CAPÍTULO 15

¿De veras le daría usted su primer hijo varón a su hermano para que lo criara? —le preguntó Ayisha mientras daban su último paseo del día. Delante de ellos Cleo, ya acostumbrada a la correa, acechaba una sombra.

¿Cómo? —se sorprendió él.

Aquellos paseos al aire libre, tres veces al día, eran su cabo salvavidas... y no se refería al arnés de seguridad de la gata. Estar encerrado en un camarote con Ayisha era el suplicio de Tántalo; veía, oía, olía, pero no podía tocar ni probar.

Ella se metía en la cama todas las noches con gran decoro, se empeñaba en dormir en el borde exterior de la cama y amenazaba con irse a dormir al suelo sólo con que él se acercase unos centímetros a ella.

Pero en sueños su cuerpo decía otra cosa. En sueños su cuerpo lo buscaba e iba acurrucándose cada vez más cerca, hasta que ella acababa hecha un ovillo pegada a él con la mano puesta sobre su corazón, la mejilla encajada en su hombro y las piernas y brazos abrazados a los de él. En sueños ella era cálida y suave; sólo la separaba de él una promesa... y eso estaba volviéndolo loco. Dormía mal, y se levantaba todas las mañanas duro como una piedra a fuerza de deseo.

Perdone, andaba distraído —dijo—. ¿Qué me ha preguntado?

Usted dijo que iba a darle su primer hijo varón a su hermano para que lo criara.

Dije que Lavinia y mi hermano lo habían acordado. A mí ni siquiera me consultaron.

Bueno, ¿y lo haría usted?

¿Regalar a mi hijo? —Se quedó mirando fijamente el mar un buen rato—. Nunca —dijo en voz baja—. No mientras me quedara aliento para protegerlo.

Ayisha lo tomó del brazo.

¿Y por qué pensaban que usted accedería a semejante cosa?

Rafe meneó la cabeza.

Creo que ellos... más bien que George pensaba que estaba haciéndome un favor. Quizá creyese que como yo no me había establecido, un hijo sería un obstáculo para mí.

Aquéllas habían sido las palabras exactas de George.

Ella frunció el ceño.

¿Qué quiere decir?

Él creía que para mí un hijo supondría un lastre, que me impediría divertirme.

Después de ocho años en la guerra, ciertamente Rafe y los demás se habían dedicado a pasarlo bien y a divertirse por ahí un poco. Pero en el último año la «diversión» había empezado a aburrirlo y se había convertido en algo casi... desesperado.

Ocho años como oficial acostumbraban a un hombre a las responsabilidades, a tener un objetivo en la vida, y deshacerse de aquello era... difícil. Rafe no había pensado mucho en el futuro... Cuando estaba en el ejército incluso había sentido un recelo casi supersticioso. Muchos soldados creían que si uno hacía planes para el futuro, seguro que lo mataban, de modo que él había vivido en el presente.

Pero cuando los combates terminaron por fin y él decidió salir del ejército (no soportaba verse reducido a hacer instrucción en Hyde Park), pensó que se dedicaría a algún tipo de tarea en una de las fincas de la familia. Cuando era niño, varios de sus tíos habían llevado diversos negocios familiares, y creía firmemente que a él se le daría bien.

Enterarse de que todo cuanto tu familia quería de ti... durante el resto de tu vida, era un breve período de servicio de semental fue una bofetada en la cara.

Si hubiera detectado la más mínima voluntad de hostilidad o desprecio por parte de su hermano, Rafe habría devuelto la bofetada... y fuerte. Pero George pensaba que estaba haciéndole un favor. George se había esforzado mucho por encontrar lo que él consideraba la perfecta esposa para Rafe: una que no le diera ningún tipo de problema.

El problema era que a Rafe le gustaban los problemas.

Y aunque resultaba penoso, Rafe no podía rechazar el primer acercamiento cordial de su hermano desde que había muerto su padre. De modo que se había escabullido... a Egipto.

En ese instante Ayisha interrumpió sus pensamientos.

No me refería al hijo. ¿Qué quería decir su hermano con eso que usted no se había establecido?

Es la verdad. Yo no tengo casa estable desde... no sé desde cuándo, en realidad. Desde que era pequeño.

Frunció el ceño, y sólo entonces lo entendió. ¿De verdad hacía tanto tiempo?

Cuando su padre lo despachó.

