CAPÍTULO 12
Ayisha se esforzó por poner de pie otra vez a Rafe. Higgins la ayudó.
—¿A qué se refiere esa mujer, señorita? Supongo que no será la peste, ¿no?
—Claro que sí. En Egipto la peste siempre está con nosotros —afirmó ella mientras conducía a Rafe hacia su camarote—. Vamos, ayúdeme... camine —lo animó.
Tambaleándose, Rafe dio unos cuantos pasos al tiempo que hablaba entre dientes. Estaba ardiendo y tiritando al mismo tiempo.
Higgins clavó la vista en ella.
—¿Se refiere usted a la peste? ¿La peste bubónica?
—Sí, es muy frecuente por aquí, pero es peor en verano. Ayúdeme a pasarlo por la puerta. Entre usted primero y yo intentaré sujetarlo.
—Pero la peste es una causa de mortandad, señorita. Una terrible causa de mortandad.
—Oh, ya lo sé, Higgins —dijo Ayisha muy seria—. Mi madre y mi padre murieron víctimas de la peste. Esperemos y roguemos que ésta sea otra fiebre distinta.
Rafe se enderezó y la apartó de un empujón. Se quedó balanceándose en la entrada, agarrado a la jamba para mantenerse derecho.
—¿La...la peste? —preguntó con dificultad, mientras miraba a Ayisha con los ojos entornados y gesto aturdido—. ¿Te...tengo la peste?
—No lo sabemos seguro —le contestó ella en tono tranquilizador.
Cuando su madre estaba muriéndose, había oído decir a un médico italiano que era importante tener una actitud positiva. Pero su padre ya estaba muerto, y su madre no tenía a nadie por quien vivir. Sólo Ayisha. Sin su padre, su madre había perdido las esperanzas.
Ayisha miró a Rafe, que tiritaba con la piel tensa, caliente y brillante. Él no iba a perder las esperanzas. ¡No iba a permitírselo!
Intentó cogerle el brazo, pero él la rehuyó.
—Váya...se —le ordenó—. No se...se acerque a mí. No en... ferme, usted no. Usted no. —Extendió la mano para rechazarla—. Usted ta...también, Higgins, fu...fuera.
—Escuche, señor...
—¡Fuera! —gruñó Rafe.
Los años de servicio en el ejército le funcionaron: Higgins salió del camarote. Con aspecto agotado por el esfuerzo de imponer su voluntad, Rafe se apoyó en la puerta para cerrarla.
—Cuíd’la, Higg’ns —ordenó—. Respond’usted con l’vida.
—Lo haré, señor —dijo Higgins casi llorando.
—Pero ¿qué hace? —preguntó Ayisha—. No pienso dejar que se encierre en el camarote para morir.
Él sonrió.
—Mandona... —dijo—. Ga...gatita mandona... —De pronto se volvió, agarró una palangana y vomitó—. P’langanas por to’as partes-s —masculló—. Buen hombre, Higg’ns.
—¡Le digo que es la peste! —chilló una estridente voz desde el corredor—. ¡Hay que deshacerse de él!
Ayisha se volvió rápidamente y vio a la señora Ferris alentando al capitán; varios oficiales del barco estaban delante de ella. Una bandada de pasajeros con gesto asustado miraban desde lejos.
—¡Es la peste! Debe usted echarlo del barco, capitán —repitió la señora Ferris.
—Pero ¿qué hace? —preguntó Ayisha.
—¿Es la peste, señorita? —preguntó el capitán, con cara sombría.
—Es una fiebre, pero no estoy segura de que sea la peste.
El capitán meneó la cabeza muy serio.
—No puedo permitirme el lujo de arriesgarme. Perdone, señorita.
—¿Qué quiere decir con eso de «perdone»? ¿Qué va a hacer usted?
—Habrá que desembarcarlo, señorita. De lo contrario el mal se propagará...
—¡Y moriremos todos! —chilló la señora Ferris desde el otro extremo del corredor.
Los demás pasajeros volvieron a murmurar con preocupación.
