CAPÍTULO 17
Rafe abrió los ojos con la melancólica media luz que aparece justo antes del alba. Era el momento en que la esperanza caía hasta lo más bajo, cuando los moribundos renunciaban a la lucha y se apagaban.
A Rafe no le afectaba. La noche anterior su vida había cambiado para siempre.
Ayisha estaba hecha un ovillo pegada a él, con los brazos y las piernas entrelazados con los suyos, y, como siempre, con la palma de la mano puesta sobre su corazón.
Nunca dejaba de conmoverlo el cuidado que le demostraba, incluso en sueños.
Aunque llegara a vivir un siglo, nunca olvidaría la imagen de ella saliendo a cubierta, asumiendo un peligro mortal, empuñando sus pistolas y defendiéndolo.
Defendiéndolo.
Una muchacha de diecinueve años defendiendo a un soldado veterano. Eso le daba una absoluta lección de humildad. Sintió un peso en el pecho mientras la miraba. Era tan valiente, tan... preciosa.
Se movió con cuidado para no molestarla y se apoyó en un codo para mirarla mejor. Tenía el corto cabello oscuro alborotado en torno a la cara. Su bella durmiente.
La mañana era fresca, y un delgado hombro asomaba por debajo de las mantas. Sintió el impulso irresistible de inclinarse a besarlo, el deseo de despertarla suavemente, con besos, pero bajo sus oscuras pestañas había tenues ojeras color violeta. Estaba rendida, su pequeña guerrera, después de todo lo que había ocurrido. No la molestaría. Con suavidad, tiró de la manta para taparla.
En sueños parecía tan pequeña e indefensa... Pero Señor, qué valentía había demostrado. El día anterior había matado a tres hombres, y rechazado a quién sabe cuántos.
Pensó en la forma en que le había respondido, afirmando la vida con una pasión que ardía.
Y sin embargo había descubierto que ella era virgen.
¿De modo que a qué venía lo de «Alicia Cleeve está muerta; aquí sólo está Ayisha»?
Había creído que aquello quería decir que la habían violado. A algunas personas las afectaba de esa manera; el único modo de sobrevivir a un acontecimiento horrible era convertirse en alguien distinto, dejar atrás a aquella persona, tomar un nuevo nombre y crear una nueva vida.
No era una violación, gracias a Dios. Pero ¿entonces qué era?
No importaba. Tenía muchos secretos, pero a él le daba igual. Se había entregado a él la noche anterior, y ahora era suya para cuidarla y protegerla... y además tenía toda la intención de cambiarle el nombre otra vez para darle el suyo. Una nueva vida los aguardaba.
Unos lastimeros maullidos procedentes de la cesta le indicaron a Rafe que cierta gatita creía que la habían desatendido demasiado tiempo. Salió de la cama y la dejó salir. Una breve topada en la mano, y el animal fue con paso airado a la bandeja de arena mientras que Rafe volvía a meterse con sigilo en la cama, procurando no molestar a Ayisha.
Cleo examinó el vacío comedero con aire de desaprobación, bebió agua en su bebedero y luego se subió a la cama agarrándose a las mantas (aún era demasiado pequeña como para saltar tan alto). Una vez allí, se sentó sobre el estómago de Rafe y se dedicó a lavarse con delicadeza de la cabeza a los pies.
Cuando terminó su toilette, se trasladó al pecho de Rafe, le dio una topada en la barbilla y lo observó con aire expectante. Él no se movió, de modo que Cleo le dio un golpecito en la barbilla con una suave pata y maulló. Junto a él, Ayisha se removió.
Rafe miró al animal con los ojos entornados.
—Cállate, eso es chantaje —le dijo en un susurro.
Ella lo miró a su vez con los ojos entornados, pero en actitud seductora, y volvió a maullar.
—Callada he dicho —susurró Rafe—. Tu ama está durmiendo.
Empezó a rascar a Cleo detrás de la oreja y fue recompensado con un ronroneo de cachorro, parecido a un sonajero. El ronroneo continuó. Y, poco a poco, Rafe volvió a quedarse dormido, con la gatita hecha un ovillo en el pecho.
A Ayisha la despertó un ronroneo gatuno en la oreja. Abrió los ojos lentamente, y allí estaba Cleo, hecha un ovillo sobre el pecho de Rafe. Parpadeó. ¿Qué hacía allí la gatita? Siempre dormía en su cesta.
—Te dije que no armaras tanto jaleo —retumbó suavemente la grave voz de Rafe.
Ayisha, desconcertada, se frotó los ojos.
Él prosiguió:
—¿Lo ves? La has despertado, y eso supone el destierro por un crimen tan execrable. Vete.
Cogió a la gatita y la puso suavemente en el suelo.
Soñolienta, Ayisha sonrió al verlo hablar tan en serio con el diminuto animal.
—Dichosos los ojos que ven esa sonrisa —dijo Rafe—. Buenos días, cariño.