La forma de decirlo revelaba que comprendía por qué él no despacharía a un hijo suyo nunca jamás. No era que a él le molestara vivir con su abuela... le había encantado vivir en Foxcotte, y además la quería de corazón. Pero saber lo poco que le había importado a su propio padre...

Ningún hijo suyo dudaría nunca de su afecto.

No. Yo vivía con mi abuela, y entonces aquélla era mi casa. Fue después de que ella muriese...

Santo cielo, ¿de veras hacía tanto tiempo que no tenía una casa estable?

Ella lo miró boquiabierta.

Pero si su familia es rica —dijo; parecía muy afligida—. ¿Cómo es que no ha podido tener un hogar?

Rafe se dio cuenta de que Ayisha imaginaba que él había tenido que vivir en las calles, como ella. Se rió y deslizó un brazo en torno a su cintura.

No, está imaginándose usted algo terrible, pero me lo he pasado estupendamente, se lo aseguro. Después de que mi abuela muriese, no fui mucho a Axebridge... la casa de mi padre, que ahora es de George. Durante las vacaciones escolares me quedaba con Gabe y Harry, o con Luke. Y luego el ejército fue mi hogar. Y desde entonces... bueno, me quedo con amigos, y cuando estoy en Londres vivo en mis aposentos alquilados.

¿No puede comprarse una casa?

Él se encogió de hombros.

¿Para qué? Además, sí que poseo una casa... Mi abuela me dejó la suya cuando murió.

No se había enterado de ello hasta que cumplió veintiún años y el abogado de la familia le escribió a España. Su padre había designado un administrador y la casa se había alquilado. No necesitaron a Rafe.

Así que usted tiene un hogar.

No, soy dueño de una casa. No es lo mismo.

Si usted es dueño de una casa, puede tener un hogar —insistió ella—. Conseguir la casa es lo difícil. Convertirla en un hogar es fácil.

¿Ah, sí? —dijo él—. Bueno, pues cuando estemos casados disfrutará usted creando un hogar para los dos.

Ayisha se apartó de él.

Dicen que estaremos en Malta mañana...

Aquello era una advertencia.

En tono brusco, ella añadió: «Yo bajaré primero», y se dirigió hacia la escalerilla.

 

Malta era hermosa: una joyita de isla engastada en resplandecientes aguas color azul celeste. Y, como una joya, su corazón era duro; lo formaban unas enormes fortificaciones que se alzaban desde el mar.

Por supuesto, al estar en cuarentena a ellos no los dejaron desembarcar. Pero a cambio de oro y unas cuantas grandes y excelentes tortugas marinas que habían atrapado los marineros, a bordo llegaron víveres frescos, incluidas varias grandes cestas llenas de fruta.

Ayisha y Rafe paseaban tranquilamente por la cubierta mientras abajo los pasajeros del barco se deleitaban con sopa de tortuga, diversos asados de carne de caza y verduras y frutas frescas, seguidos de quesos locales. De la cocina subían olores tentadores y Rafe tenía hambre, pero tenían que ser pacientes. Recibían la cena después que los demás, pero Higgins se aseguraría de que no les llegaran sólo las sobras.

En la orilla se oía una música que llegaba hasta ellos; alguna festividad o celebración. Ayisha se asomó por encima de la regala y escuchó con avidez, con un pie en alto.

Se caerá usted por la borda como no tenga cuidado —le dijo Rafe.

Era toda elegancia y grácil belleza.

Ella se echó a reír.

¿A que la música es maravillosa? —Cerró los ojos para concentrarse mejor en los sonidos que flotaban sobre el agua en calma del puerto—. ¡Huy... huy! Yo conozco esa canción —exclamó de pronto, entusiasmada—. Es Highland Laddie, y yo sabía tocarla en el pianoforte.

Y tarareando con la melodía, tocó silenciosas notas en la lisa superficie de la regala.

Su sincero disfrute de un placer tan pequeño conmovió a Rafe.

Así que sabe tocar el pianoforte —la animó, confiando en llevarla a abrirse un poco. Muy rara vez hablaba de su pasado.

No, ojalá —dijo ella, sin dejar de teclear mudas notas con gesto serio, aunque también contenta por algo que creía olvidado hacía mucho—. Empecé a dar clase, y me encantaba; era lo mejor... —Cantó un verso y sonrió—. Qué estupendo oír esta canción después de tantos años.

Me parece usted muy competente.

