luego hizo un gesto negativo.

Ayisha estiró el cuello para pillar una palabra, cualquier cosa, pero no oía nada. Era muy decepcionante. Con tantos ingleses como hablaban en voz alta y atronadora, como si todos los que vivían en la ciudad desearan oírlos, y este maldito hablaba en voz baja... Su voz y la de Hassan le llegaban en un bajo murmullo.

Se quedó mirando, acalorada, sedienta y frustrada. Por fin el inglés se puso de pie, le dio algo a Hassan (oro probablemente, pensó Ayisha con amargura), y se marchó; tuvo que inclinar la cabeza para salir por la puerta.

Entonces ella volvió a bajar y corrió a dar la vuelta hasta la parte delantera, preocupada por si volvía a perderlo. Entró corriendo en la calle de Hassan y patinó hasta detenerse en la tierra.

El inglés alzó la vista y la miró... la miró directamente. No había acabado de ponerse las altas y ceñidas botas, pero dejó de tirar de ellas y la miró fijamente. Los fríos ojos se entornaron y sus oscuras cejas se acercaron en un ceño fruncido.

Ayisha soltó una maldición y se fue corriendo en dirección contraria. Daría un rodeo para pillarlo más tarde.

El inglés se había fijado en ella, la había mirado fijamente, había fruncido el ceño.

Idiota, idiota, descuidada, imprudente, llamar la atención así... Claro que la miró: cualquiera habría mirado a un muchacho que entraba corriendo en la calle como un loco, y luego se daba la vuelta y echaba a correr.

El corazón le palpitaba con fuerza. No era posible que aquel hombre supiese quién era, se dijo con firmeza. Ningún conocido de su padre la había visto en los últimos seis años, y de todas formas, ella vivía como un muchacho. Si su disfraz se calara de un rápido vistazo, no habría sobrevivido seis años en las calles. No se toleraba que ninguna mujer fuera por la calle sola, y menos una vestida con ropa de hombre. Era un pecado, un delito. La habrían castigado con severidad según la ley, y después... Ayisha se estremeció al pensar en las posibilidades.

No, su disfraz era bueno. Nadie sabía que era una muchacha; sólo Alí, a quien consideraba un hermano pequeño y que dormía en un jergón de paja cerca de ella todas las noches. Y Laila. Laila había descubierto la impostura hacía años, pero había guardado el secreto y había ayudado a Ayisha a perfeccionar su disfraz. Laila comprendía que era necesario.

Para todos los demás Ayisha era Azhar, el muchacho callejero.

Y nadie, ni siquiera Laila, tenía ni idea de quiénes eran sus padres. Ese dato valía más que la vida de Ayisha.

Mejor dicho, valía exactamente lo mismo que su vida.

Ayisha no le confiaba a nadie aquel secreto. Incluso hacía todo lo posible por olvidarlo también. Sólo cuando llegaba alguien buscándola se veía obligada a recordar.

Alguien como aquel inglés.

Pero no era posible que él hubiera adivinado su secreto, y menos de una sola ojeada, ni de dos. Sencillamente, ella había actuado con descuido al patinar hasta detenerse de aquella forma, al mostrar demasiado interés en él, nada más. Normalmente no importaría, salvo porque aquellos extraños ojos parecían verlo todo.

Tendría más cuidado en el futuro.

Lo alcanzó al poco tiempo. Mientras tanto se había cambiado el turbante, y ahora en lugar de un paño azul grisáceo llevaba uno blanco, con una franja roja trenzada en medio. Siempre llevaba un turbante de más atado a la cintura. En una multitud, la gente que iba tras uno buscaba el turbante; si se lo cambiaba, uno se convertía en otra persona distinta.

Siguió al inglés todo el día manteniéndose bien oculta, escondida en las sombras o en los portales, por los callejones, detrás de otras personas. Varias veces él se dio la vuelta y escudriñó los alrededores como si supiera que ella estaba allí. Por suerte Ayisha era pequeña y estaba desaliñada, y además se le daba muy bien pasar desapercibida.

Aquel día el inglés visitó a casi todos los antiguos criados de su padre. Era muy concienzudo, el muy maldito... no como los otros que habían ido antes.

Todas las veces se sacó del bolsillo interior de la casaca la carpeta de cuero que contenía su dibujo y lo enseñó. Y siempre quienes lo veían miraban con atención, asentían y después negaban con la cabeza o se encogían de hombros.

Pero en ningún momento hubo oportunidad alguna de robarle el dibujo. Sería más fácil si estuviera rodeado de una multitud, como cuando lo había visto por primera vez, pero el inglés no había vuelto a la parte más concurrida de la ciudad.

