VIII
La influencia de las actividades mentales sobre los órganos.- La vida moderna y la salud.- Los estados místicos y las actividades nerviosas.- La plegaria.- Las curaciones milagrosas.
Todos los estados de la conciencia tienen probablemente una expresión orgánica. Las emociones se acompañan, como todos lo saben de modificaciones de la circulación de la sangre. Determinan, por intermedio de los nervios vasomotores, la dilatación o la contracción de las pequeñas arterias. El placer enrojece el semblante. La cólera, el miedo, lo empalidecen. En ciertas personas, una mala noticia puede provocar la contracción de las arterias coronarias, la anemia del corazón y la muerte súbita. Por el aumento o la disminución de la circulación local, los estados afectivos obran sobre todas las glándulas, exageran o detienen sus secreciones o aún modifican sus actividades químicas. La vista y el deseo de un alimento determinan la salivación. Este fenómeno se produce aún en ausencia del alimento. Pavlov observa en sus perros provistos de fístulas salivares que secreción puede ser determinada, no sólo por la vista del alimento mismo sino aún por el sonido de una campana, si en otras ocasiones esta campana sonó mientras se alimentaba el animal. Las emociones ponen en juego mecanismos complejos. Cuando se provoca el sentimiento del miedo en un gato, como lo hizo Cannon en una célebre experiencia, las glándulas suprarrenales se dilatan, segregando adrenalina. La adrenalina aumenta la presión sanguínea y la rapidez de la circulación, y pone todo el organismo en estado de actividad para el ataque o la defensa. Pero si el gran simpático ha sido previamente seccionado, el fenómeno no se produce. Por intermedio de este nervio se modifican las secreciones glandulares.
Se concibe pues, cómo la envidia, el odio, el miedo, cuando estos sentimientos son habituales pueden cambios orgánicos y verdaderas enfermedades. Las preocupaciones afectan profundamente a la salud. Los hombres de negocios, que no saben defenderse contra ellas, mueren jóvenes. Los viejos clínicos pensaban aún que los sufrimientos prolongados, la inquietud persistente, preparan el desarrollo del cáncer. Las emociones determinan en los individuos particularmente sensibles modificaciones notables en los tejidos y en los humores. Los cabellos de una mujer belga, condenada a muerte por los alemanes, emblanquecieron de una manera repentina durante la noche que precedió a la ejecución. En el curso de un bombardeo, apareció sobre el brazo de otra mujer una erupción de la piel, una especie de urticaria. Después del estallido de cada obús la erupción crecía y enrojecía más y más. Joltrain ha probado que un choque moral es capaz de producir modificaciones marcadas en la sangre. En individuos que habían experimentado un gran terror, se encontró un número más pequeño de glóbulos blancos, un descenso de la presión arterial, una disminución del tiempo de coagulación del plasma sanguíneo. En el estado físico-químico del suero se produjeron todavía modificaciones más profundas. La expresión “hacerse mala sangre” es literalmente verdadera. El pensamiento puede engendrar lesiones orgánicas. La inestabilidad de la vida moderna, la incesante agitación, la falta de seguridad, crean estados de conciencia que entrañan desórdenes nerviosos y estructurales del estómago y del intestino, desnutrición y el paso de los microbios intestinales a la circulación. La colitis y las infecciones de los riñones y de la vejiga que la acompañan, son el resultado lejano de desequilibrios mentales y morales. Estas enfermedades son casi desconocidas en los grupos sociales en que la vida sigue siendo sencilla o menos agitada, o donde la inquietud es menos constante. Del mismo modo, aquellos que saben conservar la calma interior en medio del tumulto de la ciudad moderna, permanecen al abrigo de los desórdenes nerviosos y viscerales.
Las actividades fisiológicas deben permanecer inconscientes. Se trastornan cuando nuestra atención se dirige hacia ellas. Así, pues, el psicoanálisis, al fijar el espíritu de los enfermos sobre ellos mismos, da por resultado el desequilibrarles más. Es mejor, para sentirse bien, salir de sí mismo gracias a un esfuerzo que no disperse la atención. Cuando se ordena la actividad con relación a un fin preciso, es cuando las funciones orgánicas y mentales se armonizan más completamente. La unificación de los deseos, la atención del espíritu en una dirección única, provoca una especie de paz interior. El hombre se concentra por la meditación como por la acción. Pero no le basta contemplar la belleza del mar, de las montañas y de las nubes, las obras maestras de los artistas y de los poetas, las grandes construcciones del pensamiento filosófico o las fórmulas matemáticas que expresan las leyes naturales. Debe ser un alma que lucha por alcanzar un ideal moral, que busca la luz en medio de la oscuridad de las cosas y aún que, recorriendo los caminos de la mística, renuncia a sí misma, para lograr el substratum indivisible de este mundo.
