CAPÍTULO 19
Cleeveden era una grande y elegante casa de piedra con un impresionante pórtico flanqueado por una docena de columnas de estilo dórico. Se encontraba situada sobre un suave montículo de césped en medio de un elegante parque. Parecía una casa salida de un cuadro, no una casa donde viviera gente de verdad.
—Es una casa nueva —le dijo Rafe—. Derribaron la antigua y construyeron ésta cuando regresaron de la India. Sólo quedó el parque, pero incluso éste se ha rediseñado.
Ayisha apenas comprendía lo que él le decía. La casa era mucho mayor y más imponente de lo que esperaba. Había imaginado a su abuela en una de aquellas bonitas casitas de campo junto a las que habían pasado, no en un gran... templo de piedra. A la carrera, volvió a meter a Cleo en su cesta con manos que, de repente, se le habían aflojado.
—¿Tengo el pelo bien? —le preguntó a Rafe, al tiempo que se peinaba los cortos rizos oscuros con los dedos—. Pensará que soy un muchacho, algún tipo de salvaje poco civilizado. Ojalá me hubiera crecido más.
Se puso bien la ropa, intentando alisarse las arrugas que el viaje le había dejado en el vestido.
—Deja de preocuparte, estás preciosa —dijo él, y le dio un rápido beso—. Vas a encantarle.
Rafe había enviado una nota por adelantado la noche antes, pensando que una señora mayor tal vez necesitara tiempo para adaptarse a la feliz noticia de la inminente llegada de una nieta perdida hacía mucho tiempo.
El carruaje se detuvo ante una impresionante escalinata de entrada. Agarrando el brazo de Rafe para apoyarse, Ayisha inspiró hondo y avanzó para conocer a su abuela. Empuñó el tirador de la campanilla y esperó.
Tras lo que pareció una espera interminable, un mayordomo abrió la puerta. Los miró sin inmutarse y se dirigió a Rafe.
—Buenos días, señor Ramsey, señorita. Por favor, entren. Lady Cleeve recibió su nota ayer, señor, y está esperándolo.
Ayisha agarró más fuerte el brazo de Rafe cuando entraron en la casa y miró a su alrededor. Seguía pareciendo más bien un templo que un hogar. El vestíbulo era grande e imponente, enlosado de mármol y bordeado de estatuas. Una grandiosa y amplia escalera de mármol se alzaba al final, curvándose con elegancia hacia arriba. Por encima, una linterna abovedada dejaba entrar la luz.
—El postillón necesita un refrigerio y es preciso ocuparse de los caballos. También tenemos equipaje —dijo Rafe.
Con un rápido movimiento de muñeca, el mayordomo mandó a un par de lacayos para ocuparse de las cosas.
—Señorita, ¿quiere acompañar a esta doncella? —dijo el mayordomo, señalando a una sirvienta que estaba esperando—. Lady Cleeve ha dado instrucciones de que se la atendiera a usted. Sin duda usted también necesita un refrigerio —dijo el mayordomo.
—Ay, pero si... —protestó Ayisha, dispuesta a explicar que no necesitaba ningún refrigerio, que en aquel momento no podría tragar nada.
Pero el mayordomo prosiguió:
—Lady Cleeve desea hablar con el señor Ramsey en privado primero.
Ayisha le echó una ojeada a Rafe con una sensación de vacío en el estómago. Ese recibimiento no era el que ella esperaba. Si fuera su nieta la que llegara, Ayisha habría estado en el vestíbulo para recibirla, si no en la escalera exterior, en lugar de hablando en privado con otras personas primero.
—La señorita Cleeve y yo veremos a lady Cleeve juntos —afirmó Rafe.
—Su señoría ha insistido mucho —dijo el mayordomo.
—He dicho que los dos...
Al ver que Rafe estaba a punto de hacer de aquello un problema, Ayisha se apresuró a interrumpirlo.
—Es todo un detalle —dijo—. Venga, Rafe. He de hacer uso del excusado. En seguida estaré contigo.
Necesitaba tiempo para pensar.
—Entonces esperaré hasta que estés lista —dijo él, y se cruzó de brazos.
—No, ve delante, por favor —insistió Ayisha—. No hagas esperar a mi ab... a lady Cleeve.
Rafe le dirigió una mirada escrutadora.
—¿Estás segura?
—Muy segura —afirmó Ayisha, que se sentía cualquier cosa menos segura.
—Lady Cleeve lo espera a usted en el salón, señor —dijo el mayordomo, indicándole la habitación—. Anunciaré su llegada.
Un poco a regañadientes, Rafe le siguió. Por su parte, Ayisha fue con la doncella, que la llevó a una pequeña habitación que estaba junto al vestíbulo.
—Hay un excusado aquí dentro, señorita —le dijo la joven—, y agua caliente para refrescarse. Después tengo que llevarla a usted a la cocina para que tome una taza de té y algo de comer.
Miró a Ayisha con expresión abochornada, casi de disculpa.
Ayisha sabía por qué. La cocina no era lugar para un invitado grato. Era un insulto, y aquella muchacha lo sabía.
—¿Dónde está la cocina? —le preguntó tranquilamente, decidida a no mostrar la más mínima señal de dolor.