Sí, aunque sólo en la barandilla de un barco —reconoció ella—. Sólo asistí a las clases durante un año y después...

¿Después qué?

Las clases se interrumpieron.

Sus dedos perdieron seguridad y ella los retiró rápidamente en un gesto tímido; y, como si buscase algo que hacer con ellos, se retiró el pelo de la cara.

Se produjo un instante de silencio, roto sólo por el suave chapaleo de las olas y los sonidos procedentes de la ciudad que cruzaban sobre el agua.

¿Qué ocurrió? ¿Se marchó su profesor? ¿O murió?

¿La señora Whittacker? No, que yo sepa sigue viviendo y dando lecciones. —Se encogió de hombros—. Les daba clases a muchos de los niños eur... los niños ingleses y a otros niños que vivían allí, no por el dinero, sino porque le encantaban los niñ... —Con el ceño fruncido, dejó la frase sin terminar—. No; ella decía que era porque le encantaban los niños, pero la verdad es que no creo que eso fuera cierto en absoluto.

Alzó la vista y lo miró.

Me dedicaba tantas atenciones, y me sentía tan bien recibida y tan querida... —dio un suspiro—. Cuando eres una niña crees todo lo que los adultos te dicen —dijo, con voz que sonaba cansada—. Sólo mucho más tarde comprendes que ocurría algo muy distinto...

¿Qué pasó con la señora Whittacker?

Ella hizo un gesto negativo.

Ya no importa.

Satisfaga mi curiosidad, por favor. Quiero saber por qué las lecciones que tanto le gustaban se interrumpieron.

Ella volvió a encogerse de hombros.

Ahora creo que ella tenía cierta debilidad por papá. Tal vez esperara casarse con él... No sé.

¿Su padre de usted no correspondía a sus sentimientos?

No, claro q... —Ayisha dejó la frase sin terminar—. No. ¿Oye usted cuál es ésta?

Se asomó por el costado estirando el cuello para oír la siguiente canción que flotaba en la cálida brisa nocturna, pero Rafe supo que era un pretexto para cambiar de tema. Algo había sucedido con aquellas lecciones, no sólo la decepción de las esperanzas de una viuda. Algo más personal para Ayisha.

Parece usted disgustada.

Ésta no la conozco, pero es bonita, ¿verdad?

Se balanceó al ritmo de la música.

Quedaba claro que estaba decidida a no hablar más del tema. Pero a Rafe la música y sus movimientos le dieron una idea.

Es Strauss —dijo, y le tendió una mano—. ¿Baila usted el vals, señorita Cleeve?

Ella le miró la mano y negó con la cabeza.

¿El vals? No, he visto bailar a la gente... ésa era la otra parte de las lecciones de la señora Whittacker, pero yo no llegué a ella.

Pues yo la enseñaré —dijo, y le tomó las manos.

Ella intentó echarse atrás.

No, no sé.

Miró a su alrededor, avergonzada.

Como de costumbre a la hora en la que daban sus paseos, en la cubierta principal no había ningún marinero. Rafe vio a un par de ellos trabajando en las jarcias; sus oscuras siluetas se recortaban en el cielo de la tarde; también había varios más que se ocupaban de sus tareas en el castillo de proa y en la toldilla. El buque zarparía con la marea de la tarde y no tardaría en haber marineros por todas partes, pero por ahora...

No hay nadie que la vea —la tranquilizó—. Bueno, es así: un, dos, tres; un, dos tres; un, dos, tres...

Ayisha tropezó un poco al principio, pero Rafe era un estupendo bailarín con muchos años de práctica (había servido en el Estado Mayor de Wellington, y el Beau era conocido por su afición a los bailes) y ella no tardó en aprender los pasos.

Tenía los pies muy ligeros y seguía sus indicaciones de forma casi instintiva. Él observó cómo, poco a poco, su expresión cambiaba de una ceñuda concentración a un gesto del tipo: «Me parece que esto puedo hacerlo», hasta que por fin ella alzó la vista y le dirigió una deslumbrante sonrisa.

¡Estoy bailando! —exclamó—. Estoy bailando y es maravi... ¡huy!

Le pisó el pie y, riendo, volvió a poner cara de intensa concentración.

Él no creía que pudiera cansarse de mirarla. La cautelosa expresión que tenía cuando la conoció había desaparecido casi por completo. Volvía siempre que hablaban de su pasado; había algo oscuro e inquietante que ella estaba ocultándole, pero el resto del tiempo... Ayisha era asombrosa.

