4
Gediman se sentó frente a Ripley en la mesa del comedor, pero varios asientos más allá. Quería darle espacio, incluso si éste era solo una ilusión de privacía. Había silencio en aquella compleja suerte de estancia — comedor recreativa, y ellos eran los únicos dos que estaban comiendo. Había dos guardias apostados en la puerta, pero eran tan parte del escenario a bordo del Auriga, que Gediman apenas los notaba. Dudaba que Ripley lo hiciera.
Todavía llevaba las esposas, pero en los últimos días, se le habían aflojado para permitirle mayor movilidad. Desde entonces había vuelto a ser la imagen de una niña, extrañamente impasible e introspectiva. No había opuesto resistencia a nada, y no había mostrado más tendencia a violentarse. Wren creía que la lámina de la niña había detonado lo suficiente sus recuerdos humanos, para permitirle asumir su antigua personalidad humana.
Había sido un oficial de navegación, dijo Wren. Sabía obedecer, seguir órdenes. Gediman se lo preguntaba.
Las esposas aflojadas le permitieron alimentarse por sí misma por primera vez. Gediman estaba complacido por eso. El alimentarla a la fuerza había sido desagradable, habían intentado nutrirla lo suficiente. En cualquier caso, ahora que se podía alimentar por sí misma, no parecía particularmente interesada. Había comido algo, pero mayormente se había dedicado a remover la comida sobre el plato.
Esa era la suerte típica de la nave —comida procesada, deshidratada y vuelta a procesar lo suficiente para dar una leve apariencia de comida reconocible— pero ella mostraba poco apetito. A Gediman le preocupaba que se tratase de depresión. Wren había rebatido su preocupación.
Gediman casi había terminado su desayuno cuando notó que ella examinaba el tenedor, mostrando mucho más interés en él que en la comida. Se limpió la boca.
—Tenedor,— le dijo, ayudándole. Deseaba tanto comunicarse con ella, establecer la base de su comprensión. De no hacerlo, no podría saber lo que pasaba por su mente, lo que era el único aspecto de ella que no podían estudiar realmente. ¿Qué recordaría? ¿Qué sabría? A Gediman le abrumaba la incertidumbre.
Ripley lo miró de reojo por entre sus párpados. Siempre evitaba el contacto directo. Repitió la palabra suave, pero incorrectamente. —Jodedor
Él se sintió algo avergonzado por su respuesta, y le alegró que no hubiese nadie para oírla. La corrigió amablemente. —Tenedor.
Su expresión cambió. Casi creyó que sonreía, pero inmediatamente eso se borró. Lo sorprendió con una pregunta. —¿Cómo fue que...?
Parecía un esfuerzo tan enorme que hablara, que él anticipó el resto. —¿Cómo fue que la obtuvimos? Trabajo duro. Muestras de sangre. Muestras de tejido congeladas del Fiorina 161 de la enfermería que había ahí.
Una explicación tan simple para un trabajo tan complejo. Un trabajo sin precedentes. Las muestras eran lo suficientemente variadas, y había suficientes células, pero el ADN era un caos. Había sido un hallazgo impactante descubrir que el embrión de Alien que había infectado la sangre y tejidos en el cuerpo de Ripley, no había detenido su invasión ahí. Como un virus, el embrión había, de hecho, invadido las células vivas del huésped —todas y cada una de ellas— forzándolas a cambiar para adaptarse a su crecimiento y desarrollo. Era un adelanto extraordinario en adaptación evolutiva. Era una forma de garantizar que cualquier huésped, cualquier huésped posible, proveería lo que fuese necesario para satisfacer las necesidades de crecimiento del embrión, incluso si el propio cuerpo del huésped resultaba inadecuado.
La fusión del ADN Alien dentro del propio ADN de Ripley, había sido la manera en que habían podido incubarla a ella y a su embrión. Pero aquello no había sido fácil. Habían tenido que separar el ADN del ARN, reconstruirlo, intentar ponerlo en marcha ... y había funcionado, tras un trabajo increíblemente frustrante. Y había tomado años.
