CAPÍTULO 3

Durante un buen rato Ayisha se quedó tendida, sumida en un rígido silencio. Rafe deseó poder verle bien la cara, pero la luna había vuelto a esconderse detrás de las nubes y, aunque distinguía formas y ángulos, no había luz suficiente para ver ningún detalle.

Se limitó a quedarse tumbado encima de ella y esperar. El silencio se prolongó. El cuerpo le palpitaba y tiraba hacia el objeto de su deseo. Qué singular. Su cuerpo no tenía ni idea de lo que le convenía.

Si le diera la mínima oportunidad a aquella joven, se lo amputaría.

Rafe tal vez no supiese nada sobre el amor, pero conocía a las mujeres. En particular físicamente. Eran... al menos por lo general, todo blandura y suaves curvas.

Ésta parecía estar hecha sólo de codos... De codos puntiagudos y molestos que pinchaban. Y de garras. Y de dientes.

Y sin embargo su cuerpo estaba tan duro y tan deseoso como él sabía que podía ponerse. Debía de ser efecto del sol que había soportado durante las últimas semanas. Todo ese calor que había entrado a raudales en él. El calor tenía que haber ido a algún sitio. Y así era.

Tenía el cuerpo ardiendo... ardiendo por una sucia salvajilla que acababa de intentar destriparlo.

Aquello no era nada propio de él. Él era famoso por su elegancia y buen gusto. En especial con las mujeres.

¿Sufriría una insolación cierta parte de su anatomía?

Quítese de encima —gruñó ella por fin—. Es usted como un elefante, está aplastándome.

Y usted es como un saco de gatos.

Ella esbozó un amago de sonrisa. ¿Tendría sentido del humor?

No puedo respirar —insistió—. Está usted ahogándome.

Supongo que es por proferir ese torrente de insultos. Muy notable, lo de insultar en tres idiomas. ¿Ha necesitado mucha práctica?

Esa vez Rafe estuvo seguro de que ella intentaba no sonreír. Pues sí que tenía sentido del humor. Él sintió que se aflojaba el cuerpo que tenía debajo y se relajó también. La escaramuza había terminado. La señorita Cleeve había decidido ser sensata.

Ya que hemos intercambiado los cumplidos de rigor, creo que debería presentarme. Rafe Ramsey, a su servicio.

La soltó y empezó a incorporarse.

Aquello fue un error. Porque en cuanto ella lo sintió apartarse pasó a la acción de forma explosiva. Rafe volvió a ponerla por la fuerza debajo de él. En tres segundos la tenía atrapada de nuevo, sólo que esta vez no exactamente con tanto cuidado. Señor, pero si aquella muchacha era todo huesos... Y como la pólvora.

Esto es sumamente pesado de su parte, ¿sabe? No pretendo hacerle ningún daño.

Va a romperme el brazo —refunfuñó ella.

Probablemente —convino él—, si sigue usted forcejeando así. No será a propósito...

En ese momento un rayo de luna iluminó la cara de su prisonera y Rafe clavó la vista en ella. Era... preciosa. Tenía unos ojos muy bonitos... azules o verdes, o algo intermedio, orlados de oscuras pestañas y dispuestos en un interesante ángulo. Su nariz era pequeña y recta, sus labios, carnosos y frescos. Y su piel, bajo aquella asombrosa cantidad de barro, era suave y tersa.

Santo Dios —susurró él—. Qué pequeña belleza tan excepcional.

Justo entonces ella echó atrás la cabeza bruscamente y le dio un mamporro en la nariz... fuerte.

¡Uf!

Le dolió una barbaridad. Tenía que reconocérselo a aquel diablillo: no se rendía fácilmente. Sin soltarle las muñecas, Rafe se las arregló para plantarle un brazo encima de la cabeza y mantenérsela pegada al suelo. Le dolía la nariz y le lagrimeaban los ojos.

Ella le dirigió una engreída mirada.

El que llevó a Cleopatra a Roma envuelta en una alfombra sabía lo que hacía —le dijo él con sentimiento.

Los preciosos ojos verdes se entornaron hasta convertirse en furiosas rendijas felinas.

