CAPÍTULO 2
Corrió hasta llegar al Nilo, la infinita y fluida fuente de vida... y de muerte. Estar cerca del río siempre le infundía cierto consuelo. Y además le servía de recordatorio para no bajar nunca la guardia, porque siempre había cocodrilos...
Dentro y fuera del agua.
Se sentó en la ribera y se abrazó las rodillas, pegadas a la barbilla; luego se quedó mirando fijamente el agua y recordó...
Recordó la madera que se partía bajo los violentos golpes, los cerrojos arrancados a tirones... Las voces graves y ásperas... que anunciaban la llegada de los ladrones. Siempre sabían cuándo atacar.
Todos los criados habían huido a la primera señal de la peste. Su padre estaba muerto y su madre moribunda.
No había nadie para detenerlos. Sólo Ayisha.
Su madre le apretaba la mano con débil insistencia. «Escóndete.» Y señalaba debajo de la cama.
Ayisha se metió rápida y sigilosamente bajo la cama. Se quedó callada como un ratón, atreviéndose apenas a respirar. Por encima de ella su madre respiraba despacio inhalando... espirando... inhalando... espirando...
Dos grandes y sucios pies descalzos se acercaron con cautela a la cama de su madre. Se detuvieron a unos palmos de distancia.
Ayisha contuvo el aliento. El hombre tenía las uñas de los pies retorcidas, gordas y con mugre incrustada.
—Muerta —dijo el dueño de los pies al cabo de un instante.
«Mamá no», pensó Ayisha. Todavía no. Mamá también estaba escondiéndose.
—¿Algún rastro de la niña? —preguntó otro hombre.
—No, pero está aquí.
¿Aquí? Ayisha se preparó, segura de que en cualquier momento la sacaría a rastras de su escondite.
—Seguid buscando. Una niña virgen blanca nos reportará una bonita suma en el mercado de esclavos. Más que todo esto junto.
El hombre sacudió un puñado de las joyas de su madre para que tintinearan.
Y en ese momento su madre abrió los ojos y lo maldijo... con su último aliento.
Ayisha se estremeció, se abrazó las rodillas y clavó la vista en el río, la infinita y eterna corriente. El río lo había visto todo. Nada lo asustaba, nada lo preocupaba... Todo pasaba.
El palpitante corazón de Ayisha fue calmándose. La sensación de náusea pasó.
Era inútil darle vueltas a las cosas que no podía cambiar. Su objetivo era la supervivencia. Había sido imprudente ir a casa de Zamil, pensar en ello le dio miedo y asco. ¿Qué esperaba?
Se puso de pie. Era tarde y había malgastado casi todo el día siguiendo al inglés en lugar de ganarse el sustento.
Hoy sólo había ganado unas pocas monedas. Lo menos que podía hacer era recoger combustible para el siempre hambriento horno de Laila.
Juntó juncos, ramitas y hierbas secas, y estiércol seco de camello. Aquella tarea familiar la alivió. Cuando conoció a Laila, ésta le había dado de comer y Ayisha le había pagado la comida con leña. Eso había formado un vínculo entre ellas.
Qué lejos había llegado desde entonces, pensó. Ya no era aquella niña desesperadamente hambrienta y asustada. Era una mujer y tenía elección... Sólo debía elegir.
El sol estaba bajo en el cielo cuando volvió penosamente a pie con la leña. Seguía pagando la comida con trabajo, pero Laila ya era como de la familia, como una madre. Primero había tomado bajo su protección a Ayisha, y después a Alí. Si no fuera por Omar, los metería en su casa.
La casucha de dos habitaciones y todo cuanto contenía, incluida Laila, pertenecían a Omar, su hermano.
Ayisha entró en el diminuto patio por la puerta de atrás y puso la leña en un ordenado montón junto al horno, listo para la mañana.
«¿Mmrrrau?» Tom, su gato, la saludó como siempre desde la alta tapia que rodeaba el patio. A Tom le gustaba observar el mundo desde las alturas.
