CAPÍTULO 13
Él se pasó la mayor parte del día durmiendo, y poco antes del anochecer Ayisha alzó la vista y se lo encontró observándola. Sus ojos azules estaban tan despejados como el cielo, sin rastro de fiebre. Aunque sí que estaban ligerísimamente... ¿enfadados?
—¿Qué hace usted aquí? —preguntó Rafe.
—No pasa nada, ha estado usted enfermo.
Se acercó corriendo a la cama y le tocó la frente; felizmente fresca y normal.
Él alzó la vista para mirarla y le cogió la mano con el ceño fruncido.
—¿Qué hace usted?
—Comprobar si tiene fiebre. Pero no tiene. Va a ponerse usted bien otra vez.
Él intentó incorporarse y volvió a caer sobre las almohadas.
—Santo cielo, estoy débil como un gatito.
—Sí, todavía tendrá que descansar durante bastante tiempo para recuperar las fuerzas. Ha estado usted muy enfermo. Yo... yo creí que iba a morirse —dijo ella con los ojos llorosos.
—Tonterías, soy más duro que una piedra —señaló él, e intentó incorporarse de nuevo; esta vez lo logró, aunque a costa de un visible esfuerzo.
—No, es usted más terco que una piedra —lo corrigió ella—. Ahora, por favor, no se mueva. Tengo que lavarlo.
—¿Lavarme? —Las negras cejas se fruncieron en un rápido ceño—. ¡Ni se le ocurra hacer algo semejante!
—No sea tonto, necesita desesperadamente un lavado. Por si no se ha dado cuenta, apesta usted. Estos días la fiebre le ha hecho sudar como un cerdo, y ahora tengo que lavarlo para que vuelva a estar cómodo.
Las negras cejas bajaron mientras él miraba con los ojos entornados por debajo de la sábana. Al ver que estaba desnudo abrió mucho los ojos durante un segundo. Entonces le lanzó una mirada a Ayisha y, con cautela, se olió. En seguida echó atrás la cabeza bruscamente.
—¡Puaj!
Ella se rió.
—Ya se lo he dicho. Ha sacado usted todos los malos humores que tenía con el sudor. Y ahora, ¿va a dejarme que lo bañe?
Rafe se subió la sábana hasta la barbilla.
—Menos todavía ahora que he visto... ¡qué demonio! Ayisha, ni siquiera debería usted estar aquí, conmigo en este estado. —Se remetió bien la sábana en torno a él—. ¿Dónde está Higgins?
—Fuera.
—Pues mande llamarlo. Él me ayudará.
—No —dijo ella con calma—. Durante otros diez días, no.
—¿Qué quiere decir con eso de «otros diez días»? Creí que usted había dicho que estaba fuera. ¿Se ha ido a algún sitio?
—No, sigue en el barco —respondió ella—. Pero yo podría contagiarlo, de modo que el capitán me ha puesto en cuarentena durante otros diez días, sólo para estar seguro.
—Si está usted en cuarentena, ¿qué hace en mi camarote?
—La cuarentena es aquí —le dijo ella—. Ya se lo he dicho, estaba usted enfermo. Creíamos que tal vez fuera la peste.
—¿La peste?
—Pero no lo era, y ahora ya está usted recuperándose de lo que fuese. Pero como tal vez me lo haya pegado, tenemos que quedarnos aquí dentro un poquito más.
—Un poqui... —Rafe volvió a desplomarse sobre las almohadas—. No comprendo ni la mitad de lo que me ha dicho. No... —levantó la mano—. No me lo explique todo otra vez. Creo que primero voy a dormir un poco, y espero que todo tenga sentido cuando me despierte.
—Bueno, pero no duerma demasiado tiempo —le dijo ella—. Tengo que bañarlo a usted y cambiar esas sábanas antes de que sea de noche.
Él negó con la cabeza.
—No, no va usted a tocarme, maldita sea. Puedo soportar la cama como está.
—Bueno, pues yo no —le dijo ella—. Si cree usted que voy a dormir en unas sábanas sucias con un hombre que apesta a malos humores, está muy equivocado.
—¡Nadie le pide que duerma en sábanas sucias con un hombre! —replicó él—. Márchese. Duerma en su cama.
Ella no dijo nada.
Rafe frunció las cejas al comprender el alcance de lo que Ayisha le había dicho, y recorrió el camarote con la mirada. No había otra cama.
—¿Quiere decir que ese condenado capitán la ha encerrado aquí dentro sin ponerle una cama siquiera? —dijo con creciente cólera.
—No —dijo ella con aire de cansancio—. Yo me encerré aquí dentro con usted y he dormido aquí dentro... —señaló su cama—, ahí, estas tres noches.
—¿Conmigo?
Ella se encogió de hombros.
—Estaba usted enfermo e inconsciente. Y había mucho sitio. Es una cama grande.
Él clavó la vista en ella un buen rato y luego gimió.
—Me duele la cabeza. No puedo pensar con claridad. Déjeme tumbarme un momento mientras logro entender todo esto.
Se acostó y cerró los ojos.
Al instante ella fue a buscar la taza de inválido y le acercó el pitorro a los labios.
—¿Qu...? Pero ¿qué demo...? —farfulló él, apartando la taza—. ¿Qué es esto? No necesito que me mime.
—Es té de corteza de sauce —le explicó Ayisha, enfadada; mimarlo... ¡sí, hombre! ¡Le entraban ganas de volcarle el té por encima de la dura cabezota!—. Lo ayudará con el dolor de cabeza. Tiene un sabor desagradable, lo sé... y se lo merece usted. Y en cuanto a los mimos, se lo ha tomado usted tres veces al día durante estos tres días, y le ha ido muy bien.