—Él no se va a ningún lado —le espetó Ayisha, enojada—. Va a quedarse aquí. Yo lo cuidaré.
El capitán meneó la cabeza.
—No puedo permitirlo, perdone. He de velar por el bienestar de todos mis pasajeros. Lo pondremos en una barca y lo remolcaremos hasta la orilla más próxima.
—Para que se muera o para que lo tiren a empujones al mar otros a quienes les asuste la infección, imagino —dijo Ayisha.
—No; vaya usted con él si quiere y consiga que alguien lo cuide.
—¿Cómo sabe usted que hay gente allí dispuesta... o capaz para hacerlo? —argumentó ella.
No tenía intención de dejar que se lo llevaran. ¿Quién sabía qué lo aguardaba en tierra? Tal vez hubiera gente de la que provocaban naufragios para despojar a las víctimas, o piratas, o incluso nativos hostiles.
El capitán chasqueó los dedos y sus hombres se taparon las bocas y narices con unos trapos. Después se pusieron guantes y empezaron a andar con aire resuelto hacia el camarote.
—¡Deténgalos, Higgins! —ordenó Ayisha.
Higgins la miró con expresión impotente.
—Son seis, señorita, además del capitán.
—¡Él no dejaría que esa proporción lo detuviese!
Ayisha casi estaba llorando de cólera.
—Ren’ncie, c’riño —masculló Rafe—. El jap’tán tiene r’zón. Esso m’jor. Pierd’un hom’re, salva’lossemás.
Y, haciendo eses, fue él mismo hacia el capitán.
—¡Basta ya! ¡No sea idiota! —le gritó ella, y le dio un fuerte empujón hacia atrás.
Rafe se tambaleó y retrocedió dando tumbos hasta el camarote. Y en un abrir y cerrar de ojos Ayisha entró tras él, cerró de un portazo y corrió el pestillo.
—¡Señorita Cleeve, abra! ¡Esto no tiene sentido! —chilló el capitán, aporreando la puerta.
—¡Me encerraré aquí dentro con él y lo cuidaré! ¡Sé lo que tengo que hacer! ¡Él no va a morirse! —le respondió ella a gritos.
—¡Mis hombres echarán abajo la puerta a patadas en cuestión de segundos! —le advirtió el capitán.
Desesperada, Ayisha echó un vistazo a su alrededor, y su mirada se posó en la caja que contenía las pistolas de desafío. La abrió de golpe y sacó las pistolas.
—¡Aquí dentro tengo un par de pistolas de desafío cargadas! —gritó a través de la puerta; no tenía ni idea de si estaban cargadas o no—. ¡El primero que pase por la puerta se enfrenta a una muerte segura! ¡Los dos primeros, en realidad!
—No habla en serio —oyó decir al capitán.
—Yo no estaría tan seguro, señor —dijo Higgins—. Conozco esas pistolas y están cargadas, ya lo creo. El comandante Ramsey siempre las tiene cebadas y cargadas.
—Tal vez, pero esa dulce niña no le haría daño ni a una mosca —dijo en tono de burla el capitán.
—Sí que lo haría, señor, vaya que sí. Detrás de sus encantadores modales, es una luchadora nata —le aseguró Higgins—. Ha vivido una vida peligrosa, la señorita Ayisha. Lleva encima un puñal y sabe usar esas armas.
Se calló un momento y Ayisha siguió escuchando. Ella no había tocado un arma de fuego en su vida.
Quedaba claro que el capitán no estaba convencido, porque Higgins prosiguió:
—Ha matado a varios hombres que yo sepa... eran unos redomados canallas, desde luego, y se lo merecían, pero si está empeñada en quedarse ahí dentro con el señor Ramsey, capitán, me parece que no tiene usted elección.
«Gracias, Higgins», dijo Ayisha en silencio. Se preguntó si el capitán lo creería.
Se produjo un breve silencio; ella pegó la oreja a la puerta, sin saber qué estaban diciendo.
