II

Dimensiones y forma del cuerpo

El cuerpo humano se encentra, en la escala de los tamaños, a mitad del camino entre el átomo y la estrella. Según los objetos con los cuales se le compare resulta grande o pequeño. Su amplitud es equivalente a la de doscientas mil células de tejidos, o la de dos millones de microbios ordinarios, o a la de dos mil millones de moléculas de albúmina, colocadas una al lado de otra. En relación a un átomo de hidrógeno, es de un tamaño imposible de imaginar, pero, comparado a una montaña, o a la tierra, se torna minúsculo. Para alcanzar la altura del monte Everest sería necesario colocar, uno sobre otro, más de cuatro mil hombres. El Meridiano terrestre equivale aproximadamente a veinte millones de cuerpos humanos dispuestos unos junto a los otros. Se sabe que la luz recorre en un segundo alrededor de ciento cincuenta millones de veces la longitud de nuestro cuerpo, y que las distancias interestelares se miden por años de luz. También nuestra estatura, en relación a este sistema de referencias, se torna de una pequeñez inconcebible. Es por ello que los astrónomos Eddington y Jeans en sus obras de vulgarización logran siempre impresionar a sus lectores mostrándoles la perfecta insignificancia del hombre en el Universo. Eh realidad, nuestra grandeza o nuestra pequeñez especiales no tienen importancia. Porque lo que es específico de nosotros mismos no posee dimensiones físicas. El lugar que ocupamos en el mundo no depende ciertamente de nuestro volumen.

Parece que nuestra talla sea apropiada a los caracteres de las células de los tejidos y la naturaleza de los cambios químicos, del metabolismo del organismo, Como el fluido nervioso se propaga en todos con la misma velocidad, individuos mucho más grandes que nosotros tendrían una percepción mucho más lenta de las cosas exteriores y sus reacciones motrices serían asimismo demasiado tardías. Al mismo tiempo, sus cambios químicos se encontrarían profundamente modificados. Es un hecho conocido que un animal posee un metabolismo tanto más activo cuanto la superficie de su cuerpo es más extensa en relación a su volumen, y que la relación de la superficie al volumen de un objeto aumenta cuando el volumen decrece. Por esta razón el metabolismo de los grandes animales es más débil que el de los pequeños. El del caballo, por ejemplo, es menos activo que el del ratón. Un crecimiento muy grande de nuestra talla disminuiría la intensidad de nuestros cambios químicos. Haría menor, sin duda, parte de la rapidez de nuestra percepción y de nuestra agilidad. Tal accidente no se producirá porque la estatura de los seres humanos varía poco. Las dimensiones de nuestro cuerpo están determinadas a la vez por nuestra herencia y por las condiciones de nuestro desarrollo. Hay razas grandes y razas pequeñas, tales como los suecos y los japoneses. En una raza dada se encuentran individuos de tallas muy diferentes. Estas diferencias en el volumen del esqueleto provienen del estado de las glándulas endocrinas y de la correlación de sus actividades en el espacio y en el tiempo. Tienen, pues, una profunda significación. Por medio de una nutrición y un género de vida apropiados, es posible aumentar o disminuir la estatura de los individuos que componen una nación. Y al mismo tiempo modificar la calidad de sus tejidos y probablemente también de su espíritu.

Es preciso, pues, no cambiar ciegamente las dimensiones del cuerpo para darle más belleza y fuerza muscular, porque sencillas modificaciones de nuestro volumen pueden traer consigo modificaciones profundas de nuestras actividades fisiológicas y mentales. En general, los individuos más sensibles, los más alertas y los más resistentes no son grandes. Otro tanto ocurre con los hombres de genio.