Rafe gimió y se tapó la cabeza con la sábana. La cabeza asomó al cabo de unos pocos segundos.
—La verdad es que sí que apesto, ¿verdad?
Ella asintió.
—Como un cerdo. Y necesita usted una purga además de un baño.
—¿Una purga? Dentro de mí no queda nada que purgar. ¡No pienso tomar ninguna condenada purga! —refunfuñó; luego miró a Ayisha—. ¿Por qué una purga?
—Si puede usted sacar los malos humores sudando, espero que una purga le quite el mal humor con que se ha despertado —le dijo ella con dulzura—. ¡Yo tampoco pienso aguantarlo otros diez días!
Ayisha se dijo que ésa era la clase de cosas que una decía antes de salir por la puerta con paso majestuoso y actitud magnífica... pero como estaba encerrada, sólo pudo volverle la espalda.
Temblaba de furia... y tal vez estuviera un poco débil de alivio al ver que Rafe de veras estaba bien. Y quizá estuviese a punto de llorar por el mismo motivo... Aunque no tenía la menor intención de llorar delante de él. Bruto apestoso...
¿Cómo podía una luchar día y noche por salvarle la vida a un hombre y luego, cuando se la había salvado, querer estrangularlo?
Estaba cansada, nada más. Apenas había dormido las últimas noches. Sin mirarlo, se acercó a la cama dando fuertes pisotones y cogió dos de las mantas que él se había quitado de encima en algún momento.
Dobló una en tres a lo largo y luego por la mitad, y la extendió en el suelo lo más lejos posible de la cama. Le valdría de jergón para dormir. Después cogió una almohada de la cama y la puso en el extremo del rectángulo.
—¿Qué hace? —preguntó él.
Ella no le hizo caso. Se envolvió en la otra manta y se echó en el jergón.
—No puede usted dormir en el suelo. Oiga, quédese la cama, yo dormiré en el suelo.
—La cama apesta a sudor y enfermedad, y usted también. He dormido en adoquines al raso los últimos seis años. Puedo dormir en cualquier sitio.
Cerró los ojos.
—Es demasiado temprano para irse a dormir.
Ayisha se incorporó y le echó una mirada asesina.
—Mire: he dormido muy poco estas últimas noches, así que voy a recuperar el sueño ahora. Con un poco de suerte dormiré diez días y así no tendré que hablar con usted siquiera. Y además usted no tendrá que aguantar mis mimos.
Volvió a tumbarse.
Tras un breve silencio él dijo:
—Perdone. He sido grosero y la he molestado. Es que no sé... Estoy un poco confundido, nada más. Por lo visto he perdido unos días de mi vida y no comprendo cómo.
—Ha estado usted enfermo y ahora está mejor, y se ha despertado de mal humor y apesta —le dijo ella con voz cansada—. Y yo también estoy de mal humor, pero al menos me he bañado y me he cambiado de ropa, así que me siento mejor. Se lo explicaré todo después, pero primero necesito dormir un poco.
Y cerró los ojos y se durmió.
Rafe se recostó en las almohadas y la observó. Pues sí que se había dormido, y en el acto. Por un instante creyó que ella sólo intentaba demostrar algo. Algo que él no conseguía descubrir.
Pero ahora que el cerebro empezaba a funcionarle, se dio cuenta de que estaba pálida y demacrada y de que, por alguna razón, parecía frágil. Estaba agotada de verdad.
Cerró los ojos e intentó pensar. Lo último que recordaba era... ¿una mujer chillando? Una mujer... aunque no Ayisha. Pero ahora no recordaba el motivo. Fuera cual fuese el recuerdo, se desvanecía como pasaba tantas veces en los sueños. O en las pesadillas.
Pero sí que apestaba de veras.
Si lo que ella decía era cierto y estaban encerrados, más valía que se lavara mientras estaba dormida. De nuevo se incorporó a duras penas.
Debía de haber estado muy enfermo. Sólo unas pocas veces en su vida se había encontrado tan débil. No lo soportaba. No soportaba depender de otros.
Preferiría pegarse un tiro antes que dejar que ella lo bañara mientras estaba impotente como un bebé.
Se sentó derecho a duras penas y sacó las piernas de la cama. Luego se sentó en el borde de la cama, respirando con dificultad, y observó detenidamente el camarote. Debajo del otro ojo de buey había una hilera de cubos tapados, un montón de paños doblados, unas palanganas vacías y un orinal. Sobre la cómoda atornillada a la pared estaba su botiquín, una tetera y aquella condenada taza del pitorro. Junto a ellos estaba su navaja barbera. Estupendo. Se pasó la mano por la mandíbula; le iría bien un afeitado.
Se levantó tembloroso, y, desnudo, se dirigió tambaleándose a la cómoda y se sorprendió teniendo que agarrarse firmemente al ojo de buey para no perder el equilibrio. Le daba vueltas la cabeza. Se quedó un momento de pie, aguantando y tragando grandes bocanadas de aire marino. Eso pareció ayudarlo.
A continuación examinó los cubos. Dos estaban vacíos y en los otros dos había agua. Metió un dedo y la probó con cautela. Una era agua dulce y la otra, agua de mar.
Cogió una manopla, la enjabonó con un jabón de olor medicinal que encontró y se restregó bien, usando el agua de mar. Se lavó entero, de la cabeza a los pies, volviéndose para limpiarse la espalda y frotando fuerte. Luego se puso con cuidado sobre uno de los cubos vacíos y con su taza de afeitar de hojalata se echó por encima agua de mar y se dio una buena ducha.