—¡Le prometo que la infección no se extenderá fuera de este camarote! —gritó entonces—. Higgins me traerá lo que yo necesite y lo dejará junto a la puerta. Yo me ocuparé de todo.
—Eso es una locura, muchacha —dijo el capitán—. ¿Pretende decir que se quedará ahí dentro hasta que los dos estén bien... o hayan muerto?
—No es una locura —le aseguró ella—. Si no es la peste, no hay motivo para desembarcar a nadie. Pero si es la peste, yo puedo ayudarlo. Mis padres murieron a consecuencia de la peste, pero yo no, capitán... yo no. Debe de haber un motivo, y creo que es éste: he vivido en El Cairo toda mi vida y nunca he caído enferma.
De nuevo volvió a oír muchos murmullos de protesta.
—Se lo aseguro —repitió—, si entran por la fuerza en este camarote, los dos primeros hombres que entren morirán.
—Muy bien, como usted quiera —dijo el capitán en tono grave—. O es usted la joven más estúpida que he conocido jamás... o la más valiente.
Tras un breve silencio Ayisha oyó pasos que se volvían atrás por el corredor. Débilmente, oyó a la señora Ferris quejarse y a algunos otros pasajeros que se le unían. El sonido fue perdiéndose.
Con manos temblorosas, dejó las pistolas. ¿Estaban cargadas?
Se volvió y se encontró a Rafe mirándola. Tiritaba muchísimo, pero su piel parecía tensa y caliente.
—¿Pe...pero qué d’monios...s hace? —dijo en un ronco susurro—. ¡Sa...salga d’aq...quí!
Sus ojos azules centelleaban de fiebre y de cólera.
—No sea bobo, necesita que lo cuiden —le dijo ella.
—¡L’ordeno que...que s’marche!
—Ahórrese las palabras, no soy un soldado y además no obedezco órdenes —le dijo ella—. ¡Higgins! ¿Sigue usted ahí? —gritó a través de la puerta.
—Sí, señorita.
—Tráigame sábanas, toallas, más mantas, agua caliente y té de jengibre caliente, limones o limas y miel. Lo más importante es ver si alguien a bordo tiene corteza de sauce o corteza del Perú. O algo que pueda utilizarse para la fiebre... Si quieren dárnoslo, claro está.
—¿La corteza del Perú detiene la fiebre?
—No lo sé, pero no le hará daño al señor Ramsey. Nadie sabe qué cura la peste ni qué la provoca. Unos dicen que está en el aire, otros dicen que es un castigo de Dios, otros dicen que se coge por tocar a alguien o por comer ciertos alimentos... y todos ellos no hacen más que especular, ése es el problema. Pero yo sé que la corteza del Perú y la corteza de sauce son buenas para la fiebre, así que...
—Ahí dentro hay una caja de remedios medicinales... es la negra que está al fondo del baúl. Tiene corteza del Perú y corteza de sauce. No recuerdo qué más. El boticario me lo llenó justo antes de que saliéramos de Londres. En cuanto a lo demás, haré cuanto pueda, señorita.
—Bien. —Ayisha oyó que sus pasos retrocedían y se volvió de nuevo hacia Rafe—. Bueno, ahora tenemos que subirlo a usted a esa cama. No puede quedarse en el suelo. —Le dio un tirón del brazo, pero él no hizo el menor intento por moverse—. Tiene usted que ayudarme, Rafe... no puedo levantarlo sola.
—Quie...quie’o... j...je... s...se vaya —consiguió decir él.
—No. Lo haré con su ayuda o sin ella, pero me será mucho más difícil si usted no colabora.
Él señaló la puerta; la mano le temblaba de fiebre.
—¡Váy’s-se! ¡Fu...fuera!
Testarudo...
—Voy a hacer esto de todas maneras, y nada de lo que me diga me hará marcharme —le advirtió Ayisha—. De modo que si pudiera colaborar y subir a esa cama...
Rafe se levantó a duras penas, la rechazó y, valiéndose de los muebles, se enderezó con mucho trabajo... un instante antes de desplomarse en la cama, aún sin hacer. Intentó subirse las mantas para taparse.
