CAPÍTULO 5

Entró en la sala sola, y al instante se vio arrastrada de nuevo al pasado. Allí estaba la pesada lámpara de latón colgando del techo; recordó cómo oscilaba ligeramente, haciendo bailotear las sombras.

También estaban los abanicos que su padre había improvisado, parecidos a los que tenían en la India. Hasta la vieja alfombra persa que había en el suelo de baldosas era la misma, aunque un poco más desvaída y gastada.

El olor era distinto; no quedaba ni rastro del cigarro que solía fumar su padre cada noche. La habitación estaba pintada de verde claro en lugar de crema, y parte del mobiliario había cambiado. Salvo eso, estaba igual.

Como siempre, se dirigió hacia la estantería. Para su asombro quedaban muchos libros de su padre, aunque ya estaban muy gastados, con los lomos resquebrajados y las letras de los títulos desdibujadas. Los habían leído las distintas personas que habían vivido en la casa desde entonces, personas que no adoraban los libros como su padre, que los cuidaban menos que él.

Pasó los dedos con suavidad por algunos de los títulos que se habían quedado olvidados, acariciando los libros que recordaba, unos cuantos que le encantaban. ¿Cuánto tiempo hacía que no leía un cuento?

¿Viejos amigos?

La grave voz que sonó detrás de ella la asustó. Ayisha se dio la vuelta y se encontró al inglés de pie cerca, tan cerca que olió su limpio e inconfundible aroma, el fresco y penetrante olor a agua de colonia y ropa limpia secada al sol... y algo más oscuro, más masculino por debajo. Un olor que la hacía querer inclinarse hacia él, apoyarse en aquel ancho y fuerte pecho y...

Tragó saliva y retrocedió para poner cierta distancia entre ella y los libros, entre ella y este leve y atractivo aroma que le causaba tanta inquietud.

Fingió entenderlo mal.

¿Amigos? No, estaba mirando los libros y los bonitos dibujos. —Acarició las letras doradas—. ¿Es oro de verdad?

Sí, y además estoy bastante seguro de que sabe leer usted esos «bonitos dibujos» también. No le ha costado encontrar la sala.

Ella se encogió de hombros.

No era difícil de encontrar.

No, y menos para alguien que antes vivía aquí.

Ayisha se apartó de la estantería. No se había dado cuenta de cuánto echaba de menos los libros hasta que vio éstos de nuevo.

Supongo que la habitación le ha evocado unos cuantos recuerdos.

Sin atreverse a responder, Ayisha se encogió de hombros con gesto indiferente. Lo de evocar sí que era verdad; tenía que tranquilizarse de nuevo, recuperar el control. Protegerse. Rechazar a aquel hombre.

Él le señaló una butaca, pero allí era donde a la madre de Ayisha le gustaba sentarse a bordar, de modo que en su lugar ella escogió una ligera butaca de ratán. El inglés se sentó enfrente en un sillón grande, profusamente tallado: el asiento preferido de su padre. Ayisha buscó con los ojos el escabel donde ella se sentaba cuando su padre le daba clase, pero no se veía por ningún sitio.

Bueno, señorita Cleeve...

Me llamo Ayisha —lo interrumpió—. No soy quien usted cree que soy y no tengo intención de ir a Inglaterra con usted.

Hala. Ya estaba dicho.

Él se echó hacia atrás, cruzó las largas piernas, la miró con aquellos penetrantes ojos azules y dijo:

¿Por qué no?

¿Por qué no? —repitió ella—. Porque, como le he dicho, no soy quien usted cree...

Sí, sí, ya he oído todo eso antes, pero aunque no sea usted de verdad la señorita Cleeve, ¿por qué no viene conmigo a Inglaterra, donde la esperan la riqueza y las comodidades?

Ayisha clavó la vista en él, perpleja.

No lo comprendo.

Usted es pobre, está a un paso de la inanición, vive en las calles...

¡Yo no vivo en las calles!

Pues se le parece bastante, según mi punto de vista. Usted roba para hacer llegar el dine...

¡Yo no robo! —protestó ella, enfadada.

Anoche entró usted en una casa particular, armada con dos puñales...

Porque usted secuestró a un niño.

Salvé a un niño de que lo castigaran por ladrón. Imagino que lo envió usted a robar el dibujo...

¡Yo no hice tal cosa! Jamás lo animaría a robar. ¡Le dije que no se acercara a usted! Le prohibí terminantemente que lo siguiese a usted siquiera y...

Aun así él intentó robar el dibujo de usted.

Ella se mordió el labio.

Creo que aquí el castigo por robar es bastante riguroso. Cortan una mano, ¿no? Según me dicen, el pachá, Muhammad Alí, gobierna un país muy estricto y muy respetuoso con la ley.