Ella no había pedido ir allí. La habían llevado a petición de lady Cleeve. Y no tenía la menor intención de tomar una taza de su té en la cocina.
La muchacha señaló:
—Por ahí, señorita, una vez pasada esa puerta de paño verde.
Ayisha miró. Había varias puertas.
—¿Alguna de esas puertas da al exterior? Es que traigo a mi gata conmigo, y creo que agradecería un poco de tierra en la que hacer sus necesidades.
—¿Quiere que la saque yo, señorita?
—No, gracias, ya está bastante inquieta. La llevaré yo misma.
—Muy bien, señorita. Si va usted justo por aquel pasaje estrecho de allí atrás y tuerce a la izquierda, llegará a una entrada trasera. Lo que pasa es que sólo la usa el servicio, pero...
Dejó la frase sin terminar, con gesto incómodo.
—Gracias —dijo Ayisha—. No es preciso que me espere. Me reuniré con usted en la cocina cuando haya acabado.
La muchacha asintió y desapareció por la puerta de paño verde. Ayisha se sentía vacía e inquieta. ¿Por qué se comportaba lady Cleeve así? Ni siquiera sabía aún que ella no era Alicia...
Tensó la columna vertebral. Si su abuela había cambiado de opinión, ella podría soportarlo. Incluso cuando era una niña hambrienta en El Cairo, ni una sola vez se había rebajado a mendigar en las calles; ahora que estaba en Inglaterra se negaba a mendigar unas migajas de afecto.
Al cabo de un instante el mayordomo salió del salón y pasó por la puerta de paño verde hacia la zona de la cocina. Ayisha retrocedió de puntillas por el vestíbulo y escuchó junto a la puerta del salón.
—... y cuando me enteré de que la niña del dibujo no era Alicia, sino la bastarda de Henry... bueno, era demasiado tarde para hacerlo volver a usted. Usted ya había embarcado para Egipto.
Ayisha se quedó helada. ¿Cómo se había enterado lady Cleeve ya?
—De todos modos ella es su única nieta viva —dijo Rafe con voz tensa—. Ella no es la responsable de las circunstancias de su origen.
—Es una oportunista, que ha venido a coger lo que pueda.
Su abuela parecía tan segura, tan implacable...
Algo dentro de Ayisha se marchitó.
—¡Bobadas! Santo cielo, señora, si prácticamente tuve que amenazarla para conseguir que viniera...
Ayisha se mordió el labio.
—Una lástima que lo hiciera usted...
—Además, en todo caso, ¿qué ocurre si, en efecto, ha venido para mejorar de vida? ¿Por qué no debería ser así? Es la hija de su hijo, de su misma sangre... ¡Y la han abandonado para que se ganara la vida en El Cairo como pudiera desde que tenía trece años! Es una vergüenza.
—Bueno, exactamente —declaró lady Cleeve en tono de superioridad moral—. Y le ruego que no mancille mis oídos contándome cómo se ha ganado la vida.
Ayisha se apoyó en la jamba, con los ojos cerrados de dolor, mientras sentía cómo aquellas severas palabras la golpeaban. No sabía cómo había ocurrido, pero por alguna razón habían enemistado a su abuela con ella.
—Señora, pone usted a prueba mi paciencia enormemente. —La voz de Rafe resonó fría como un latigazo—. ¡Desde el día en que murieron sus padres, Ayisha ha vivido disfrazada de muchacho! ¿Por qué? Para evitar la atención masculina, no para buscarla. Lo poco que ganaba lo ganaba trabajando: haciendo recados, vendiendo empanadas y pan en las calles y recogiendo leña. Siempre viviendo al borde de la inanición.
Tras un breve silencio, Rafe prosiguió:
—La vergüenza era para el hijo de usted. Él debería haber hecho mejores previsiones para su única hija, cuidarla mejor.
Ayisha oyó un resoplido señorial.
—La he visto desde la ventana, cuando llegaron ustedes; no se parece a ningún muchacho que yo haya visto nunca. Téngalo por seguro, mi querido señor Ramsey: las mujeres de esta clase saben cómo embaucar a los caballe...
—Ella no es de ninguna «clase» —le espetó Rafe en tono brusco—. Ayisha es excepcional, y además está prometida en matrimonio conmigo.
—¿Cómo? ¡Es imposible que se case usted con esa muchacha! ¡Santo cielo, hombre de Dios, pero si su madre era una esclava!
Las palabras se quedaron flotando en el aire. El silencio se prolongó. Ayisha no podía respirar. ¿Cómo lo sabía lady Cleeve? Era el único secreto que ella le había ocultado a Rafe.
Por la cualidad del silencio supo que aquello importaba. Que importaba mucho. Temblando, mordiéndose los nudillos, Ayisha esperó la respuesta de Rafe.
—¿Una esclava? ¿Qué pruebas tiene usted de semejante acusación?
Por primera vez desde que lo conocía, parecía no estar del todo seguro.
—Aahh, veo que usted no lo sabía.
¿Por qué no se lo habría contado? Ayisha la emprendió consigo misma en silencio. Había tenido intención de hacerlo cuando le contó la verdad sobre sí misma, pero él la dejó boquiabierta al renovar su proposición de matrimonio, y eso le había sacado de la cabeza todo lo demás.
