CAPÍTULO 18

No era en absoluto un beso del tipo «me alegro de que hayas decidido ser sensata por fin». Era una posesión, una mareante y jubilosa reivindicación. O al menos así le parecía a Ayisha.

Rafe tiró fuerte de ella para pegarla a su cuerpo y la colmó de besos; la besó en la boca, los párpados, la suave piel de detrás de las orejas, la boca, el cuello, la boca, la boca...

No te arrepentirás —murmuró entre beso y beso.

Ayisha no trató de contestar. Tal vez fuera a casarse con ella por galantería, pero esta parte... ésta por lo menos, era auténtica. Él la deseaba. Y ella lo deseaba a él.

El oleaje del mar aumentaba y el barco se movía de un lado a otro. Llevándola consigo, y sin deshacer el abrazo, él se desplazó hasta apoyar la espalda en la pared del camarote.

¿Mejor? —preguntó, y sin esperar su respuesta, intensificó su beso.

Sentir su sabor en la boca la excitó. Ahora sabía lo que la esperaba, y lo quería; lo quería a él.

El cuerpo de Rafe se apretaba contra el suyo. Su duro pecho le estrujaba los senos, su entrepierna le empujaba el vientre, un largo y duro muslo de jinete apretaba entre sus estremecidos muslos.

Ayisha le pasó las palmas de las manos por su cálido cuerpo, al tiempo que lo besaba, febril, ahogándose en las olas de fuego aterciopelado que la atravesaban con fuerza. La lengua de él le acarició la suya, dejando encendidos rastros donde quiera que rozaba: provocando, prendiendo, inflamando.

Rafe bajó una mano despacio por su espalda para encajar la parte inferior de su cuerpo entre los muslos abiertos y preparados para el movimiento del barco. El cuerpo de Ayisha ansiaba la dureza de aquella erección, y se retorció sinuosamente contra él; encantada con el roce, excitada por él, ansiando una intimidad más intensa. Anhelando, deseando, frustrada.

El pecho de Rafe se agitaba como si hubiera estado corriendo; sus ojos, de párpados cargados y aspecto soñoliento, brillaban con un azul plateado, con las oscuras pupilas dilatadas y llenas de promesas. «Camas deshechas y largas, ardorosas noches...»

De pronto él se detuvo, inspiró hondo y la puso suavemente a un lado. ¿Por qué? A Ayisha le temblaban las piernas como si se le hubieran disuelto los huesos, y se tambaleó.

Él la sujetó poniéndole una mano en la cintura. Y fue entonces cuando ella lo oyó: la llamada a la puerta y la voz que decía:

Soy Higgins, señor.

Rafe se enderezó el pañuelo de cuello y abrió la puerta.

¿Qué pasa?

Tenía la voz ligeramente áspera.

Con los saludos del capitán, señor. Una botella de vino para usted y un detallito para la señorita Ayisha. También hay una nota.

Higgins le tendió una bandeja con una botella de vino, una cajita y una nota doblada.

Rafe las cogió y Higgins se marchó.

Vino de Italia, muy bueno —comentó Rafe al mirar la botella. Le pasó a Ayisha la caja y la nota—. Léela, es para los dos.

Ella rompió el lacre de la nota y la leyó.

Es en agradecimiento por nuestra ayuda de ayer, al rechazar a los piratas. ¿A que es agradable?

¿Qué hay en la caja?

Ella la abrió y dio un ahogado grito de placer.

¡Oooh, delicias turcas! —Se metió un trozo en la boca inmediatamente y, al sentir la ráfaga de dulzor, dejó escapar un sonido placentero—. Es delicioso. Me encantan las delicias turcas... ¿quieres?

Él hizo un gesto negativo mientras la miraba con una leve sonrisa.

No, gracias.

Pero debes probarlo, es una delicia lo dulce que está.

Muy bien, si insistes... —accedió Rafe en voz baja... pero en lugar de alargar la mano para coger la caja, se inclinó y la besó a conciencia—. Deliciosísima —dijo cuando levantó la cabeza.

Ayisha sintió que se ruborizaba. Él la puso de pie y se la acercó más, pero de nuevo los interrumpió una llamada a la puerta.

Otra vez soy yo, señor —dijo Higgins desde el corredor.

Rafe abrió la puerta de un tirón.

¿Ha olvidado usted algo?

No, señor —dijo Higgins con aire de disculpa—. Las señoras le han enviado esto a la señorita Ayisha. Con su agradecimiento y como elogio a su valor. —Le entregó una pequeña lata y cuatro libros—. Y uno de los marineros, un chaval llamado Jammo, me ha dado esto para la gata de la señorita Ayisha.

Era una cuerda que en un extremo llevaba un complicado nudo marinero.

¿Qué...? —empezó a decir Rafe.

Se llama «monkey’s fist» —le dijo Ayisha—. Unos muchachos me enseñaron los distintos nudos que hacían... algunos son muy bonitos. Y qué gracioso, éste parece exactamente un gordo ratoncito. ¡Toma, Cleo!