Pero en lugar de caer dentro del cubo, el agua gris llena de espuma cayó por todo el suelo. Rafe la miró fijamente, consternado.
Entonces le echó una ojeada a Ayisha, que dormía el sueño de los justos al otro lado del camarote. Su respiración era profunda y regular. Las delicadas pestañas resaltaban, oscuras, en sus pálidas mejillas. Tenía el cabello encantadoramente arracimado en las sienes y las orejas, rizado y con aspecto de recién lavado.
Ella se había bañado. Y, quién sabe cómo, lo había dejado todo pulcro, ordenado y seco, como una gata.
Bajó la vista y miró el charco de agua salada llena de espuma de jabón que se extendía cada vez más; retrocedió tambaleándose hasta la cama, arrancó la sábana de arriba y la echó en el charco.
Dios, estaba agotado... otra vez. No soportaba estar tan débil. Se agarró al lado del ojo de buey y respiró hasta que el frío sobre su húmedo y desnudo cuerpo lo reanimó.
Fue a afeitarse y se quedó de piedra al verse en el espejo. Bajo la áspera barba parecía... escuálido, y tenía los ojos hundidos y como si estuvieran magullados. Bueno, tendría mejor aspecto rasurado.
Su navaja barbera estaba fuera y abierta. El saquito que contenía el resto de sus artículos de aseo estaba con el resto del equipaje. ¿Para qué querría ella su navaja barbera?
Se afeitó con agua fría. Lo había hecho muchas veces, pero por algún motivo esta vez no paró de cortarse, y cuando hubo terminado, la sábana que tenía a los pies estaba llena de salpicaduras de sangre.
Volvió a lavarse todo con jabón, y esta vez se enjuagó con agua dulce. Luego se echó un vistazo en el espejo. Desde luego era un individuo de aspecto penoso, pero se sentía un millón de veces mejor.
Pero, Señor, cómo lo había puesto todo.
La sábana estaba empapada. ¿Qué hacer con ella? La solución estaba clara. Rafe la pasó por el suelo empujándola con los pies para secar toda el agua, y después hizo un lío con ella y la tiró por el ojo de buey. Problema resuelto.
Se secó el cuerpo y el pelo, y a continuación tiró la toalla usada por el ojo de buey. Unos inventos utilísimos, los ojos de buey.
Ayisha murmuró algo en sueños, y Rafe le echó una ojeada. Mejor taparse antes de que despertara.
Cogió un par de calzoncillos del baúl de viaje e intentó ponérselos. Caray. Tuvo que sentarse. Se sentó en la cama, se puso los calzoncillos y, agotado, volvió a caer en la cama. Puaj. La cama aún apestaba.
Quitó la sábana de abajo, olisqueó, quitó la manta que había bajo la sábana y luego metió las dos cosas a empujones por el ojo de buey. Las almohadas corrieron la misma suerte. Después olfateó el colchón. Aún tenía un olorcillo agrio y desagradable.
Estaba relleno de lana, y Rafe había oído decir que la lana transmitía la infección. Trató de enrollar el colchón, pero aunque era fino, no era lo bastante fino como para pasar por el ojo de buey.
Se sentó a pensar bien el problema y se fijó en su baúl de viaje. Había comprado una espada árabe de acero damasquinado mientras estaba en El Cairo. El acero damasquinado era célebre. Las espadas damasquinadas lo cortaban todo... Antaño habían hecho añicos las espadas de los cruzados, de modo que un colchón hecho de lana y cutí no debería suponer un obstáculo.
Con renovada decisión, sacó la espada de su baúl de viaje y, metódicamente, se puso a cortar el colchón en pedazos y a arrojarlos desde el ojo de buey. La espada era tan afilada... o quizá incluso más afilada que su navaja barbera, y cortaba la tela y la lana sin hacer el menor ruido.
Ayisha siguió bien dormida todo el rato, sin oír nada.
Un arma estupenda, pensó Rafe mientras la envainaba. Ojalá hubiera tenido una espada así en el ejército. Debería haber comprado cuatro, una para cada uno de los chicos. O cinco... otra para Ethan. A lo mejor debería escribirle a Baxter.
Se sentó en la cama. No había quedado muy cómoda con sólo una lona de vela sobre las cuerdas entretejidas. De todas formas, era mejor que tener un colchón lleno de posibilidades de contagio. Le lanzó una mirada a la muchacha dormida. ¿Por qué diablos habría dormido en la misma cama con un enfermo? Si se pusiera enferma por él...
Conseguirían un colchón nuevo en el siguiente puerto. ¿Dónde estaban, por cierto? Se asomó por el ojo de buey pero no vio nada, sólo una mancha de tierra muy lejana.
Se puso los calzones y una camisa y se sintió mínimamente civilizado de nuevo. En ese momento alguien llamó con suavidad a la puerta.
—¿Señorita? ¿Está usted bien, señorita?
Era Higgins.
Rafe fue a la puerta. Pero ¿qué diablos...? Estaba cerrada con pestillo... por dentro. Pero si ella había dicho que estaban encerrados... Descorrió el pestillo y abrió la puerta de par en par.
A Higgins se le iluminó la cara.
—Alabado sea Dios, señor, es verdad... está usted bien otra vez. —Al hombre se le descompuso el rostro, y se esforzó por controlar su emoción—. Creí... Estaba seguro... —Carraspeó—. La señorita Ayisha dijo que estaba usted mejor, pero... pero no estaba seguro... Y al verlo...