Y después de eso, daba la impresión de que no había habido ningún momento oportuno para decir: «Huy, por cierto: mi madre era una esclava. Papá se la compró a su amo anterior.»
Se pasó las trémulas manos por la cara. No se lo había contado después porque era una cobarde. No era culpa de su madre que los cosacos se la llevaran cuando era una niña.
La ilegitimidad de Ayisha no le había importado a Rafe, y ella se había convencido de que la condición de esclava de su madre tampoco le importaría; no porque de verdad lo creyese, sino porque era muy feliz y no quería que nada lo estropeara.
Porque la hija de una esclava era una esclava también. Fuera quien fuese su padre.
—A mí me da igual quién fuera su madre —dijo Rafe con frialdad.
«No es verdad», pensó ella con tristeza. La duración de aquel silencio le había indicado que la noticia lo había escandalizado. Profundamente. Ahora no hacía más que mostrarse testarudo, reacio a reconocer que había cometido un error. El padre de Ayisha era exactamente igual.
A través de la puerta entreabierta, oyó a su abuela decir:
—Si no le contó eso, ¿qué más podría estar ocultándole a usted? Lo ha convencido de que había llevado una vida virtuosa, pero ¿cómo sabe usted que eso es verdad? Podría haber estado con docenas de hombres...
—Ayisha era virgen cuando la conocí.
—¿Cómo lo sabe?
Rafe no dijo nada.
—Aahh, ya la ha hecho suya... Ahora lo comprendo.
Ayisha pensó que su abuela parecía muy cansada; rendida y triste, como si aquello fuera excesivo para ella. Ojalá pudiera verle la cara...
La anciana prosiguió:
—En ese caso, supongo que la instalará usted en alguna casa del barrio de St. John’s Wood. Es donde los caballeros tienen a sus amantes, según parece —dijo con amargura.
—¡Jamás haría algo así! —le espetó Rafe, enojado—. He prometido desposarla y lo haré.
Sí, pensó Ayisha con tristeza; porque él se enorgullecía de cumplir sus promesas. Incluso las promesas que se habían basado en una información falsa...
—¿Desposarla? ¿Y la sucesión? —preguntó lady Cleeve.
Ayisha frunció el ceño. ¿Qué sucesión? ¿Qué quería decir? Se arrimó más a la puerta.
—¿Qué tiene que decir el conde de Axebridge sobre este matrimonio que usted propone?
—Mi hermano no tiene ni voz ni voto en el asunto.
¿Su hermano era el conde de Axebridge? Ayisha estaba anonadada.
Lady Cleeve continuó:
—Cuando sepa que su heredero se propone casarse con la hija ilegítima de una esclava extranjera, supongo que tendrá mucho que decir acerca de la cuestión. En particular ya que, con el tiempo, parece muy posible que su hijo varón herede el título de conde.
Las palabras de la anciana cayeron sobre Ayisha como una mole abrumadora. No tenía ni idea de que Rafe perteneciera a una familia tan importante. Sabía que era un caballero, pero la falta de un título la había hecho imaginar que tal vez fuese posible un matrimonio entre ellos. Pero era el heredero de un título de conde...
¿Ayisha, condesa de Axebridge? Eso era inimaginable.
Oyó que Rafe decía:
—Me caso con quien he elegido. Y he elegido a Ayisha.
Oh, qué testarudo era... Y todo porque se sentía obligado moralmente a casarse con ella, porque, al salvarle la vida, ella se había visto en una situación comprometida. Y porque él había tomado su virginidad. Y la deseaba. Y porque pensaba que tal vez hubiera un niño...
Ayisha sabía que no estaba embarazada; había tenido el período la semana antes de que llegaran a Inglaterra. Así que no había verdadera necesidad de casarse.
Otra cosa que no le había contado.
Gratitud, honor y deseo no bastaban, pensó ella con cansada desesperación. Y menos cuando él perdería tantas cosas casándose con ella.
Lady Cleeve continuó:
—¿Y qué me dice de la prometida de usted, lady Lavinia Fettiplace? ¿Qué tiene ella... qué tiene su familia que decir sobre que la dejen plantada en favor de la hija ilegítima de una esclava? Una muchacha encantadora, perteneciente a una de las mejores familias de Inglaterra... y además heredera de una fortuna, creo. —Dio un resoplido—. Qué escándalo causará eso. ¿Tampoco tendrá su hermano nada que decir acerca de ello?
Una densa frialdad se instaló en lo más hondo de Ayisha al oír aquellas palabras. ¿Él ya estaba prometido a Lavinia? ¿Y además era «lady» Lavinia, no la señorita Fettiplace? Hermosa y rica, había dicho Rafe; había omitido que además tenía un título nobiliario.
Y que, por lo tanto, era la consorte perfecta para un futuro conde.
Aquélla era la gota que colmaba el vaso. No podía dejar que él lo hiciera. Lo amaba demasiado como para dejar que echara a perder su vida por gratitud y honor. Y por testarudez. Y amabilidad.