Toda la tarde había estado visitando casas pequeñas en estrechas callejuelas o callejones sin salida, malos lugares para que una ladrona en baja forma recuperara su antigua destreza, eso sin contar que, para colmo, casi siempre iban detrás de él curiosos y mendigos callejeros, a algunos de los cuales ella conocía. Y que, por lo tanto, la conocían a ella. Y que seguro que murmurarían sobre el interés que Azhar tenía en aquel dibujo.

En este momento el inglés estaba a la puerta de un hombre que se dedicaba a hacer pequeños arreglos. Ahora estaba más gordo, pero Ayisha se acordaba de él. Gamal. Nunca le había gustado. Lo cortés habría sido invitar al extranjero a entrar, como habían hecho todos los demás, pero Gamal quería que todo el mundo viera a su distinguido visitante, de modo que lo tenía fuera, al sol.

A Ayisha le pareció mal su grosería, pero se aprovecharía de ella. Por suerte se había congregado un pequeño grupo de curiosos. Despacio, se acercó más.

Justo en ese momento una voz susurró en tono triunfal al lado de su codo:

¡Ja! Sabía que mentías cuando dijiste que no te interesaba.

Alí, ¿qué haces aquí? —Ayisha soltó una maldición en voz baja y se llevó al niño adonde no los oyeran—. Te dije que ayudaras a Laila con las empanadas.

Y eso he hecho —respondió él, indignado—. Y ahora me ha enviado a recoger verduras para las empanadas de mañana.

Levantó una bolsa de tela.

Pues yo no veo que aquí crezca ninguna verdura —le hizo notar ella—. Están en el río, así que vete. Te dije que no te acercaras a este hombre.

Ay, Ayisha, recoger verduras es trabajo de mujer y...

Aquélla era una vieja discusión y a Ayisha la exasperaba.

¿Y comer y ser desobediente es trabajo de niño? ¿Quieres parecerte a Omar cuando seas mayor?

Alí hizo una mueca; no le gustó la comparación.

Omar, el hermano de Laila, se movía lo menos posible. Era Laila quien ganaba el dinero que los alimentaba horneando pan y pasteles en el horno de barro que tenía en el minúsculo patio. Ella recorría los alrededores de la ciudad buscando leña y secaba estiércol de animales para encender el horno, ella hacía el relleno de sus empanadas con verduras silvestres, hierbas aromáticas y sólo una pizca de queso, pero era cocinera por naturaleza y sus empanadas se vendían nada más hacerlas.

También era madre por naturaleza, a pesar de su esterilidad. Sufría con la difícil situación de los niños de la calle y les daría de comer a todos si pudiera, pero Omar se lo prohibía. Él se quedaba con todo lo que ganaba Laila. Era su derecho como cabeza de familia.

O, mejor dicho, se quedaba con lo que veía. Porque Laila y Ayisha habían tramado un plan...

Omar no es un hombre, es una sanguijuela —dijo Ayisha—. Y no existe un trabajo que sea de mujer, sólo existe el trabajo. De modo que si Laila te pide que recojas verduras, tú recoges verduras, ¿entendido?

Alí suspiró y asintió; después echó una melancólica ojeada hacia donde estaba el inglés con sus altas botas negras, con su aspecto alto, guapo y exótico y, desde cualquier punto de vista, muchísimo más interesante que una hierba aromática.

¿Y no podemos pedirle que nos enseñe el dibujo?

No.

¿Por qué no? Tú quieres verlo, lo sé. ¿Si no por qué estás aquí?

Pasaba por aquí y me he parado por curiosidad —le dijo ella—. Pero tengo trabajo que hacer, y tú, mi pequeño recolector de verduras, también. Así que vete.

Le dio un suave empujón en dirección al río.

Alí se marchó con paso desganado, como la viva imagen del martirio, pero en seguida, como el niño que era, de repente se animó y se alejó dando saltos. Ayisha sonrió. No había forma de descorazonar a aquel crío, y lo amaba por ello. Se volvió otra vez hacia el inglés, pero éste ya se marchaba con el rostro distante e impenetrable.

Gamal seguía a la puerta de la casa, alardeando ante la pequeña multitud de vecinos curiosos que se acercaban ahora que el inglés se había ido. Ayisha se acercó furtivamente por detrás de ellos para oír lo que Gamal decía.

Es un gran señor de Inglaterra, mi visitante... Ramsés, hermano del rey de Inglaterra.

Ayisha intentó no soltar un resoplido. Como si un príncipe real inglés fuera a estar vagando por los barrios pobres de El Cairo con un intérprete y sin una guardia armada. Aunque el rey inglés lo permitiera, Muhammad Alí, el pachá, no lo permitiría.