El turbante estaba cerca de la mano derecha de Rafe; éste se pasó las dos muñecas de la muchacha a la mano izquierda, sacudió las vueltas del turbante para desenrollarlo y le ató con él las manos. Luego se incorporó, le cogió los pies, que seguían dando patadas, y los amarró con la punta.

Ah —dijo al descubrir la daga sujeta con correas a la pantorrilla—. Qué damisela tan taimada es usted, señorita Cleeve. Pero qué arma tan útil.

Se la quitó.

¡No me llame así!

¿Llamarla cómo? ¿Damisela? Sí que es excederse un poco, estoy de acuerdo.

Señorita Cleeve —dijo ella, enfadada—. Yo no soy ella.

¿No? ¿Entonces da la casualidad de que el ladrón más mugriento de El Cairo habla un inglés perfecto?

Con el puñal cortó la tela que sobraba del turbante y la ayudó a incorporarse.

Ella le dirigió una mirada fulminante.

Hablo muchos idiomas.

Eso he oído. La mayoría barriobajero, supongo, pero su inglés...

Lo aprendí de los marineros ingleses en Alejandría.

Él se echó a reír.

Pues en Alejandría tienen unos marineros finísimos. Tiene usted un acento perfecto...

¿Y qué? Mi acento francés es perfecto, igual que mi acento ruso y mi...

Sin duda, pero hasta la última sílaba de su inglés huele a la clase alta y no al que se aprende en los muelles de Alejandría, de modo que ya está bien de bobadas. No nací ayer y no me gustan los mentirosos.

Bueno, pues a mí tampoco me gusta usted, así que déjeme marchar y no lo molestaré más.

Usted no va a ningún sitio. —Rafe la puso derecha—. Usted es Alicia Cleeve, la hija única de sir Henry y lady Cleeve, y estoy aquí para llevarla a casa con su abuela.

Ella le echó una mirada asesina y repitió:

Por última vez, inglés...

Ramsey, Rafe Ramsey.

Inglés —repitió ella con terquedad—. Yo no soy Alicia Cleeve, no tengo abuela y ya estoy en casa... o lo estaré si es que quiere usted soltarme.

Él se encogió de hombros.

Es inútil, ¿sabe? Tengo un dibujo de Alicia Cleeve con trece años y no me cabe ninguna duda de que es usted. Es usted mayor, está más delgada y más sucia, y sus maneras de urbanidad probablemente hayan tomado un cariz descendente, pero aparte de eso, no ha cambiado usted demasiado.

Ella le dirigió una mirada fulminante sin decir nada. Luego miró por toda la habitación.

¿Qué le ha hecho usted a Alí?

Está en el cuarto de al lado. —Rafe señaló con la cabeza—. Durmiendo.

¿Durmiendo? —Ella soltó un bufido y luchó contra sus ataduras—. ¿Con todo este ruido? Le ha hecho usted daño, ¿verdad? O lo ha drogado. Como le haya hecho daño, yo...

Yo no le hago daño a los niños —le espetó él, enojado—. Ni los drogo. Ahora basta ya, o se hará daño usted misma.

En sus forcejeos, faltó muy poco para que se diera con la cabeza en la pata de la mesa. Rafe se inclinó y la cogió en brazos. Señor, pero si aquella furibunda personilla no pesaba nada.

Desáteme. Tengo que verlo —exigió ella.

Fingía no ser consciente de su situación de indefensión, pero tenía el cuerpo tenso y rígido de miedo. Y también tenía la fina y pequeña barbilla proyectada hacia adelante en ademán agresivo.

Se quedará usted atada hasta que yo lo diga.

La chispa de enfado que sentía en lo más hondo aumentó. ¿Qué diablos había pretendido la gente al permitir que una joven inglesa bien nacida... la hija de un baronet, por el amor de Dios, se muriera de hambre en un país extranjero? Lo que había sufrido la había convertido en una gata montesa.

No diré ni una palabra hasta que me demuestre usted que Alí está bien.

Sus suaves y carnosos labios se apretaron firmemente en una fina línea, y ella le echó una mirada asesina por unas rendijas de verde recelo.

De acuerdo.