Se inclinó y la besó; un largo, tranquilo y posesivo beso que despertó en ella todas las sensaciones de la noche anterior.
Sin dejar de besarla, Rafe tiró de ella para acercársela más. Ella lo sintió, caliente y duro, pegado a su vientre.
—No.
Le puso las manos en el pecho y lo empujó hacia atrás.
Él la soltó en el acto, con una arrepentida y apesadumbrada sonrisa.
—Perdona, cariño, dos veces es demasiado para tu primera vez. Debes de estar dolorida.
Ella notó que se ruborizaba y se envolvió en la colcha azul.
—No, no... no es eso. Es que... —inspiró hondo—. No podemos hacerlo otra vez.
Las cejas de Rafe se fruncieron al instante.
—¿Te hice daño?
—No, pero...
Él se relajó.
—Bueno, me pareció que no. Disfrutaste, ¿verdad? Parecía que sí.
La acarició con la mirada.
Ella sintió que se le calentaba la piel todavía más y miró hacia otro sitio. Era difícil decir nada cuando veía que los ojos de Rafe ardían con aquel especial y frío ardor azul. Era algo tan... personal.
—El que disfrutara o no no tiene importancia —dijo ella con firmeza.
—Vaya, creía que algo de importancia tendría —murmuró él.
—No va a volver a ocurrir.
Él se recostó en los paneles de la cabecera de la cama, se cruzó de brazos y la miró con una amplia sonrisa; era evidente que estaba muy satisfecho de sí mismo.
—Sí que va a ocurrir.
Las sábanas le llegaban justo por debajo de su cintura, manteniéndolo en el límite mismo de lo decente. Ayisha apartó la vista, y su mirada se detuvo en una pequeña mancha de sangre que había en la sábana bajera. Su sangre de virgen, pensó, y con discreción le puso encima una esquina de la manta. Por alguna razón, había oído tantas historias acerca de eso que había esperado mucho más. Tanto alboroto por algo tan pequeño.
—No volverá a suceder —insistió—. No a menos que me obligues.
—Sabes que yo nunca haría eso.
Rafe la miró con aquella mirada adormilada, y al instante ella recordó a Laila diciendo que sus ojos la hacían pensar en camas deshechas y largas y ardorosas noches. Ahora sabía lo que quería decir...
Asintió, intentando mantener la mente centrada en el asunto del que hablaban, no en... en las camas deshechas.
—Exacto. Sí.
—¿Y cuando estemos casados?
Estaba muy seguro de que su matrimonio era inevitable. Ayisha dio un suspiro de exasperación.
—Ya hemos hablado de esto. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo... que no vamos a casarnos?
—Ya no vamos a debatir eso —le dijo él; su voz se endureció—. Tú eras virgen. Yo no echo a perder vírgenes y luego me lavo las manos.
—¿Conque estoy echada a perder? —Ella le dirigió una mirada asesina—. No estoy echada a perder en absoluto. Apenas me dolió siquiera, y sólo sangré un poquitín. —Intentó no ruborizarse—. He derramado más sangre pelando verduras.
La expresión dura desapareció del rostro de Rafe. Le brillaron los ojos.
—¿Pelando verduras?
—Ya sabes lo que quiero decir —dijo Ayisha, apurada—. Me encuentro en perfecto estado. Aparte de unas leves punzadas, estoy de maravilla, así que no hablemos más de echar a perder.
—Me alegra mucho saberlo, pero lo has entendido mal —dijo él, con voz, dulce y levemente risueña, pero implacable—. Echada a perder quiere decir que he tomado la virginidad de una muchacha inocente. Y a mi modo de ver, eso significa que nos casaremos... te guste o no. Esto ya no es sólo una cuestión de murmuraciones. Lo ocurrido esta noche podría tener consecuencias.
Ella lo sabía. Por eso había estado intentando mantenerlo a una distancia prudencial. Hasta que toda su determinación se había disuelto en un explosivo instante de furia, miedo y pasión, sumado a la euforia de vencer a la muerte y aprovechar la vida.
Rafe prosiguió:
—No pienso obligarte a ir a la cama, querida, pero no tendré el más mínimo reparo en obligarte a ir al altar. Y como insistas en discutir sobre ello, mandaré llamar al reverendo Payne y al capitán y les ordenaré que nos casen ahora, aquí mismo, con cuarentena o sin cuarentena.
Ayisha clavó los ojos en él. Tenía un gesto adusto en la mandíbula que la desafiaba a que lo hiciera cumplir su fanfarronada. Porque no era una fanfarronada en absoluto.
Los acontecimientos de anoche lo habían cambiado todo, y los dos lo sabían. Ya era hora de decir la verdad.
—Yo no soy quien tú crees —le confesó ella.
—Otra vez no... —dijo él con aire de cansancio—. ¿Y quién eres entonces?