Dio una brusca media vuelta, sacó un pañuelo, se sonó ruidosamente y, al cabo de un instante, se volvió de nuevo hacia Rafe, con su inexpresivo gesto habitual.
—Le presento mis disculpas, señor, pero creí de veras que estaba usted perdido. La peste es una causa de mortandad.
—¿La peste? —repitió Rafe. Y de pronto recordó lo que había estado gritando aquella mujer: «¡La peste!» Frunció el ceño—. Pero no era la peste, ¿no?
—No, señor, aunque todo el mundo creía que lo era. Algunos de los otros pasajeros se dejaron llevar por el pánico.
Rafe asintió.
—De modo que por eso me encerraron. Pero lo que no comprendo es por qué han puesto a la señorita Ayisha conmigo. Ella no estaba enferma, ¿verdad?
Higgins frunció el ceño.
—No, señor, se encerró ella misma con usted. Para evitar que se deshicieran de usted.
Al ver la expresión perpleja de Rafe, añadió:
—¿No se lo ha explicado, señor?
Rafe hizo un gesto negativo.
—No. Está dormida en este momento. ¿Ve?
Se echó atrás y le hizo a Higgins un gesto para que entrara, pero el hombre no se movió.
—Disculpe, señor, pero las órdenes del capitán son que nadie debe entrar en este camarote durante otros diez días. —Miró a Rafe con actitud incómoda—. Ha sido una orden directa, señor, pero si usted insis...
Con un gesto de la mano, Rafe rechazó sus explicaciones.
—No, él es el oficial superior en este caso. Ha hecho usted bien. Pero póngame al tanto.
Higgins lo hizo, y para cuando llegó al final del relato, Rafe tenía el ceño fruncido.
—¿Todos ustedes creyeron que yo tenía la peste? ¿Y sin embargo nadie intentó detenerla?
—Todos lo intentamos, señor, incluido usted. Todos los demás querían librarse de usted; el plan era remolcarlo hasta alguna parte del litoral africano dejada de la mano de Dios y dejarlo a usted allá, para que Dios decidiera si vivía o moría. Y usted, señor, usted era gran partidario de ello... estaba resuelto a ser el héroe generoso que ha sido otras veces.
Dejó ver una amplia sonrisa, medio llorosa.
—Pero la señorita Ayisha no lo consintió. ¡Debería haberla visto usted, señor! Se puso como una joven tigresa, protegiendo a su cría. Volvió a meterlo a usted en el camarote de un empujón, entró detrás de usted y echó el cerrojo. Incluso amenazó con matar de un tiro a los dos primeros hombres que entraran... Iban a echar la puerta abajo para sacarlo a usted a rastras, pero ella se lo impidió.
Rafe clavó la mirada en la esbelta muchacha que estaba acurrucada en el suelo y tragó saliva.
—¿Cuánto tiempo hace de eso?
—Cuatro días... y tres noches, señor. Ella lo ha atendido a usted noche y día durante todo ese tiempo, lavándolo con una esponja, dándole té de corteza del Perú y sabe Dios qué más. Es una verdadera y pequeña heroína, sin duda.
—Una puñetera y pequeña idiota, más bien —masculló Rafe.
Lo que acababa de oír lo había conmocionado hasta lo más hondo de su ser. Una cosa era arriesgarse por un amigo en el ardor de la batalla; otra, encerrarse con un hombre que podía tener la peste. Corriendo el riesgo de una muerte segura. Por un hombre a quien ella apenas conocía.
Suspiró.
—Me muero de hambre, Higgins. ¿Puede traerme comida?
—Claro que sí, señor, y a la señorita Ayisha, también, supongo; no ha comido nada desde anteayer.
—Sí, a la señorita Ayisha, también. Ah, y vea si puede conseguir un colchón nuevo, unas almohadas y unas mantas. Tengo muchas sábanas.
Higgins pareció quedarse desconcertado.
—Sí, la señorita Ayisha le ha cambiado las sábanas todos los días, pero ¿qué les ha pasado a las otras...?
—Han salido por el ojo de buey, Higgins —le dijo Rafe—. Apestaban.
—Por el... —La cara de Higgins se volvió inexpresiva, y él se enderezó—. Por supuesto, señor. Veré lo que puedo hacer, señor.
Cuando la puerta se cerró tras Higgins, Ayisha se removió.
—Higgins va a traernos comida —le informó él—. ¿Ha dormido usted bien?
—Sí, grac... ¿Qué le ha pasado en la cara? —Se quitó de una sacudida la manta, se levantó y, con expresión preocupada, le miró atentamente la mandíbula—. Tiene toda la cara cortada.
—Me he afeitado —dijo Rafe en tono digno—. Con agua fría.
—Ah... —Ayisha contuvo una sonrisa—. Comprendo. Podía haberle pedido a Higgins que le trajera agua caliente. Viene cada hora durante el día.
Rafe le quitó la manta e hizo un tosco fardo con ella.
—Deme, ya la doblo yo... —empezó a decir ella, y se inclinó para coger la otra manta. De pronto frunció el ceño—. ¿Qué es toda esta cosa amontonada por el suelo? Parece... —Se inclinó y cogió algo—. Es lana.
—Del colchón, supongo.
Rafe se inclinó a coger la almohada, le quitó la segunda manta, fue hasta el ojo de buey y las metió por él.
—Oiga, pero ¿qué...?
—También estaban sucias.
Ella miró la cama y se quedó boquiabierta.
—¿Qué le ha pasado a la cama? No hay colchón.