Rafe la llevó hasta la habitación de Alí. Había llevado a mujeres en brazos bastante a menudo, y cuando se las estrechaba contra el pecho por lo general resultaban una suave brazada, agradablemente compacta. Ni una sola de ellas le había parecido una pequeña y flaca gata de callejón, atrapada y dispuesta a estallar de miedo y cólera.

Y sin embargo, y a pesar de todo lo que había ocurrido, su cuerpo seguía... excitado.

La puso con cuidado en la cama, retrocedió unos pasos hasta quedar fuera del resplandor de la lámpara que había dejado encendida para el niño, y deseó con todas sus fuerzas que su cuerpo se comportara como es debido.

Alí se sentó en la cama y le dirigió a la joven una silenciosa y elocuente mirada.

¡Está amordazado! —dijo ella en tono de indignación—. No puede respirar.

Puede respirar —dijo Rafe con calma, y desató la tira de tela—. Sencillamente no puede avisar a ningún cómplice. Aunque no es que eso importe ya.

Se oyó un torrente de árabe en apariencia enfadado cuando ella se puso a hacerle rápidas preguntas al niño. Éste respondió entre dientes, con la cabeza gacha y haciendo muecas de culpabilidad.

De pronto la joven miró a Rafe con el ceño fruncido.

¿Un baño? —dijo—. ¿Lo ha hecho usted darse un baño?

Rafe se encogió de hombros.

Estaba sucio.

¿Acaso creía que iba a meter a un sucio y piojoso niño de la calle en una cama con las sábanas limpias? Estaba muy tentado de ofrecerle a ella un baño también.

Le había dado instrucciones a Higgins, su ayuda de cámara, de que preparara un baño para el niño, lo hiciera lavarse bien y se asegurara de que no tenía piojos en el pelo. Pero Higgins le había comunicado el interesante dato de que el barro del niño se limitaba a la cara, las manos y los pies. Por debajo de la ropa estaba sorprendentemente limpio. De todas formas lo hizo bañarse.

Alguien cuidaba del niño muy bien. Y al ver cómo la señorita Cleeve alisaba el corto y puntiagudo cabello de Alí y se lo retiraba de la frente mientras continuaba su interrogatorio, Rafe estuvo casi seguro de quién era la cuidadora. Sin duda también su apariencia manchada de barro era casi toda superficial. No había detectado ningún olor a suciedad cuando rodaba con ella de un lado a otro por el suelo.

Y en ese momento se dio cuenta de que, por supuesto, la suciedad era un disfraz.

Ella olía... Rafe recordó... como a gatita polvorienta. Bajo su polvoriento exterior estaba limpia. Y se preguntó si por debajo de sus furiosos bufidos y gruñidos tal vez no sería... más suave. Más dulce.

Sería divertido enseñar a ronronear a esta pequeña gata, pensó. Su cuerpo ardía en deseos de intentarlo.

Pero entonces se recordó con severidad que aquella joven estaba a su cargo. Era la nieta de lady Cleeve, no una amante en potencia. La gatita montesa de lady Cleeve. No la suya.

De repente la muchacha volvió la cabeza con gesto acusador.

Alí dice que usted le ha dado de comer.

No le he dado ninguna droga. Pero tampoco mato de hambre a los niños —le dijo él sin alterarse—. Comió lo que comí yo.

Con aquella belleza y aquel brío, arrasaría en Londres.

Ella se volvió hacia Alí y el niño confirmó claramente lo dicho, pues tras una pequeña exclamación (Rafe supuso que de irritación por no haberlo pillado en ningún acto ruin) el intercambio verbal prosiguió.

Rafe siguió mirando; el idioma pasaba por él como el agua por un cauce de piedras. En el viaje hasta allí había aprendido un poco de árabe en un libro, pero ellos hablaban demasiado rápido como para que él entendiera más que alguna que otra palabra suelta. Pero se aprende mucho sobre la gente con la simple observación.

Ella regañaba al niño como las madres del mundo entero regañaban a los hijos díscolos, aunque era demasiado joven para ser su madre. En cualquier caso estaba claro que él era árabe, e igual de claro que ella no. De modo que...