Pero ahora ella estaba ahí sentada, como cualquier otro ser humano, comiendo su alimento como cualquier otro ser humano
Y su terrible hija, hasta ahora-
—Fiorina 161...— dijo Ripley quedamente, como si probara la sensación de la palabra en su boca —¿Fury....?
—¿Eso le dice algo?— preguntó Gediman, presionándola. Si tan solo hablara con él. —¿Qué es lo que recuerda?
Ella no respondió a la pregunta, solo le miró de soslayo nuevamente. —¿Está ...creciendo?
Gediman parpadeó, sorprendido. —Si estaba...— ¿Está preguntando sobre el embrión que le extirpamos? ¡Sí, debe ser eso! —Sí, está creciendo. Muy rápidamente.
—Es una Reina,— dijo ella decididamente, olvidándose del tenedor. Empujó el plato.
Estaba anestesiada. ¿Cómo...? —¿Cómo lo sabe?-
—Se reproducirá— dijo sin inflexiones. Por primera vez lo vio directo a los ojos. —Todos moriréis.-
—Todos en la...— miró el tenedor —... jodida ... compañía morirán.— Concluyó aún mirando el tenedor.
—¿Compañía?— ¿De qué estaba hablando?
—Weyland-Yutani,— Explicó Wren. Había entrado en la estancia-comedor y se acercó por detrás de Ripley, pero Gediman había estado tan adentrado en su conversación con ella, que no se había percatado.
Wren todavía usaba ese tono condescendiente y tenía esa sonrisita en los labios, la misma expresión que tenía siempre que trataba con Ripley. Era extraño que lo hiciera, pensó Gediman, considerando que las marcas que había dejado en su cuello todavía eran visibles.
El científico en jefe se sentó atrevidamente a un costado de la mujer. No parecía interesarse en concederle espacio vital. Por el contrario, parecía que quería invadirlo, como para presionarla, para ver si ella podía atacarlo de nuevo. A Gediman no le gustaba eso, pero no podía hacer nada. Como si Wren alguna vez lo escuchara, en todo caso.
Al mirarle Ripley de reojo, Wren tomó algo de alimento del plato de ella, como comería un padre del plato de su hijo.
—Weyland-Yutani,— explicó a Gediman, —donde Ripley trabajó. Era una empresa de expansión de territorios; tenían algunos contratos con la milicia. Mucho antes de tus tiempos, Gediman. Quebraron hace décadas, siendo absorbidos por Wal-Mart. Fortunas de guerra.— Volvió su atención a la mujer, sonriéndole fríamente. —Descubrirá que las cosas han cambiado mucho desde sus tiempos.
Nuevamente, hubo un sutil cambio en su expresión, Gediman lo notó. Casi una sonrisa. —Oh, lo dudo,— dijo ella.
Wren no pretendía malinterpretar su comentario.
—No somos ciegos aquí, ¿sabe?. Esta es la milicia de los Estados Unidos de América, no una codiciosa compañía.
Como si no hubiese trabajado para una ‘codiciosa compañía’ con tal que ésta le permitiera trabajar para la ciencia, pensó Gediman, pero se guardó el comentario.
Ripley miró fijamente su plato. Sus palabras salieron sin ninguna emoción. —Dará lo mismo.— La frase detonó algún recuerdo dentro de ella, haciéndola considerar. Luego continuó, —Aún así usted morirá.
Wren juntó las manos frente a él, en una total actitud de —doctor—. —¿Y cómo se siente usted al respecto?
Ella se encogió de hombros. —Es su funeral, no el mío.-
A Wren no le gustó la respuesta. Su impaciencia comenzó a aflorar. Por una vez, había dejado de usar aquel pedante tono de niña que la caracterizaba. —Espero que entienda lo que intentamos hacer aquí. El potencial benéfico de esta raza va mucho más lejos de la pacificación urbana. ¡Nuevas aleaciones, nuevas vacunas...! No hemos visto nada semejante en los mundos explorados hasta ahora.— Se detuvo, como dándose cuenta que estaba revelando demasiado sobre sí mismo.