Gamal se hinchó todo lo que su enorme panza le permitió y dijo:

Pues ya lo creo, ha viajado hasta aquí desde el otro extremo del mundo sólo para hablar conmigo. Pregunta por el inglés que vivía en la casa de color rosa cerca del río.

¿Ése no se murió? —preguntó alguien.

Sí —contestó Gamal—, pero se han perdido unas cosas y la familia del inglés quiere recuperarlas.

Unas cosas. Un frío reguero bajó por la espalda de Ayisha.

¿Las has robado tú, Gamal? —bromeó alguien, y todo el mundo se echó a reír de forma nada cordial.

¿Por qué yo, que hablo con los lords ingleses, me molesto en hablar con unos ignorantes fellahin?

Gamal dirigió a sus vecinos una desdeñosa mirada, entró y cerró la puerta.

Los vecinos refunfuñaron malhumorados y empezaron a alejarse poco a poco en pequeños e indignados grupos. Allí no se enteraría de nada más y el día iba pasando, de modo que Ayisha decidió marcharse.

Alcanzó al inglés y a su intérprete cuando salían de la calle principal y entraban en una callejuela adoquinada. Los pasos de Ayisha perdieron seguridad. Conocía aquella calle. La tercera casa antes de llegar al final era famosa en ciertos círculos...

La casa de Zamil.

Efectivamente, se detuvieron en la casa de Zamil y llamaron a una gruesa puerta reforzada con hierro.

Ayisha sintió que una espiral de ansiedad le subía desde lo más profundo. ¿Qué asuntos tendría que tratar el inglés con Zamil?

Se rezagó en las sombras mientras el intérprete hablaba con alguien a través de una reja. Al cabo de un instante los dejaron pasar. La pesada puerta se cerró con estruendo tras ellos.

Hasta el último de los instintos de Ayisha le decía que se fuera lo más lejos posible de este lugar. Empezó a alejarse, pero se volvió otra vez. Tenía que saber con qué se enfrentaba. Tenía que saberlo... Por un momento, con una indecisión poco propia de ella, no supo qué hacer.

¿Qué buscas en casa de Zamil, gallito? —refunfuñó una voz grave detrás de ella.

Ayisha se dio la vuelta rápidamente y se encontró con un hombre enorme que la miraba desde muy cerca; en su rostro, horriblemente marcado de cicatrices, se erizaba un gran bigote negro. Lo reconoció en seguida. Todos los que vivían en las calles lo conocían como el Griego, el Griego de Zamil: el hombre más rápido con un cuchillo de todo El Cairo. Y el más cruel.

¡Bueno, habla! Conque tratando de echar un vistazo a escondidas a la mercancía de Zamil, ¿eh?

El hombre se inclinó y arrimó su cara a la de Ayisha. Una amplia sonrisa dejaba ver sus dientes rotos y ennegrecidos; varios los tenía afilados en punta. Su aliento era fétido.

Sería fatal mostrar miedo delante de semejante hombre. Con gesto despreocupado, Ayisha señaló con la cabeza hacia la puerta.

Mi patrón, el lord inglés, está dentro.

¿Tu patrón? —dijo con desprecio el Griego—. Ningún cliente de Zamil, y menos un lord inglés, tendría a su servicio a un mocoso raquítico y andrajoso como tú. Anda, vete, chiquillo... a no ser... —Sus ojos la miraron toda, y su sonrisa se convirtió en una mueca lasciva que le revolvió el estómago a Ayisha—. A no ser que tengas algo que vender.

A ella se le puso la carne de gallina, pero fingió no darse cuenta del interés del hombre.

No, yo sólo vendo información, efendi. ¿Quién crees que ha guiado al lord inglés hasta esta casa? ¿Crees que el soso de su criado iba a tener conocimiento de la casa de Zamil? —Soltó un bufido y le lanzó una descarada mirada—. Quizá el gran Zamil... o su excelentísimo brazo derecho, me recompense por ello, ¿eh?

El Griego se quedó mirándola un momento y echó atrás la cabeza soltando una carcajada.

Me gustas, gallito —dijo, y le palmoteó la espalda.

Luego golpeó la puerta con un rollizo puño y la reja se abrió. El Griego dijo:

Este mono descarado cree que es lo bastante mayor para mirar la mercancía de Zamil. Déjalo entrar para que se reúna con su patrón.

Mientras la puerta se abría, le dijo a Ayisha:

Ten cuidado con esos ojos grandes, gallito.

Ella frunció el ceño.

¿Mis ojos?

Que no se te salgan de las órbitas cuando vean a las mujeres de Zamil —dijo, y los dos hombres se rieron a carcajadas de la broma.