Se inclinó y sacudió la cuerda hasta que la gatita se agitó, nerviosa de expectación. Entonces se lo lanzó a unos centímetros de distancia; el animal fue detrás dando saltos, cayó sobre él y dio comienzo un combate a muerte.

Ayisha se rió.

Dé las gracias a Jammo en mi nombre y en el de Cleo, ¿quiere, Higgins?

Desde luego, señorita.

Con gesto impaciente, ella cogió los libros.

¡Los Misterios de Udolfo, en cuatro volúmenes! —exclamó al inspeccionarlos—. Pertenece a la señora Ferris... vi el primer volumen en su camarote. Debió de verme mirarlo. Qué extraño por su parte, mandarme un regalo... —Abrió el primer volumen—. Oh, escucha: «Desde las siniestras almenas el hado frunce el ceño, / y cuando los pórticos se abren para recibirme, / su voz, cuyos hoscos ecos resuenan por las salas, / habla de un hecho atroz e indescriptible.» Pero qué maravilla, qué emocionante suena. Estoy impaciente por leerlo. —Abrió la lata—. Galletas; deben de haberlas comprado en Malta. Qué amables.

Abrazó los regalos y dijo:

Higgins, ¿por qué está siendo todo el mundo tan amable conmigo hoy? No lo comprendo.

Higgins sonrió.

Consideran que usted ayudó a salvar el buque ayer, señorita. Todo el mundo habla de su valor. Del valor del comandante Ramsey también, desde luego —añadió—, pero ya contaban con que un héroe de guerra fuera valiente. Nadie esperaba que una dama combatiese. La señora Ferris fue toda una heroína, también, si se me permite añadir, al haber seguido su ejemplo. Ustedes dos, señoras, evitaron que unos cuantos canallas subieran a bordo, así que disfrute de estas cosas, señorita: se merece usted mucho más.

Al decirlo, Higgins le echó una mirada a Rafe.

Váyase, Higgins —le dijo Rafe con calma—. Y no vuelva. La señorita Ayisha ha accedido por fin a casarse conmigo, así que hay cosas que tenemos que... hablar.

A Higgins se le iluminaron los ojos.

Enhorabuena, señor, señorita —dijo con una satisfecha sonrisa—. No se preocupe, señor, no volveré a molestarlos.

Hizo una inclinación de cabeza y se marchó.

Ayisha le ofreció la lata a Rafe, pero éste negó con la cabeza. No tenía hambre. O al menos, no de comida.

Ella alzó la vista para mirarlo con brillantes ojos llenos de entusiasmo.

Debo dar las gracias a la señora Ferris y a las otras señoras. Y al capitán también, por las delicias turcas. Y a Jammo. Es muy amable de su parte. Es como un cumpleaños... ¿Tenemos papel y pluma?

Dándose cuenta de que no habría besos hasta que no se escribieran las cartas, Rafe suspiró para sus adentros y buscó en su equipaje papel de cartas y una pluma. El espontáneo deleite de Ayisha con unos regalos tan sencillos lo conmovió; probablemente no hubiera recibido muchos regalos en su vida. Ni mucho aprecio.

Encontró el estuche de escritorio y le pasó varias hojas de papel de cartas.

¿Pluma y tinta, o portaminas? —le preguntó.

El cuerpo le dolía, insatisfecho. En cierto modo, menos mal que los habían interrumpido. No era decente estar seduciéndola de nuevo tan pronto después de un entierro, tan pronto después de su primera vez. A esta hora de la mañana. Cuando ya estaba vestida.

Mañana. O quizá esta noche.

Tal vez sea más fácil usar el portaminas con el movimiento del barco —dijo ella con aire pensativo.

Él sacó un portaminas de plata, afiló la mina con el cortaplumas hasta dejarle la punta fina y se lo dio.

Qué bonito —dijo ella examinándolo—. Papá tenía uno muy parecido. —Miró el estuche de escritorio—. Pero ese soporte de viaje para pluma y tinta es tan ingenioso que no me resisto a usarlo. Además es más educado contestar con tinta, ¿verdad?

Cierto.

Había algo encantador en la forma en que se preocupaba por unas cuantas sencillas notas de agradecimiento. Rafe sacó de su sitio la pluma de ganso, recortó el plumín y se la pasó.

Ayisha pensó un momento, mojó la pluma con cuidado en el tintero y empezó a escribir con letra firme y clara. Él sonrió al recordar cómo había fingido no saber leer.

Le echó una ojeada; con el ceño fruncido de concentración iba escribiendo las notas de agradecimiento, sonriendo para sí, y lo miraba con una expresión tan contenta y feliz que lo conmovió profundamente.

Si no hubiera caído enfermo tal vez no la habría conocido, al menos como la conocía ahora. Era extraordinario dar gracias a una fiebre que había estado a punto de matarlo, pero sin ella tal vez Rafe ni siquiera habría pensado en el matrimonio.