—Ya no está. Es mejor así. La lana guarda la infección. —Le quitó de la mano la vedija de lana y la tiró por el ojo de buey—. Higgins va a traernos uno nuevo. Venga a sentarse. Estoy agotado.
Alguien llamó a la puerta.
—Ah, la comida.
Era Higgins, pero en lugar de comida llevaba un colchón, almohadas y mantas.
—No tenían un colchón grande, señor, pero uno de los marineros ha cosido juntos dos colchones corrientes. Son como magos, con una aguja. Será de remendar velas, imagino.
De un empujón metió el colchón por la puerta.
—Ah, Higgins, ¿podría conseguirme una hamaca, por favor? —le pidió Ayisha—. Y una cuerda con la que podamos improvisar un rincón para tener intimidad.
—Claro, se... —Higgins dejó la frase sin terminar al ver que Rafe cruzaba la mirada con él.
«Nada de hamaca», dijo Rafe moviendo los labios en silencio desde detrás de ella.
—Claro, señorita —terminó Higgins sin cambiar de expresión—. Veré lo que puedo hacer.
Rafe asintió. Buen soldado.
Rafe y Ayisha pasaron los siguientes minutos montando de nuevo la cama. Cuando acabaron, Rafe estaba al límite de sus fuerzas y se desplomó sobre ella.
Cinco minutos después una llamada en la puerta lo reanimó.
—La comida, por fin —dijo, y fue tambaleándose a abrir.
Pero era el capitán. Con mucha atención, miró a Rafe de arriba abajo.
—Enhorabuena, señor, por su recuperación.
—Gracias, capitán —dijo Rafe.
El capitán le echó una ojeada a Ayisha, que se mantenía al lado de Rafe para sostenerlo.
—Señorita Cleeve, ha sido usted excepcionalmente valiente... e insensata.
Ella sonrió.
—Ya le dije, capitán, que no corría tanto riesgo...
Rafe la interrumpió.
—¡Hablaremos de eso después! —Lo ponía fuera de sí oírla desestimar lo sucedido tan a la ligera—. Capitán, ahora que ve usted que no he sucumbido a la peste, quizá podría levantar esta cuarente...
—Perdone, pero no; tengo unas normas y han de obedecerse. Con todo, como yo no soportaría tener que quedarme metido en un camarote tanto tiempo, no veo nada de malo en permitirles a ustedes pasar un rato en cubierta para tomar aire fresco y sol y hacer un poco de ejercicio... siempre que no traten con mis pasajeros ni con mi tripulación, claro está.
Le preguntó con la mirada a Rafe, que asintió.
—Conformes.
—Bien. Les sugiero que suban a cubierta durante las horas de las comidas, cuando los demás pasajeros estén comiendo. Informaré a la tripulación. Ustedes cenarán después, en el camarote, cuando los demás hayan terminado.
Rafe asintió.
—Es una buena solución. Gracias.
El capitán se despidió, pero se volvió de nuevo; se le había ocurrido otra idea.
—¿Querrá usted que lleve a cabo una ceremonia, señor?
Le lanzó una mirada a Ayisha.
—No —le dijo Rafe—. Ya la organizaré yo cuando lleve a la señorita Cleeve a casa de su abuela.
—¿Ceremonia? —preguntó Ayisha—. Pero ¿de qué habla usted?
—Una ceremonia de boda, señorita —dijo el capitán.
—Pero... —empezó a decir Ayisha.
—Gracias, capitán, pero no hace falta ahora mismo —dijo Rafe, y cerró la puerta.
—Pero ¿de qué hablaba? —preguntó Ayisha con aprensión.
—Las bodas a bordo de un buque no son en absoluto de buen tono —le dijo Rafe—. Daremos el gran paso en casa de su abuela de usted.
—¿Qué gran paso?
—Casarnos, claro. —Vio su expresión de asombro—. Bueno, no puede ser una sorpresa. Se lo expliqué a usted hace sólo unos pocos días... o a lo mejor fuera una semana, no sé. Pero estoy muy seguro de que en aquel momento usted me entendió. Vaya, se pasó usted días sin acercarse a mí.
Ella clavó la vista en él, como si la desolación le impidiera hablar.
—Venga, Ayisha, imagino que entiende usted que después de haber pasado tres noches sola conmigo en mi camarote... en mi cama, tendremos que casarnos, ¿no?
Todo aquel tiempo sola con él inconsciente, y ella sin nada que hacer... debía de haber pensado en las consecuencias, se dijo Rafe al tiempo que trataba de acallar la culpabilidad que se agitaba en su interior.
En cuanto supo que Ayisha había dormido en su cama, se había dado cuenta de ello. Se había dado cuenta de ello y se había alegrado mucho. Para Rafe, aquello lo solucionaba todo. Ya la tenía justo donde él quería... en sus brazos, en su vida y en su lecho. Y todo sin tener que pronunciar floridos discursos ni hacer confesiones incómodas.
Y sin arriesgarse a que ella se las tirase a la cara.
Ahora no tenía que hacer nada... salvo casarse con Ayisha. La solución no podía ser mejor.
—Pero si estaba usted enfermo, inconsciente... —argumentó ella—. Ni siquiera sabía que yo estaba aquí.
—Sí, pero lo sabían todos los demás que van en este barco. Vamos, querida, no hay que estar tan disgustada; el daño ya está hecho, de modo que saquémosle el mayor partido posible.
¿Por qué no veía las ventajas? El matrimonio resolvía sus problemas y los de él. Incluso resolvía el asunto de la sucesión... y no es que a él le importara eso.
Ella lo miró.