—No, todavía no. —Ayisha echó mano a las mantas—. Primero tenemos que quitarle esa ropa.
Él intentó apartarla, pero el esfuerzo por llegar a la cama lo había agotado. Había dejado de tiritar. Ella le tocó la frente. Tenía la piel caliente y seca, y estaba ardiendo.
Ayisha le quitó las botas con gran trabajo, y luego las medias. Desabotonó y desató todo lo que pudo, y después le dio la vuelta primero de un lado y luego del otro para quitarle la casaca y el chaleco. Por el momento decidió dejarle puesta la camisa; podía levantársela fácilmente para revisarle las axilas.
Si era la peste habría bultos bajo las axilas o en la ingle. Cerró los ojos, rezó una plegaria y luego le levantó la camisa y el brazo.
—¿J...jé ha...ce?
—Examinarle la axila.
Le tocó la axila con suavidad. Ni rastro de hinchazón. Todavía. Gracias a Dios.
Ahora la ingle.
Le desabrochó la abertura delantera de los calzones y empezó a bajárselos con trabajo por las piernas, junto con los calzoncillos de algodón que llevaba debajo.
—Pa...pare. ¿J...jé ha...ce? —preguntó Rafe entre dientes.
—Tengo que examinarle la ingle —contestó Ayisha—. Ver si hay hinchazón ahí.
Él soltó algo parecido a una carcajada.
—Aho’a no. J...jizá m’ñana.
Ella se encogió de hombros y le bajó los calzones y calzoncillos por las largas y duras piernas. Él tiró de la sábana y se tapó.
—Éste no es momento de falsos remilgos —le dijo ella—. Tengo que mirar.
Rafe le dirigió una mirada hostil, terca y cargada de fiebre, y mantuvo la sábana en su sitio.
—No es la primera vez que veo un cuerpo masculino —le aseguró ella. Había visto a Alí desnudo varias veces cuando era pequeño—. ¡Y tengo que revisarle las ingles!
Le arrancó la sábana de un tirón y se quedó paralizada. El parecido entre lo que contemplaba ahora y lo que había visto al bañar a Alí era... vago, como mínimo.
Esto era un... un hombre. Sintió que le fallaba la respiración.
Un hombre muy enfermo; Ayisha se reprendió por distraerse. Entonces lo tocó con mucho tiento; deslizó la mano en el pliegue donde el interior de la pierna de Rafe se unía al tronco, esquivando sus partes masculinas lo mejor que pudo, y lo palpó con precaución.
—Nada —musitó.
—¿J...jé?
—No hay hinchazón —lo tranquilizó ella.
Él abrió un ojo.
—J...jlaro j...je no. S...stoy malo —dijo él entre dientes.
Dio una convulsiva sacudida y empezó a tiritar de nuevo. Rápidamente, Ayisha lo palpó para comprobar el otro lado y, gracias a Dios, tampoco había hinchazón.
—Volveré a mirar dentro de una hora —le dijo.
—Frío... —dijo él, tiritando muchísimo.
Ayisha subió la ropa de cama y lo arropó. A pesar de todo, Rafe tiritaba. Entonces fue a por más ropa y se la remetió bien en torno a él. Él se hizo un ovillo, con los ojos cerrados.
Ella encontró el pequeño botiquín y examinó su contenido. Había al menos una docena de tarros tapados con diversas sustancias dentro, pero aunque todos estaban etiquetados con claridad, no estaba segura de para qué se usaba la mayoría. No obstante había dos que sí conocía y daba gracias por ello: corteza del Perú y corteza de sauce.
Una suave llamada a la puerta la asustó. Se puso en pie de un salto y cogió rápidamente las pistolas.
—¿Quién es?
—Higgins. Nadie más, se lo prometo, señorita.
No estaba segura de si creerlo. Si el capitán estaba apuntándolo con un arma...
—Póngalo todo en el suelo, delante de la puerta, y retroceda —le ordenó.