—Mi madre no era lady Cleeve; se llamaba Kati, Kati Machabeli. Era... era la amante de mi padre.
Se produjo un largo silencio mientras él asimilaba lo que había dicho ella. Ayisha intentó descifrar la expresión de su rostro, pero no pudo.
—Kati Machabeli no suena a nombre árabe.
Su voz estaba tranquila y no revelaba nada.
—No, había nacido en Georgia.
—Comprendo. ¿Quién era tu padre?
—Sir Henry Cleeve, desde luego; no te mentí, exactamente... tan sólo no te dije toda la verdad. —Se mordió el labio—. Mi padre com... conoció a mamá una vez que estuvo en Damasco. A ella le pidieron que le hiciera de intérprete porque su am... el hombre con el que mi padre hacía negocios no hablaba inglés ni francés.
—Y tu madre sí. —Rafe recordó que Ayisha decía que también hablaba varios idiomas—. ¿Qué negocio era éste?
—Papá coleccionaba arte y documentos valiosos.
—Y mujeres también, cabe suponer.
—¡No! Él no era así. Mamá era su única amante.
«Que ella supiera», pensó Rafe.
—Se enamoraron. Papá volvió con ella a El Cairo y la instaló en una casa pequeña cerca del mercado. Iba a verla todos los días, pero la dueña era ella; ella tenía las llaves y era su casa.
—Si ella era la dueña, ¿por qué tuviste que vivir en las calles cuando ella murió?
—No he querido decir la dueña en el sentido de propiedad legal, y de todos modos creo que papá vendió esa casita cuando fuimos a vivir a su casa... la que tú alquilaste. Pero él sí que la amaba y mamá lo adoraba. Fueron muy felices juntos, hasta el final de todo.
—Comprendo. —Rafe se quedó pensando lo que Ayisha le había contado—. ¿Y cómo encaja lady Cleeve en todo esto? ¿Le importaba que tu padre tuviera una hermosa amante? Porque era hermosa, imagino.
Ayisha asintió.
—Él no nos llevó a la casa hasta después de que lady Cleeve muriera. Ella nunca supo de nuestra existencia.
Él alzó las cejas.
—¿Cómo lo sabes?
Ella frunció la frente.
—Yo no... nadie me dijo nunca... —Lo miró, desolada—. Es la primera vez que pienso en ello. Esas cosas no se piensan cuando eres un niño. Vaya por Dios, espero que no lo supiera. Sería horrible, saber que tu marido hizo... eso.
Rafe se alegró de que ella no intentara justificarlo. Incluso se alegró de su consternación ante la idea de que la esposa de su padre tal vez supiera de su infidelidad.
Era una práctica muy extendida que los hombres de la clase de sir Henry Cleeve se tomaran los votos matrimoniales a la ligera. Del príncipe regente para abajo, por lo general los caballeros tenían una amante además de una esposa. Algunos incluso alardeaban de ello.
Rafe no. Él se tomaba sus promesas en serio... todas sus promesas. Sería un marido fiel, y esperaba lo mismo a cambio.
—Así que Alicia Cleeve era tu medio hermana. ¿Qué le ocurrió?
—Murió por los mismos días que su madre, de la peste, cuando yo tenía seis años.
—¿Cuántos años tenía?
—Seis. Nos llevábamos un mes. Yo era la más pequeña.
—¿La conociste?
—No, la verdad es que no entendí nada de aquello hasta que fuimos a vivir con papá. E incluso entonces no lo comprendía del todo... no era más que una niña. Sabía que la esposa y la hija anteriores de papá habían muerto, nada más.
—¿Y después de eso tu padre os trasladó a las dos desde la casa que estaba cerca del mercado hasta su primera residencia?
—Sí.
Rafe alzó las cejas. Lo de tener una amante podía entenderlo; muchos hombres lo hacían, tanto casados como solteros. Pero instalar a una amante y a una hija ilegítima en tu casa con tanta desfachatez... ésa era la clase de cosas que provocaba escándalo. Y el escándalo provocaba murmuraciones. Y las murmuraciones volaban, aunque lady Cleeve madre no había sabido nada de aquello.
—¿Qué les pareció eso a los amigos de tu padre?
Ayisha lo miró con expresión perpleja.
—¿Qué quieres decir?
—¿No hubo escándalo, no hubo murmuraciones?
Ella negó con la cabeza.
—No lo sé. No teníamos muchas visitas.
—¿Cómo trataba la gente... me refiero a los amigos de tu padre, no a los tenderos, a tu madre cuando salía?
—Oh, mamá nunca alternaba en sociedad. Era muy tímida y papá nunca le insistía.
«Apuesto a que no», pensó Rafe.
—No es lo que crees. Mamá tenía una mejilla marcada con cicatrices —le explicó Ayisha—. La habían ata... había tenido un accidente. No le gustaba que la gente la viera. Papá me llevaba con él, a veces. Me llevó a clases de música con una señora inglesa un tiempo. —Desvió la mirada y bajó la voz—. Pero si la gente me llamaba Alicia, él no los corregía. Y me decía que yo no los corrigiera tampoco.