Pero lo había pensado y le había pedido que se casara con él; y ahora que ella... ¡por fin! había aceptado, querría que ya estuviese hecho. Que estuviesen bien casados.

Fue a la ventana y se quedó mirando fijamente el mar, con sus relucientes olas coronadas de blancas crestas. Quería que se acabara este viaje, quería que este asunto estuviera resuelto de una vez por todas. Este asunto. Este matrimonio.

Lo quería bien resuelto, bien claro.

Tomó en cuenta seriamente que el capitán o aquel clérigo los casara allí y en aquel preciso instante... el día que la cuarentena se terminaba. Pero habría escándalo y murmuraciones, y la gente cuchichearía a espaldas de Ayisha que lo había atrapado para que se casara.

No lo permitiría, no permitiría que nadie hablara así de ella. Si alguien había atrapado a alguien, era él. La había atrapado ya desde el principio, empleando a Alí como cebo. E infinitas veces desde entonces. Había utilizado a sus amigos, su sentimiento de lealtad e incluso amenazas; no le había dejado más alternativa que ir con él.

Y si volviera a vivir, volvería a hacerlo todo otra vez. Considerándolo en retrospectiva, sólo veía un trabajo bien hecho. Era preciso rescatarla de su espantosa situación.

¿Qué le parecería a lady Cleeve la historia? ¿O qué le parecería Ayisha? Ojalá conociera mejor a la anciana, pero no tenía ni idea.

La gente hacía la vista gorda con los hijos nacidos dentro del matrimonio aunque los hubiera engendrado otra persona. Esos hijos eran siempre fruto de un aventura amorosa aristocrática; por ejemplo, un barón que deslizaba un cuco en el nido de un duque. Algunos, como la prole de los Devonshire, eran un secreto a voces. Pero legalmente no eran bastardos y, en cualquier caso, todos compartían la sangre azul.

En cambio si una dama daba a luz al mocoso de un mozo de cuadra, lo siguiente era deshacerse de forma discreta del niño, que se criaría en el anonimato sin saber jamás quién era su madre. Y en cuanto al señor que engendraba un niño con una amante de condición humilde, eso era de lo más común y corriente. Mientras el tipo fuese un caballero y garantizara que las necesidades del niño quedaran cubiertas, nadie volvía a pensar en ello.

A Rafe sólo se le ocurría una familia de la sociedad elegante donde se reconociera a un bastardo de sangre humilde: Harry Morant y los Renfrew. Pero habían tardado años. Y si su excéntrica tía abuela no hubiera sacado a Harry del arroyo y no lo hubiera criado para ser un caballero, habría sido otro cantar. Harry aún seguiría en el arroyo.

Aun así, de no haberse criado con su medio hermano Gabriel Renfrew, que lo apoyó y exigió que todo el mundo tratara a Harry con respeto, Harry seguiría siendo un intruso a quien no reconocerían sus parientes más próximos.

Ahora lady Gosforth, la tía de Harry, lo adoraba, pero había tardado mucho tiempo en aceptarlo.

La madre de Harry había sido una sirvienta. La de Ayisha había sido una amante extranjera.

No resultaba tan condenatorio desde el punto de vista social ahora que tenía la promesa de Ayisha de casarse con él. Estar casada con el heredero de Axebridge servía de algo en la alta sociedad. Una vez estuvieran casados, él lo arreglaría todo. Entonces la cuidaría como Dios manda.

Se volvió y la vio escribir sus notas de agradecimiento. Su futura esposa. Siempre había considerado el matrimonio sólo un deber.

Pero ahora, al mirarla, se sintió... como si tuviera una pesada piedra metida en el pecho, dolorido aunque, sin saber por qué... orgulloso.

Debió de hacer algún sonido porque ella volvió la cabeza y le lanzó una mirada; luego le dedicó una rápida y fugaz sonrisa que lo encandiló por completo. El peso de su pecho se hizo más denso.

 

Aquella tarde, cuando subían a cubierta a dar su acostumbrado paseo mientras los demás pasajeros cenaban, Ayisha vaciló al pie de la escalerilla.

¿Qué pasa? —preguntó Rafe.

Por lo general estaba ansiosa por escapar del estrecho camarote para ir al aire fresco.

Nada —contestó ella alegremente, y avanzó.

Pero cuando llegaron al exterior vaciló de nuevo, y sus movimientos parecían indicar que se preparaba para afrontar algo que le daba pavor.

¡Está todo limpio! —exclamó, asombrada, mientras miraba por toda la cubierta—. No hay ninguna mancha.

No, las han fregado y lijado —le explicó Rafe; entonces se dio cuenta de que ella había esperado dar su paseo vespertino por una cubierta manchada de sangre—. El capitán Gallagher mandó a la tripulación empuñar las piedras santas casi inmediatamente. Lleva el timón con mano firme.