Esperó hasta oír sus pasos retirándose y entonces, con cautela, abrió la puerta, sólo una rendija. Miró pero no vio a nadie, de modo que asomó la cabeza por la puerta, con la pistola cebada y lista, por si acaso... Dios mío, ojalá no tuviera que disparar. Pero allí no había nadie, sólo Higgins, esperando a unos metros de distancia.
—Gracias, Higgins —le dijo—. Lo he examinado y no hay hinchazón. Eso quiere decir que no hay indicio de la peste. Dígaselo al capitán.
Todavía podría ser la peste... y no les diría una mentira si lo fuera, pero resultaría más fácil si el capitán y los pasajeros se quedaban tranquilos.
Deprisa, lo metió todo en el camarote y, tras cerrar bien el pestillo, comprobó lo que Higgins le había llevado. Más toallas, mantas, palanganas, una gran tetera llena de té de jengibre caliente... gracias a Dios. Y una taza especial con un pitorro, de las que utilizaban los inválidos... alabado sea Dios. Con la fiebre Rafe debía beber mucho líquido, y esto lo haría muchísimo más fácil.
Vertió té en la taza y le echó polvo de corteza del Perú. No estaba segura de cuál de las cortezas era más eficaz, pero las dos tenían fama de buenas en caso de fiebre, así que las alternaría.
Esperó cinco minutos, removiendo para que las propiedades de la corteza quedaran en infusión, y luego levantó con cuidado la cabeza de Rafe y le acercó el pitorro a los labios.
—Debe beber esto —le dijo en tono tranquilizador cuando él refunfuñó y movió la cabeza, inquieto, al notar el sabor—. Es té de jengibre con miel y corteza del Perú. Ayudará a que le baje la fiebre.
Él dio la impresión de comprender y bebió, obediente, tragando despacio como si le doliera. Tras lograr beber media taza, se tendió de nuevo, agotado.
Ayisha lo arropó bien y volvió al examen de lo que le había llevado Higgins. También había un manual médico... del capitán, sin duda.
Buscó consejo en el manual y leyó: «Rociar la habitación del enfermo con vinagre», de manera que roció vinagre por todas partes.
A diferencia de muchos médicos, éste recomendaba el aire fresco. Ayisha estuvo de acuerdo; ya tenía abiertos los dos ojos de buey. El aire era tibio, agradablemente salado y limpio; por fuerza tenía que ser bueno.
El médico recomendaba sangrar en las fases iniciales de ciertas fiebres, pero sólo si se daban ciertas condiciones. Ayisha hizo una mueca; no soportaba las sangrías. El médico había sangrado a su padre copiosamente, y conservaba malos recuerdos de aquello.
Pero si no tenía más remedio, si aquello salvaba a Rafe, lo haría... Por suerte Rafe no se encontraba en las condiciones que se mencionaban. Todavía.
Leyó que en algunas variedades de peste se había utilizado una cebolla asada empapada en aceite de oliva para ablandar las bubas (ése era el nombre médico de la hinchazón que aparecía en las ingles, cuello y axilas), que después se abrían con una lanceta para que saliera la purulencia. El libro no decía si aquello hacía efecto, sólo que otros lo habían hecho. ¿Vivieron los pacientes o no? De todas formas, si estaba en el libro el médico debía de pensar que valía la pena decirlo...
Tragó saliva. Pues muy bien, si se formaban bubas, ella lo haría. La navaja barbera de Rafe estaba muy afilada y podría servir de lanceta para abrir cualquier cosa.
Eso no lo habían probado con su madre y su padre... tal vez si lo hubieran hecho...
«Hay que mantener una actitud positiva», se recordó. Todavía no había bubas. Mientras tanto intentaría bajarle la fiebre.
Al cabo de una hora Rafe dejó de tiritar y se quitó toda la ropa de cama, al tiempo que daba vueltas en la cama, casi sin fuerzas.
—Calor... calor... —dijo jadeando—. Agua...
Con una esponja impregnada en agua y vinagre, Ayisha le lavó suavemente el cuerpo, aplicándole la fresca y astringente humedad por los anchos planos del pecho y el vientre y por los brazos y piernas.