Oyó pasos que se acercaban desde el vestíbulo y, a trompicones, entró en la habitación de al lado. Las piernas le fallaron, y se desplomó en la tupida y lujosa alfombra, doblada de dolor y de tristeza. Las lágrimas la cegaban.
En la habitación contigua oyó unos golpecitos de porcelana. Estaban sirviendo el té. Apoyó la palma de la mano en el suave pelo de la alfombra. Bajó la vista y soltó una medio risa amarga. Ésta era justo el tipo de alfombra en la que él había amenazado liarla para llevársela.
Aquella pincelada agridulce de humor la tranquilizó. Se sentó y se secó el rostro con el bajo de la falda. El llanto no arreglaría nada. En realidad no había nada que arreglar. Todo había sido un sueño, basado en medias verdades, mentiras por omisión y patéticas ilusiones por parte de ella.
Como había aprendido de niña en las calles de El Cairo, los sueños no llenaban el estómago. Tal vez proporcionaran esperanza suficiente para sostenerla a una en las noches más oscuras, pero eso no era fundamento para una vida.
Se necesitaba algo más sólido como fundamento: sinceridad. Y amor.
En el rincón había un escritorio con plumas y papel de cartas. Rápidamente, Ayisha escribió una nota. Sabía que era un acto cobarde, pero cuando a Rafe le daba por ponerse testarudo y galante no había forma de convencerlo. Como le discutiera, sabía perfectamente que lo más probable era que la llevara a la iglesia más próxima para casarse con ella sin más ni más.
Además, no sabía si tendría fuerzas para resistirse a él cara a cara. No lo sabía porque quería todo cuanto él estaba ofreciéndole y más.
Pero ella no sería la causa de su perdición.
Dobló la nota en tres, la puso a nombre de Rafe y la selló con lacre rojo; no quería que la leyera nadie más.
Cuando los criados se fueron, volvió a salir de puntillas al vestíbulo y remetió la nota en el asa de la maleta de Rafe. Después cogió la cesta de Cleo y su maleta más pequeña y siguió las indicaciones de la doncella para encontrar la salida trasera de los criados.
Fuera vio dos senderos: uno llevaba hacia un huerto tapiado, y el otro se alejaba de la trasera de la casa hacia lo que parecía un pueblo. Se apresuró a ir por éste.
No tenía ni idea de adónde iba. Tenía un poco de dinero: Rafe le había dado dinero inglés para que se lo gastara en la tienda donde le había comprado la capa. Era más de lo que tenía cuando había dejado la casa de su padre la noche que escapó de los traficantes de esclavos.
Era una niña entonces, y se las había apañado. Ahora tenía más edad y era mucho más sabia. Y estaba en Inglaterra, donde siempre había querido estar. Un lastimero maullido interrumpió sus pensamientos, y le sonrió a Cleo, cuya pata golpeaba entre los listones de la cesta. Además tenía una pequeña, autoritaria y peluda amiga para hacerle compañía y a la que amar. Eso sería suficiente... tendría que ser suficiente.
Rafe estaba furioso. Tenía ganas de estrangular a lady Cleeve. ¿Cómo se atrevía a hablar de Ayisha así? ¿Cómo se atrevía a no salir a recibirla...? Él sabía lo mucho que aquello había herido a Ayisha; había intentado que no se le notara, pero él había visto el dolor en sus ojos, la dignidad con que había caminado por el vestíbulo con la doncella.
Miró el servicio de té que había llevado el mayordomo. Dos tazas, no tres. Una seca orden había hecho que el mayordomo saliera a toda prisa de la habitación a buscar otra taza.
—Cuando conozca a Ayisha verá el error en que se encuentra respecto a ella, lady Cleeve —dijo.
La anciana no respondió. Le temblaba el labio inferior. En ese instante vio que él se daba cuenta y, con gesto digno, volvió la cabeza para ocultar su aflicción. Aquel gesto era propio de Ayisha.
Un poco del enfado de Rafe se disipó. Haciendo caso omiso de la tetera, se levantó y le sirvió a la anciana un jerez de la licorera que estaba sobre el aparador. Se lo pasó diciendo:
—Beba. La hará sentirse mejor.
Ella lo cogió con mano temblorosa y se lo bebió todo de un trago. Se estremeció al tragar, y luego le devolvió la copa dándole las gracias en un susurro.
—¿Se... se parece a Henry? —preguntó al cabo de un instante.
—A usted le preocupa que vaya a gustarle Ayisha, ¿verdad? —dijo Rafe con ternura—. No, no se parece a Henry...
Ella suspiró.
—Es exactamente igual que ese cuadro —terminó él.
Lady Cleeve abrió mucho los ojos.
—Ésa soy yo cuando era una muchacha.
Rafe dijo:
—Pues es Ayisha ahora. Tan sólo el cabello y la ropa son distintas. Es su nieta de usted; nadie lo dudaría. Además, por todo lo que he sabido, sir Henry la amaba... y amaba a su madre, muchísimo.
—A mí me han contado otra cosa —dijo lady Cleeve con aire de cansancio.
Rafe frunció el ceño.
—¿Quién?
—Una mujer que conoció a Henry en El Cairo... una de sus amigas.
Rafe sirvió otro jerez para los dos.