La unificación de las actividades de la conciencia determina una armonía mayor de las funciones viscerales y nerviosas. En los grupos sociales en que el sentido moral y la inteligencia se desarrollan, simultáneamente las enfermedades de la nutrición y de los nervios, la criminalidad y la locura son raras. Los individuos son más felices. Pero cuando éstas se tornan más intensas y más especializadas, las funciones mentales pueden traer consigo desórdenes en la salud. Los que persiguen un ideal moral, religioso o científico, no buscan ni la seguridad fisiológica ni la longevidad. Han hecho el sacrificio de sí mismos. Parece también que algunos estados de conciencia producen modificaciones patológicas en el organismo. La mayor parte de los grandes místicos ha sufrido física y moralmente, a lo menos durante una parte de su vida. Por lo demás, la contemplación puede ir acompañada de fenómenos nerviosos que se asemejan a los de la historia y a los de la clarividencia. A menudo, en la historia de los santos, se lee la descripción de éxtasis, lectura de pensamientos, visiones de acontecimientos que pasan lejos, y a veces de levitaciones. Muchos de los grandes místicos cristianos, habrían manifestado este extraño fenómeno, según el testimonio de sus compañeros. El sujeto, absorto en su plegaria, totalmente insensible a las cosas del mundo exterior, se habría levantado dulcemente a varios pies sobre el suelo. Pero hasta el presente no ha sido posible someter estos hechos extraordinarios a la crítica científica.
Ciertas actividades espirituales pueden acompañarse de modificaciones, ya anatómicas, ya funcionales de los tejidos y de los órganos. Se observan estos fenómenos orgánicos en las más variadas circunstancias, entre las cuales se encuentra el estado de plegaria. Es preciso entender por plegaria, no la sencilla recitación maquinal de una fórmula sino una elevación mística, en que la conciencia se absorbe en la contemplación del principio inmanente y trascendental del mundo. Este estado psicológico no es intelectual. Es incomprensible para los filósofos y los hombres de ciencia, e inaccesible para ellos. Pero se diría que los simples pueden sentir a Dios con la facilidad con que sienten el calor del sol o la bondad de un amigo. La plegaria que se acompaña con efectos orgánicos presenta ciertos caracteres particulares. Primeramente, es desinteresada en absoluto. El hombre se ofrece a Dios corno la tela al pintor o el mármol al escultor. Al mismo tiempo le pide gracia, le expone sus necesidades y, sobre todo, las de sus semejantes. Por lo general, no sana el que ora por sí mismo; sana el que ora por los demás. Este tipo de plegaria exige, como previa condición, el renunciamiento de sí mismo, o sea una forma, muy elevada del ascetismo. Los modestos, los ignorantes, los pobres, son más capaces de este abandono que los ricos y los intelectuales. Desde este punto de vista, la plegaria desencadena a veces un extraño fenómeno, el milagro.
En todos los países, en todas las épocas, se ha creído en la existencia de milagros [[4]], en la, curación más o menos rápida de los enfermos, en los sitios de peregrinaje, en ciertos santuarios. Pero a continuación del fuerte impulso de la ciencia, durante el siglo XIX, esta creencia desapareció por completo. Se admitió en general que el milagro no sólo no existía sino que no podía existir.
Lo mismo que las leyes de la termodinámica hacen imposible el movimiento perpetuo, las leyes fisiológicas se oponen al milagro. Esta actitud es todavía la que toman la mayor parte de los fisiólogos y de los médicos. Sin embargo, no tiene en cuenta las observaciones que poseemos hoy. Los casos más importantes han sido recogidos por el “Bureau Médical de Lourdes”. Nuestra concepción actual de la influencia de la plegaria sobre los estados patológicos se encuentra, basada sobre la observación de los enfermos, que, casi instantáneamente, han sido curados de diversas afecciones tales como la tuberculosis ósea o peritoneal, abscesos fríos, heridas supurantes, lupus, cáncer, etc. El proceso de curación cambia poco de un individuo a otro. A menudo un gran dolor y en seguida el sentimiento repentino de la curación completa. En algunos segundos, en algunos minutos y, a lo más en algunas horas, las heridas se cicatrizan, desaparecen los síntomas generales y el apetito retorna. A veces, los desórdenes funcionales se desvanecen antes que la lesión anatómica. Las deformaciones óseas del mal de Pott. Los ganglios cancerosos persisten a menudo dos o tres días después del momento de la curación. El milagro se caracteriza sobre todo por una aceleración extrema de los procesos de reparación orgánica. Es indudable que el ritmo de la cicatrización de las lesiones anatómicas es mucho más elevado que el ritmo normal. La única condición indispensable para que el fenómeno acontezca es la plegaria. Pero no es necesario que el propio enfermo ore, o que sea él quien posea la fe religiosa. Basta que alguien a su lado se mantenga en estado de plegaria. Hechos tales son de alta significación. Manifiestan la realidad de ciertas relaciones, de naturaleza aún, desconocida, entre los procesos psicológicos y orgánicos. Dan prueba de la importancia objetiva de las actividades espirituales de las cuales los higienistas, los médicos, los educadores, y los sociólogos no han pensado en ocuparse jamás. Nos abren un mundo nuevo.