Ayisha sonrió mientras el gato se desperezaba, bajaba de un salto y le rodeaba cariñosamente los tobillos. Lo cogió y lo abrazó. El animal ronroneó y le dio una topada en la cabeza.
Ayisha echó un vistazo al jergón que había bajo el banco donde dormía Alí. Estaba vacío.
—¿Dónde está Alí? —le preguntó al gato—. Debería haber vuelto ya.
Llamó con suavidad a la puerta trasera. Ella y Alí rara vez entraban en la casa; Omar no lo permitía. Si la estúpida de Laila quería acoger sucios mendigos callejeros era cosa suya, pero en su casa no entraban, y tampoco estaba dispuesto a gastar ni un céntimo en alimentarlos ni vestirlos.
De modo que Ayisha y Alí dormían en la parte de atrás, debajo de un banco, en un jergón. No estaba tan mal. En invierno, cuando hacía frío, dormían junto al horno, que conservaba algo de calor hasta mucho después de que el fuego se hubiera apagado; Tom dormía a los pies de Ayisha y se los calentaba. Y en verano se estaba más fresco fuera que dentro. Era infinitamente mejor que dormir en las calles.
Laila abrió la puerta. Tenía el labio partido y con una costra de sangre.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó Ayisha.
Como si no lo supiera.
Tras quince años de matrimonio el marido de Laila se la había devuelto a su hermano Omar como si fuera un paquete rechazado. Se había divorciado de ella por su esterilidad. Era el final de todos los sueños de Laila, pues nadie quería a una mujer estéril. Ahora tenía que vivir con Omar, que era estúpido, perezoso y egoísta.
Ayisha lo despreciaba. Trataba a Laila como a la criada más humilde, como si su esterilidad la convirtiera en algo menos que humano.
Laila meneó la cabeza.
—No es nada... Pero se ha llevado todo el dinero de hoy. Y hoy había sido un buen día de ganancias.
Ayisha le echó un vistazo a la casa.
—¿Se ha ido?
—Ah, sí, no volveremos a verlo hasta que se lo haya gastado todo en los burdeles. —Le dirigió a Ayisha una desesperanzada mirada—. Nunca lograremos escapar, nunca.
—Sí —dijo Ayisha con energía, y empezó a aflojar el ladrillo suelto que había en la otra esquina del horno—. Él no sabe nada de esto, ¿verdad? Y aunque te haya robado el dinero, yo tengo algo que añadir.
Soltó el ladrillo de un tirón y del hueco de dentro sacó una bolsita de cuero. Añadió un puñadito de monedas al tesoro y volvió a meterlo en el hueco.
—De modo que seguimos estando en mejor posición que ayer. Un paso más cerca de Alejandría.
El sueño de las dos mujeres era conseguir juntar dinero suficiente para marcharse de El Cairo, sin decírselo a nadie. Volverían a empezar en Alejandría: Omar jamás encontraría a Laila, y nadie iría buscando a Ayisha. Serían libres. Alquilarían una casa y construirían un horno, como habían hecho antes. A la gente de Alejandría le gustarían las empanadas de Laila lo mismo que a la de El Cairo.
Y sin Omar robándoles las ganancias, ¿quién sabe lo que conseguirían? A lo mejor hasta tendrían dinero suficiente como para comprarle a Alí un puesto de aprendiz. Para que no anduviese por las calles y no se saliera del buen camino.
—Laila, Laila, ¿estás ahí? —dijo una mujer en voz alta. Era la vecina.
Abrieron la puerta de la tapia.
—¿Te has enterado? Alí... ¡se lo han llevado! Mi hijo acaba de decírmelo ahora mismo —dijo la vecina.
Junto a ella, Laila dejó escapar un sonido angustiado.
—¿Que se lo ha llevado quién? ¿Qué ha pasado? —se apresuró a preguntar Ayisha.