¡No es posible!

Rafe parpadeó cuando la voz de la joven interrumpió sus pensamientos. Tenía la vista clavada en él con una expresión extraña.

No me lo creo.

¿Que no se cree qué? —le preguntó él.

¡El niño afirma que usted le ha contado un cuento antes de dormir!

Rafe adoptó un gesto distraído. «¿Cómo?» No pensaba reconocer nada.

Alí Babá y los cuarenta ladrones.

No hablo árabe... ¿cómo iba a contarle nada, y mucho menos un cuento?

Áberete Sééésamooo —metió baza Alí con una amplia sonrisa.

Condenado mocoso...

Rafe se puso de pie y, bruscamente, la tomó en brazos.

Ahora que ya se ha convencido de que el niño está ileso, tengo que hacerle unas preguntas. Tú, niño —añadió en tono severo—, duérmete.

Áberete Sééésamooo —respondió Alí, alegre.

Rafe cerró la puerta con el pie tras él y, con la muchacha en brazos, cruzó la habitación. De nuevo sintió el aguijón del enfado en lo más hondo. No pesaba nada, nada... No tenía nada más que piel y huesos, y osado valor. Y unos ojos llenos de saber...

Maldita sea, ya estaba excitado otra vez. La soltó en el sofá.

Ella alzó las atadas manos.

¿No va a desatarme?

No.

¿No se fía de mí?

Su cara era toda sombras y ángulos.

Ni lo más mínimo.

Todavía le dolía la nariz. Y también otras partes. Rafe se apartó para encender una lámpara... pero también para hablar muy en serio con su rebelde cuerpo.

Volvió con la lámpara encendida y se encontró con que ella se había metido contoneándose en la esquina opuesta del sofá y estaba sentada con las rodillas subidas hasta el pecho y las amarradas muñecas enganchadas a ellas. Un pequeño nudo a la defensiva.

Rafe puso la lámpara de modo que le iluminara la cara a la joven y lo dejara a él en sombra. Ella le dirigió una mirada fulminante, con la cara manchada de barro. Parecía tener unos quince años.

Según su abuela tenía diecinueve, casi veinte. Rafe intentó imaginársela ya limpia y con un vestido. Sí, diecinueve años sería más o menos lo correcto. Con los ojos de una mujer mucho mayor.

¿Qué edad tiene usted?

La muchacha plantó la pequeña y resuelta barbilla sobre las rodillas y no dijo nada. El silencio se prolongó. Rafe no dijo nada. El silencio, y él lo sabía de sus tiempos en el ejército, era a la vez una herramienta y un arma.

La luz de la lámpara brillaba en la sedosa y enfurruñada boca, la parte más femenina de ella. No, la más femenina no: la palma de la mano de Rafe aún recordaba la blandura que había sentido entre sus piernas... Se cruzó de brazos e hizo todo lo posible por borrar aquel recuerdo.

No necesitaba aquello. Era algo completamente impropio. Lo habían enviado a buscar a aquella muchacha, no a desearla.

Eso no es asunto suyo.

Ella lo miraba con recelo, hostil, lista para presentar pelea, al tiempo que se esforzaba muchísimo por no dejarle ver lo asustada que estaba.

Rafe frunció el ceño. ¿Por qué seguía asustada? Ya le había dicho varias veces que estaba allí como representante de su abuela. Había ido a rescatarla. Varias veces le había asegurado que no iba a hacerle ningún daño. Y ella sabía perfectamente que no le había hecho daño a Alí, a pesar de haberlo atrapado tratando de robarle.

Sin embargo parecía más nerviosa que nunca. En ese mismo momento a Rafe se le ocurrió la respuesta: debía de haberse dado cuenta del estado en que se encontraba él. Maldita sea...

A pesar de las apariencias, está usted absolutamente a salvo conmigo —dijo con voz firme—. Tampoco les hago daño a las mujeres.

Se trasladó a otra butaca, más lejos.

Cuénteselo a mis moratones.

Lo lamento, pero no tenía ni idea de que fuese usted una mujer. Si entra a hurtadillas en las casas de las personas vestida como un criminal empeñado en cometer un asesinato...