Lo miró a los ojos y añadió:
—Ya no voy a hacerlo más. No pienso vivir a la sombra de una niña muerta, no pienso tomar lo que le pertenece a Alicia.
Rafe asintió. La creía. Pensó en la cantidad de veces que le había dicho que era Ayisha, y que Alicia estaba muerta. No era culpa suya que él no creyera la verdad literal. Ella había sido todo lo sincera que podía; había mentido para protegerse, no buscando su beneficio. Nadie le había sacado esta confesión por la fuerza, sólo la había impulsado su sentido del honor y de la propia valía.
Entonces se le ocurrió otra pregunta.
—Cuando tus padres murieron, ¿por qué no fuiste al consulado británico?
—No sabía adónde ir.
La mirada de Ayisha se desvió a un lado, e inmediatamente él supo que allí había algo que ella no tenía intención de contarle.
—Pero...
—No me habrían ayudado.
—¿Por qué no?
Ella se levantó, fue a la ventana y se quedó con la mirada perdida durante un buen rato. Por un momento Rafe creyó que no iba a contárselo, pero al final Ayisha regresó a la mesa, se sentó y prosiguió:
—Unos hombres indeseables entraron en la casa cuando mi madre agonizaba. Papá había muerto para entonces.
—¿Y los criados?
—Todos habían huido al ver que tenían la peste.
—De modo que te quedaste sola con tus padres moribundos.
Ella asintió con un breve movimiento de cabeza.
—Oí decir que robaron en la casa.
Ella empezó a hablar, al tiempo que trazaba complicados e invisibles dibujos en la mesa.
—Entraron después de echar la puerta abajo y se llevaron todo lo que había de valor. Y luego me buscaron... Buscaban a la niña blanca virgen. —Alzó la vista de la mesa—. Supe que se referían a mí.
Rafe apretó la mandíbula. Ella sólo tenía trece años... era una niña. ¿Cómo diablos la había dejado su padre en semejantes circunstancias? Un hombre decente se habría asegurado de que las necesidades de su hija quedaran cubiertas.
—¿Cómo escapaste? —le preguntó en voz baja.
Un rastro de travesura brilló en los ojos de Ayisha.
—Nunca lo creerás.
—Ponme a prueba.
—Me escondí debajo de la cama de mi madre.
—¿Cómo?
—Sí, era un escondite tan evidente que resulta increíble que no me encontraran. Pero mamá estaba muriéndose de la peste, y ella me salvó: abrió los ojos y los maldijo... Hasta ese momento creían que estaba muerta así que se llevaron un susto tremendo. La maldición de una mujer blanca muerta... —Sonrió con pesar—. No tuvieron demasiadas ganas de registrar su habitación muy a fondo.
Por la ventana abierta les llegó el sonido de una lúgubre melodía interpretada con violín, flauta y acordeón.
—¿Qué es esa música? —preguntó ella, volviendo la cabeza.
Con dificultad, Rafe se concentró en el presente. Lo que Ayisha le había contado lo había dejado de piedra.
—La ceremonia del entierro, supongo.
—¿Tan pronto?
Él se encogió de hombros.
—Mejor terminar con ello antes de que llegue el calor.
—Quiero escuchar —dijo ella, y con el desnudo cuerpo envuelto en la sábana fue arrastrando los pies hasta el ojo de buey.
Rafe quería saber más; tenía un montón de preguntas que hacerle, pero podían esperar. Sacó las piernas de la cama, se puso sus calzones color beige, se los abotonó y fue detrás de ella.
Las oraciones sólo eran un retazo de sonido que llevaba la brisa. Un grave coro entonó un himno; las fuertes voces masculinas resonaban por encima de las olas: «Oh Dios, que nos auxiliaste en tiempos pasados.»
Uno por uno fueron diciéndose en voz alta los nombres de los muertos. Ayisha y Rafe oían el ruido de algo que caía al agua cuando cada cuerpo se hundía en el mar.
—Y por consiguiente entregamos este cuerpo a las profundidades marinas.
Keith Carter, Gianni Astuto, Zaid El Mazri, Antonio Palermo...
Rafe no había oído hablar de ninguno de ellos... pero Ayisha sí, y lloró por ellos.
La voz del clérigo seguía con su cantinela:
—Sergio Candeloro...
—Sólo hace seis meses que se casó. Su pobre esposa... —susurró Ayisha.
Tommy Price, Vincent Safari, George Zaloumis...
—Ay, George... —dijo ella en un suspiro—. ¿Recuerdas? ¿El muchachito griego que tenía aquel enternecedor intento de bigote?
—No.
Rafe había estado mirándola a ella, no a los muchachos de raquíticos bigotes.