—Continúe —dijo—. ¿Cómo conoció usted a esa mujer?
—Hace un mes una de mis amigas estaba haciendo una cura en Bath. En la Pump Room conoció a una señora que había vivido algunos años en El Cairo. Naturalmente, surgió la historia de mi nieta perdida hacía mucho tiempo (supongo que media Inglaterra conoce la historia ya), de modo que cuando esta señora, la señora Whittacker, le dijo a mi amiga que incluso había conocido a Henry en El Cairo, como es lógico, mi amiga nos puso en contacto y quedamos en vernos. —Suspiró y miró a Rafe con expresión arrepentida y apesadumbrada—. Casi desearía no haberlo hecho. Si me hubieran dejado en la ignorancia, este día habría sido muy distinto...
—Cuénteme —la animó Rafe.
—La señora Whittacker me contó todo lo referente a Ayisha y su madre. Por lo visto era una gran amiga de mi hijo. Me contó que esa esclava le había echado el guante a Henry, que lo había embaucado y que Henry era infeliz.
—No me lo creo —le dijo Rafe sin rodeos—. Por el modo en que Ayisha habla de ellos, está claro que su madre y su padre estaban muy enamorados.
Lady Cleeve lo miró con expresión inquieta.
—¿No va en su propio interés decir eso?
Rafe negó con la cabeza.
—Ayisha lo cree firmemente, y yo la creo a ella. —Se inclinó hacia adelante y rozó a lady Cleeve en la rodilla—. Usted la creerá también cuando vea cómo se le ilumina la mirada al hablar de ellos.
Lady Cleeve parecía no estar segura.
—La señora Whittacker me dijo que el lío de Henry con esta mujer era el escándalo de El Cairo. La niña nació un mes después que mi nieta Alicia... y eso no se lo perdono a Henry. Si él supiera lo humillada que debió de sentirse su esposa...
—Ayisha dijo que él era muy discreto. No cree que lady Cleeve supiera nada de ella ni de su madre. Henry no instaló a Ayisha y a su madre en su casa hasta después de que murieran ella y Alicia.
Lady Cleeve meneó la cabeza.
—Ésa no es la historia que me han contado a mí. La señora Whittacker me dijo que, sencillamente, la mujer llegó con la niña y se pegó a Henry cuando él aún estaba consternado por la pena. Me dijo que en El Cairo todo el mundo sabía que se habían aprovechado del pobre Henry, y que todo el mundo creía que la niña era tan de Henry como ella.
—Y sin embargo Ayisha es la viva imagen de usted de muchacha —le hizo notar Rafe, señalando el retrato.
Lady Cleeve suspiró y volvió a desplomarse en la butaca, con aspecto agotado y decaído.
— Ya no sé qué pensar.
—Yo no conocí a su hijo, pero la impresión que me he formado por lo que me ha contado Ayisha es la de que era un hombre muy decidido e inteligente al que le importaba poco lo que pensaran los demás; que era autocrático, egocéntrico y algo egoísta, pero también muy afectuoso en privado con Ayisha y su madre.
Lady Cleeve lo miró fijamente.
Rafe prosiguió:
—Quisiera añadir que lo del egocentrismo y el egoísmo son mi propia interpretación de lo que ella me ha contado. Ayisha adoraba a su padre y no consiente oír una palabra contra él ni contra su madre. A pesar de la situación en que él la dejó.
Se produjo un largo silencio. La cara de lady Cleeve era suficientemente expresiva. Ella conocía a su hijo, y era el hombre que Rafe había descrito, no el que había retratado aquella tal señora Whittacker.
—Ayisha me explicó que el comportamiento de su padre se volvió un poco extraño inmediatamente después de la muerte de lady Cleeve, puesto que, cuando ya las había instalado a ella y a su madre en su hogar, a veces delante de la gente se refería a ella llamándola Alicia.
—Sí, eso me lo creo —dijo lentamente la anciana—. La carta que me envió diciendo que Alicia y su madre habían muerto era un poco extraña también... De ahí la confusión. —Su fina y apergaminada piel se arrugó en un gesto de desconcierto—. Pero ¿por qué intentaba la señora Whittacker manchar el nombre de la muchacha ante mí? —preguntó—. ¿Qué ganaría ella haciendo semejante cosa?
Rafe se encogió de hombros.
—¿Qué cree usted que quería?
Lady Cleeve hizo un gesto negativo.
—Nada. Sólo mi amistad.
La amistad de una anciana solitaria. Una acaudalada anciana, viuda de un baronet, pensó Rafe, pero no lo dijo. Dejaría que lady Cleeve lo descubriera.
—¿Esa mujer tiene familia?
Lady Cleeve frunció los labios con aire pensativo.
—Es viuda y ha estado viviendo con parientes. A ella le resulta incómodo, pobre mujer; en realidad, hablamos... —dejó la frase sin terminar, como si de repente se hubiera dado cuenta de algo.
—¿Qué?