Y sin terminar la frase, se encogió de hombros.

Entonces no lo lamenta usted en absoluto, ¿no?

Él le echó una mirada.

Soy hombre de palabra. Su abuela no me habría enviado si hubiese algún riesgo de que yo fuera a hacerle daño a usted.

Ella dio un bufido desdeñoso.

Yo no tengo abuela. Desáteme.

He dicho que lo lamentaba, no que fuese imbécil.

La muchacha hizo un explosivo comentario por lo bajo en algo que parecía árabe.

Sin duda alguna. —Rafe se arrellanó en su butaca—. Y ahora, si ha terminado usted de calumniar mi reputación y a mis antepasados, le hablaré de su abuela.

Ya le he dicho que no tengo abuela.

Entonces le hablaré de lady Cleeve, la viuda lady Cleeve, abuela de la señorita Alicia Cleeve, con cuyo retrato guarda usted un asombroso parecido.

Ella le echó una mirada asesina por encima de las rodillas.

Él sonrió.

En efecto, mi enojadiza, pequeña y cautiva oyente: no tiene usted elección.

Ella dio un sufrido suspiro y cerró los ojos.

Conocí a su abu... a lady Cleeve en la boda de un amigo...

Rafe le habló de lady Cleeve y de cómo la había conocido en la boda de Harry, en diciembre.

Al principio no era más que una anciana sentada a la mesa junto a mí. Imagine mi sorpresa cuando resultó ser Allie Todd, la amiga más antigua de mi abuela.

Los ojos verdes siguieron cerrados pero un leve ceño arrugó la lisa frente. La joven estaba siguiendo el relato.

La abuelita siempre la llamaba por su nombre de soltera, Alicia Todd —le explicó Rafe, y el ceño fruncido desapareció—. Imagino que usted se llama Alicia por ella.

Los ojos permanecieron cerrados pero la calidad del silencio había cambiado.

Él prosiguió:

De niño, la abuelita me leía fragmentos de las cartas de su amiga. No eran cartas normales: eran emocionantes, llenas de historias donde había serpientes debajo de las camas y tigres que se comían las cabras y a la gente... y donde se cazaba a las fieras devoradoras de hombres cabalgando a lomos de elefante.

Sabía que la muchacha estaba interesada, a pesar de sí misma.

Aquellas cartas hacían soñar a un pequeño con viajar a la India en busca de aventuras.

Alzó la vista y al instante ella cerró los ojos.

Rafe continuó:

Cuando sir John, su marido, murió, lady Cleeve regresó a Inglaterra. Eso fue hace ocho años. Descubrió que todo había cambiado; no quedaba casi ninguno de sus antiguos amigos y la mayoría había muerto... Mi abuela entre ellos —añadió tranquilamente.

No le tembló la voz.

Nunca había hablado de su pena y no iba a empezar ahora. Por entonces estaba en el colegio, y nadie había pensado en decirle a un muchacho sin importancia que su abuela había muerto. No se lo dijeron hasta semanas después del entierro, cuando en las vacaciones escolares lo enviaron a Axebridge en lugar de a casa de la abuelita, como de costumbre. Y cuando preguntó por qué, su padre le dijo que porque su abuela había muerto, claro.

Como si la abuelita no hubiera sido la única persona del mundo a quien él le importaba...

Pero eso pertenecía al pasado. Rafe no le daba vueltas al pasado.

Tomó un sorbo de brandy y prosiguió:

Lady Cleeve tenía pensado venir a Egipto... hacía unos años que no veía a su padre de usted, pero la guerra la retrasó, y luego, justo cuando ya se podía y por fin se habían ultimado los preparativos, se enteró de que había muerto —se detuvo un instante con el fin de escoger las palabras que explicaran lo inexplicable—. No sabía de usted, no sabía que estaba usted viva. La verdad es que no comprendo por qué.

Ella se abrazó con fuerza las rodillas contra el pecho y se mantuvo en silencio, con una expresión helada y hostil en el rostro, como si nada de aquello le importara. Rafe no podía ni imaginar lo que habría sido su vida en aquellos seis años, pero no la culpaba por estar enfadada y mostrarse desconfiada.