La vecina tenía tendencia a dramatizarlo todo.
—Alí intentó robarle a un extranjero —explicó la mujer—. Pero el hombre lo atrapó y se lo ha llevado.
—¡Dios mío! —Ayisha supo en seguida de qué extranjero se trataba y qué era lo que había intentado robarle Alí—. Pequeño idiota...
—Le cortarán la mano... —dijo Laila en un susurro, con la cara pálida—. Se convertirá en un lisiado, un pordiosero...
—Si lo hubieran cogido los hombres del pachá, su suerte estaría decidida —convino la vecina—. Pero se lo llevó el extranjero. Quién sabe lo que los extranjeros hacen con los ladrones.
—Eso es una buena noticia —dijo Ayisha; parecía más segura de lo que estaba—. Tal vez le den una paliza, pero su mano estará a salvo. Los ingleses no les cortan las manos a los niños —añadió, esperando que fuera cierto; miró a la vecina—. ¿Adónde se llevó el extranjero a Alí?
—A la casa rosa que está al otro lado del río. La del gran sicomoro.
La antigua casa de Ayisha. No había estado allí desde...
—Conozco el sitio —dijo—. Iré allá y me traeré a Alí conmigo.
—Pero ¿cómo? —preguntó Laila—. No tenemos dinero para pagar, y Omar no querrá...
—Entraré sin que el inglés lo sepa. Encontraré a Alí y se lo robaré también.
Laila le lanzó una mirada a la vecina.
—Pero...
—No pasará nada —le dijo Ayisha—. Todavía hay tiempo antes de que cierren las puertas.
Bajo el gobierno del pachá, como medida simultánea contra la peste y la delincuencia, a la caída de la noche todos los barrios de El Cairo se cerraban con unas puertas a cada extremo de la calle. De noche la gente sólo podía moverse por la ciudad pidiendo a los guardias que abrieran la llave de cada puerta. Una ley adicional obligaba a todo el que saliera de noche a llevar una luz, ya fuera una antorcha o un farol. Por lo menos aquellas medidas habían reducido drásticamente la delincuencia. La peste era otra cuestión.
—Bajaré ahora a casa del inglés y esperaré a que caiga la noche. No te preocupes, Laila. Alí y yo estaremos de vuelta después del amanecer.
Cogió una cuerda de un gancho del patio y se la enrolló en la muñeca.
Siempre llevaba un puñal oculto bajo la blusa. Ahora se ató a la pantorrilla una correa y deslizó otra arma, una fina daga, entre ésta y la piel. Esperaba que la cosa no llegara al punto de tener que usar puñales.
Laila la abrazó.
—Que Alá te guarde.
Ayisha asintió con la cabeza. Nunca había matado a nadie, pero mataría al inglés antes de dejar que la atrapara.
La trampa estaba dispuesta. El niño estaba dormido. Rafe se levantó de la silla que estaba junto a la cama y salió sin hacer ruido, cerrando la puerta tras él.
Se quedó de pie ante las cristaleras abiertas, mirando la aterciopelada noche y respirando hondo. Una luna en cuarto creciente brillaba a través de un vaporoso jirón de nube y convertía el río en una ondulación de seda. El aire nocturno era fresco y húmedo. Una ligera brisa movía las hojas del grande y viejo sicomoro que estaba junto a la tapia, y a Rafe le dio la impresión de que olía el leve aroma especiado del desierto. Aquí la atestada, sucia y polvorienta ciudad parecía estar en la otra punta del mundo en lugar de a media milla de distancia.
De día la antigua casa de sir Henry Cleeve tenía una abandonada y gastada elegancia; de noche se convertía en un lugar de belleza y encanto. Las cigarras chirriaban fuera, en los azufaifos, y el aroma de las rosas de Jericó llegaba suave desde el patio de abajo.