—Hablamos de la posibilidad de que yo contratara a una señora de compañía... y sí, ya se me había pasado por la cabeza que tal vez ella fuera la adecuada. —Volvió a desplomarse en la butaca—. Vaya por Dios. Vaya por Dios... Y pensar que la creí... pero era tan convincente... y además de veras había vivido años en El Cairo y sí que conocía a Henry, estoy convencida de ello, aunque él nunca la mencionó en sus cartas. Tampoco mencionó a su amante y a su hija... Pero, vaya por Dios...
Miró a Rafe, afligida, y de pronto él vio un atisbo fugaz del aspecto que tendría Ayisha si fuese una anciana inquieta.
Lady Cleeve se llevó las suaves, arrugadas y viejas manos a las mejillas.
—Y pensar que podría haber despachado a mi nieta sin verla... Porque me lo dijo una completa desconocida...
Rafe se inclinó hacia adelante y de nuevo le dio una palmadita en la rodilla.
—Pierda cuidado: Ayisha no va detrás de su dinero. Lo único que quiere es una abuela. Una vez me dijo que es algo terrible estar sin familia, no ser de nadie.
Lady Cleeve tragó saliva.
—Hablaba de usted, no de ella. Yo trataba de convencerla para que viniese conmigo a Inglaterra, y la primera vez que su resistencia empezó a derrumbarse fue cuando se dio cuenta de que usted estaba completamente sola en el mundo —añadió con voz ronca—. Le costó bastante dolor marcharse, ¿sabe? En El Cairo hay personas que la aman muchísimo. Ya descubrirá usted lo adorable que es.
Los ojos de lady Cleeve se llenaron de lágrimas.
Rafe le pasó su pañuelo y, mientras se lo llevaba a los ojos, ella dijo con voz avergonzada:
—Lamento lo que dije sobre St. John’s Wood. Soy... Tengo tendencia a mostrarme resentida con las amantes y con sus hijos, ¿sabe? Mi marido... bueno, no hace falta que usted se entere de eso.
Rafe no sentía ningún interés en la historia pasada. Y tenía que aclarar una cosa.
—Estoy decidido a casarme con Ayisha. Nadie... ni usted, ni mi hermano, ni toda la sociedad elegante... ni siquiera lord Wellington podrían impedírmelo.
—Pero ¿por qué no le dijo ella que su madre era una esclava?
Rafe admitió la validez de la pregunta, aunque le dio igual.
—Tendrá sus razones —fue todo lo que contestó.
—¿Usted lo da por cierto? —preguntó ella en tono de incredulidad—. ¿Tanta fe tiene en ella?
—Tengo absoluta fe en ella —respondió Rafe con voz suave—. Y cuando usted la conozca, sabrá por qué. Tiene usted mucha razón en ser muy cauta a la hora de conocerla.
Las finas y arqueadas cejas de la anciana se acercaron.
—¿Por qué dice usted semejante cosa?
Rafe sonrió.
—Porque no podrá usted evitar amarla. Todo el mundo la ama.
Era cierto. Ayisha había conquistado a todo un barco lleno de personas, incluida la áspera señora Ferris.
—Usted la ama muchísimo, ¿verdad?
Rafe se quedó callado mientras la pregunta retumbaba en su mente. La respuesta retumbó más alto aún, y lo conmocionó hasta lo más hondo.
Bruscamente, se puso de pie.
—Si me disculpa, iré a ver qué la entretiene.
—Le dije a Adams que le sirviera el té en la cocina —confesó lady Cleeve—. Esperaba que con eso entendiera que aquí no había nada para ella.
Rafe soltó un juramento entre dientes.
—La buscaré.
Abrió de un tirón la puerta del salón, y el mayordomo, Adams, dio un paso atrás, asustado. «Escuchando tras las puertas», pensó Rafe.
—¿Dónde está la señorita Cleeve? —le espetó bruscamente.
El mayordomo pareció quedarse perplejo.
—No lo sé, señor. Creí que tal vez estuviese aquí dentro. —Miró detrás de Rafe a lady Cleeve—. Tenía que ir a la cocina, pero no ha aparecido por ahí. Creímos que quizá estuviera en el jardín con su gata, pero tampoco está allí.
Rafe se dio la vuelta rápidamente y miró el montón de equipaje que seguía estando en el vestíbulo. La cesta de la gata había desaparecido. También faltaba la maleta de Ayisha y su nueva capa de abrigo. Metido por el asa de su maleta había un papel doblado. Lo cogió rápidamente, rompió el lacre y leyó:
Queridísimo Rafe:
Lamento dejarte así, sin despedirme en persona, pero no puedo hacerlo de otra manera.
Nunca me dijiste que fueras el heredero de un título de conde, nunca me dijiste que acaso hubiera una posibilidad de que me convirtiera en condesa. Y nunca dijiste que estuvieras ya prometido con una rica dama de distinguida familia y con un título nobiliario. En el barco hablaste de echarme a perder, pero por lo que acaba de decir lady Cleeve, es evidente que si te casaras conmigo, yo sería tu perdición, y no puedo hacer eso.
Eres amable, galante y noble de corazón, pero te amo demasiado...
Rafe dejó de leer por un instante; el corazón le palpitaba y el aliento se le heló en el pecho. ¿Ella lo amaba? Sí, allí estaba, escrito en tinta azul oscuro sobre un elegante papel blanco. Ella lo amaba. Demasiado.