Unos años antes había recibido una carta de su padre de usted, ¿sabe?, en la que le decía que su esposa y su hija habían muerto. La carta no explicaba mucho... imagino que con la pena le fallaban las palabras —meneó la cabeza—. Lady Cleeve pensó que se refería a que usted había muerto. Me pidió que le dijera que sufrió muchísimo con la muerte de aquella nietecita que se llamaba igual que ella. Antes de eso siempre le mandaba a usted cartas y regalos, ¿recuerda? ¿Se acuerda de una muñeca de cabellos dorados?

La muchacha no movió ni un músculo; estaba decidida a no reaccionar dijera lo que dijese. Criaturilla testaruda... Rafe admiraba su gran determinación, aunque no comprendía por qué no se limitaba a decir: «Muchas gracias, sí, lléveme junto a mi abuela, por favor.»

La doblegaría al final. Y regresaría a Inglaterra con él; no tenía elección.

La joven ya no era sencillamente una excusa para salir de Inglaterra, ni un favor que le hacía a la más antigua amiga de su abuela. Ya no podía, no quería abandonar a su suerte a esta valiente pizquilla, a esta mujer vestida de niño que se escondía entre barro, harapos y enfado.

Sin saber por qué, en aquel violento intercambio verbal que habían mantenido en el suelo, esta salvaje y pequeña belleza lo había sacado de quicio como ninguna mujer lo había hecho.

Y ahora éste era su desafío personal.

Por lo visto su padre de usted nunca escribía cartas con regularidad, y tras la muerte de su madre de usted las cartas fueron incluso menos frecuentes y más desprovistas de referencias personales. Y luego murió.

Se quedó esperando, pero como ella siguió sin decir nada continuó:

Durante los últimos seis años su abuela pensó que estaba sola en el mundo, sin familia, sólo con unos primos lejanos y los pocos amigos que le quedaban.

Aquello no tenía comparación con lo sola que habría estado su nieta. El modo en que estaba sentada, agarrotada en actitud defensiva en la esquina del sofá, lo atestiguaba.

Hace unos cuantos meses lady Cleeve recibió una visita de Alaric Stretton... quizá usted lo recuerde: el famoso viajero y artista. Fue a ver a su padre de usted varias veces.

Ella no movió ni una pestaña.

Lady Cleeve lo había conocido en la India hace años. Él visitó a su padre de usted uno o dos meses antes de su muerte, y le dio a su abuela un par de recuerdos. Éstos.

Se levantó y abrió la carpeta de cuero marrón para que lo viera.

Ayisha miró fijamente los dibujos que habían provocado todo aquel problema. Allí estaba su padre exactamente como lo recordaba, severo, un poco distante, serio... Y allá, en la otra mitad de la carpeta, su propia cara de trece años le devolvía la mirada, un poco inquieta, un poco soñadora.

Recordaba bien al señor Stretton; era alto, larguirucho y rubio, con amables ojos azules. Mientras la dibujaba, y para mantenerla quieta, le contaba historias de sus viajes. A ella le encantaban las historias.

Pero ya no era aquella niña. Las historias urdían trampas...

El inglés siguió hablando con aquella voz grave y baja, aunque irresistible. Ojalá no lo fuera. Ayisha no tenía intención de escuchar nada de aquello, pero aquella voz...

Entonces lady Cleeve se dio cuenta de que no era usted quien había muerto, sino que debía de tratarse de otra hija, tal vez un bebé, de modo que me pidió que viniera aquí a buscarla, a buscar a su nieta Alicia. Y aquí está, encontrada por fin, como la heroína de un cuento que se hubiera perdido hace mucho tiempo.

Ayisha clavó la vista en el dibujo de su padre y en el de sí misma, mucho más pequeña. Tenía un nudo en el estómago, y además le dolía la mandíbula en el sitio donde él le había dado el puñetazo. Sintió frío de repente y se estremeció.

Rafe se dio cuenta y fue a buscarle una manta; la tapó bien y se aseguró de que estuviera abrigada.

Ella se endureció contra él.

No era la clase de hombre que le haría daño a una mujer a propósito, pero no cometería el error de confiar en él.