Casi daba pena haberla convertido en una trampa. Casi. Pero alguien había estado siguiéndolo todo el día, lo notaba; lo sentía en el erizado vello del cogote.
Y alguien había enviado a aquel niño a robarle el dibujo.
Como Baxter había dicho, el dibujo y el oro habían despertado interés. Y el interés era una señal prometedora.
Rafe había alquilado la casa Cleeve sólo por tres semanas. La había conseguido en un golpe de suerte. El primer día en El Cairo había ido a ver a Johnny Baxter, el primo de un amigo suyo.
—Johnny es el hombre que necesitas en El Cairo —le había dicho su amigo Bertie—. Él conoce todos los sitios y a toda la gente.
Bertie también le contó que Johnny Baxter había resultado gravemente herido en la Batalla del Nilo y había elegido quedarse en Egipto para morir al sol en lugar de en el hedor de la bodega de un barco.
Pero Baxter no sólo había vivido: había prosperado. Sobrevivió a la ocupación de Egipto por parte de Napoleón y se las había arreglado para pasar desapercibido durante toda la etapa de confusión que vino después. Le encantaba Egipto y tenía intención de acabar sus días allí.
—Y menos mal —le dijo Bertie a Rafe—. Porque se ha vuelto un nativo por completo. Se casó con la mujer que lo acogió cuando estaba herido. Ella murió el año pasado, pero Johnny sigue vistiendo como un árabe, parlotea la jerga nativa y ha hecho una fortuna. No tiene intención de regresar a su país. Mirándolo nadie diría que es un inglés, y menos un ex alumno de Eton... La familia lo ha repudiado, desde luego; resulta embarazoso que un tipo se vuelva un nativo...
»Pero Johnny es buena gente de todas formas. Uña y carne con todos los de allá... desde los mendigos callejeros hasta el sultán o como quiera que se llame el cargo más importante de Egipto. Si alguien puede ponerlo a usted al corriente, ése es Johnny.
Pero cuando Rafe fue a verlo descubrió algo que Bertie no le había comentado: Baxter evitaba la compañía de los europeos.
Al principio se había negado a ver a Rafe. El criado le dijo a éste que no recibía visitas procedentes de Inglaterra, que había dejado atrás el mundo de las visitas matinales de cortesía.
Pero a Rafe no se le daba largas fácilmente. Su experiencia en el ejército le había enseñado que un buen conocimiento de la zona ahorraba mucho tiempo y muchos errores.
Le envió de nuevo su tarjeta, esta vez con un escueto mensaje manuscrito.
Baxter lo recibió vestido de árabe, lo saludó con una silenciosa reverencia y luego pidió en árabe que les sirvieran café. Esperó en silencio, sentado con las piernas cruzadas en un bajo diván, observando a Rafe con mirada perspicaz. Tenía unos cuarenta años y la cara curtida y ligeramente marcada de cicatrices. Quemaduras de pólvora y metralla, se dijo Rafe.
Reconociendo la táctica, Rafe no hizo ningún intento por llenar el silencio, sino que se arrellanó, se relajó y esperó. Cuando llegó el café (una amarga infusión de lodo granujiento que, francamente, le pareció repugnante), se lo bebió de un trago sin decir palabra.
El silencio se prolongó.
Al final Rafe bostezó y dijo:
—Cuando estaba en el colegio jugábamos a un juego parecido a éste, sólo que perdía el primero que parpadeaba. Por lo general ganaba yo. Me gusta mucho competir, ¿sabe?
—Y sin embargo ha hablado usted el primero —dijo Baxter en voz baja.
Rafe se encogió de hombros.
—Hoy en día me canso más fácilmente. Además, estoy harto de juegos pueriles.
Miró a Baxter a los ojos sin pestañear.
Al cabo de un instante Baxter inclinó la cabeza en un gesto de reconocimiento, y el ambiente se relajó. Pidió más café.
Rafe levantó la mano.
—Para mí no, se lo agradezco.
Baxter se puso tenso.
