XII

El desarrollo de la personalidad.

Es preciso que el ser humano, nivelado por la vida moderna, recupere su personalidad. Los sexos deben ser nuevamente definidos en forma nítida. Importa que cada individuo sea, sin equívocos, hombre o mujer, que su educación le impida manifestar las tendencias sexuales, los caracteres mentales y las ambiciones del sexo contrario. Importa luego que se desarrolle en la riqueza específica y multiforme de sus actividades. Los hombres no son máquinas fabricadas en serie. Para reconstruir su personalidad, debemos romper los moldes de la escuela, de la fábrica y de la oficina, y revisar inclusive los principios de la civilización tecnológica.

Una revolución semejante está lejos de ser imposible. La renovación de la educación es realizable sin modificar demasiado la escuela. Sin embargo, el valor que atribuimos a esta última debe cambiar. Sabemos que los seres humanos, como individuos que son, no pueden ser educados en masa; que la escuela no es capaz de reemplazar la educación individual dada por los padres. Los profesores llenan a menudo en forma satisfactoria su papel intelectual. Pero es indispensable además desarrollar las actividades morales, estéticas y religiosas del niño. Los padres tienen en la educación una función que no pueden abdicar, para la cual deben estar preparados. ¿No es raro que una gran parte del tiempo de las mujeres jóvenes no esté dedicado al estudio fisiológico y mental de los niños y a los métodos de su educación? La mujer debe ser restablecida en su función natural, que no es sólo dar a luz a los niños sino también educarlos.

Lo mismo que la escuela, la fábrica y la oficina no son instituciones intangibles. Ha habido, en otros tiempos, una forma de vida industrial que permitía a los obreros poseer una casa y campos, trabajar en su propio hogar, a la hora que querían y como quisieran, hacer uso de su inteligencia, fabricar objetos íntegros, tener el placer de la creación. Hoy día es preciso restituir a los trabajadores esas ventajas. Gracias a la energía eléctrica y a las modernas máquinas, la pequeña industria se ha convertido en capaz de emanciparse de la fábrica. ¿No podría también la gran industria ser descentralizada? ¿No sería posible hacer trabajar en ella a todos los jóvenes de la nación por un corto período, como el del servicio militar? De este modo se llegaría a suprimir el proletariado. Los hombres vivirían en pequeños grupos, en lugar de formar rebaños inmensos. Cada uno conservaría, en su grupo, su valor humano propio, dejando de ser rueda de máquina y volvería a ser individuo. Hoy día el proletariado tiene una posición tan baja como la del siervo feudal. Nadie menos que él puede soñar en evadirse, ser independiente, mandar a otros. Al contrario, el artesano tiene la esperanza legítima de ser un día patrón. Lo mismo el campesino propietario de su tierra, el pescador dueño do su barca, aunque sometidos a un duro trabajo, son dueños de sí mismos y de su tiempo. La mayor parte de los trabajadores industriales podrían tener una independencia y una dignidad análogas. En las oficinas gigantescas de las grandes corporaciones, en los almacenes tan vastos como ciudades, los empleados pierden su personalidad como los obreros en las fábricas. De hecho, han llegado a ser proletarios. Parece que la organización moderna de los negocios y la producción en serie fuesen incompatibles con el desarrollo de la persona humana. Si es así, es la civilización moderna y no el hombre la que debe ser sacrificada.