—Los demás le tomaban el pelo, y él se ruborizaba y les enseñaba los puños. Ahora ya nunca... —Ayisha se interrumpió con un sollozo.
Rafe la rodeó con sus brazos. Había conocido a muchos jóvenes que intentaban dejarse crecer su primer bigote. Demasiados habían muerto en tierra extranjera...
El secreto estaba en no pensar en ello.
—Jem Blythe...
—El muchacho que hizo el arnés de Cleo... —le dijo ella con palabras entrecortadas.
Él la abrazó más fuerte. La había visto con aquellos chicos en cubierta, riendo y charlando con ellos, como si los marineros corrientes no estuvieran por debajo de ella. Claro que estaba acostumbrada a codearse con la chusma de las calles...
No había habido ningún indicio de coqueteo... por parte de ella, al menos. Los marineros se habían apiñado a su alrededor como abejas en torno a un bote de miel, pero ella parecía no darse cuenta del trasfondo sexual. Claro que, dados los años que había estado actuando como un muchacho, probablemente no hubiera puesto a prueba sus capacidades femeninas.
Y además, después de lo de anoche, su inocencia era indiscutible.
Tras la última oración llegó el canto del Salmo vigesimotercero: «El Señor es mi pastor, nada me falta.»
Ayisha lo cantó, con voz afinada y un poco ronca que se quebraba de emoción. Se sabía toda la letra de memoria. Las lágrimas le caían por las mejillas, y cantó con una intensidad que a Rafe le dio que pensar.
—¿Asististe al entierro de tus padres? —preguntó él con voz suave.
Ella negó con la cabeza, y la voz le tembló y se le quebró, pero siguió cantando.
Rafe la estrechó fuerte contra él. Tenía un nudo en la garganta, pero no por los marineros a quienes habían matado los piratas. Ellos habían tenido una muerte decente y honrosa.
Pero Ayisha... Estaba tan llena de vida, tan llena de emoción que daba miedo. ¿Cómo podía abrirse a la pena de aquel modo cuando ya había sufrido tanto?
Los marineros muertos eran poco más que unos extraños a quienes había conocido por casualidad, pero lloraba por ellos, sufría por su muerte y por sus familias. Y por Laila y Alí, a los que había dejado en El Cairo... e incluso por aquel apolillado gato viejo... Él había sido testigo del dolor que había sentido al dejarlos.
Ella amaba con demasiada facilidad, ése era el problema. El amor era el rehén del dolor. Cuanto más se amaba, más dolor se sentía...
Tenía que aprender a protegerse mejor, nada más.
Ayisha salió del baño vestida y sintiéndose limpia y más descansada. El funeral la había agotado, pero el llanto había aflojado algunos de los nudos que había en su interior.
Cruzó el camarote y empezó a quitar la ropa de la cama. Había cierta mancha en la sábana de abajo que tenía que quitar.
—Deja eso —le ordenó él—. Ven a sentarte. No hemos terminado la conversación.
El interrogatorio, más bien... Ayisha intentó no suspirar. Estaba exhausta. Habían sucedido demasiadas cosas en demasiado poco tiempo. Lo que de verdad quería hacer era acurrucarse en aquella cama y dormir una semana entera... pero no podía; y menos después de lo que había ocurrido, con él allí, mirándola con aquellos ojos llenos de preguntas.
Y de ecos del ardor de la noche anterior.
Rafe se vistió con prontitud, se puso las botas, entró en el baño y salió al cabo de un instante con un aspecto tan elegante y pulcro como si su ayuda de cámara lo hubiera atendido. ¿Cómo lo hacía?, se preguntó Ayisha.
Lo único que parecía fuera de lugar era su mandíbula sin afeitar, y para sus adentros ella pensó que resultaba incluso más atractiva así, cubierta de aquella oscura barba incipiente.
Sintió un delicioso hormigueo en la piel al recordar cómo era su contacto; la áspera caricia de aquella barbilla en la suave piel de sus pechos la había hecho querer ronronear como una gata.
Y entonces se recordó que no volvería a suceder.
Se sentó en la butaca, cruzó las manos y esperó. A pesar del agua fría que se había echado en los ojos, aún le dolían por todo lo que había llorado. Se sentía limpia pero decaída.
Rafe se sentó y la miró un buen rato en silencio. Ella se obligó con todas sus fuerzas a quedarse quieta. No tenía ni idea de lo que él estaba pensando, de lo que sentía... pero sin duda podía adivinarlo.
Enfado, traición, desprecio... Lo había puesto en ridículo. No lo había pretendido, pero las circunstancias no le habían dejado otra alternativa.
Ninguna de aquellas emociones se notó en la voz de Rafe cuando éste se dirigió a ella:
—Desde el principio me dijiste que Alicia Cleeve estaba muerta. Sabías que yo no te creía, así que, ¿por qué has esperado hasta ahora para contarme la historia completa? ¿Por qué no me la contaste entonces?
Ayisha le dirigió una mirada de incredulidad.