¿Qué es una piedra santa?

Un bloque de arenisca. Lo utilizan como cepillo de fregar, y además de limpiar, lija. Los marineros la llaman «piedra santa» porque para usarla se arrodillan, y es grande, cuadrada y tan pesada como una Biblia —explicó él—. ¿Te has fijado en lo que tenemos delante?

El sol estaba poniéndose y el barco se acercaba a dos promontorios que se recortaban rotundamente en el dorado resplandor. El de la derecha era un enorme y siniestro peñasco que se alzaba en el mar como una gigantesca pirámide.

¿Es...? ¿Eso es el Peñón de Gibraltar? —preguntó Ayisha en voz baja—. Es muchísimo más grande de lo que imaginaba.

Rafe asintió.

Extraordinario, ¿verdad? Al otro lado está Marruecos, y allá... —señaló hacia adelante—, allá está el océano Atlántico. Por allí me parece que tendremos un tiempo borrascoso. En el viaje desde Inglaterra tuvimos un tiempo de lo más desapacible.

En realidad se había mareado.

Justo entonces oyeron un agudo pitido arriba. Alzaron la vista y vieron que uno de los marineros les hacía señas. Señalaba hacia el costado de babor, de modo que cruzaron para mirar.

¡Delfines! —exclamó Ayisha—. Sólo había visto uno en un dibujo.

Había una docena, nadando veloces junto al barco: salían arqueándose del agua y volvían a sumergirse.

Ayisha observó cautivada cómo saltaban y se sumergían, compitiendo con el barco, entrando y saliendo en zigzag. Rafe la miraba a ella tanto como a los delfines. Sus ganas de vivir lo embelesaron; ese día se encontraba especialmente alegre. Debido a aquellos regalos, sin duda.

Ella se asomó por encima de la regala, sonriendo, riendo y soltando exclamaciones al ver una nubecilla de agua que salía despedida de alguna de las cabezas, con la mano extendida como si pudiera tocar un delfín.

Mi madre me contó una vez la historia de un joven que se cayó por la borda y estuvo a punto de ahogarse —le explicó a Rafe—. Pero en vez de eso acudieron los delfines y lo subieron al aire empujándolo con los morros. Y luego lo dejaron que se agarrara a ellos y lo llevaron de vuelta a la isla donde vivía. ¿A que es asombroso?

Asombroso.

Ella lo miró con la cara risueña.

No te lo crees, ¿verdad? Yo no me lo creí cuando mamá me lo contó, pero ahora, mirando estos delfines, viendo sus caras sonrientes y sus ojos... me parece que a lo mejor es cierto, después de todo.

¿Caras sonrientes? Si son peces —dijo Rafe.

No. Son especiales —dijo ella—. La gente dice que son criaturas mágicas, y ahora que los veo, me lo creo.

Al cabo de unos minutos de repente los delfines se desviaron del costado del barco y desaparecieron.

¡Oh, ha sido precioso! —exclamó Ayisha—. Imagino que ya es hora de volver al camarote otra vez.

Rafe sacó el reloj.

Un minuto o dos más. Esperaremos hasta que suenen las campanadas de la guardia, como de costumbre.

Por lo general bajaban cuando el marinero que entraba de guardia nocturna tocaba dos campanadas, hacía una pausa y luego tocaba una campanada.

Se quedaron en el costado de estribor del barco, navegando hacia la puesta de sol y viendo pasar el inmenso peñón de Gibraltar.

Delante de ellos el océano Atlántico relucía, color de oro derretido y rosa, mientras el sol descendía suavemente hacia él. Estuvieron mirando hasta que el sol hubo desaparecido por completo. Poco a poco el océano se volvió de plata y luego se oscureció. Arriba, las velas restallaban y las gaviotas revoloteaban y chillaban; sus gritos, como de otro mundo, resonaban en el crepúsculo.

Ayisha se estremeció.

¿Tienes frío? —preguntó Rafe, y sin esperar su respuesta se la acercó más, envolviéndola en su casaca, calentándola con su cuerpo—. Hará más frío en Inglaterra —dijo.

Ambos sabían que no sólo estaba hablando del tiempo.

 

La cena de aquella noche fue toda una celebración: langosta fresca seguida de una empanada de conejo, un estofado de pollo con champiñones, fruta fresca y un postre frío con ron; y para acompañar el festín, una botella de champán.

Me tomé la libertad de hablarle al capitán del compromiso de ustedes, señor —confesó Higgins—. Y él se lo manda con su enhorabuena; piensa que tal vez la señorita Ayisha lo prefiera a la cena de todos los días.

 

A la mañana siguiente, una llamada a la puerta los molestó temprano. Rafe, que en ese preciso instante estaba haciéndole el amor a Ayisha con lenta e irresistible pasión, refunfuñó.

Si es Higgins, lo mataré. Le dije que se marchara.