—¿No le agrada mi café?
—No, es horroroso —dijo Rafe tranquilamente.
Se produjo un breve silencio, y luego Baxter soltó una risilla.
—Pocos hombres osarían decirme eso, pero tiene usted mucha razón. Mi cocinero y su familia se marcharon de forma inesperada ayer para volver a su pueblo... ha muerto un pariente, y todavía no he buscado sustituto. ¿Quiere creerlo? Ninguno de mis empleados sabe preparar un café decente.
Se arrellanó y en tono mucho más amistoso añadió:
—Bueno, cuénteme cómo conoció usted al primo Bertie... el único miembro de mi familia que me habla. Los dos estuvieron en la guerra, imagino.
Hablaron de la guerra, y Rafe le dio noticias de su primo. Una vez terminadas las cortesías, le explicó la misión que le habían encomendado.
—Me aconsejaron que pidiera ayuda a los miembros de la comunidad inglesa de aquí.
—¿Y sin embargo usted ignoró el consejo?
Rafe se encogió de hombros.
—Me parece que si la comunidad inglesa supiera algo de la muchacha, hace mucho que la noticia habría trascendido.
Baxter soltó un desdeñoso resoplido.
—Completamente cierto. La mayoría de los de aquí son unos esnobs ignorantes. No saben nada de los habitantes de Egipto y a pesar de todo les encuentran faltas. Me trato con ellos lo menos posible.
Rafe asintió con la cabeza.
—Bertie me dijo que era usted el más indicado para informarme sobre la situación de aquí.
A Baxter le pareció fascinante toda la historia de la hija perdida de sir Henry Cleeve. Convino con Rafe en que, como en la comunidad extranjera no había habido noticias de la muchacha, le convenía más que se pusieran a buscarla los de allí.
—Enseñe ese dibujo por ahí, gástese un poco de oro... eso no tardará en proporcionarle alguna información.
Le habló a Rafe de la casa Cleeve, que estaba desocupada, y le dijo con quién tenía que hablar para alquilarla. También le aconsejó terminar con la búsqueda lo más rápido posible.
—Pues la peste puede convertirse en un problema en los meses más cálidos.
—Lo haré —le aseguró Rafe—. Pretendo estar de vuelta en Inglaterra mucho antes.
—Bien. Además le recomiendo que vaya a ver a Zamil, el mercader de esclavos. Si la muchacha está viva y no se ha sabido nada de ella en seis años, lo más probable es que esté en algún harén. Incalificable, lo sé, y mejor decirle a la anciana que está muerta, pero una joven virgen blanca se vende por un alto precio, y Zamil sólo comercia con artículos de calidad. Dígale que lo envía Baxter.
De modo que había ido a casa de Zamil.
Artículos de calidad... Rafe apretó la mandíbula. Ojalá que la niña del dibujo no hubiera terminado en un lugar como aquél.
Y todo para nada; Zamil se había mostrado poco dispuesto a ayudar.
Rafe tomó un sorbo de brandy y esperó; la tranquilidad de la noche resultaba más perfecta al saber que no duraría.
Desde luego, enseñar el dibujo por ahí y exhibir algo de oro habían despertado interés. Alguien estaba fisgoneando, y debía de haber un motivo.
Había sido extraordinario aquel instante de alerta allá en la plaza del mercado. Saber, sentir que alguien estaba observando, observándolo a él. Con intensa concentración.
El curioso estaba en las sombras de aquella estrecha calleja, y en cuanto Rafe se distrajo, se movió. Pero Rafe no dejó de sentir el hormigueo entre los omóplatos durante todo el día. Estaban siguiéndolo.
Después del mercado pasó lo de aquel pilluelo callejero que había rodeado corriendo la casa, lo había visto, se había dado la vuelta y había salido huyendo como un conejo... eso lo había delatado. Creyó ver al mismo joven en la casa de Zamil, pero no estaba seguro. Y luego el niño, Alí, que había intentado robarle el dibujo.