—¿Confesar mi ilegitimidad? ¿Me habrías llevado a Inglaterra si lo hubiera hecho?
Él frunció el ceño.
—Tú no querías ir a Inglaterra.
Ella meneó la cabeza.
—Papá me hablaba tanto de Inglaterra que siempre quise ir allí.
Él entornó los ojos.
—¿Entonces por qué te negaste a venir conmigo al principio? Recuerdo con toda claridad que amenacé con liarte en una alfombra, aunque gritaras y patalearas, y cargarte en un buque, si fuera preciso. No es que hayas gritado —recalcó en tono irónico.
Ayisha se ruborizó al recordar dónde había intentado darle una patada.
Él prosiguió:
—¿Y por qué me dijiste entonces, aquella primera noche, que Alicia estaba muerta y que aquí sólo estaba Ayisha?
—Porque no quería ir a Inglaterra con engaños, como Alicia.
—Lo hiciste de todos modos.
—Sólo porque me obligaste.
—No. Viniste a bordo por tu propia voluntad, no hizo falta alfombra.
—No me obligaste a propósito, pero le enseñaste aquel dibujo a tantas personas que algunos se dieron cuenta del parecido. Incluso hicieron bromas acerca de que me vestirían de muchacha y me venderían a ti. Y cuando esa broma empezó a difundirse... bueno, los hombres que me habían buscado de niña ataron cabos y vinieron a por mí. Otra vez.
Él la miró con expresión intensa.
—¿Aquellos hombres de la orilla?
Ayisha asintió.
—El cabecilla, el tío de Gadi, era uno de aquellos a los que maldijo mi madre —le dirigió una sarcástica sonrisa sin alegría—. No podía quedarme en Egipto más tiempo.
—Podías haberme contado la verdad entonces. Yo no te habría echado la culpa.
—¿Y me habrías llevado a casa de mi abuela?
—Por supuesto. ¿Por qué no?
Ayisha comprendió que él no había tenido tanto tiempo como ella para pensar bien las cosas.
—Porque ella te envió a que fueras a buscar a su amada nieta, Alicia Cleeve, no a una mocosa ilegítima que su hijo tuvo con una amante extranjera.
Se quedó esperando, pero él permaneció callado, con el rostro impasible como una estatua.
—Disculpa si me equivoco —añadió ella—, pero creo que, por lo general, las abuelas aristocráticas no se dedican a recorrer el mundo buscando algún bastardo perdido que hayan tenido sus hijos... ¿o es que ha cambiado la Inglaterra de mi padre?
Se produjo un largo silencio. Ayisha deseó saber lo que él estaba pensando pero sus ojos se habían vuelto de aquel impenetrable y opaco azul pálido.
—No —contestó Rafe despacio—. Inglaterra no ha cambiado tanto.
Por fortuna algo rompió el silencio: una llamada a la puerta del camarote que los sobresaltó a los dos. Era Higgins con el desayuno.
Rafe metió la bandeja y la destapó. Panceta y huevos, pan tostado con mermelada o miel, y una gran cafetera llena de café italiano, caliente y recién hecho. Incluso había una cabeza de pescado para Cleo, quien mostró su aprobación ante el regalo arrastrándolo hasta detrás de la cesta y gruñendo mientras se lo comía.
Ayisha se sentía vacía. Rafe acababa de confirmar todos sus temores. La hija ilegítima de sir Henry Cleeve no le interesaría a su abuela. Ni a él.
Inspiró hondo. Así sea. Había empezado una vida nueva siendo una niña en las calles. Volvería a hacerlo en Inglaterra.
—¿Qué te apetece primero? —le preguntó Rafe—. ¿Comida o café?
Cortés hasta el final... Como si ella no acabara de confesarle que lo había engañado.
El aroma del café provocaba los sentidos de Ayisha, que de repente se sintió muerta de hambre.
—Café para empezar, por favor.
Él le sirvió una taza de humeante café oscuro, añadió dos terrones de azúcar y un poco de leche, lo removió y le puso la taza en las manos. Sabía exactamente cómo le gustaba a ella. ¿Cómo lo sabía?
Aspiró el aroma del café y le dio un sorbo despacio. Pura ambrosía. Al notar el caliente líquido en ella se sintió más tranquila. Y con más hambre.
Rafe le pasó un plato de panceta y huevos.
—Venga, come —le dijo—. Necesitas alimentarte después de todo lo que has pasado en las últimas veinticuatro horas.
Llevaba razón. Ayisha tenía la mente y el corazón magullados; habían ocurrido tantas cosas en el último día... y noche. Los piratas, la muerte, su primera experiencia con un hombre (probablemente sería la última con éste en particular), el entierro y la revelación de su engaño.
Y además no había comido desde ayer a mediodía. No era de extrañar que estuviera muerta de hambre.
Ojalá no estuviera encinta.
—Panceta, por fin —dijo él en tono de aprobación.