... te amo demasiado para dejar que tus sentimientos de obligación y gratitud te lleven a la ruina social.
«Obligación y gratitud», pensó Rafe. ¡Qué tontería! Pero, claro, él nunca le había contado lo que sentía. Era tan culpa suya como de cualquiera el que se hubiera ido corriendo.
Es muy difícil dejarte, pero tengo que hacerlo. No soportaría vivir como una amante en St. John’s Wood.
Rafe soltó un juramento al leer aquello. Debía de haberlo oído todo.
No te preocupes por mí. Tengo el dinero que me diste en Portsmouth y no me pasará nada. Sobreviví a El Cairo y, desde luego, me las arreglaré en Inglaterra. Mi padre siempre decía que me traería a Inglaterra, así que en cierto sentido me ha traído, y me alegro de ello.
No te preocupes por mí, querido Rafe. Cuídate, y que tengas una vida maravillosa.
Con todo mi amor, tuya siempre, Ayisha
P.S. Por favor, transmítele mis afectuosos saludos a lady Cleeve y explícale que nunca tuve ninguna expectativa puesta en ella. Tú sabes que es verdad. No quiero que piense mal de mí.
Rafe sintió el vacío que solía sentir antes de una batalla. No podía perderla, ahora no. Arrugó la carta en el puño.
—Se ha ido —dijo—. Voy a buscarla.
—Si ella no quiere estar aquí... —empezó a decir lady Cleeve.
—Ni una palabra más, señora —le espetó Rafe enojado—, o no seré responsable de mis actos.
Boquiabierta, lady Cleeve retrocedió dos pasos.
—Sólo he querido decir que ella ha elegido...
Rafe la hizo callar con una mirada.
—¡Usted! —Chasqueó los dedos dirigiéndose al mayordomo—. Ella debe de haberse marchado por una puerta trasera, así que muéstreme por dónde pudo hacerlo. Y además quiero a todos los criados de esta casa fuera, buscándola... ¡Ahora mismo! ¿Entendido?
El hombre farfulló algo, pero a Rafe no le importó lo que estuviera diciendo. Él ya corría por el vestíbulo hacia la parte trasera de la casa, llevando consigo a remolque al mayordomo.
Pequeña idiota... Pero ¿adónde diablos iba? No conocía ni a un alma aparte de él en toda Inglaterra. De todas formas, a pie no podía haber ido lejos. No debería tardar mucho en cogerla. Y cuando la cogiera...
Fue corriendo por el estrecho sendero que salía de la parte trasera de la finca, junto al bosque, y llevaba al pueblo de Penton Mewsey, sin dejar de escrutar el sendero que tenía delante y el campo que lo rodeaba.
Pero no había ni rastro de una pequeña figura vestida con una capa color rosa oscuro.
Llegó a una carretera y a lo lejos divisó un carro que se alejaba de él. Entornó los ojos. Vio un borrón de algo rojizo en él. ¿Había alguien sentado en la parte de atrás? ¿Alguien vestido con una capa color rosa oscuro? No estaba seguro.
Maldita sea... Dio media vuelta y regresó corriendo a Cleeveden. Pasó por delante de unos criados.
—Continúen buscando —les ordenó—. Sigan este sendero hasta donde llegue.
—¿No ha sabido usted nada de ella? —le preguntó lady Cleeve en tono ansioso a guisa de saludo, cuando él regresó.
—Creo que tal vez se haya subido a un carro —contestó Rafe—. Voy a ir tras él.
Dio un tirón al tirador de la campanilla, y al criado que acudió corriendo le dijo:
—Diga en las caballerizas que necesito que ensillen el caballo más rápido que tengan y que me lo traigan ahora mismo.
Fue cabalgando por el sendero y galopó siguiendo la carretera en la misma dirección en que marchaba el carro, pero cuando lo alcanzó, vio que la mancha roja que había visto era una vieja manta hecha jirones que envolvía una cómoda.
Soltando una palabrota, hizo dar la vuelta al caballo y regresó por donde había venido.
En el cruce del sendero y la carretera tomó por el sendero hacia el pueblo de Pewton Mewsey. Sólo era un puñado de tiendas y casas, y los criados de lady Cleeve ya habían mirado. Le dijeron que no había ni rastro de una joven dama vestida con una capa color rosa oscuro y con un gato en una cesta. «Nadie había visto a ninguna joven dama, no por aquí, señor.»
El primer sendero continuaba hasta más allá del pueblo. Rafe siguió por él. Empezó a llover débilmente. Rafe hizo caso omiso de la lluvia. De vez en cuando otro sendero se bifurcaba a la derecha o a la izquierda, y en cada bifurcación la llamaba a gritos y esperaba, al tiempo que se preguntaba qué sendero elegiría Ayisha. Era una muchacha de ciudad, había vivido casi toda su vida en El Cairo, y esta campiña le era ajena, con sus campos y setos vivos, sus enmarañados bosques y sus onduladas colinas. Se dijo que ella tomaría el sendero más trillado.