Dieron vueltas y vueltas en torno a la cubierta hasta que la canción acabó y los dos estuvieron sin aliento.

Rafe la soltó y le hizo una reverencia, jadeando.

Debo de estar haciéndome viejo —bromeó—. Estoy boqueando como un pez. Hubo una época en que cabalgaba todo el día, me pasaba la noche bailando y al día siguiente volvía a cabalgar.

Es la fiebre —le dijo ella en tono serio—. Está usted convaleciente; no debe hacer demasiados esfuerzos. Podría recaer.

Él estuvo pendiente de la siguiente melodía; era algo que no reconoció.

¿Bueno, nos saltamos ésta, my lady?

Volvieron a la regala.

¿De cuándo hablaba usted? —preguntó Ayisha—. Cuando cabalgaba todo el día y bailaba toda la noche.

Era en el ejército. Cualquiera que esté en el Estado Mayor del Lord es... o pronto aprende a ser un consumado bailarín.

¿El Lord? ¿Se refiere usted a su padre?

La pregunta provocó en Rafe una carcajada de sorpresa.

Dios mío, no, yo no sé qué clase de bailarín podría ser mi padre. No me lo imagino rebajándose a realizar algo tan humano. El Lord es como llamábamos a Wellington cuando lo nombraron lord. Eso o el Beau. A él, por supuesto, lo llamábamos «señor» o «my lord».

¿Quiere decir que bailaba usted en la guerra? ¿Cuando era soldado?

Él se rió al ver su expresión.

No se puede luchar todo el tiempo, y además la sorprendería a usted saber cuánto más se consigue en un baile y no en una reunión. Algunos de nuestros partidarios más importantes se los presentaron al Beau en un baile. Las esposas los llevaban a rastras... aunque ellos nunca habrían ido a una reunión.

Comprendo. Sabía que había combatido usted mucho, pero no había pensado en nada más. Imagino que en el baile es donde interviene la diplomacia.

Exacto. Pero Egipto también estuvo implicado en la guerra. ¿Afectó mucho a sus padres la ocupación de Napoleón?

Ella meneó la cabeza.

No lo sé. Era demasiado pequeña, y papá nunca hablaba de eso.

Me sorprende que se quedara. Con una esposa y una hija...

Ella se encogió de hombros.

Hábleme de su padre. ¿De verdad que no bailaba?

Apenas lo conocí siquiera. Me dio unas insignias el día que volví del colegio y...

¿Unas insignias?

Eso quiere decir que me había comprado un nombramiento de oficial en el ejército.

¿El día que volvía usted del colegio?

Ayisha lo miró con expresión preocupada.

Rafe se encogió de hombros.

Es corriente que los hijos menores ingresen en la Iglesia, el cuerpo diplomático o el ejército.

¿Y usted eligió el ejército?

Él vaciló. En realidad no se lo habían consultado. Lo cierto es que para él había supuesto un auténtico golpe el que le dijeran que se marchase el mismo día que había vuelto a casa.

Pero resultó que en el ejército había sido más feliz de lo que había sido nunca en Axebridge. Le había gustado ser soldado. Le agradaba tener un objetivo claro, un papel que importara, y además se le daba bien; le había sorprendido descubrir que se le daba bien luchar, se le daba bien organizar y se le daba bien dirigir hombres. El ejército se había convertido en su hogar.

Y como sus cuatro amigos más íntimos también habían entrado en el ejército tras él, la experiencia militar había consolidado sus amistades de colegial hasta convertirlas en una especie de familia... una familia que duraría toda la vida.

Sí, el ejército me sentó bien —le dijo él—. Bueno, si no me equivoco, ése es otro vals. Creo que nos da tiempo para otro baile tan sólo antes de que tenga usted que bajar a cambiarse.

No —dijo ella; parecía inquieta—. Me parece que ya hemos bailado bastante.

 

Qué raro estar pensando en la señora Whittacker en un momento y un lugar como éste, se dijo Ayisha aquella noche. Seguía despierta en su lado de la cama, esperando oír la respiración profunda y regular que le indicara que Rafe se había dormido. Después ella se dormía también.

No es que no se fiara de él; era hombre de palabra y, como había prometido, no había hecho el menor intento de seducirla.

Al menos en la cama.

Estaba el asuntillo del beso. Y el baile.

El vals era una especie de pequeña posesión, en la que ella se dejaba llevar adonde él quisiera, dominada por él y por la música. Un anticipo...