—¿«El daño está hecho»? —repitió, con un deje extraño en la voz—. ¿«El daño»?
Rafe le sonrió con expresión tranquilizadora.
—No está tan mal. Congeniaremos bastante bien, sospecho.
Y además, ya siendo su esposa, él la protegería de verdad y la cuidaría.
—¿Ah, sí?
Rafe frunció el ceño. Ella parecía un poco... ¿enfadada?
—Sí, ninguno de los dos puede hacer nada salvo aceptar el hecho.
—¿Y qué hecho es ése? —preguntó Ayisha—. ¿Que porque le he salvado la vida y una pandilla de absolutos desconocidos lo sabe, ahora debemos pasar el resto de nuestras vidas casados?
Él se encogió de hombros.
—Así funciona el mundo.
—Así no funciona mi mundo.
—Tal vez no, pero en Inglaterra... —empezó a decir él, y cambió de opinión—. Bueno, en realidad sí. No puede usted negar que en Egipto los matrimonios se conciertan todos los días.
—Sí, pero como dice usted, esto es Inglaterra. —Le echó una mirada al agua azul del Mediterráneo—. Aún no, quizá, pero lo será.
—Y en Inglaterra los matrimonios se conciertan todos los días. Mis dos amigos hicieron matrimonios concertados... de hecho, el de Harry se realizó por este mismísimo motivo. Y mi propio hermano estaba concertando el mío con Lavinia Fettiplace antes de que me marchara... —dejó la frase sin terminar. Tal vez aquélla no fuese la confesión más prudente que había hecho.
—Ah, estupendo... —Ella levantó los brazos—. Y supongo que es rica y hermosa.
—Bueno, sí, pero...
—Por supuesto —dijo ella, enfurecida—. Así que su hermano estará contentísimo cuando usted la rechace por una muchacha que ha encontrado en el arroyo, en El Cairo.
—Al principio no, él no... y además usted no estaba precisamente en el arroyo... y no es que eso importe. Mi hermano tendrá que aguantarse con el cambio de planes, sin más.
El cambio de planes no podía haberle ido mejor a Rafe. No tenía el mínimo deseo de casarse con lady Lavinia; en realidad había huido de su país para evitarlo.
—Conque tendremos que aguantarlo, ¿no? —La voz de Ayisha temblaba de furia—. Bueno, pues yo no, señor Ramsey. Porque rechazo ese ofrecimiento tan galante de usted de hacer de mí una mujer decente. Ya soy absolutamente decente como estoy, gracias.
—Claro que sí... nadie sugiere lo contrario —dijo Rafe en tono tranquilizador—. No es preciso molestarse.
Le tendió una mano, pero ella le echó tal mirada que cambió de opinión. Él sabía que tenía derecho a estar molesta. A las mujeres les gustaban los floridos discursos, el cortejo, cosas así. Pero ya era demasiado tarde para eso... Estaban bien comprometidos y no había más opción que el matrimonio.
—Sólo lo sugieren la señora Ferris y otras como ella, imagino. Estarán diciendo que monté esta situación para conseguir un marido rico y guapo. —Le echó una mirada asesina—. Y usted lo piensa también, ¿verdad?
—Bueno, eso no es cierto. Yo no lo creo en absoluto. Sé muy bien que he estado enfermo. Lo hizo usted con buena intención, estoy seguro... lo sé —se apresuró a decir al ver su expresión.
Inspiró hondo y, con voz tranquilizadora, añadió:
—Claro que sé que usted tenía la mejor intención. Pero la vida no siempre nos da el resultado que uno espera, y aunque esto tal vez no sea lo que ambos... esperábamos, a pesar de todo no está tan mal, ¿no?
Le dirigió una sonrisa de aliento.
—¿Que no está tan mal?
Ayisha apretó los puños, miró hacia arriba con los ojos en blanco y dio un furioso gruñido.
Rafe frunció el ceño. Estaba claro que era un partido menos apetecible de lo que imaginaba, aunque al menos ella lo consideraba guapo. Entonces pensó en contarle lo del heredero. A muchas mujeres les agradaría la idea de que algún día su hijo se convirtiera en conde. Pero maldita sea, no, no la sobornaría con eso para convencerla. Sería demasiado indecoroso.
Entonces volvió al hilo recurrente del argumento de Ayisha.
—Si lo que le preocupa es la señora Ferris, bueno, olvídelo. Está muy por debajo de usted. Ignórela sin más —le aconsejó con altanería.
—¿Que la ignore? —casi gritó ella—. ¿Cómo puedo ignorarla cuando he de casarme con usted por lo que piensan ella y sus amigas?
—Es lo que pensará el mundo entero —dijo Rafe, malhumorado.
Para él la situación era del todo razonable. ¿Por qué diablos se sulfuraba tanto? Hasta ahora se habían llevado bien, y cuando ella se calmara, volverían a llevarse perfectamente, estaba seguro.
—No, lo que pensará el mundo entero... si me caso con usted, que no me casaré..., es algo así como —simuló una voz exageradamente refinada—: «Oh, mira, ahí va Ayisha Ramsey. No era nadie hasta que fingió que Rafe Ramsey tenía la peste. Por supuesto él no la tenía, era una fiebre de poca importancia, pero ella se encerró con él tres noches enteras... ¡Qué melodrama, querida! Y cuando el pobre se recuperó, se vio obligado a casarse con ella. ¡Pero qué trááágico.»
Y dicho esto, fue hacia la puerta hecha una furia, la abrió de par en par y se encontró cara a cara con Higgins, que estaba allí con una bandeja de comida.