Intentó no clavar la vista en su cuerpo, pero no pudo evitarlo. Su pecho, ancho y firme, ahora subía y bajaba con respiraciones entrecortadas e irregulares. Ayisha le acarició la húmeda piel, deseando con todas sus fuerzas que regresara su energía. Tensas bandas de músculos, relajadas ahora que estaba inconsciente, se contraían bajo la palma de su mano cuando las tocaba con la esponja.
Era un hombre rico, y sin embargo no tenía ni una onza de grasa en el cuerpo. Un hombre de hueso y músculo. Ayisha se preguntó si eso era bueno o no. Le daba la impresión de que un hombre más gordo tal vez se enfrentara mejor a una fiebre debilitante que consumía los tejidos.
Le levantó el brazo y lo lavó con vinagre y agua; volvió a palpar buscando hinchazón, pero no la había.
Le lavó con una esponja el cuerpo siguiendo la cuña de vello que bajaba estrechándose hasta el ombligo, dividía por la mitad su vientre y luego se fundía con la tupida maraña de las ingles. Sus partes masculinas estaban blandas, y ella las roció de agua fresca y palpó con cautela a ambos lados buscando bubas. Nada.
Echó una ojeada a su rostro y vio que Rafe tenía los ojos abiertos y la miraba. Ayisha sintió un rayo de esperanza.
—No hay nada ahí, no hay hinchazón —le dijo—. No hay de qué preocuparse. Pronto se pondrá usted mejor. Usted duerma.
Él no hizo el menor sonido, la menor señal de comprenderla, y Ayisha se dio cuenta de que clavaba en ella unos ojos inexpresivos, cargados de fiebre, con la mirada perdida.
Le lavó con la esponja las largas y musculosas piernas, cubiertas de un ligero vello. Él las movió nerviosamente bajo sus manos y empezó a sacudir la cabeza de acá para allá. Sus grandes puños se abrían y se cerraban.
Ayisha le dio un poco de té de corteza de sauce y él se calmó de nuevo.
Mientras le lavaba con la esponja el grande, caliente y agitado cuerpo, Ayisha pensó que ese hombre no podía negar que era un guerrero. Estaba cubierto de cortes y cicatrices.
Había tenido varias heridas graves, que podían haberle ocasionado la muerte. Un largo tajo plateado con fruncidos bordes se extendía desde debajo del brazo hasta justo el otro lado de las costillas; supuso que sería el profundo corte de una espada. Era un milagro que hubiera sobrevivido a él.
También tenía un pequeño agujero redondo en el hombro y otro a juego en la espalda: una bala que, por lo visto, lo había atravesado. Otro milagro.
Cuando le alisaba hacia atrás el húmedo cabello para retirárselo de la frente, descubrió que había cicatrices en la mandíbula y otra cerca de la sien. Varias cicatrices pequeñas eran recientes: el tío de Gadi y sus amigos, pensó Ayisha con aire culpable.
Terminó de lavarlo con la esponja y se apartó. Tantas cicatrices deberían resultar feas; en vez de eso en él parecían hermosas.
Aunque ahora mismo estaba más débil que la gatita.
A Ayisha se le llenaron los ojos de lágrimas, y se las limpió con un gesto rápido. «Piensa en positivo —se dijo con furia—. ¡Piensa en positivo!»
Rafe estaba mirándola otra vez; sus azulísimos ojos la atravesaban con su fuego.
Ella se arrodilló junto a la cama y le alisó el cabello retirándoselo de la frente, murmurando tiernas palabras de consuelo.
Durante todo el día Ayisha lo lavó repetidas veces, y con cada roce le transmitió pensamientos positivos y fuerza. Le hizo tomar té de corteza de sauce y de corteza del Perú, y agua de cebada con algo llamado espíritu de nitro, que el libro mencionaba y también estaba en el botiquín.