Ayisha tragó saliva; no tenía respuesta para su acusación. No había enviado a Alí a robar, pero ella era el motivo por el que el niño había sentido la tentación de hacerlo.

Así que —prosiguió él— vive usted en la pobreza, en un país que no es el suyo...

He nacido aquí.

Él estampó el puño en el brazo del sillón.

¡Su padre era un inglés... un baronet, caramba, y usted sabe perfectamente que su sitio está en Inglaterra con su abuela! ¡Tiene usted diecinueve años, por el amor de Dios!

Ella apartó la vista, desconcertada por su enfado y también irritada. ¿Por qué tenía que estar furioso? A quien estaban intimidando era a ella.

En aquel mismo instante se sintió avergonzada de sí misma; aquel hombre no era un matón. Lo único que ocurría era que no tenía respuestas para él... ninguna respuesta que no fuese a hacer su vida aún peor de lo que él decía.

En tono duro y sin alterar la voz, el inglés continuó:

Pero ¿usted se ha visto? Está medio muerta de hambre, vive una vida en la que tiene que disfrazarse de muchacho por su propia seguridad, corriendo el riesgo de que la descubran y de que ocurra un desastre... y sin embargo cuando se le ofrece un hogar, una fortuna y una vida nueva, cómoda y segura, usted la rechaza. Sin ni siquiera pensárselo un momento. ¿Por qué?

Ella frunció el ceño.

Sigue usted sin comprender, ¿verdad? Una impostora no dudaría ni un momento. Una astuta ladronzuela callejera...

Yo no robo —dijo Ayisha automáticamente, pero él no le hizo caso.

Una astuta ladronzuela callejera oportunista aceptaría mi oferta en seguida. ¿Verdad, señorita «No me llame Cleeve»?

Se puso cómodo en el sillón sin dejar de taladrarla con aquella azulísima mirada.

El silencio se prolongó.

Ha dicho usted que había una fortuna —dijo ella por fin—. ¿Cuánto?

Intentó parecer ávida y maniobrera.

Él echó atrás la cabeza y se rió al oírla.

No intente nunca ganarse la vida en un escenario: no triunfaría como actriz. Ha reaccionado usted mal y demasiado tarde, querida. —Se inclinó hacia ella—. Anoche, cuando hablábamos, observé su cara. Cuando le dije que su abuela se sentía sola y buscaba una familia, usted se conmovió sinceramente.

Ayisha hizo un gesto de negación.

La voz del inglés se volvió más grave.

Usted intentó ocultarlo, pero yo lo vi: estaba conmovida, y mucho. Y luego, cuando comenté que ella tenía una fortuna, usted apenas pestañeó; sólo estaba esperando a que yo dejara de hablar para decirme que Alicia estaba muerta y que aquí sólo estaba Ayisha.

Es verdad —le dijo ella.

Vio que él no lo creía. El problema era que ninguna explicación que ella le diese tendría lógica... menos la verdad. Y la verdad era demasiado peligrosa.

El inglés se arrellanó como si esperara que le contaran un cuento.

Muy bien —dijo—. Explíquemelo. Si le digo a su abuela que he encontrado a su nieta perdida hace mucho tiempo pero que no se la llevo, necesitaré un motivo condenadamente bueno.

Ella apretó la mandíbula.

Ya le he dicho lo que tiene que decirle: que Alicia Cleeve está muerta.

Pero usted no.

Ayisha meneó la cabeza.

Ya está bien de esta tontería: nada de lo que usted diga o haga me convencerá de que no es Alicia Cleeve, de modo que vamos a acabar de una vez con estas evasivas sin sentido. ¿Qué le ocurrió a usted después de que muriera su padre, Alicia?

Esperó. Y esperó.

Ella se volvió de lado para no tener que mirar aquellos ojos azules.

Entonces Rafe siguió hablando.

Me han contado que los criados abandonaron la casa. Debió de darle a usted mucho miedo que la dejaran completamente sola con su padre, que yacía muerto en la cama.

Ayisha intentó no pensar en aquello.

¿Enfermó usted también? Sé que encontraron dos cuerpos allí: sir Henry y una mujer... una especie de criada, me dij...

Ella lo interrumpió.

Yo nunca me pongo enferma.

«Una especie de criada.» El epitafio de su madre.

¿Así que se marchó usted porque tenía miedo de enfermar?

El silencio se prolongó. Y aquella intensa mirada azul sin dejar de taladrarla todo el rato.

Ya le he dicho que no me pongo enferma —volvió a decir ella por fin, incapaz de soportar el silencio.

Él asintió con la cabeza.

Entiendo. Pero no comprendo por qué se marchó. ¿Por qué no esperar a que viniese alguien... las autoridades locales, alguien del consulado británico? Ellos habrían velado por usted.