El hormigueo entre los omóplatos de Rafe se agudizó. Ahora mismo alguien estaba allá fuera, en la oscuridad, observando.
¿Un ladrón? ¿Un asesino? ¿La persona que había enviado a un niño a que hiciera el trabajo de un hombre? El pulso le repiqueteó de expectación.
Lanzó una mirada a Alí, que dormía atado y amordazado en la cama de la habitación contigua.
El encarcelamiento de niños pequeños, carteristas o no, no era algo que a Rafe le agradara, en especial un chavalín tan valiente. Pero el niño era la clave para dar con quien llevaba siguiéndolo todo el día, el primer indicio de que Rafe no había ido hasta tan lejos para nada, como creía... hasta ahora.
El que fuera a por el dibujo en vez de a por su bolsa lo decía todo.
El joven Alí tal vez fuese un carterista incompetente, pero habría sido un buen soldado. No había confesado nada salvo su nombre, aunque Rafe, a través de un intérprete, lo había acribillado a preguntas con bastante intensidad. Con voz temblorosa había afirmado no tener familia, ni casa, ni patrón. Y había insistido, repetidas veces, en que nadie le había pedido que robara la carpeta con los dibujos. Había insistido incluso demasiado, creía Rafe. Pordioserillo valiente...
¿Iría su patrón a buscarlo? El muy cobarde, enviar a un niño pequeño a que pusiera en peligro la mano por un dibujo sin valor...
Aunque estaba claro que no carecía de valor para alguien.
Rafe se alegraba de haber ido a Egipto. Hacía una eternidad que no se sentía tan vivo. Y durante todo el día el sol había caído a plomo sobre él. No se cansaba del sol. Había tenido tanto frío durante tanto tiempo...
Se dispuso a esperar. Llevaba muchísimo tiempo sin hacer guardia.
La luna estaba baja en el cielo del oeste. Rafe se dejó llevar por un triste ensueño, pensando con sombría indignación en el futuro que le había planificado su hermano. Guiado por su obsesión de asegurar la sucesión de los Earls de Axebridge...
De pronto el ruido de algo rascando en los ladrillos de fuera lo puso completamente en alerta.
Sin hacer ruido se colocó en posición junto a la ventana. La habitación estaba abierta a la noche: las labradas persianas de madera estaban recogidas. Rafe se quedó en las tinieblas y esperó.
Una sombra se deslizó silenciosamente por encima del balcón. Una sombra pequeña y menuda. Otro niño, maldita sea. Era mayor que el primero, un joven más que un niño, pero aun así no era un hombre. No era aquel patrón que a esas alturas Rafe ya despreciaba.
Había dejado una lámpara encendida con una llama muy baja en el cuarto de Alí. Por la puerta que se había dejado entreabierta a propósito se veía la forma del niño en la cama. Como un fantasma, el intruso entró por la cristalera abierta y atravesó con sigilo la habitación hacia el niño.
Rafe vislumbró un destello de luz relumbrando del acero. ¡Un puñal! ¿Sería un asesino? Sin pensarlo, saltó hacia adelante y golpeó la mano que sostenía el arma. Una exclamación en voz baja y el puñal cruzó con estrépito el suelo. El muchacho se volvió rápido y soltó una patada... directa hacia los testículos de Rafe.
Rafe se apartó bruscamente y el duro pie chocó sólo contra la parte superior de su muslo. Lo habría desgraciado de haber dado en el blanco. ¡El chaval coceaba como una mula!
El muchacho golpeó con un puño al tiempo que volvía a dar una patada buscando el mismo objetivo. A Rafe tal vez le diera igual la sucesión familiar, pero sí que le importaban sus testículos. Soltando un juramento, derribó al chaval de una patada y dio con él en el suelo.