Rafe comió con cuidadoso vigor, con orden pero con apetito. Durante toda la comida, se aseguró cortésmente de que ella tuviera todo cuanto necesitara: sal, más café... Incluso le untó de mantequilla la tostada y luego le pasó la miel.
—Malta es famosa por su miel —le dijo—. Sus abejas son negras y fieras, pero la miel es fuerte y dulce. Pruébala.
Ayisha se puso un poco de dorada miel en el pan tostado. Estaba deliciosa de veras. Sabía a tomillo silvestre y a cítricos, y también a algo especiado.
Menos mal que se lo había contado ahora, se dijo mientras comía la última tostada. Aunque habría sido mejor si se lo hubiera contado antes de que hicieran el amor. Y todavía mejor habría sido que no hubieran hecho el amor siquiera.
No. La verdad es que no lo lamentaba. Dejar a Rafe sin saber cómo era estar con él, sentirlo en lo más hondo, formando parte de ella... Aún le palpitaba el cuerpo con vagos ecos de la noche.
Había sido magnífico, justo como había dicho Laila.
Lo miró mientras él masticaba ruidosamente la última tostada con sus dientes fuertes, blancos y regulares, y supo que, aunque en lo más hondo lloraba la pérdida de lo que pudiera haber sido, aunque muy raras veces la traspasaban agudos flechazos de tristeza, decirle la verdad había sido lo correcto.
Rafe era un hombre decente, franco y honorable.
Si no se lo hubiera contado, inevitablemente aquel secreto habría envenenado poco a poco su matrimonio. Algunas personas echaban tierra sobre su culpabilidad y seguían adelante. Ayisha no.
Aquel secreto habría sido como un hacha que estuviera balanceándose sobre su cabeza todo el tiempo, esperando caer. Mejor una rápida y limpia amputación que una muerte lenta con veneno, se dijo.
Pero aunque era lo correcto, eso no la hacía sentirse mejor.
Ella lo amaba. Lo había perdido. Pero al menos lo había tenido durante una noche.
—¿Has acabado? —preguntó él.
Ayisha echó un vistazo a la mesa, perpleja. No quedaba nada.
Con suavidad, Rafe le quitó de la mano la taza de café vacía. Había estado apretándola contra su pecho como una niña.
Él recogió la bandeja y la dejó lista para cuando volviera Higgins. Ayisha se preguntó si todos los soldados serían tan ordenados.
—Siempre supe que había algo que no me contabas —dijo él, casi despreocupadamente—. Me alegro de saberlo por fin... y antes de que lleguemos a Inglaterra.
Aquello confirmó los peores temores de Ayisha.
—¿Qué harás cuando lleguemos allí? —le preguntó.
—¿A Inglaterra? Dependerá del tiempo que haga. Probablemente alquilaré un coche con postillón.
Ella sabía que un postillón era un hombre que montaba en uno de los caballos de un carruaje y lo llevaba.
—¿Entonces yo viajaré sola?
—¿Sola? Claro que no. —Rafe frunció el ceño—. ¿Por qué imaginabas que te dejaría viajar todo el camino sola?
Ayisha lo miró.
—No estaba segura de que ni siquiera quisieras llevarme a Cleeveden.
—Santo cielo, ¿por quién me tomas? ¿Creías que te soltaría sin más en Southampton y dejaría que te las arreglaras sola?
Su voz era serena.
Ella hizo un gesto avergonzado.
—No me sorprendería.
—Vaya, pues no.
La miró muy serio, y, como siempre, ella deseó saber lo que él estaba pensando
—¿Te preocupa cómo vaya a reaccionar tu abuela cuando le digas que no eres Alicia?
—Desde luego que sí, ¿qué crees tú?
Él frunció el ceño.
—No conozco a tu abuela muy bien, de modo que no puedo asegurarte cómo te recibirá, pero me dio la impresión de ser una mujer cariñosa.
—¿Ah, sí? —inquirió ella en tono cortés. Queriendo decir que no lo creía.
—Sí, y si quieres saber mi opinión, me parece que te cogerá cariño nada más verte.
Ayisha parpadeó al oírlo.
—¿Ah, sí?
—Sí. En todo caso, no sirve de nada preocuparse por algo antes de que suceda. Lo único que puedes hacer es prepararte para lo peor y seguir viviendo en el presente. Ése es el secreto del viejo soldado: no mires hacia adelante y no mires atrás. Sencillamente, vive.
—Y espera hasta que te peguen un tiro —completó ella entre dientes.
—No, haz otros planes, por si acaso —la rectificó él—. Lo importante es no darle vueltas a lo que no se puede cambiar y concentrarse en lo que sí se puede.
Su serena racionalidad estaba empezando a sacarla de quicio. ¿Qué creía que podía cambiar ella en esta situación?