—Apártese, Higgins —le espetó, enojada—. Voy a subir a cubierta, y no soportaría rozarlo a usted sin querer.
—¿Por qué, señorita?
Higgins se echó atrás.
—Porque es probable que entonces tuviera que casarme con usted... —terminó ella.
—Vamos, no sea tonta... —empezó a decir Rafe.
—Algo que me vendría... ¡muchísimo mejor! —concluyó Ayisha con voz temblorosa, y salió corriendo.
Dejó tras de sí un estupefacto silencio.
—Lamento interrumpir, señor —dijo Higgins en tono pesaroso al cabo de un instante—. Sólo vengo a traerles comida y a avisarles de que el resto de los pasajeros se disponen a cenar, por si querían ir a cubierta.
—¡Gracias a Dios, me muero de hambre! —exclamó Rafe. Levantó el paño de la bandeja y clavó la vista en el contenido—. ¿Sopa clara? ¿Huevos escalfados? ¡Si le dije que me moría de hambre! Me siento muy débil. Necesito carne. Y buen vino tinto.
—Perdone, señor, pero su constitución necesita recuperarse despacio. No podría con la carne y el vino tinto... y usted lo sabe, señor. ¿Recuerda cuando recibió usted aquella herida y apareció la fiebre después de que el cirujano lo hubiera cosido? Removí cielo y tierra para conseguirle un buen plato de carne cuando se sintió usted con ganas de comer...
—Y la vomité toda un minuto después de comérmela, lo sé. Un tremendo desperdicio. Pero ¿sopa y huevos escalfados?
Miró el pálido líquido y los grumos poco hechos que había sobre una tostada sin mantequilla.
—Es buena sopa de pollo —lo engatusó Higgins—. Si fuera por la señorita Ayisha, serían gachas.
Rafe miró hacia el lugar por donde ella había escapado corriendo.
—¿Está seguro de que no quiere usted decir cicuta?
Higgins sonrió.
—Está muy enfadada, sin duda alguna, pero se tranquilizará. Usted sabe que lo quiere a usted como a nada en el mundo.
—¿Ah, sí? Pues a mí no me lo parece.
Rafe cogió la bandeja y se sentó. Echó un vistazo bajo la tapa del segundo plato. Huevos también.
—Las mujeres no siempre dicen lo que piensan, señor, usted lo sabe.
Rafe dio un resoplido.
—Ya lo sé. Se emocionan por cosas que son absolutamente sencillas.
—Es cierto, señor.
Rafe tomó una cucharada de sopa. No estaba mal. Se tomó un poco más.
—Bien que ella sabía las consecuencias. Aquella primera noche en alta mar la avisé sobre los riesgos de que se nos viera juntos con demasiada frecuencia sin «carabina»; el peligro de vernos comprometidos. —Meneó la cabeza—. Debería haberle buscado una doncella.
—Habría dado igual, señor.
—Sí, imagino que sí.
—A ella se le había metido entre ceja y ceja salvarle a usted la vida, señor, no pensaba en verse comprometida.
—Lo sé, Higgins —dijo Rafe con impaciencia—. Esa tozuda y pequeña idiota no para de meterse de lleno en el peligro. No piensa en las consecuencias. Por eso funcionará este matrimonio: necesita que una cabeza más fría y más racional la conduzca.
Se acabó la sopa y se comió un bocado de tostada de huevo.
—Sí, señor.
—Es cierto que el capitán se ha adelantado un poco, pero ¿cómo puede el matrimonio suponer para ella la conmoción que por lo visto piensa que es? Actúa como si fuera un insulto. —Le lanzó una mirada a Higgins—. Es decir, yo soy un partido aceptable, ¿no?
—Un partido excelente, señor.
—No, excelente no —dijo Rafe muy serio—. Soy de buena cuna, pero mi fortuna sólo es mediana.
Tomó otro bocado.
—No creo que a la señorita Ayisha le importe un comino su fortuna, señor.
—Bueno, yo tampoco lo creía, pero es evidente que tiene las miras puestas en algo... o en alguien mejor.
Higgins vaciló.
—Exactamente... ¿cómo le ha pedido que se case con usted, señor?
—¿Pedirle que se casara conmigo? No se lo he pedido. No era necesario. El capitán sacó a colación el tema, y yo seguí después.
Apartó el plato; media tostada de huevo, y ya estaba lleno.
—A las mujeres les gusta que les hagan una proposición de matrimonio, señor —insinuó Higgins tímidamente—. Les gusta saber que pueden decir «sí» o «no».
—Bueno, pues ya la ha oído usted: ha dicho «no». Fuerte y claro. Supongo que el barco entero la ha oído.
—Todo el mundo está cenando, señor —le aseguró Higgins—. No habrán oído nada.
—Bueno, váyase a tomarse la cena. —Con un gesto de la mano, Rafe le indicó que se fuera—. Y si aprecia en algo el pellejo, no me diga si hay rosbif.
Rafe se echó en la cama. ¿Por qué las mujeres tenían que complicarlo todo? Había sido la decisión perfecta, lo que él había querido desde el principio, casi desde el momento en que había visto a Ayisha.
Parecía tan sola... y él estaba solo también. Ella sólo tenía un pariente próximo, su abuela, pero ésta muy bien podía morirse, y pronto. Según su experiencia, era lo que hacían las abuelas. Y Rafe sólo tenía un hermano... que no sentía el mínimo interés por nada que no fuese la capacidad de Rafe para tener un heredero.
Parecía una asociación lógica y natural. Ella estaría sola en un país desconocido, necesitaría amparo, necesitaría que la cuidaran y la protegieran. Y a él eso se le daba bien. Era una de sus pocas habilidades.