Cerró los ojos reviviendo el baile. Cuando le había cogido el tranquillo a los pasos, se había dejado ir... y oh, la sensación de dar vueltas en sus brazos, pirueteando con vertiginoso placer, entregándose a la música, a sus fuertes brazos, a su poderoso cuerpo...

Aquello la hacía preguntarse por la máxima posesión entre un hombre y una mujer...

No era de él de quien no se fiaba. Porque se sentía demasiado... totalmente atraída por aquel hombre.

Por eso el recuerdo de la señora Whittacker había llegado oportunamente. Ayisha necesitaba que se lo recordaran. En realidad la había seducido algo más que un simple beso y un baile: era el verse ya casada con Rafe. Estar con él durante el resto de su vida. Durmiendo en la misma cama, pudiendo acariciarlo como quisiera y ser acariciada. Besarlo cuando quisiera, tanto tiempo y con tanta intensidad como soñaba... poder abrirle el corazón y que él le abriera el suyo, compartir esperanzas, sueños y problemas. Y quizá, si Dios les concedía esa bendición, tener hijos con él. Crear un hogar juntos, y una familia. Una familia propia.

Aquélla era la seducción de verdad.

Recordar a la señora Whittacker fue como si le echaran a la cara un cubo de agua fría.

La promesa de Rafe y su ofrecimiento de matrimonio eran para Alicia Cleeve.

La señora Whittacker le había dado a Ayisha la lección de su vida cuando tenía nueve años. Y no fue una lección de música.

Hacía un año que iba a las clases de la señora Whittacker. Su padre la acompañaba allí cada semana y la recogía después. A Ayisha le encantaban las clases y le encantaban aquellos paseos con él. Era casi el único momento en que tenía a su padre para ella.

La señora Whittacker siempre les ofrecía a los dos un té después de clase. Siempre tenía cosas deliciosas para comer: diminutos pasteles glaseados, galletas de ratafía, macaroons y té inglés de verdad.

La señora Whittacker la llamaba «Alice», «Alice querida» o «dulce Alice»... nunca Ayisha. Su padre le había dicho que no debía importarle y que contestara a como quiera que la llamase la señora Whittacker.

Cada mes la señora Whittacker daba lo que ella llamaba una soirée musicale, sólo que era por la tarde. Ayisha no había ido a ninguna, pero estaba enterada de todo. Se invitaba a los mejores alumnos y a sus padres, y los alumnos daban un pequeño concierto. Lo más emocionante del concierto era el momento del dúo.

Cada mes, a dos alumnos especialmente elegidos se les daba una parte del dúo para que se la aprendieran. Tan sólo en el concierto oían cómo sonaba la pieza, cuando se sentaban al teclado con otro alumno y cada uno de ellos tocaba su parte.

Ayisha aún recordaba la emoción que sintió cuando por fin se la invitó a asistir a la soirée y se le concedió el honor de una parte que aprender. ¡Cómo había ensayado, sabiendo que a final de mes interpretaría... su primer concierto, y además, en el codiciado dúo!

Y entonces llegó el primer golpe: su padre y su madre se iban a Jerusalén, así que su padre no asistiría al concierto. Su madre nunca iba a aquella clase de cosas... le daba vergüenza estar delante de la gente, debido a su mejilla marcada. Ayisha siempre lo había aceptado... hasta entonces.

Habrá otros conciertos, querida —le había dicho su padre. Él y su madre estaban muy ilusionados con el viaje.

El segundo golpe llegó cuando su padre dijo que ella no iría a clase mientras él estuviese fuera.

Mirando hacia atrás, Ayisha se daba cuenta de que su padre había sabido lo que hacía. Pero en aquel momento creía que le había arruinado la vida, que jamás volverían a invitarla a una de las soirées musicales de la señora Whittacker, y mucho menos para interpretar un dúo...

Tenía razón, aunque no por los motivos que su personita de nueve años imaginaba.

Sus padres partieron para Jerusalén, pero cuando llegó el momento de su lección de música semanal, Ayisha convenció a una de las sirvientas para que la acompañara. No Ratibe, que solía cuidarla, ni Yiorgi, a quien habían dejado al cuidado de la casa... cualquiera de estos dos tal vez habrían sabido del decreto de su padre, sino Minna: la más joven de las criadas, que era tonta, frívola y divertida.