Si reconoce la personalidad de los seres humanos, la sociedad estará obligada a aceptar su desigualdad. Cada individuo debe ser utilizado según sus caracteres propios. Tratando de establecer la igualdad entre los hombres, hemos suprimido particularidades individuales que eran muy útiles, porque la dicha de cada cual depende de su adaptación al género de su trabajo. En una sociedad moderna hay muchas tareas diferentes, por lo cual es preciso, pues, variar los tipos humanos en lugar de unificarlos, y aumentar esas diferencias por la educación y los hábitos de vida. En lugar de reconocer la diversidad necesaria de los seres humanos, la civilización industrial los ha comprimido en cuatro clases: los ricos, los proletarios, los campesinos y la clase media. El empleado, el profesor, el agente de policía, el pastor, el médico pobre, el sabio, el profesor universitario, el almacenero, que constituyen la clase media, tienen más o menos el mismo género de vida. Estos tipos tan diferentes están clasificados juntos, no según su personalidad, sino según su posición económica. Es bien evidente, sin embargo, que no tienen nada de común. La estrechez de su existencia ahoga a los mejores, a aquellos que son capaces de mejorar, que tratan de desarrollar sus potencialidades mentales. Para ayudar al progreso social no basta contratar arquitectos, comprar acero y ladrillos, construir escuelas, universidades, laboratorios, bibliotecas, iglesias. Es preciso dar a los que se dedican a las cosas del espíritu el medio de desarrollar su personalidad según su constitución innata y su ideal espiritual. Lo mismo que las órdenes religiosas crearon durante la Edad Media un modo de existencia propicio al desenvolvimiento de la ascesis, del misticismo y del pensamiento filosófico.

No sólo la materialidad brutal de nuestra civilización se opone al vuelo de la inteligencia, sino que aplasta a los afectivos, a los dulces, a los débiles, a los aislados, a aquellos que aman la belleza, que buscan en la vida otra cosa que el dinero, cuyo refinamiento soporta mal la vulgaridad de la existencia moderna. Antes, estos seres delicados o incompletos podían desarrollar su personalidad libremente. Unos se aislaban y vivían en sí mismos; los otros se refugiaban en los monasterios, en las órdenes hospitalarias y contemplativas, donde encontraban la pobreza y el trabajo, pero también la dignidad, la belleza y la paz. A los individuos de este tipo, será necesario proporcionarles el medio que les conviene, en lugar de las adversas condiciones de la civilización industrial.

Existe todavía el problema no resuelto de la multitud inmensa de los deficientes y de los criminales. Estos cargan con un enorme peso a la población sana: el coste de las prisiones y de los asilos de alienados, de la protección general contra los bandidos y los locos es, como todos sabemos, gigantesco en nuestro tiempo. Se ha hecho un esfuerzo ingenuo por las naciones civilizadas para la conservación de seres inútiles y nocivos. Los anormales obstaculizan el desenvolvimiento de los normales. Es necesario mirar de frente este problema. ¿Por qué la sociedad no dispondría de los criminales y de los alienados en forma más económica? No puede continuar pretendiendo que discierne los responsables de los irresponsables, castigar a los culpables, suprimir a los que cometen crímenes de los cuales son moralmente inocentes. No es capaz de juzgar a los hombres, pero debe protegerse contra los elementos que son peligrosos para ella. ¿Cómo hacerlo? Ciertamente no construyendo prisiones más grandes y más cómodas, lo mismo que la salud no será mejorada con la construcción de hospitales más grandes y más científicos. No haremos desaparecer la locura y el crimen sino por un mejor conocimiento del hombre, por la eugenesia, por cambios profundos de la educación y de las condiciones sociales Pero, mientras tanto, debemos ocuparnos de los criminales en forma efectiva. Acaso sea necesario suprimir las prisiones, que podrían ser reemplazadas por instituciones mucho más pequeñas y menos costosas. El tratamiento de los criminales menos peligrosos por el látigo, o por cualquier otro método más científico, seguido de una corta estancia en el hospital, bastaría probablemente para asegurar el orden. Cuanto a los otros, a los que han asesinado, que han robado a mano armada, que han raptado niños, despojado a los pobres, engañado gravemente la confianza del público, un establecimiento eutanásico, provisto de gases apropiados, permitiría disponer de ellos en forma humana y económica. ¿No sería el mismo tratamiento aplicable a los locos que han cometido actos criminales? No se debe dudar en ordenar la sociedad moderna con relación al individuo sano. Los sistemas filosóficos y los prejuicios sentimentales deben desaparecer ante esta necesidad. Después de todo, es el desarrollo de la personalidad humana el objetivo supremo de la civilización.

La incognita del hombre
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