Era peligroso de otras maneras.

Su abuela está sola, Alicia. El mayor deseo de su corazón es encontrarla a usted y llevarla de vuelta a su hogar, a Cleeveden.

Ella no lo miró.

Él se inclinó hacia adelante; su voz era como intenso café negro cuando dijo:

Venga conmigo y no volverá a tener hambre. Su abuela se asegurará de que a usted no le falte nunca de nada... nunca más. Y cuando muera, usted heredará su casa y su fortuna.

Ella no movió un músculo. Aquel hombre no debía saber que lo que decía le importaba.

Él prosiguió:

Es una anciana que la necesita a usted. Lo único que quiere es llevarla a casa para amarla.

Ayisha se quedó callada largo rato. «Llevarla a casa para amarla... Nunca más volverá a faltarle a usted de nada.»

Oh, sí que era un hechicero, con aquella grave y persuasiva voz. Le había leído el pensamiento para dar expresión al mayor deseo de su corazón: tener un hogar, ser amada... Formar parte de una familia.

Es algo terrible no tener familia —susurró Ayisha por fin—. No ser de nadie.

Recordó los primeros dolorosos y tristísimos meses de soledad, antes de que su gato se hiciera amigo de ella.

Lo sé.

El inglés se arrodilló y empezó a desatarle los pies amarrados.

Me alegro de que haya decidido ser sensata. Si salimos para Inglaterra en estos dos próximos días, deberíamos de estar en Inglaterra para Pascua. Este año cae pronto... en marzo.

Ayisha se mordió el labio y clavó la mirada en las grandes manos que hábilmente desanudaban la tela que la ataba. No eran las manos de un caballero ni las de un sabio como las de su padre.

Oh, ella quería eso: quería aceptar su oferta, ir junto a su abuela que le ofrecía amor y una casa, una casa en Inglaterra, aquel verde y grato país adonde su padre siempre decía que la llevaría... a tiempo para vivir una Pascua inglesa. Una primavera inglesa.

Era un cuento de hadas lo que le ofrecía, pero ella no era la princesa de ensueño de aquella historia.

Le miró las manos: manos de guerrero, o de jinete, con cortes, marcadas de cicatrices, morenas y fuertes. Se recordó que aquellas mismas manos le habían dado un puñetazo en la mandíbula y la habían atado de pies y manos. Probablemente podrían quitarle la vida estrangulándola sin esfuerzo. Si supieran lo que ella había mantenido en secreto todos aquellos años, ¿qué le harían?

Cerró los ojos con fuerza contra el reclamo de aquellos ojos azulísimos, que daban miedo, que no se apartaban de ella y parecían mirar directamente dentro de su alma, invitándola a confiar en sus palabras, a confiar en él, a entregarse a su cuidado...

Era como mirar una honda charca y, aun sabiendo que te arrastrará hacia abajo y te ahogará, querer tirarse a ella de todos modos.

Y lo peor era que ella quería hacerlo. Quería creer en él, creer que en algún lugar había una cariñosa abuela que la quería, que la amaba, que le ofrecía un hogar, un lugar en el mundo, seguridad...

Pero ella ya había tenido un hogar, amor y seguridad, y se habían evaporado como un charco al sol. Ella y su madre creían que su padre era un dios, tan protector y tan poderoso... y sin embargo las había dejado sin nada. Con menos que nada. Peor que antes, porque sabían lo buena que la vida podía ser...

Nunca volverá usted a tener hambre —añadió él; su voz era tan grave y persuasiva como oscura miel mezclada con opio—. Nadie volverá a hacerle daño jamás. Estará a salvo y segura siempre.

Aquellas palabras le rodeaban de forma insidiosa el corazón, tirando de él, intentando encontrar una entrada.

Palabras peligrosas y poco fiables. Palabras que, aunque Ayisha las creyera, no eran para ella. Eran para otra muchacha.

Negó con la cabeza, como para despejársela del hechizo de aquel hombre.

Dígale a la anciana que Alicia Cleeve ha muerto. —Hizo un pequeño gesto inútil con las manos atadas—. Aquí sólo está Ayisha.