Del otro lado de la puerta llegó una voz.

Soy yo, señor, Higgins.

Se lo dijiste ayer —dijo Ayisha riendo, y le dio un empujoncito—. Venga, ya sabes que no se irá.

Rafe la miró con expresión siniestra.

Mientras no te vayas tú... sólo me importa eso. —Salió de la cama, se puso los calzones, se los abrochó y abrió la puerta de par en par—. ¿Qué?

Le... le pido perdón, señor.

Higgins pareció quedarse un poco desconcertado al ver que Rafe abría la puerta llevando tan sólo un par de calzones color beige y el resto del cuerpo al aire. La puerta abierta protegía a Ayisha de su mirada, pero la vestimenta de Rafe le reveló a Higgins bastante más que la piel.

A Ayisha no le importó. Nunca había sido tan feliz. No sabía que fuera posible semejante felicidad. Le burbujeaba por las venas como el champán que el capitán les había enviado; le lamía la mente como las olas lamían sin cesar el barco, y la llenaba de un cálido resplandor: era como tener el sol por dentro.

Le daba igual que no se hubieran pronunciado palabras de amor. Él no había dicho nada, y ella había sido demasiado tímida como para decirlas. Tenía el corazón tan lleno de amor por él que amenazaba con estallar y escaldarlos a los dos. Así que se guardaba las palabras, calladas y valiosísimas, en el seno, hasta que él estuviera listo para escucharlas.

¿Qué eran las palabras, de todos modos? Durante las dos cálidas y oscuras noches de amor con Rafe Ramsey se había forjado entre ellos un vínculo tan importante... al menos ella lo sentía así, y si él no lo sentía... No, debía de sentirlo. La forma en que la miraba, la forma en que sus ojos se oscurecían con aquella expresión de «ven a la cama»...

Ya no importaba lo que tuvieran por delante en Inglaterra. Ella y Rafe lo sobrellevarían. Ayisha lo creía de todo corazón.

Se sentó en la cama, con la colcha azul subida hasta la barbilla, y admiró el físico delgado y musculoso de aquel hombre, sus anchos y fuertes hombros divididos por el largo surco de la columna vertebral, los dos superficiales hoyitos que se inclinaban hacia la base de la columna. Se le notaban las costillas. No había recuperado suficiente masa muscular desde la fiebre, pero tenía un cuerpo magnífico, duro, bien plantado y poderoso.

Los calzones se le pegaban al cuerpo, curvándose ceñidos en el trasero y por los largos y duros muslos.

Lo devoró con los ojos; se lo imaginó pegado a ella, en torno a ella, dentro de ella... y, sin previo aviso, un estremecimiento la atravesó como un latigazo, haciéndola arquearse y luego dejarse caer.

Rafe debió de vislumbrar el movimiento por el rabillo del ojo, pues se volvió a medias, la taladró con la mirada y sus ojos se oscurecieron de forma cómplice.

Higgins continuó.

Mensaje del capitán, señor. Ya que el período de cuarentena termina hoy, le agradaría que usted y la señorita Ayisha desayunaran con él esta mañana. A las ocho en punto, señor, es cuando le agradaría que estuvieran allí. Eso es dentro de media hora más o menos. —Se calló un instante y añadió—. Querrá usted afeitarse, desde luego, así que he pedido que traigan agua caliente para usted y también para que se bañe la señorita Ayisha. La traerán en seguida.

Maldita sea —masculló Rafe echándole una mirada a Ayisha.

Ella lo miró al tiempo que se encogía de hombros en un gesto de triste resignación. No había manera de zafarse sin ofender, y ninguno de los dos deseaba hacerlo.

Muy bien —le dijo él a Higgins—. Dele las gracias al capitán y traiga el agua caliente. Estaremos allí a las ocho.

 

Los felicito por sobrevivir a la reclusión; sé que debe de haber sido difícil —dijo el capitán Gallagher. El desayuno era en privado y se servía en sus dependencias—. La verdad es que tienen buena cara. Señorita Cleeve, está usted verdaderamente radiante.

Ella sonrió.

El tiempo ha pasado sorprendentemente rápido.

Sobre todo porque es una tahúr por naturaleza —interrumpió Rafe—. Capitán, tiene usted delante a un hombre en deuda por valor de millones de libras.

Ella se rió.

No crea usted ni una palabra, capitán, no son más que tonterías. Me he hecho toda una experta en varios juegos de cartas, pero ha sido en defensa propia, dada la forma en que juega el señor Ramsey. En todo caso —le dirigió a Rafe una mirada displicente—, debo estarle agradecida. Si alguna vez necesito ganarme la vida, siempre puedo empezar a jugar a las cartas.

Todos rieron.

Ayisha añadió:

Aunque será estupendo poder ir a cualquier sitio que me plazca y hablar con otras personas.

Sí, los paseos por cubierta lo hicieron mucho más fácil de soportar —dijo Rafe—. Gracias por permitírnoslos.