El muchacho vio el puñal y trató de agarrarlo, pero Rafe lo mandó debajo del sofá de un puntapié. Se dio la vuelta y vio que el muchacho hacía ademán de ir a la ventana. Entonces se lanzó, lo tumbó en el suelo y aterrizó encima de él.
El muchacho se quedó quieto un instante. Rafe oyó sus roncos jadeos mientras intentaba recuperar el aliento; lo había dejado sin respiración. Bien. Le dio la vuelta, pero aunque seguía boqueando como un pez fuera del agua, el joven no paró de dar golpes, soltando puñetazos y patadas, y retorciéndose todo el rato como una condenada anguila en un intento de liberar un pie para ir a por las joyas familiares de Rafe de una vez por todas.
Era pequeño... estaba medio muerto de hambre, sin duda, y aunque luchaba como una fierecilla, su fuerza era irrisoria en comparación con la de Rafe. Aunque de todas formas era suficiente para resultar un condenado fastidio, pensó éste al tiempo que esquivaba otro puñetazo e intentaba agarrarle los puños, que no dejaban de moverse, para someterlo. Necesitaba interrogar al muchacho, pero primero tenía que domarlo.
—No te haré daño si te rindes —le dijo en inglés, y al darse cuenta, lo repitió en francés.
El muchacho enseñó los dientes en algo que Rafe creyó que tal vez fuese una sonrisa. Entonces se relajó un poco y el muchacho arremetió.
«¡Ay!» Aquel pequeño desgraciado lo había mordido... Ya estaba bien. Un rápido y certero puñetazo a la mandíbula lo dejó inconsciente. La cabeza se le cayó hacia atrás y dejó de moverse.
Rafe hizo una mueca. Debía de haberlo golpeado más fuerte de lo que pretendía. Tenía intención de doblegar a aquel diablillo, no de dejarlo fuera de combate.
Se puso en cuclillas, arrodillado a horcajadas sobre el cuerpo boca arriba del muchacho, y contempló a su joven asaltante. A la suave luz que llegaba del otro cuarto sólo vio una cara de golfillo llena de barro. Parecía tener unos quince años, era delgado y vestía tan andrajosamente como Alí. El turbante se le había caído en la pelea y tenía el pelo muy corto, lleno de trasquilones; Rafe se dijo que el muchacho debía de haberse hecho el corte sin ayuda de espejo ni tijeras. No carecía de atractivo. Tal vez incluso se pusiera de moda... el corte «golfillo». Por su parte, él era partidario del estilo «revuelto».
Las facciones del joven, bajo todo aquel barro, eran muy delicadas...
Santo cielo. Si no supiera otra cosa...
Pensó en la falta de músculo del chaval. En la forma en que había sucumbido al mínimo toque en la mandíbula.
Clavó la vista en el pecho del joven. Más liso que una tabla.
Rafe volvió a cambiar de postura hasta sentarse sobre las piernas del chaval. Miró con atención el lugar donde las piernas se unían al torso. Los pantalones eran muy holgados, pero...
Sólo había una manera de saberlo. Bajó la mano y con suavidad la pasó por la base del vientre de su prisionero y entre las piernas... Nada. O mejor dicho, no nada, sino nada de lo que habría estado allí si su joven hubiera sido un muchacho.
Era una muchacha. Y al clavar la vista en sus facciones a la tenue luz pensó que no era cualquier muchacha sin más.
En ese momento ella abrió los ojos con un aleteo y, bruscamente, le espetó en francés:
—¡Guarro pervertido!
En el mismo instante en que Rafe recordó el lugar preciso donde descansaba su mano... y la quitó, ella estalló debajo de él.
Si creía que antes estaba enfadada, eso no era nada comparado con la desesperación con que ahora se enfrentó a él... corcoveando y retorciéndose, dando patadas y mordiendo, pegando puñetazos y arañando.
—Tranquilícese —dijo Rafe jadeando en inglés, mientras intentaba sujetarla sin herirla más—. No voy a hacerle daño, he venido a ayudarla.
