IV
Para analizar al hombre hacen falta multitud de técnicas.- Son las técnicas las que han creado la división del hombre en partes.- Los especialistas.- Sus peligros.- Fragmentación indefinida del sujeto.- La necesidad de sabios no especializados.- Cómo mejorar los resultados de las investigaciones.- Disminución del número de sabios y establecimiento de condiciones propias a la creación intelectual.
El hombre no es divisible en partes. Si se aislasen sus órganos unos de otros, dejaría de existir. Aunque indivisible, presenta aspectos diversos. Sus aspectos son la manifestación heterogénea de su unidad a nuestros órganos de los sentidos. Puede compararse a una lámpara eléctrica que se muestra bajo formas diferentes a un termómetro, a un voltímetro y a una placa fotográfica. No somos capaces de tomarlo entero directamente en su sencillez. Le asimos por medio de nuestros sentidos y de nuestros aparatos científicos. Siguiendo nuestros medios de investigación, su actividad nos aparece como física, química, fisiológica o psicológica. A causa de su propia riqueza, exige ser analizado por técnicas variadas. Al expresarse a nosotros por intermedió de estas técnicas adquiere naturalmente la apariencia de la multiplicidad.
La ciencia del hombre se sirve de todas las otras ciencias. Es una de las razones de su dificultad. Para estudiar, por ejemplo, la influencia de un factor psicológico sobre un individuo sensible, hace falta, emplear los procedimientos de la medicina, de la fisiología, de la física y de la química. Supongamos, por ejemplo, que una mala noticia se le anuncie a alguien. Este suceso psicológico puede traducirse a la vez por un sufrimiento moral, por trastornos nerviosos, por desórdenes de la circulación sanguínea, por modificaciones físico-químicas de la sangre, etc. En el hombre, la más sencilla de las experiencias exige el uso de métodos y de conceptos de muchas ciencias a la vez. Si se desea examinar el efecto de cierto alimento animal o vegetal sobre un grupo de individuos, es preciso conocer primero la composición química de este alimento. Y en seguida, el estado fisiológico y psicológico de los individuos sobre los cuales deben conducirse estos estudios, y sus caracteres ancestrales. En fin, en el curso de la experiencia se registran las modificaciones de peso, de la talla, de la forma del esqueleto, de la fuerza muscular, de la susceptibilidad a las enfermedades, de los caracteres físicos, químicos y anatómicos de la sangre, de equilibrio nervioso, de la inteligencia, del valor, de la fecundidad, de la longevidad, etc.
Es evidente que ningún sabio es capaz, por sí solo, de alcanzar la maestría en las técnicas necesarias para el estudio de un solo problema humano. Asimismo, el progreso del conocimiento de nosotros mismos exige especialistas variados. Cada, especialista se, absorbe en el estudio de una parte del cuerpo o de la conciencia, o de sus relaciones con el medio. Es anatomista, fisiólogo, químico, psicólogo, médico, higienista, educador, sacerdote, sociólogo, economista. Y cada especialidad se divide en trozos más y más pequeños. Existen especialistas para la fisiología de las glándulas, para las vitaminas, para las enfermedades del recto, para la educación de los niños pequeños, para la de los adultos, para la higiene de las fábrica, para la de las prisiones, para la psicología de todas las categorías de individuos, para la economía doméstica, para la economía rural, etc. etc. Y gracias a, la división del trabajo, se han desarrollado las ciencias particulares, la especialización de los sabios es indispensable. Le resulta imposible a un especialista, engolfado activamente en la prosecución de su propia tarea, conocer el conjunto del ser humano. Esta situación se ha hecho necesaria por la enorme extensión de cada ciencia. Pero ofrece ciertos peligros.
Por ejemplo, Calmette, que se había, especializado en la bacteriología, quiso impedir la propagación de la tuberculosis entre la población de Francia. Naturalmente, prescribió el empleo de la vacuna que había inventado. Si, en lugar de ser un especialista, hubiese tenido conocimientos más generales de higiene y de medicina, habría aconsejado medidas que interesaran, a la vez, a la habitación, la alimentación, el modo de trabajo y los hábitos de vida de las gente. Un hecho análogo se produjo en Estados Unidos en la organización de las escuelas primarias. John Dewey, que es un filósofo, emprendió la tarea de mejorar la educación de los niños. Pero sus métodos se dirigieron únicamente al esquema, niño que su deformación profesional le representaba. ¿Cómo una educación tal podría convenir al niño concreto?
La especialización extrema de los médicos es más peligrosa aún. El ser humano enfermo, ha sido dividido en pequeñas regiones. Cada región tiene su especialista. Cuando aquél se dedica, desde el principio de su carrera, a una parte minúscula del cuerpo, permanece hasta tal punto ignorante del resto, que no es capaz de conocer bien esta parte. Fenómenos análogos se producen en los educadores, los sacerdotes, los economistas y los sociólogos que se niegan a iniciarse en un conocimiento general del hombre, antes de limitarse a su campo particular. La eminencia misma de un especialista lo vuelve más peligroso. A menudo los sabios que se han distinguido de modo extraordinario por grandes descubrimientos, o por invenciones útiles, llegan a creer que sus conocimientos acerca de un objeto, se extienden a todos los otros. Edison, por ejemplo, no dudaba en dar parte al público de sus puntos de vista sobre filosofía y religión. Y el público acogía su palabra con respeto, figurándose que tenía, sobre estos nuevos asuntos, la misma autoridad que sobre los antiguos. Y así es como, grandes hombres, al ponerse a enseñar cosas que ignoran, retardan en alguno de sus dominios el progreso humano, al cual han contribuido en otro. La prensa cotidiana nos obsequia a menudo con lucubraciones sociológicas, económicas y científicas, de industriales, banqueros, abogados, profesores, médicos, etc. cuyo espíritu demasiado especializado es incapaz de coger, en toda su amplitud, los grandes problemas de la hora presente. Ciertamente, los especialistas son necesarios. La ciencia no puede progresar sin ellos, pero la aplicación al hombre del resultado de sus esfuerzos, exige la síntesis previa de los conocimientos dispersos del análisis.
