IX

El individuo.

En resumen, la individualidad no es sólo un aspecto del organismo. Constituye también un carácter esencial de cada uno de sus elementos. Virtual en el seno del óvulo fecundado, manifiesta poco a poco sus caracteres a medida que el nuevo ser se desarrolla en el tiempo. El conflicto de este ser con su medio es lo que fuerza a sus tendencias ancestrales a actualizarse. Estas tendencias inclinan en ciertas direcciones determinadas nuestra actividades de adaptación. Efectivamente con las tendencias y las propiedades innatas de nuestros tejidos, las que determinan la manera cómo podemos utilizar el medio exterior. Cada uno de nosotros responde de manera particular a este medio. Escoge lo que le permite individualizarse más. Viene siendo un centro de actividades específicas, distintas, pero indivisibles. No puede separar el alma del cuerpo, ni la estructura, de la función, ni la célula de su medio, ni la multiplicidad de la, unidad, ni lo determinante de lo determinado. Empezamos a darnos cuenta de que la superficie del cuerpo no es el verdadero límite del individuo, y que sólo es capaz de establecer entre nosotros y el mundo exterior los límites indispensables a nuestra acción. Estamos construidos como los castillos almenados de la Edad Media, cuyo torreón se encontraba rodeado de multitud de cercos. Nuestras defensas interiores son numerosas y se hallan enlazadas las unas con las otras. La superficie de la piel constituye la frontera que nuestros enemigos microscópicos no deben franquear. No obstante, nos extendemos mucho más lejos de sus límites, más allá, del espacio y del tiempo. Conocemos el centro del individuo, pero ignoramos dónde se encuentran sus límites exteriores. Quizás tales límites no existen. Cada, hombre se encuentra ligado a los que le preceden y a los que le siguen y se funde en cierto modo con ellos. La humanidad no se compone de elementos separados y como las moléculas de un gas. Se parece a una malla de filamentos que se extienden en el tiempo y llevan, como las cuentas de un rosario, las generaciones sucesivas de individuos. Sin duda alguna, nuestra individualidad es real, pero es menos definida de lo que creernos. Nuestra completa independencia de los otros individuos y del mundo cósmico, es una mera, ilusión.

Nuestro cuerpo está formado con los elementos químicos del mundo exterior que penetran en él y se modifican, según su individualidad. Estos elementos se organizan en edificios temporales, tejidos, humores y órganos, que se derrumban y se reconstruyen durante toda la vida. Después de la muerte, retornan al mundo de la materia inerte. Ciertas sustancias químicas adquieren nuestros caracteres raciales o individuales, hasta convertirse en nosotros mismos. Otras, sólo atraviesan nuestro cuerpo, y participan de la existencia de cada uno de nosotros sin poseer ninguno de nuestros caracteres. Lo mismo que la cera no modifica su composición química cuando forma diferentes estatuas, pasan ellos por nosotros como un gran río del cual nuestras células extraen las materias necesarias a su crecimiento y a su consumo de energía. Según los místicos, recibimos también del mundo exterior algunos elementos espirituales. La gracia de Dios penetra en nuestra alma como el oxigeno del aire o el ázoe de los alimentos en nuestros tejidos.

La especificidad individual persiste durante toda lo duración de la vida, aunque los tejidos y los humores cambien continuamente. Órganos y medio interior se mueven al ritmo de procesos irreversibles, hacia transformaciones definitivas hasta llegar a la muerte, pero conservan siempre sus cualidades inmanentes. Ya no son modificados por la corriente de materia en que están sumergidos como no lo son los pinos de las montañas por las nubes que los atraviesan. Sin embargo, la individualidad se acusa o se atenúa según las condiciones del medio, y cuando estas condiciones son particularmente desfavorables, la individualidad parece disolverse. La personalidad mental es menos pronunciada que la personalidad orgánica. Si hemos de referirnos a los hombres modernos, podemos preguntarnos con justa razón, si aún existe. Ciertos observadores ponen su realidad en duda. Teodoro Dreiser la considera como un mito. Es cierto que los habitantes de la Ciudad Nueva presentan una gran uniformidad en su debilidad moral e intelectual. La mayor parte de los individuos están construidos según el mismo tipo: una mezcla de neurosis y apatía, de vanidad y de falta de confianza en sí mismos, de fuerza muscular y de falta de resistencia a la fatiga, de tendencias genésicas, a la vez irresistibles y poco violentas, a veces homosexuales. Este estado se debe a graves desórdenes en la formación de la personalidad. No es solamente una actitud del espíritu, o una manera, susceptible de ser cambiada con facilidad. Es la expresión, ya sea de una cierta degeneración de la raza, ya del desarrollo defectuoso de los individuos o de ambos fenómenos a la vez.

Esta decadencia es, hasta cierto punto, de origen hereditario. La supresión de la selección natural ha permitido la supervivencia de seres cuyos tejidos y cuya conciencia son de mala calidad. La raza se ha ido debilitando causa de la conservación de tales reproductores. No se sabe aún la importancia relativa de esta causa de degeneración, Como ya lo hemos expresado, la influencia de la herencia no es fácil de ser distinguida de la del medio ambiente. La idiotez y la locura tienen generalmente un origen ancestral. Por lo que toca a la debilidad mental, observada en las escuelas, en las universidades y en la población en general, proviene de desórdenes del desarrollo y no se debe a defectos hereditarios. Cuando esos seres flojos, de escasa inteligencia y faltos de moralidad, cambian radicalmente de medio y se les coloca en condiciones lo más primitivas posibles de vida, a veces se modifican y adquieren nuevamente su virilidad. El carácter atrófico de los productos de nuestra civilización no es, pues, incurable. Está lejos de constituir siempre la expresión de una decadencia racial. Entre la multitud de débiles y deficientes, existen sin embargo hombres completamente desarrollados. Cuando observamos con atención a estos sujetos, nos parecen superiores a los esquemas clásicos. En efecto, el individuo cuyas potencias están todas actualizadas no es de ningún modo conforme a la imagen que se hace de él cada especialista que lo estudia. No constituye los fragmentos de conciencia que procuran medir los psicólogos; no se encuentra tampoco en las reacciones químicas, los procesos funcionales y los órganos que se reparten los especialistas de la medicina; ni siquiera en la abstracción cuyas manifestaciones concretas procuran dirigir los educadores. Está casi ausente del ser rudimentario que se imaginan los: “Asistentes Sociales”, los directores de prisiones, los economistas, los sociólogos, los políticos, etc. En suma, no se muestra jamás a un especialista, a menos que éste consienta en tomar en cuenta el conjunto del cual sólo estudia una parte. Es muchísimo más que la suma de los datos acumulados por todas las ciencias particulares. No podemos abarcarle por entero. Encierra vastas regiones desconocidas. Sus potencialidades son gigantescas. Como la mayoría de los grandes fenómenos naturales, resulta aún ininteligible para nosotros. Cuando le contemplamos en la plena armonía de sus actividades orgánicas y espirituales, despierta en nosotros una poderosa emoción estética. Y es este individuo quien es el creador y el centro del universo.

La incognita del hombre
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