Ayisha se esforzó por que no se le trasluciera la emoción en la cara. Un torbellino de recuerdos la atravesó, evocados por esa habitación, por las preguntas de aquel hombre... Imágenes que ella se había esforzado muchísimo por encerrar. La visión del cuerpo de su padre muerto, torturado por la enfermedad y rígido. Y su madre, tan desconsolada, enferma también, pero alisando una y otra vez la blanca sábana de algodón que lo cubría, absolutamente desesperada ...

Ayisha cogió un cojín y empezó a juguetear con los flecos.

No sé de qué me habla. Yo no estaba aquí.

Evitó su mirada porque sabía que no se le daba bien mentir. La gente siempre la pillaba cuando intentaba decir una mentira. Sabía representar una mentira, eso no era problema, pero cuando se trataba de mirar a los ojos a alguien y decirle falsas palabras... era malísima. Se sentía culpable, de modo que también parecía culpable.

Daba igual. Él se negaba a creerla.

Pero ¿por qué marcharse de la casa? Habría estado usted más segura... —Rafe dejó la frase sin terminar y su mirada se agudizó como si acabara de pensar en algo... o de leerle los pensamientos. Se inclinó hacia adelante—. Ya no se sentía usted segura en la casa.

Claro que no se sentía segura. ¿Por qué, si no, se habría marchado? Ayisha le lanzó una mirada inexpresiva y recogió las piernas debajo de ella en la butaca.

En el consulado me dijeron que la casa estaba abandonada y que habían robado en ella en algún momento. ¿Fue eso? ¿Estaba usted allí cuando los ladrones entraron?

Ayisha no contestó; se limitó a toquetear los flecos con un gesto helado en la cara y los ojos bajos, intentando con todas sus fuerzas concentrarse en el cojín.

En vez de eso vio los grandes pies descalzos y sucios que se acercaban a la cama de su madre... y se detenían... sólo a unas pulgadas de distancia de su propia cara... las uñas de los pies de aquel hombre, retorcidas, gordas, con mugre incrustada...

Llevaba echada allí no sabía cuánto tiempo, sin atreverse a respirar, segura de que en cualquier momento la sacarían a rastras de su escondite.

Como le ocurría en las pesadillas que tenía desde aquella horrible noche.

Ayisha, ¿vinieron unos hombres y... le hicieron daño? —preguntó Rafe con afecto.

Ayisha sentía el hormigueo de unas lágrimas inexplicables, pero parpadeó para contenerlas. La suavidad de aquella grave voz era insidiosa. Era un grave canto de sirena que la engatusaba, que la tentaba para que confiase en él, para que se lo contara todo, para que lo dejase cuidar de ella. Pero si lo hacía, se dijo a sí misma con vehemencia, la lucha de aquellos seis años habría sido inútil.

Bruscamente, dijo:

No me han violado, si eso es lo que usted está pensando.

Aquella noche no había corrido ningún peligro de violación... al contrario.

«Seguid buscando. Estará en algún sitio... no tiene ningún otro lugar adonde ir. Por una niña-virgen blanca pagarán una bonita suma en casa de Zamil.»

Por entonces ni sabía lo que era una virgen, pero sabía que se referían a ella. Y que la casa de Zamil era el mercado de esclavos... de esclavos muy especiales.

El inglés insistió.

¿Entonces por qué no fue usted al consulado británico?

Porque no creía que fuera a estar más segura con los del consulado que con los ladrones. La ley inglesa no valía en Egipto, sólo la ley del pachá, así que para Ayisha el resultado final habría sido más o menos el mismo. Como sería si este inglés descubría la verdad sobre ella.

Ayisha no se convertiría en un objeto.

Metió de un empujón el cojín en el lado de la butaca.

No tengo intención de ir a Inglaterra con usted, y esta conversación no tiene sentido.

Descruzó las piernas y empezó a levantarse.

Lady Cleeve la necesita a usted.

No —repuso ella rápidamente—. Ni siquiera me conoce. Sin embargo aquí hay personas que sí me necesitan, de modo que...

¿Quién? ¿Alí? Puede usted llevárselo consigo a Inglaterra. Enviarlo al colegio...

Ella dio un resoplido desdeñoso.

¿Y que lo traten como a un «sucio nativo» el resto de su vida? Me parece que no.

Pero...

Además, ya me imagino a Alí en un estricto internado inglés: lo aborrecería. No, el lugar de Alí es éste. Y el mío también.

¿Eso es lo que la preocupa? —insistió él—. ¿Que los ingleses no la respeten? Porque tal vez Alí se encontrara con esas actitudes... aunque no todo el mundo en Inglaterra es tan cerrado de miras, pero con usted no será así. Usted es la hija de sir Henry y lady Cleeve, y nieta de la lady viud...

Ayisha se puso tensa al oír sus palabras. Sí, allí estaba el quid de la cuestión: «la hija de lady Cleeve». Algo que no era.