Tal síntesis no puede lograrse por la simple reunión de un grupo de especialistas en torno de una mesa. Reclama el esfuerzo, no de un grupo sino de un hombre. Jamás una obra de arte ha sido hecha por un comité de artistas, ni un gran descubrimiento por un comité de sabios. Las síntesis de que tenemos necesidad para el progreso del conocimiento de nosotros mismos deben elaborarse en un cerebro único. Hoy día, los conocimientos acumulados por los especialistas permanecen inutilizables. Porque nadie coordina las nociones adquiridas, ni se enfrenta con el ser humano en su conjunto total. Poseemos muchos trabajadores científicos pero pocos sabios verdaderos. Esta situación singular no proviene de la ausencia de individuos capaces de un gran esfuerzo intelectual. Ciertamente, las vastas síntesis exigen mucho poder mental y una resistencia física a toda prueba. Los espíritus amplios y fuertes son más raros que los precisos y estrechos. Es fácil llegar a ser un gran químico, un buen físico, un buen biólogo, o un buen psicólogo. Pero, exclusivamente, los hombres excepcionales son capaces de adquirir un conocimiento que se pueda utilizar en numerosas ciencias a la vez. Sin embargo, existen tales hombres. Entre los que nuestras instituciones científicas y universitarias han forzado a especializarse con excesiva estrechez, algunos serían capaces de asir un objeto importante en su conjunto al mismo tiempo que en sus partes. Hasta el presente, se ha favorecido siempre a los trabajadores científicos que se aíslan en estrecho campo, entregándose al estudio prolongado de un detalle, a veces insignificante. A un trabajo original sin importancia se lo considera de un valor superior al del conocimiento profundo de toda una ciencia. Los presidentes de universidades y sus consejeros, no comprenden que los espíritus sintéticos son tan indispensables como los espíritus analíticos. Si la superioridad de este tipo intelectual fuere reconocida y se favoreciese su desarrollo, los especialistas dejarían de ser peligrosos. Porque la significación de las partes en la construcción del conjunto podría ser evaluada justamente.
En los comienzos de su historia, más que en su apogeo, tiene una ciencia necesidad de espíritus superiores. Por ejemplo, hace falta más imaginación, juicio e inteligencia para convertirse en un gran médico que para llegar a ser un gran químico. En estos momentos, el conocimiento del hombre no puede progresar si no es atrayendo hacia su estudio una poderosa “élite” intelectual. Debemos exigir altas capacidades mentales a los jóvenes que desean consagrarse a la biología. Parece que el exceso de la especialización, el aumento del número de trabajadores científicos, y su disgregación en sociedades limitadas al estudio de un sujeto pequeño, han conducido a un retroceso de la inteligencia. Es verdad que la calidad de un grupo humano disminuye cuando su volumen aumenta más allá de ciertos límites. La Corte Suprema de los Estados Unidos so compone de nueve hombres verdaderamente eminentes por su habilidad profesional y por su carácter. Pero si se compusiera de novecientos juristas en lugar de nueve, el público perdería, en seguida y con razón, el respeto que siente por ella.
El mejor medio de aumentar la inteligencia de los sabios sería disminuir su número. Bastaría con un grupo muy pequeño de hombres de esta especie para desarrollar los conocimientos de los cuales tenemos necesidad, si estos hombres estuviesen dotados de imaginación, y dispusieran de potentes medios de trabajo. Cada año derrochamos grandes sumas de dinero en investigaciones científicas porque aquellos a quienes estas investigaciones les son confiadas no poseen en grado bastante alto las cualidades indispensables a los conquistadores de nuevos mundos. Y también, porque los raros hombres que poseen estas cualidades se encuentran situados en condiciones de vida en que la creación intelectual es imposible. Ni los laboratorios, ni los aparatos científicos, ni la excelencia de la organización del trabajo, procuran, ellos solos, al sabio el medio que le es necesario. La vida moderna se contrapone a la vida del espíritu. Los hombres de ciencia se encuentran sumidos en una muchedumbre cuyos apetitos son puramente materiales y cuyas costumbres son enteramente diferentes a las suyas. Desgastan sus fuerzas inútilmente y pierden gran parte de su tiempo en la persecución de las condiciones indispensables para el trabajo del pensamiento. Ninguno de ellos es bastante rico para procurarse el aislamiento y el silencio que cada cual podía obtener antes y de manera gratuita, aún en las grandes ciudades. No se ha ensayado hasta el presente crear, en medio de la agitación de la ciudad moderna, islotes de soledad donde sea posible la meditación. Sin embargo la innovación se impone. Las altas construcciones sintéticas están fuera del alcance de aquellos cuyo espíritu se dispersa cada día en la confusión de los modos de vida actuales. El desarrollo de la ciencia del hombre, más aun que el de otras ciencias, depende de un inmenso esfuerzo intelectual. Reclama una revisión, no sólo de nuestra concepción del sabio, sino también de las condiciones en las cuales se efectúa la investigación científica.