Ella siguió peleando.
Él repitió sus palabras en francés, por si el inglés se le había olvidado.
Ella le escupió a la cara.
Él soltó un juramento y le agarró las manos, al tiempo que le trababa las caderas entre los muslos. Sus muslos la aprisionaron sin esfuerzo, pero ella siguió retorciéndose y corcoveando.
—Basta ya, pequeña idiota —dijo Rafe—. Me envía su abuela.
En francés, ella puso en duda la virtud de la madre de Rafe y luego le dijo que se metiera a esa abuela en un lugar anatómicamente imposible. Y después le mordió el brazo. Otra vez.
—¡So brujilla! ¿Quiere que vuelva a darle un puñetazo?
No lo haría. No le había pegado a una mujer en su vida... hasta esta noche. Y eso lo ponía furioso.
Ella corcoveó y, tras soltar una mano, intentó arrancarle los ojos. Rafe se apartó bruscamente y volvió a cogerle la mano, pero no antes de sentir la sangre correrle por el cuello.
—Esto está poniéndose demasiado pesado —dijo con voz crispada.
Podría estrangular sin problema a aquella pequeña gata... y disfrutar haciéndolo. Pero los dos sabían que él llevaba ventaja en todos los sentidos.
Ella no iba a darse por vencida. Sólo había una forma de someterla sin hacerle más daño del que ya le había hecho, y Rafe sabía exactamente qué hacer.
En un veloz movimiento le sujetó todo el cuerpo contra el suelo y lo prensó debajo del suyo; sus poderosos muslos presionaron hacia abajo, apretando los esbeltos y más pequeños muslos de ella. Su gran cuerpo cubría el pequeño cuerpo íntimamente; no corría ni un asomo de aire entre ellos.
Ella forcejeó con frenesí, pero Rafe era más grande, más fuerte y pesaba más; le podía desde todos los puntos de vista.
Se quedó tumbado encima de ella, sin moverse, dejando que su peso hiciera el trabajo y enviándole un silencioso mensaje: era su prisionera.
La cabeza de la joven no paraba de agitarse como loca. Él le cogió la cara entre las manos y se la mantuvo quieta. No se fiaba de que aquellos blancos dientes de perla se acercaran a su piel.
Con los codos le sujetó los brazos. Ella forcejeó en vano y, al darse cuenta de que no podía hacer absolutamente nada, empezó a despotricar con un torrente de lo que Rafe imaginó que sería el más exquisito árabe barriobajero.
Esperó hasta que ella se quedó sin aliento, y entonces dijo:
—Vaya, qué desperdicio, ¿verdad? Yo no hablo árabe.
Al instante ella se pasó al francés.
—Qué encantador —dijo él en tono coloquial—. De modo que sí que entiende usted el inglés...
Deseó poder verle los ojos. La curva de su mejilla era muy bella, y Rafe veía lo suficiente como para saber que tenía la piel cubierta de barro. Aunque su tacto era de seda.
Ella intentó quitárselo de encima a fuerza de sacudidas, pero lo único que ocurrió fue que el cuerpo de él, consciente ya de tener un esbelto cuerpo femenino extremadamente cerca, respondió.
Rafe supo que ella lo sentía también. De repente se quedó quieta y lo llamó guarro pervertido, otra vez en francés.
Él soltó una risilla.
Ella se puso tensa.
—¿Es que no tiene vergüenza? —dijo en francés con voz crispada.
—La verdad es que no. Si le soy sincero, es que estoy encantado de que por ahí abajo todo parezca funcionar bien después del muy decidido ataque de usted a mi masculinidad.
—¿Ataque? —le espetó ella, enojada—. Mire quién fue a hablar.
Eso lo dijo en inglés.
Era el momento que él había estado esperando. Se movió e hizo que los cuerpos de ambos se movieran hasta quedar cara a cara.
—La señorita Alicia Cleeve, supongo.