No. Imposible. Tengo responsabilidades aquí, y nada de lo que usted diga me convencerá para que me vaya. Dígale a la anciana que Alicia Cleeve está muerta.

Después de todo era la verdad, pensó.

Y ahora —dijo, ya de pie y con las manos apoyadas en las caderas—, ¿quiere liberarme?

Él alzó una sola ceja oscura.

No era consciente de que fuese usted una prisionera.

Ah —dijo ella—. Bien. Pues me marcho.

Tenía que irse, verse libre de la perturbadora presencia de aquel hombre para pensar bien las cosas con la cabeza despejada.

Fue con paso airado hasta la puerta, la abrió de un tirón y se detuvo un instante.

¿Qué haría usted si yo desapareciera?

Ah, no sé —dijo él en tono distraído—. A lo mejor enviar a los hombres del pachá a buscarla.

Ayisha palideció.

Usted no haría eso.

Rafe sonrió.

Es probable que no, pero yo no lo intentaría si fuera usted. En el ejército mis hombres confiaban en mí porque sabían que cumplía mi palabra. También se daban cuenta de que yo era un implacable malnacido que haría cuanto fuera preciso para conseguir mis propósitos, y que era más fácil estar de acuerdo conmigo que oponerse a mí. Le prometí a lady Cleeve que haría todo lo posible por encontrar a su nieta y llevarla a casa. Y lo haré —dejó que ella asimilara sus palabras—. De modo que la veré en la cena, esta noche.

Ayisha clavó la vista en él con incredulidad. ¿Acababa de amenazar con enviar a los hombres del pachá tras ella y ahora la invitaba en tono informal a cenar?

No, no me verá.

No tenía intención de entretenerse en la guarida de aquel demonio ni un instante más de lo necesario.

¿Tiene otro compromiso? Qué lástima, la echarán de menos.

Ella frunció el ceño.

¿Quién me echará de menos?

Su amiga Laila y el joven Alí.

¿Cómo?

Los he invitado a cenar. Justo después de la puesta de sol.

El inglés sonrió otra vez con aquella leve e irritante sonrisa. Una sonrisa que la invitaba a discutir y al mismo tiempo proclamaba, engreída, que no ganaría.

No vendrán.

Laila se moriría de curiosidad, y Alí pondría por las nubes aquellas salchichas, pero Laila no iba a ir en ningún caso.

Huy, yo creo que sí.

No. Las virtuosas mujeres árabes no comen en compañía de hombres desconocidos, en particular de extranjeros desconocidos —lo informó ella con altivez.

Era un alivio que Laila no fuera a verlo; probablemente estaría de acuerdo con aquel hombre y animaría a Ayisha a que se fuese con él. Laila sentía debilidad por los hombres bien parecidos.

Laila no comprendía el peligro que él representaba. Pensaba que una mentirijilla era inofensiva y creería que el inglés era inofensivo. Sólo vería a un hombre guapo que quería llevarse a Ayisha a vivir una vida mejor. Y a una solitaria abuela que necesitaba una familia que la cuidara en su vejez.

Laila no vería la amenaza que este hombre representaba para Ayisha... en todos los sentidos. No se sentiría como si aquellos ojos azules partieran de un tajo todas sus defensas, dejándola desnuda y vulnerable.

Qué lástima. Estaba deseando conocerla.

Él no parecía excesivamente disgustado.

En ese momento se inclinó, le tomó una mano y se quedó mirándola: aquella pequeña mano morena cogida en su mano grande y de elegante modelado. Las manos de aquel hombre eran fuertes, Ayisha lo sabía, lo bastante como para sujetarla bien al borde de un precipicio, pero tenía las uñas limpias, brillantes y suaves. Las de ella estaban descuidadas y sucias. Avergonzada, intentó sacarla de su agarrón.

Y entonces él hizo algo asombroso: alzó la mano de ella y apretó con firmeza los labios contra el dorso de sus dedos.

Adieu, señorita Cleeve.

Sus labios eran cálidos y firmes. Un hormigueo le subió por todo el brazo. Sorprendida, Ayisha clavó la mirada en su propia mano, la retiró rápidamente y puso en orden sus ideas.

Adieu no —dijo con firmeza—, sino adiós, señor Ramsey.

Hizo girar el pomo de la puerta principal. No tenía echada la llave. Salió, esperando que en cualquier instante él voliese a agarrarla, y, una vez fuera se volvió y le echó una ojeada.

Él hizo una elegante reverencia.

Adieu —repitió con una exasperante media sonrisa.

Ayisha caminó con paso solemne hasta la verja principal que, para su sorpresa, tampoco estaba cerrada con llave. La cerró con cuidado al salir, comprobó que él no la viera ya y entonces echó a correr.