El capitán meneó la cabeza.

Mientras no tuvieran ustedes ningún contacto con otras personas, no vi nada malo en ello. Mis órdenes son poner a un enfermo en cuarentena cuando exista riesgo de contagio, pero las condiciones se dejan a mi criterio. A pesar de que el gremio médico no se pone de acuerdo en cómo se propaga ese horror, tanto quienes abogan por el contagio como quienes no creen en él parecen coincidir en que el aire limpio y fresco es beneficioso... o al menos no hace daño.

Ayisha no dijo nada. Conque las condiciones se dejaban a su criterio, ¿eh? Se dedicó al desayuno. A ella le daba igual estar encerrada en un camarote diez días, pero no olvidaba que el capitán había planeado desembarcar a Rafe, sin saber lo que podría ser de él... y sin importarle.

El capitán prosiguió:

Además estoy muy contento de que haya accedido usted a casarse... no es que tuviera usted mucha elección, pero...

Los dos estamos muy satisfechos con el resultado —lo interrumpió Rafe, y para dejarlo bien claro cogió la mano de Ayisha y la besó.

Ayisha sintió una oleada de placer. La cara se le calentó, y no pudo evitar sonreírle.

El capitán paseó la mirada por ambos, y una amplia sonrisa asomó a su rostro.

Así estamos, ¿no? Estupendo, estupendo. ¿Y quiere usted que realice la ceremonia yo, o tal vez el reverendo Payne?

Rafe negó con la cabeza.

Gracias, pero no. La señorita Cleeve desea casarse en presencia de su abuela, y debo respetar sus deseos. Nos casaremos allí, o en la iglesia próxima a la casa de mi hermano.

Estupendo —asintió el capitán—. La doncella de la señora Ferris se ocupará de sus cosas, señorita Cleeve.

¿Mis cosas? —preguntó ella, desconcertada.

Como no está casada, volverá, desde luego, a compartir camarote con la señora Ferris.

No es necesario... —empezó a decir Rafe.

El capitán se limitó a mirarlo.

Señor Ramsey, entre los pasajeros hay tres damas cristianas muy vehementes y decididas, un pastor y la esposa de un pastor. Tal vez aceptaran... de mala gana, la obligación de que ustedes compartieran camarote mientras usted estaba enfermo y en cuarentena... los actos de la señorita Cleeve no nos dejaron otra alternativa en ese aspecto. Pero ahora el período de cuarentena se ha terminado. O bien se casan ustedes hoy mismo, o la señorita Cleeve debe regresar al camarote de la señora Ferris.

La señorita Cleeve no se casará a toda prisa en un buque para aplacar las susceptibilidades de un puñado de insolentes entrometidos —le espetó Rafe en tono brusco—. Se casará como Dios manda en una iglesia, como es su deseo, y en presencia de su abuela.

Ayisha apartó lo que quedaba de su desayuno. Estaba delicioso, pero ya no tenía hambre. Se levantó.

Si me disculpan, caballeros, iré a hacer el equipaje.

Si no supiera por Rafe que socialmente no estaba muy bien visto un matrimonio a bordo de un barco, no le habría importado que los casara el capitán. Pero lo cierto es que una boda en la iglesia en presencia de su abuela era una perspectiva estupenda, de modo que una breve separación no parecía un precio demasiado alto.

Echaría de menos los encantadores paseos vespertinos por una cubierta desierta, viendo ponerse el sol, y las tardes pasadas jugando a las cartas y charlando, o leyendo en tranquilo y amigable silencio. Por encima de todo, echaría de menos las largas noches de lento y maravilloso juego amoroso.

Pero pronto estarían en Inglaterra. Ahí se casarían y pasarían el resto de la vida juntos.

Entraron en Portsmouth con el repique de la campana del barco, guiados por un práctico que había subido a bordo desde una pequeña barca mientras la niebla se adensaba en torno a ellos. A medida que avanzaban lentamente, Ayisha vio las esqueléticas siluetas de otros barcos que estaban anclados, un conjunto de mástiles que se mecían ligeramente con aire fantasmal en medio de la sedosa y arremolinada niebla.

Su salida del barco se señaló con el silbato (una auténtica muestra de respeto), y la tripulación se puso en fila para despedirse de ellos.

Lamento que no haga mejor tiempo el primer día que estás en Inglaterra —le dijo Rafe, cogiéndole la mano para sujetarla mientras ella entraba en el esquife que los llevaría a tierra.

Pero la niebla es hermosa —le dijo Ayisha; miró a su alrededor con una expresión de asombro en los ojos—. Nunca había sentido nada parecido. Es una sensación deliciosamente refrescante en la piel.

Alzó la cara hacia la caricia del húmedo aire e inspiró hondo.

No me digas que el olor también es delicioso —apuntó él con ironía.

Ella se rió. El puerto apestaba a pescado podrido, algas y lodo acre.