—Bueno, ¿hay más cosas que tengas que decirme, cualquier otro secreto que tal vez quieras sacar a la luz como pretexto para no casarte conmigo? Más vale que nos ocupemos de todos ellos de una vez.
Ayisha se quedó boquiabierta.
—¿Quieres decir...?
Él alzó una elegante ceja.
—¿Esperabas que retrocediera tambaleándome y empezara a quejarme diciendo que me habías traicionado, como en una mala obra de teatro?
Ella lo miró parpadeando.
—Eso esperabas —dijo él—. Lo veo en tus ojos. ¡Qué poco me conoces!... Te hice una promesa y yo cumplo mis promesas.
—¿Aún tienes intención de casarte conmigo?
La voz de Rafe se endureció.
—¿No me expresé con claridad en su momento?
—Sí —contestó ella muy seria—. Pero entonces creías estar pidiéndole matrimonio a Alicia Cleeve.
Rafe negó con la cabeza.
—Yo no conozco a Alicia Cleeve. Te conozco a ti.
Recalcó levemente la palabra «conozco», y Ayisha se acordó del sentido bíblico de la palabra. Desde luego, él la había «conocido» la noche anterior y, como el auténtico caballero que era, iba a aceptar las consecuencias, fuera ella quien fuese.
Porque tal vez estuviese encinta.
Y porque ella se había encerrado en un camarote con él para salvarle la vida, y eso daba lugar a murmuraciones.
Ella lo había engañado, pero a pesar de eso, y aun sabiendo que al casarse con la hija ilegítima de sir Henry Cleeve hacía una boda pésima, iba a casarse con ella de todos modos.
Porque era un caballero de palabra y le había hecho una promesa.
El silencio se prolongó.
—¿De veras deseas casarte conmigo?
—Nada de «deseo»... voy a casarme contigo.
Su tono de voz no admitía discusión.
—¿Por las murmuraciones y porque estoy... echada a perder?
—Las verduras peladas no son más que parte del asunto —dijo él en tono solemne.
—Las verduras pe... —empezó a decir ella, y entonces vio el leve brillo de humor en los ojos de Rafe.
Él se puso más serio.
—Tal vez hayamos puesto en marcha un bebé anoche, y quiero que nuestros hijos nazcan dentro del matrimonio. Supongo que tú también.
—Claro, pero es que...
—Hemos pasado más de diez días encerrados juntos en un pequeño camarote, y nos hemos llevado sorprendentemente bien, teniendo en cuenta las circunstancias. Es un buen augurio para el futuro.
Desde luego aquello no era una declaración de amor. Ayisha suspiró. ¿Qué esperaba?
Él frunció el ceño al ver que seguía callada.
—Y habrá compensaciones —dijo bruscamente—. No te desagradó hacer el amor conmigo anoche, ¿verdad?
Ella se sorprendió sonrojándose y negó con la cabeza.
—Esta noche será mejor —le aseguró él—. La primera vez no siempre es agradable para las mujeres.
Se produjo un breve silencio, que ella se sintió obligada a llenar.
—Fue... agradable —confesó en voz baja.
Había sido más que agradable. Ella no imaginaba que pudiera ser mejor.
—Bueno, entonces no tienes motivo para dudar.
Sus ojos de un azul plateado ardían, imperturbables y opacos.
Ayisha se mordisqueó el labio. Debería rechazar a Rafe. Si tuviese sólo una pizca de valentía, debería rechazarlo. Era lo decoroso.
Pero ella lo amaba. Y no tenía valor para rechazar la perspectiva de pasarse la vida amándolo.
Le había contado la verdad sobre sí misma, y él era lo bastante hombre como para comprender las consecuencias. Probablemente su abuela renegaría de ella; por supuesto el hermano de Rafe la despreciaría, y si la historia salía a la luz, la alta sociedad tal vez murmuraría. No sería fácil.
—Te pido en matrimonio ahora, Ayisha —dijo él con voz tensa—. Aunque se trata de un trámite, no de una pregunta. El resultado ya está decidido. Te casarás conmigo.
Se lo había confesado todo... casi. Si más tarde él lamentaba este arrebato de galantería, era asunto suyo.
Ayisha haría todo lo posible por asegurarse de que no se arrepintiera de haberse casado con ella. Y además iba a amarlo más de lo que lo habían amado en toda su vida.
—Será un honor para mí casarme con usted, señor Ramsey —le dijo con voz suave—. Gracias.
Se produjo un breve silencio.
—Estupendo. Por un instante creí que no ibas a ser sensata. No es que hubiera aceptado ninguna otra respuesta —dijo él con voz enérgica y formal. Se levantó—. Nos casaremos o bien en casa de tu abuela o en Axebridge. Lo decidiremos cuando lleguemos allí.
Queriendo decir, cuando vieran cómo reaccionaba su abuela.
—Lo que tú di... ¡mmff!
Ayisha olvidó lo que iba a decir porque él la había puesto de pie y estaba besándola. De una forma muy poco formal.