Él se revolvía y refunfuñaba y hablaba entre dientes, y la fiebre no dejó de subir todo el tiempo. Ayisha lo lavaba con la esponja empapada en vinagre y agua, o lo tapaba con paños frescos y húmedos, y eso parecía darle consuelo, pero de repente Rafe se ponía a tiritar entre violentos espasmos, y entonces ella volvía a alcanzar la ropa de cama y lo arropaba bien.
Y no paraba de rezar.
Higgins volvió varias veces durante el día para preguntar por el enfermo, llevar agua caliente y comprobar si Ayisha necesitaba algo.
También le llevó comida, que ella no quería, pero él se quedó fuera e insistió en que debía comer para mantener las fuerzas... y como ella sabía que tenía razón, comió, aunque sin saborear nada.
Poco antes del anochecer Higgins llevó al camarote todas las pertenencias de Ayisha. Le dijo que a la señora Ferris le preocupaba el contagio y se había negado a que sus cosas... y la gatita siguieran en el camarote.
El reverendo Payne y su esposa estaban cuidando a la gatita. Y rezando por el señor Ramsey. Y por Ayisha.
Se hizo de noche, pero la fiebre no remitió. Por el contrario, la temperatura de Rafe era cada vez más alta, a pesar de todos sus cuidados.
Por el ojo de buey Ayisha veía la luna flotando baja en el cielo. Se recordó que brillaba sobre El Cairo también. ¿Cómo les iría allá? Echaba de menos a Laila, echaba de menos su sabiduría natural y su experiencia. Laila sabría si Ayisha estaba actuando bien o no.
Ayisha no lo sabía. Todo el día había estado dándole medicinas, pero daba la impresión de que Rafe no hacía más que empeorar. Se sentía tan impotente, tan asustada... ¿Y si no lograba mantenerlo con vida?
¿Cómo iba a soportarlo, si él moría? Acababa de encontrarlo...
Rafe no dejaba de tiritar.
—Frío... frío... —dijo entre dientes.
Lo había tapado con todo cuanto tenía. Los ojos de buey estaban abiertos, pero el aire de fuera era tibio y suave. No se le ocurría qué podía hacer para darle más calor. Salvo una cosa.
Se desnudó hasta quedarse en camisola, se metió en la cama y se coló bajo las mantas hasta rozarlo. Señor, pero si estaba ardiendo; su cuerpo era como un horno, aunque él tiritara y se quejara de frío.
Entonces encajó su cuerpo con el de Rafe y lo abrazó en actitud protectora, deseando con toda su alma transmitirle su salud y sus fuerzas. Le puso la palma de la mano en el pecho desnudo, sobre el corazón. Tenía que tenerla allí para sentir cualquier cambio que pudiera tener por la noche.
Se quedó hecha un ovillo pegada a él, sintiendo el sonido de los latidos de su corazón, deseando con toda el alma que siguieran siendo regulares y fuertes. No dejaría que se muriera, no lo permitiría. Se lo repitió una y otra vez en la cabeza. No estaba segura de si estaba rezando o no.
Y así, agotada, asustada, despertándose con el menor movimiento o cambio de él, Ayisha se hundió en un sueño inquieto e intermitente.
El segundo día fue peor. Rafe tenía aún más fiebre, estaba más débil, más agobiado, más intranquilo. Tres veces al día ella le hizo tomar agua hervida con corteza de sauce, y otras tres veces, alternadas, corteza del Perú. Todas las demás veces que le dio de beber fue agua de cebada con miel, y también lo lavó con la esponja o lo envolvió bien con muchas mantas, según se quejara de calor o de frío.
Una docena de veces al día lo palpó buscando bubas, y todas ellas soltó un suspiro de alivio. Fuera lo que fuese, al menos aquello no era la peste. Todavía.
Durante todo el día lo escuchó hablar.
Hablaba casi sin parar: gritando o en un constante delirio mascullando entre dientes. Sólo se detenía durante breves fases en que se quedaba dormido. O sin conocimiento.
Pero aquellas fases de silencio llegaron a darle pavor a Ayisha. La aterrorizaban. Por lo menos cuando hablaba estaba vivo, aunque lo que dijese no tuviera ningún sentido.