Es extraño que huela más a pescado y a mar aquí que en el mar mismo. Pero es interesante.

Dos marineros los llevaron remando hacia el embarcadero. Las aves marinas llamaban desde lugares invisibles, y unos sonidos amortiguados flotaban por el agua.

Los sonidos resuenan de un modo tan misterioso en la niebla... —comentó ella—. Es como de otro mundo.

También es condenadamente inoportuna. Ve con cuidado —le advirtió él, ayudándola a desembarcar—. Los escalones están mojados y rebaladizos.

La llevó hasta la ciudad caminando a gran velocidad. Ayisha casi tuvo que correr para seguirle el ritmo. No le dio tiempo de explorar Portsmouth: apenas tuvo tiempo suficiente para recuperar el equilibrio en tierra antes de que salieran de la ciudad en un carruaje que Rafe llamó un «saltador amarillo».

En cuestión de minutos lo había arreglado todo: alquiló el coche con postillón, envió a Higgins a que recogiera su carruaje de casa de Harry y se reuniera con ellos en Cleeveden, y retiró dinero inglés del banco.

Lo único que le hizo reducir la marcha un instante fue ver que Ayisha tiritaba con su vestido y su chal de algodón. Entonces la había metido como una exhalación en una tienda y cinco minutos después la había sacado de ella como otra exhalación, ahora vistiendo una suave capa de lana de un color rosa intenso, forrada de seda verde con adornos de fustán blanco en torno a la capucha, y con un manguito de fustán a juego. A Ayisha le encantó.

Sin duda a tu abuela le agradará comprarte ropa más adecuada para este clima —le dijo él cuando la ayudaba a subir al coche.

Ayisha asintió. Estaba deseándolo. Había tantas cosas hermosas en aquella tiendecita...

¿Hay algún motivo para tanta prisa? —le preguntó a Rafe mientras salían de Portsmouth a paso de trote.

No veía ningún motivo para apresurarse; el barco había tardado más de cuatro semanas en navegar desde Alejandría, era imposible que nadie estuviese esperándolos.

Quiero llegar a Winchester esta noche. Si esta niebla se extiende mucho tierra adentro, nos retrasará considerablemente.

¿Qué hay en Winchester?

Rafe le dirigió una mirada de combustión lenta.

Una posada muy buena.

 

«Una posada muy buena...» Ayisha sintió que se le calentaban las mejillas y no pudo evitar sonreír. Él la había echado de menos. La alegría bulló en su interior. Ella lo había echado igualmente de menos; había echado de menos dormir junto a él, entrelazada a él, aspirando el aroma de su piel, sintiendo la cálida y relajada energía de su gran cuerpo. Echaba de menos despertar y que la saludaran con aquel «Buenos días, cariño» en voz baja y grave, y el beso que siempre venía a continuación. Y el juego amoroso que iba después.

Ahora comprendía por qué Laila echaba tantísimo de menos estar casada. En aquellas últimas semanas en el barco, Ayisha había dado vueltas en la estrecha litera del camarote de la señora Ferris luchando consigo misma; mejor dicho, su cuerpo luchando con su mente. Su cuerpo anhelaba a Rafe. Un simple pensamiento o un fugaz atisbo de él bastaban para hacer que le hormigueara el cuerpo y se le tensara en lo más hondo. Se quedaba despierta durante horas, pensando en lo fácil que sería bajarse con disimulo de la litera y recorrer deprisa la poca distancia que había hasta el camarote de Rafe...

Ahora, sólo con una escueta frase, con una ardiente mirada, él le había transmitido que había sentido lo mismo. La había echado de menos.

El carruaje encontró un bache, y Ayisha estuvo a punto de resbalar del asiento. Él la sujetó y la abrazó a su lado.

Por eso llaman a estos trastos «saltadores amarillos» —le explicó—. Habría preferido un vehículo más grande, pero no había ninguno para alquilar.

No me importan los botes —dijo ella—. Y en particular me gusta esta ventanilla. —Señaló hacia la amplia ventanilla de vidrio que ocupaba todo el frontal del carruaje—. Me permite ver por dónde vamos y todas las maravillosas vistas.

¿Qué maravillosas vistas? —preguntó él—. No hay nada más que campiña.

Ella se rió.

La campiña inglesa —le recordó ella—. Tan cuidada, en verde, castaño y amarillo... Toda en mosaico, con preciosos setos, y muchísimo más verde de lo que yo esperaba... Estoy impaciente por ver la primavera y todas las flores. Y los pueblos están tan cuidados y bonitos, y son tan distintos... mira esa casa con su pulcra peluca negra.

Él esbozó un amago de sonrisa.

Es un tejado de paja.

Parece una peluca. Todo es tan inglés, ¿sabes?, y fascinante para mí.

A mí me fascina más lo que hay dentro del coche —dijo él, y rozó con sus labios los de ella.