Pero después de seguir sin éxito una docena de senderos que conducían a cada pueblo, aldea o borde de carretera que había en un radio de cinco millas, empezó a preguntarse si no habría ocurrido otra cosa. Él había cruzado unas cuantas carreteras más anchas. Ayisha no se había marchado en aquel primer carro, pero tal vez le hubieran ofrecido llevarla en un carruaje, o quizá le hubiera hecho señas a un vehículo que pasaba.
Tenía algo de dinero... él sabía que no mucho, pero podría llegar hasta Andover, o incluso Winchester.
Si quien llevaba el vehículo era de fiar.
Intentó decirse que Ayisha sabía reconocer a los canallas. Ella sabía cómo era la vida en las calles. No se fiaba fácilmente. ¿Cuánto tiempo había pasado hasta que se fió de él?
Gimió al pensarlo.
Aún no se fiaba de él. No confiaba en que él supiera lo que quería, en que supiera lo que le convenía. De lo contrario, nunca lo habría abandonado.
«Si te casaras conmigo, yo sería tu perdición.»
Su perdición no: su salvación. ¿Qué le importaba a él la opinión de los demás?
Debería haberse casado con ella en el barco. Después podrían haberse casado otra vez en una iglesia. La preocupación que sentía entonces por protegerla de la murmuración no significaba nada ahora que la había perdido.
Debería haberle contado lo de Axebridge y la sucesión. No creía que aquello importara.
Embustero... Claro que importaba. A la mayoría de las mujeres les agradaba la idea de un título. A la mayoría de las mujeres les encantaba la idea. A él lo habían cortejado por aquel título...
¿Había temido, en el fondo, que ella fuera igual?
El frío se hizo más intenso. Caía una lluvia helada y torrencial. Si no hubiera salido tan deprisa, se habría llevado el sobretodo. No importaba. Se subió el cuello de la casaca y continuó la búsqueda. ¿Dónde diablos estaría? ¿Habría encontrado refugio? Le parecía verla agachada en el barro bajo un matorral, mojada, con frío y con el ánimo por los suelos. Aquella idea era insoportable.
Rafe no tardó en tener la ropa empapada; le pesaba con el agua y se le ceñía, pegajosa. Tiritaba de frío, pero no se detuvo. Si él tenía frío, ¿cuánto más frío no tendría Ayisha, hija de un clima caluroso? Y la ropa de las mujeres era tan poco adecuada, muchísimo menos que la de los hombres... ¡La de los hombres! Al instante se detuvo, sobresaltado. Ella ya se había disfrazado con ropa de muchacho. ¿Habría vuelto a hacerlo?
Regresó a galope al pueblo de Penton Mewsey y preguntó a todo el que pudo encontrar, pero nadie había visto a un joven o a un niño que llevara una maleta y una cesta con un gato blanco moteado de negro.
Para entonces ya oscurecía. Dejó de llover. Aunque sabía que sólo había una pequeñísima posibilidad, Rafe recorrió los senderos otra vez en la oscuridad, llamándola a gritos. Pero el sonido se limitaba a reverberar con eco sardónico por el silencioso paisaje. Hacía tanto frío que el aliento se le quedaba en el aire en jirones de vaho. Entonces las nubes ocultaron la luna y ya no pudo ver nada en aquella noche oscura como boca de lobo. Lo único que podía oír era el gotear del agua y el chapoteo de barro bajo los cascos del caballo.
Hizo volver al fatigado animal hacia Cleeveden. Reanudaría la búsqueda por la mañana.
Durmió mal, se levantó temprano y esta vez utilizó un mapa de la zona para disponer una búsqueda coordinada, al estilo militar. Higgins había llegado la noche anterior con el carruaje y los caballos de Rafe, de modo que éste puso al antiguo soldado a cargo de la búsqueda.
Rafe mandó a los criados que salieran, cada uno con órdenes estrictas de registrar una zona concreta, a buscar a una joven, o a un joven, con un gato blanco moteado de negro en una cesta. Ayisha tal vez dejara atrás su pesada maleta, tal vez no le importara su ropa, pero jamás abandonaría a aquella gata.
El propio Rafe cabalgó hasta Andover y preguntó a la gente de allí. Una diligencia había pasado la tarde antes, pero si en ella iba una joven dama, o un muchacho, con un gato, nadie supo decirlo. Entonces no estuvo seguro de adónde ir. Hacia el este quedaba Londres, hacia el sur estaba el camino por donde había venido; ¿por qué camino iría Ayisha?
Los probó los dos. Primero tomó la carretera de Londres y cabalgó más de cuarenta millas, hasta la segunda posta de las diligencias, pero nadie en ninguna posada la había visto. Entonces volvió sobre sus pasos y cabalgó hacia el sur, pero de nuevo, tras varias postas, renunció a la persecución. No la había visto nadie.
¿Cómo desaparecía tan completamente de la faz de la tierra una joven que llevaba un gato con manchas y una maleta? Se dijo que debían de haberse ofrecido a llevarla en algún vehículo particular. Podría estar en cualquier sitio.
Agotado, desanimado y desconsolado, Rafe regresó a Cleeveden. No se sorprendió en absoluto cuando los criados que habían estado todo el día buscándola le dijeron que no había ninguna novedad. Había tenido ese presentimiento durante todo el día.
La había perdido.