Era la primera vez que Ayisha desobedecía a su padre. A la señora Whittacker la sorprendió no verlo a él, pero la lección continuó aunque no hubo té después.

La semana siguiente la señora Whittacker le había preguntado por su madre, una pregunta tras otra (antes nunca le había preguntado a Ayisha por nada), y luego había interrumpido la lección diciendo que le dolía la cabeza. A Ayisha no le había parecido raro en aquel momento.

Llegó el día del concierto y ella se puso su mejor ropa. Entró en la sala con un grupo de personas que no conocía.

Siéntate aquí y no te muevas —le dijo la señora Whittacker señalando un asiento en el rincón.

Ayisha había esperado, emocionada e inquieta... Observaba cómo los otros alumnos llegaban con sus padres y sonreían a los otros, y se preguntó quién sería su compañero en el dúo. No conocía a muchos de los niños. Ella los miraba desde su asiento, preguntándose si alguno de ellos se convertiría en amigo suyo. Deseaba muchísimo tener un amigo de su edad.

El concierto empezó. Ayisha escuchó, miró y esperó.

Llegó el intermedio. Todo el mundo bebía té o limonada y comía pasteles. Ayisha se levantó a coger una bebida (estar nerviosa daba sed), pero la señora Whittacker le dijo con voz de enfado: «Te he dicho que te quedes sentada», y ella se sentó.

Nadie se acercó a hablar con ella. Nadie le dijo ni una palabra. Pero notó que había cuchicheos, y además la gente la miraba con disimulo mientras hablaba. ¿Qué había hecho mal?

La segunda parte del concierto llegó a su fin; sólo quedaba un número: el dúo. En ese momento una niña de largos tirabuzones dorados se puso de pie, alisándose su vestido rosa con gesto nervioso. Ayisha se levantó también.

Lo lamento, Susan, querida, tu pareja de dúo no ha venido —dijo la señora Whittacker—. El concierto ha terminado.

Pero... —empezó a decir Ayisha.

Ayisha, ve a esperar a la cocina —le espetó bruscamente la señora Whittacker—. Los demás niños pueden pasar al comedor, donde va a servirse un refrigerio.

Afligida y desconcertada, Ayisha fue a la cocina; Minna estaba esperándola. Los otros criados la miraron fijamente. Nadie habló con ella.

Al cabo de un rato un criado entró y le dijo a Minna:

La señora dice que lleves a esa niña a casa ya.

Sólo tengo que recoger mi mochila de música —dijo Ayisha luchando contra las lágrimas, y volvió corriendo al salón para recogerla.

En el vestíbulo había varios niños, entre ellos aquella niña, Susan, que a juzgar por cómo tenía los ojos había estado llorando. Ayisha se le acercó para consolarla... A ella también la habían privado del momento de gloria para el que había ensayado tanto.

¡Aaaaay! ¡Vete, cochina! —exclamó Susan—. No te atrevas a tocarme.

Ayisha recordaba que se miró el vestido, pensando que debía de habérselo ensuciado en la cocina sin darse cuenta. Pero estaba tan limpio e inmaculado como cuando se lo había puesto. Entonces lo intentó de nuevo.

¡Márchate! —había chillado Susan—. No nos dejan hablar contigo. ¡Ni siquiera tienes que estar aquí!

Al borde de las lágrimas, Ayisha abrió la puerta del salón y oyó que alguien decía:

¿Quién dice usted que era?

Y la señora Whittacker contestó:

Es la hija ilegítima de Henry Cleeve, su cochina pequeña bastarda... y la ha tenido con una esclava, nada menos. No me habían engañado tanto en toda mi vida.

Ayisha no sabía lo que significaban «ilegítima» ni «bastarda», pero por su forma de hablar, sí que supo que la señora Whittacker la odiaba. Igual que todos los demás.

«Cochina pequeña bastarda»... sonaba a moscarda, que ponía huevos en la comida podrida y de ellos salían gusanos.

Ayisha ni siquiera recordaba cómo había llegado a casa. Suponía que Minna la habría encontrado y se la llevó.

Mucho después se había enterado de lo que significaba todo aquello; todos creían que ella era su medio hermana, Alicia, que había muerto. Su padre lo sabía, pero había pensado que su presencia evitaría que se descubriera.

Era una lección que ella no había olvidado: la música, el concierto, la amistad... incluso los pasteles tenían como destinataria a Alicia Cleeve, no a Ayisha. Nada era para Ayisha.