Lo que sobre todo conocemos de nuestros semejantes es su forma, su aspecto, el contorno de su figura. La forma expresa la calidad, las potencias del cuerpo y de la conciencia. En una misma raza, cambia según el género de vida de los individuos. El hombre del Renacimiento que pasaba su vida en el combate, que desafiaba sin cesar las intemperies y los peligros, que se entusiasmaba con los descubrimientos de Galileo, tantos como por las obras maestras de Leonardo de Vinci y de Miguel Ángel, tenía un aspecto muy diferente al del hombre moderno cuya existencia se limita a una oficina, a un coche herméticamente cerrado, que contempla films estúpidos, escucha su radio, juega al golf o al bridge. Cada época, deja su huella sobre el ser humano. Vemos ya dibujarse, sobre todo entre los latinos, un nuevo tipo, producido por el automóvil y el cine. Este tipo está caracterizado por su aspecto adiposo, tejidos blandos, piel descolorida, abultado vientre, piernas sin consistencia, andar desgraciado y faz ininteligente y brutal. Aparece otro tipo simultáneamente. El tipo atlético, de anchos hombros, de delgada cintura y cráneo de pájaro. En suma, nuestro aspecto representa nuestros hábitos psicológicos, y aun nuestros pensamientos ordinarios. Sus caracteres provienen sobre todo de los músculos que se extienden bajo la piel y la longitud de los huesos, cuyo volumen depende del ejercicio al cual están sometidos. La belleza del cuerpo está hecha del desarrollo armonioso de todos los músculos y de todas las partes del esqueleto. Alcanza su grado más alto entre los atletas griegos, sobre todo en aquellos de la época de Pericles, cuya imagen nos han dejado Fidias y sus alumnos. La forma del semblante, de la boca, de las mejillas, de los párpados y de todos los rasgos de la fisonomía está determinada por el estado habitual de los músculos lisos que se mueven en la grasa bajo la piel. Y el estado de estos músculos proviene del de nuestros pensamientos. Ciertamente, cada cual puede dar a su rostro la expresión que desee pero no puede conservar esta máscara de modo permanente. Y sin saberlo nosotros, nuestro rostro se modela poco a poco según nuestros estados de conciencia. Con los progresos de la edad, ésta llega a ser la imagen más y más exacta de los sentimientos, apetitos, aspiraciones del ser todo entero. La belleza de un hombre joven resulta de la armonía natural de los rasgos de su fisonomía. La bien rara de un viejo, manifiesta el estado de su alma.

El rostro expresa cosas más profundas aún que las actividades de la conciencia. Pueden leerse en él, no sólo los vicios, las virtudes, la inteligencia, la estupidez, los sentimientos, los más ocultos hábitos de un individuo, sino también la constitución de su cuerpo y su tendencia a las enfermedades orgánicas y mentales. En efecto, el aspecto del esqueleto, de los músculos, de la grasa, de la piel y del vello, depende de la nutrición de los tejidos. Y la nutrición de los tejidos está, organizada por la composición del medio interior, es decir, por las formas de actividad de los sistemas glandulares y digestivos. El aspecto del cuerpo nos manifiesta el estado de los órganos. El rostro es un resumen del cuerpo entero. Refleja el estado funcional de las glándulas endocrinas, del estómago, del intestino y del sistema nervioso, todo a la vez. Nos indica cuales son las tendencias morbosas de los individuos. En efecto, los que pertenecen a los diferentes tipos morfológicos, cerebrales, digestivos, musculares o respiratorios, no están expuestos a las mismas enfermedades orgánicas y mentales. Entre los hombres altos y delgados y aquellos anchos y de escasa estatura existe una gran diferencia de constitución. El tipo alto, asténico o atlético, se encuentra predispuesto a la tuberculosis y a la demencia precoz. El tipo grueso, a la locura circulatoria, a la diabetes, al reumatismo, a la gota. En el diagnóstico y pronóstico de las enfermedades, los antiguos médicos atribuían, con justa razón, una gran importancia al temperamento, a las idiosincrasias, a las diátesis. Para aquel que sabe observar, cada hombre lleva sobre su fisonomía la descripción de su cuerpo y de su alma.

La incognita del hombre
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