Cuando se conocieron, él y Ayisha habían tenido sus diferencias, pero creía que desde entonces las cosas se habían apaciguado entre ellos. El viaje a Alejandría había sido muy agradable; habían admirado los lugares de interés y habían charlado de toda clase de cosas.
Él había dejado a sus amigos en una posición segura. A ella le había gustado el regalito que le había hecho en el puerto... ojalá compensara su exigencia de que dejara atrás al viejo gato. Y luego aquella pequeña charla arriba en cubierta la primera noche, cuando ella se había quedado junto a él y hablaron de cosas en las que hacía años que no pensaba... con la mano de Ayisha metida en el hueco de su brazo...
En cuanto a lo de salvarle la vida... A él no le cabía en la cabeza. Sacar sus pistolas para evitar que lo desembarcaran...
Y lo que vino después. Él sabía que era desagradabilísimo ocuparse de la fiebre. Pero ella lo había hecho, lo había cuidado como una pequeña jabata. Aún no había llegado a asimilar del todo lo que aquello le parecía. Estaba agradecido, desde luego, pero también...
No podía explicarlo, ni siquiera a sí mismo.
De modo que ofrecerle matrimonio era lo adecuado en todos los sentidos.
Su categórico rechazo lo había sorprendido, pero él no iba a rendirse. La asediaría, la agotaría, la convencería de que tenía razón. Funcionaba en la guerra, y funcionaría en... la vida.
La llevaría a casa de su abuela, le explicaría a ésta la situación y solicitaría su permiso para casarse con ella. Sabía que la anciana lo respaldaría. ¿Permitir que deshonraran a su queridísima nieta recién descubierta? Ni en sueños.
Así pues, organizaría las cosas en Cleeveden y luego se marcharía para aclarar las cosas con George y lady Lavinia. No es que él le hubiera prometido a ella nada, gracias a Dios. Pero ella había conocido el propósito de la boda, y no quería avergonzarla.
Le explicaría la situación. Ella lo entendería. No era mala persona. Sencillamente, no era su tipo.
George terminaría aceptando al final. El señorío era lo que más le importaba. Los Cleeve tal vez no pertenecieran a la nobleza, pero eran un antiguo y venerable linaje, y por el lado de su madre Ayisha estaba emparentada con la mitad de las familias nobles del país. Y más que nada, a George le preocupaba tener un heredero: acabaría por agradecer que Rafe fuera a casarse siquiera.
Y aunque ella no tuviera fortuna, él se figuraba que heredaría algo de su abuela; en cualquier caso estaba absolutamente satisfecho con lo que él tenía.
Pero ¿y ella? Su reacción lo había sobresaltado; le había revelado que no la comprendía en absoluto.
Desde que murió su abuela, él no había tenido demasiado trato de confianza con muchas mujeres. Aparte de las tías de Gabe y Harry, y de la madre y las hermanas de Luke, las transacciones que había tenido con las mujeres hasta ese momento eran o bien distantes, corteses y formales (se le daban muy bien los bailes y las cenas, por ejemplo) o prácticas, vigorosas y sin compromisos. Estos vínculos empezaban y terminaban en la puerta del dormitorio.
La clase de vínculo que Gabe y Harry tenían con sus esposas... o la que incluso su hermano George parecía tener con su esposa, Lucy, era territorio desconocido para Rafe. Él era el intruso que se asomaba a mirar.
Pero todos habían contraído matrimonios de conveniencia, incluso George... en particular George. Su padre había escogido a la esposa de George con la misma atención por los detalles y los linajes con que George había elegido a lady Lavinia para él.
Así que Rafe estaba seguro de ir por el buen camino. Lo único que tenía que hacer era llevarla al altar y luego meterla en su cama. Con el tiempo, ella llegaría a tomarle afecto. Tenía que tomarle afecto.
A Ayisha no le costaba trabajo amar. Por lo visto amaba a la mitad de El Cairo: andrajosos ladronzuelos callejeros, mujeres repudiadas, gatos viejísimos y demacrados, lustrosas gatitas pequeñas... con el tiempo aprendería a amarlo a él, estaba seguro.
¿Cómo se hacía para que alguien lo amara a uno?
La única persona del mundo a quien Rafe le había importado era su abuela, aunque por lo visto eso era lo que las abuelas hacían. No había más que ver a lady Cleeve. Ni siquiera había visto a Ayisha, pero ya la amaba.
Pero así era Ayisha, pensó, adormilado. Todo el mundo la amaba. No había más que ver cómo aquellos jóvenes oficiales la seguían por todas partes. Y un párroco y su esposa que estaban de luna de miel, el capitán del buque, dos arpías de tres... incluso los marineros le hacían arneses para su gata. Ella era así. Él sólo era uno de tantos.
Pero la protegería.
Y, sin duda alguna, Ayisha necesitaba protección, dado el modo en que se lanzaba a las cosas, con la osadía de la ignorancia...
Sí, pensó, adormilado, eso es lo que haría: casarse con ella, ser tierno con ella y protegerla. Y cuando la tuviera en su cama, le haría el amor hasta derretirla de placer. Ésa era la otra cosa que hacía bien.
Entonces ella tendría que cobrarle afecto, pensó. Cerró los ojos, en parte para dormir y en parte para no pensar en las otras mujeres a las que había dado placer y de las que se había apartado, sin ningún tipo de remordimiento.
Ayisha era distinta. Él haría que lo quisiera... y que quisiera quedarse. Ya encontraría la manera.