El ofrecimiento de matrimonio del hombre que estaba tendido junto a ella en la cama también era para Alicia Cleeve, la hija de un baronet y una lady.

Oh, él quería a Ayisha, ella lo sabía... y quizá incluso llegase a amarla. Su padre había amado a su madre... ella era todo su mundo.

Pero en el mundo de Rafe, el mundo de verdad, el hijo de un caballero jamás se casaría con la hija ilegítima de una esclava... no a sabiendas. No a menos que ella lo engañara.

Si se quedaba con él, si cedía ante él, él la haría su amante... tal vez su amada amante. Y los hijos de Ayisha serían bastardos.

Pero ningún hijo de ella iba a oír nunca a nadie decir: «Es el bastardo de Rafe Ramsey, su cochino pequeño bastardo...»

Siempre quedaba el recurso del ofrecimiento que había hecho el capitán de casarlos. El reverendo Payne también se había ofrecido a oficiar la boda según los ritos de la Iglesia anglicana.

Pero Ayisha no lo engañaría para que se casase con ella. Estaba segura de que él llegaría a odiarla por ello, y eso sería insoportable. Preferiría vivir sin él que vivir con él despreciada por mentirosa. O como si fuera una rueda de molino atada a su cuello.

De modo que iba a tener que decírselo. Y pronto, o Rafe se enfadaría por hacer el ridículo una y otra vez al ofrecerse a casarse con ella, basándose en una suposición falsa.

Se dio la vuelta en la cama y lo miró dormir; su ancho pecho subía y bajaba.

¿Cómo iba a compartir cama con un hombre que supiera que lo había puesto en ridículo? ¿Y si se enfurecía? Era un camarote muy pequeño. Ayisha no temía que él le hiciera daño físicamente, pero sería de lo más incómodo tener que seguir compartiendo espacio de forma tan íntima con un hombre que la despreciara.

O con un hombre empeñado en hacerla su amante.

Se dijo que esperaría hasta estar libre de la cuarentena. Entonces le diría la verdad. Y hasta entonces mantendría a Rafe a una distancia prudencial. No más valses en cubierta a la luz de la luna.

 

La tarde siguiente, cuando estaban dando su acostumbrado paseo vespertino por cubierta, un marinero corrió hacia ellos gritando:

Señor, señorita, órdenes del capitán: tienen que ir inmediatamente a su alojamiento y encerrarse.

Tras él, las cubiertas hervían de actividad, llenas de marineros que corrían por todas partes, izando más velas... y sacando con estruendo los grandes cañones.

¿Qué sucede? —preguntó Rafe.

El hombre señaló con la cabeza hacia el sur.

Piratas, señor, que se acercan a nosotros rápido por detrás. Y ahora hagan el favor de bajar y enciérrense. Esto va a ponerse feo.

Ayisha cogió a Cleo. Rafe la tomó del brazo y bajaron a toda prisa.

Mientras Ayisha metía la gatita en la cesta, él se apresuró a comprobar sus pistolas. Se volvió hacia Ayisha.

¿Ha usado usted una pistola alguna vez?

No, pero aprenderé.

Pálida pero serena en apariencia, tendió la mano para coger una.

Bien. Las pistolas están cargadas. Sólo hay que amartillar el percutor... con cuidado, echarlo atrás del todo... así... —Le hizo una demostración en una pistola y ella lo imitó en la otra—. Sí, exacto. Y luego apuntar con ella al pecho de un hombre y apretar el gatillo. Y no vacile en tirar a matar; un hombre herido todavía puede seguir luchando. ¿Conforme?

Ella asintió. Parecía muerta de miedo, pero tenía apretada la mandíbula. Era magnífica.

Bien —Rafe volvió a colocar la pistola en el estuche, abrió el baúl y sacó la espada damasquinada—. Bueno, enciérrese. Yo subo a pelear contra los piratas.

Ayisha le cogió el brazo.

Pero está usted demasiado débil para luchar con una espada... apenas se le ha pasado la fiebre. Llévese las pistolas.

No, quédeselas usted. Estaré bien. Soy soldado, ¿recuerda?

Pues espere, ¡yo voy también!

No. —La ciñó con un brazo y le dio un firme y posesivo beso—. Es demasiado peligroso. Quédese en el camarote.

Se fue, cerrando de un portazo tras él. «¡Eche el pestillo!», gritó, y corrió hacia la escalerilla.