Ayisha se las arregló para esbozar una sonrisa de conejo y, sin prisas y con aire desenfadado, cruzó la entrada como si el corazón no le palpitara con la fuerza de un tambor. La pesada puerta se cerró tras ella de forma irrevocable, y entonces se encontró en otro mundo, un mundo que estaba muy lejos de la polvorienta ciudad que se desmoronaba.

Estaba en un patio enlosado de piedra color miel y rodeado por arcos tallados y columnas acanaladas. El sonido cristalino de una fuente cantaba en un estanque donde flotaban nenúfares. En un elegante biombo de hierro forjado se enredaba un jazminero.

Una docena de hombres lujosamente vestidos esperaban en el patio, rodeados de criados. Charlaban unos con otros con esa charla que mantienen los desconocidos mientras esperan a que ocurra algo. En una entrada en sombra un alto turco daba órdenes a alguien que debía de estar dentro.

Ayisha sabía qué estaban esperando. Se le hizo un nudo en el estómago. Tenía ganas de huir, de estar al otro lado de aquella gran puerta recubierta de hierro. En el lado seguro.

Los criados llevaban un refrigerio a los hombres que esperaban: té, sorbetes, platitos de exquisiteces... Ella olió la comida, fragante y deliciosa. Tenía hambre; no había comido en todo el día, pero aunque le ofrecieran algo, que no le ofrecerían, no podría tragar ni un bocado. No en aquel lugar.

Localizó al inglés al otro lado del patio. Su ropa extranjera atraía miradas curiosas y levemente hostiles, pero él estaba de pie, indiferente al parecer, mirando a su alrededor con expresión tranquila e impenetrable.

Manteniendo la cabeza baja, Ayisha deambuló por el patio con cuidado de no llamar la atención y se apostó detrás de él; se sentó en cuclillas contra la pared en actitud modesta, como haría el más humilde criado esperando a su patrón.

El inglés le dijo algo a su intérprete, que se movió hacia un hombre que estaba sentado en una tarima elevada en la otra esquina del patio; un hombre rechoncho vestido con unas sueltas túnicas de seda. Zamil.

Apenas dados tres pasos, los hombres de Zamil lo detuvieron, pero tras una breve conversación sus subordinados lo acompañaron hasta Zamil. Instantes después Zamil le hizo señas al inglés para que se adelantara.

Ayisha se coló por entre la gente sin que se fijasen en ella para acercarse más.

El inglés sacó la carpeta y le enseñó a Zamil el dibujo. Zamil lo miró y se encogió de hombros. El inglés dijo algo más... pero Ayisha no alcanzó a oírlo.

Despacio, se acercó más, a tiempo de oír que Zamil decía:

No, una joven virgen se vende por muy buen precio, y hace seis años... —Se encogió de hombros—. ¿Quién sabe dónde estará ésta ahora? Una cosa es segura: ya no será virgen.

Miró la impasible cara del inglés y soltó una risilla.

Pero el pescado fresco es más sabroso que el viejo, ¿no? —Señaló con la barbilla hacia la tarima de la subasta—. La subasta empezará pronto, si quiere usted comprar.

El inglés ni siquiera miró hacia allí. Tras despedirse con sequedad, se dio media vuelta y se marchó, pasando a grandes zancadas por entre la multitud de compradores como si no estuviesen allí. Como la gente del mercado, ellos se echaron atrás para dejarlo pasar. Eran aquellos ardientes ojos color azul plateado, pensó Ayisha mientras hacía ademán de seguirlo. Bastaban para helarlo a uno hasta la médula.

Ayisha lo siguió, pero más despacio; nadie dejaba paso a un chiquillo zarrapastroso. El inglés ya había salido a las calles cuando Ayisha oyó que la multitud que quedaba a sus espaldas se agitaba.

Apresuró el paso, sin querer mirar.

No miraba, pero oía.

Era una esclava. Ayisha oyó el revuelo de expectación, oyó el anuncio: «Una joven circasiana, ¿virgen certificada?...», oyó el murmullo de aprecio...

El estómago le dio un vuelco. Ayisha fue a trompicones hacia la puerta, deseando haber salido al mismo tiempo que el inglés.

El hombre apostado en la verja se rió al ver su cara pálida.

Tanta belleza femenina desnuda es demasiado para un niño, por lo que veo. El Griego ya te lo advirtió. De todas formas esa pequeña belleza circasiana nos endulzará los sueños, ¿eh, chico? —Soltó una risilla mientras abría el cerrojo de la puerta—. Y ahora cada vez que veas a una mujer vestida con un yashmak sabrás exactamente lo que ese yashmak esconde, ¿eh?

Dándole un empujón, Ayisha pasó por su lado y echó a correr. Y después siguió corriendo sin parar, hasta que le dolieron las costillas y sólo pudo respirar con grandes jadeos mezclados con sollozos.