Durante los silencios estaba muy pendiente de él y observaba cada respiración, dispuesta a saltar sobre él por si se moría. No tenía ni idea de lo que haría si él moría... Lo obligaría a vivir, de algún modo... no estaba segura de cómo.
—Más vale que sólo esté usted durmiendo —le decía durante los silencios—. Morirse está fuera de discusión.
O bien:
—Le prometió usted a mi abuela llevarme junto a ella; maldita sea, me dijo usted que nunca rompe una promesa, ¡así que no rompa ésta!
Pero casi todo el tiempo se limitaba a decirle en voz baja: «Respire... respire... respire...» Y a respirar cada aliento con él, por él.
A veces, los delirios de Rafe eran reveladores. Muchas de las cosas que decía no tenían sentido. Pero algunas sí.
Él revivió partes de su vida. Ayisha sabía cuando creía estar de nuevo en la guerra; lo oía murmurar órdenes inconexas entremezcladas con pensamientos, que se interrumpían con advertencias dichas a gritos. A veces movía los brazos descontroladamente, o apretaba los puños, como si estuviera peleando.
Se acurrucó junto a él en la cama, acariciándole la frente y susurrándole palabras relajantes y tranquilizadoras. Y de nuevo durmió aquella noche encajada en torno a él, con la palma de la mano puesta sobre su corazón.
El tercer día fue aún peor.
Mientras cambiaba las sábanas, Ayisha clavó la mirada en el cuerpo desnudo de Rafe, que yacía despatarrado, con los miembros extendidos en la cama. Sin saber por qué, los músculos que le había acariciado el primer día ahora parecían... más fibrosos. ¿Habían encogido? No lo sabía, pero creía que sí.
¿Podía un cuerpo grande y fuerte consumirse de esa manera? ¿Sólo en dos días? ¿O estaba imaginándoselo?
Palpó buscando bubas; nada todavía.
Él estaba tendido callado, quieto, ardiendo; su respiración irregular hacía un áspero ruido al inhalar y espirar, como un fuelle oxidado.
No decía ni una palabra. Ahora ella echaba de menos los trastornados desvaríos que tanto la afligían antes.
Ella hablaba con él; le ordenaba que viviera, le aseguraba que estaba mejor, lo regañaba por no luchar con más energía.
—No se morirá, Rafe, ¿me oye? ¡Se lo prohíbo! Se pondrá usted bien. —Con gesto enfadado, se quitaba rápidamente una descarriada lágrima de las mejillas—. ¡Actitud positiva!
Devolvió las comidas intactas, haciendo caso omiso de los reproches de Higgins. No podía comer estando él tan quieto y consumido. Vomitaría.
Lo hacía tomar infusiones medicinales y agua de cebada para mantenerlo fuerte, y él tragaba, aunque a duras penas. Su lasitud la asustaba.
Mientras le daba la última dosis de corteza de sauce antes de la noche y se metía junto a él en la cama, Ayisha rezó con furia para que Dios le salvase la vida. Se quedó tendida, estrechándolo contra ella, con la mano pegada a su corazón, sintiendo cada áspera respiración al inhalar y espirar, inhalar y espirar. Estaba demasiado asustada como para dormir.
Pero ya en la madrugada, y a pesar de su resistencia, los latidos de su corazón y el ritmo de su respiración la arrullaron brevemente.
Y a la tenue luz del amanecer se despertó con frío.
Y, junto a ella, Rafe se movió.
Ayisha parpadeó.
Sentía frío debido a la brisa que entraba por el ojo de buey. Le extrañó no notar el calor del cuerpo de Rafe.
Ayisha le tocó la frente. La notó fría.
Dios mío... él dormía normalmente, con una respiración profunda y regular. Ayisha le puso la palma de la mano en el corazón y sintió el latido fuerte y estable.
La fiebre había remitido... Las lágrimas le corrieron sin freno por las mejillas. Rafe iba a vivir. ¡Su fiebre había desaparecido!