Pero en ese momento redujeron la marcha para pasar por un pueblo y varias personas se asomaron a mirarlos con curiosidad.

Ni rastro de intimidad —se quejó Rafe; se enderezó pero siguió abrazándola con firmeza, en actitud posesiva.

El cuidado que tenía con ella la confortaba casi tanto como el tacto de su espléndido cuerpo. Ayisha se le arrimó más.

Permanecieron así durante casi todo el viaje: Rafe despatarrado, relajado, con las largas piernas cruzadas delante de él, explicándole las diversas cosas que a ella le llamaban la atención, y robándole besos cuando podía.

Ayisha iba acurrucada, bien pegada a su costado, rodeada por su brazo, asombrándose del verdor y la humedad de Inglaterra; para sus adentros se deleitaba con la buena suerte que había llevado a este amado hombre hasta ella y había hecho que la quisiera. Miraba la frondosa y verde campiña de Inglaterra pasar rápidamente por delante de ella y contaba las horas que quedaban para llegar a Winchester y a su posada.

Pero veinte millas antes de Winchester al carruaje se le rompió un eje, y en lugar de eso se vieron obligados a alojarse en una pequeña posada de la carretera donde no había alojamientos particulares. Sólo tenían dos habitaciones con varias camas: una habitación para los hombres y otra para las mujeres.

 

La reparación del eje se realizó durante la noche, y eso les permitió partir a buena hora a la mañana siguiente. Hacía un día frío y viajaron en amigable silencio. Rafe miraba fijamente por la ventanilla con expresión sombría; taciturno, sin duda, porque sus planes para la noche anterior se hubieran estropeado. Ayisha observaba la campiña por la que pasaban con Cleo en el regazo, acariciando al animalito con gesto distraído. Aunque también lamentaba la oportunidad perdida de hacer el amor, iba poniéndose cada vez más nerviosa con la idea de conocer a su abuela.

Pensó que no le diría la verdad a su abuela hasta el día siguiente. Se permitiría un día de ser sencillamente una nieta, sin las demás complicaciones.

Rafe estaba seguro de que las circunstancias de su origen no le importarían a su abuela; lo había dicho varias veces. Estaba seguro de que su abuela la querría con todo su corazón. Ayisha esperaba que estuviese en lo cierto.

Él era tan fuerte y tan autosuficiente que no comprendía lo importante que para ella era el gustarle a su abuela; cuánto necesitaba ser parte de una familia. Este país era muy hermoso, y ella se había criado oyendo historias y soñando con Inglaterra, pero también le resultaba muy ajeno a una muchacha que había crecido al calor y al polvo y al brillante y despiadado sol.

Llegaron a la pequeña ciudad de Andover a media mañana, y se detuvieron un momento para cambiar de caballos y refrescarse.

Poco después de salir de Andover, Ayisha vio, al pasar rápidamente, un poste indicador.

¡Foxcotte! —exclamó.

¿Cómo?

Acabo de ver una señal que señalaba hacia Foxcotte. ¿No era ahí donde vivías antes?

La casa de mi abuela, sí. El pueblo de Foxcotte está cerca de aquí —explicó él con voz de aburrimiento—. No he estado allí desde que era niño.

Pero creía que me dijiste... ¿no te pertenece?

Sí.

¿Entonces por qué no has vuelto?

Él se encogió de hombros.

No me interesaba.

¿Quién vive allí ahora?

Nadie.

¿No la tienes alquilada?

Él la miró con expresión fría.

No, ¿por qué iba a hacerlo?

Por nada —contestó Ayisha, muy asombrada de que alguien fuera dueño de una casa a la que no iba y que no usaba. Le parecía un gran despilfarro, pero no era asunto suyo—. ¿Viviremos allí después de que nos casemos?

No, viviremos en mi casa de Londres —dijo él secamente.

Ella asintió, un poco decepcionada. Creía que le agradaría vivir en medio de toda esa frondosa campiña verde, pero por supuesto, si él detestaba Foxcotte, no había nada más que hablar. Aquello le parecía muy raro. Le había dado la impresión de que él había sido muy feliz viviendo con su abuela. Pero el que no hubiera vuelto allí desde que tenía catorce años era señal de opiniones firmes.

Pronto estaremos en Penton Mewsey —comentó Rafe—. Cleeveden está justo al otro lado.

Las dos casas deben de estar muy cerca —aventuró ella, para ocultar los nervios que habían empezado a atenazarle el estómago al oír sus palabras—. Me refiero a Cleeveden y Foxcotte.

Sí, a unas cinco millas de distancia. Así es como mi abuela y la tuya se conocían tan bien de niñas.

Al cabo de un rato el carruaje redujo la velocidad, y el postillón volvió la cabeza y le hizo un gesto a Rafe, que asintió. El coche se metió por una puerta de entrada y subió rápidamente por una lisa avenida de grava.

Bienvenida a Cleeveden —dijo Rafe—. La casa de tu familia.