Gediman pudo ver la frustración en la expresión de Wren. Pero Gediman sabía que Ripley no podría entender o valorar sus planes. Después de todo, eran la clase de sueños que sólo los científicos podían valorar. Pero Wren tenía razón —el potencial era infinito. Podría tomar décadas para determinar las complejidades genéticas de las criaturas y definir cómo era que el código genético único podía incluir sangre ácida y caparazones de silicona para adaptarse a diversas formas de vida. Aprender cómo el simbionte parasitario podía modificar genética y químicamente a su huésped, modificaría completamente la bioquímica y la biomecánica en el siglo próximo. ¡El trabajo que ellos habían hecho fue simplemente reproducir a Ripley y a su vástago Alien con técnicas de clonación con un siglo de adelanto tecnológico!
El tono ególatra de Wren volvió. —Usted debería estar muy orgullosa.
Ella, de hecho, rió. Era un sonido amargo, feo. —¡Oh, lo estoy!
Ahora Wren intentaba asegurarse. —Y el animal en sí mismo es magnífico. Resultará invaluable, una vez domesticado.
Ripley se volvió súbitamente a mirarlo, y él la miró también. —Es un cáncer. No puede enseñarle trucos.-
Para sorpresa de Gediman, Wren no dijo nada ante sus palabras.
Ripley jugó nuevamente con el tenedor, retrayéndose, pensando. A Gediman le dolía que lo hiciera. Pero todo lo que dijo después fue una simple palabra, Ellos.
Distephano observaba la pequeña nave comercial que se aproximaba al vector del Auriga. Hasta ese momento, el turno había sido tan aburrido como siempre, pasando el tiempo en la cápsula de comando. Anotó el acercamiento del pequeño vehículo en la bitácora, y después envió una notificación oficial al general. Nunca había visto una cápsula comercial volando tan lejos. Ni tan cerca del Auriga. Garantizado, aquel no sería un incidente tan emocionante como el de la semana pasada con la mujer del laboratorio de pruebas. ¿Pero qué tan a menudo ocurrirían cosas como esa?
Oficialmente, no se le había comunicado nada sobre el incidente del laboratorio después de hacer su reporte, pero extraoficialmente, supo que la descarga que le había disparado a la mujer había, de hecho, cambiado su temperamento. Había estado mansa como un cordero desde entonces. De hecho, había oído que la habían librado de las esposas el día de ayer. Incluso le estaban permitiendo que —caminara por ahí.— A él le parecía bien, puesto que siempre había dos guardias observándola. Y una vez informados de su acción con la mujer, los otros pondrían mucha atención. Era la cosa más emocionante por estos lares, vigilar a la mujer-experimento. ¡Vaya extraña asignatura!
Casi instantáneamente, recibió una réplica a su reporte.
—La nave que se aproxima tiene la autorización del General Pérez para aterrizar,— dijo Padre, la voz cibernética masculina más espeluznante desde los confines de la pequeña cápsula. —Código de autorización seis, nueve, nueve, tres. Seguridad en alerta máxima.
Interesante, pensó Distephano. Un vehículo comercial pocas veces, o nunca, traía carga o suministros al Auriga. Ésta era una nave ultra secreta, chitón chitón. Sus autorizaciones debían tener autorizaciones incluso para entregar alimento. Sin embargo, esta pequeña libélula vendría únicamente a quedarse ¿eh?
Vinnie escuchó el anuncio automatizado llegar desde la nave que se aproximaba y le daba su número de registro y nombre. El Betty, ¿eh? Tomó los números que la pequeña computadora de voz femenina le dio y los pulsó en su consola.
Padre dijo sin inflexiones —El código de la nave que se aproxima no existe. Ha habido algún error. Por favor, intente nuevamente.-
¡Error y un cuerno!, pensó Vinnie sorprendido. Pulsó nuevamente el código, mucho más cuidadosamente.
—No existe este numero de registro en los listados del Sistema Militar de los E.U.A.,— anunció Padre. —Si no existe algún error de alimentación de datos, el vehículo que se aproxima no está registrado.
No es posible, pensó Vinnie. Notificó inmediatamente al general, luego contactó al vehículo, exigiendo su código de autorización antes de permitir un acercamiento final. ¡Incluso si lo tuviera ... no tendrían las pelotas de entrar en una estación militar!
Vinnie esperó que la autorización del Betty se cancelara inmediatamente. Aquello sería ya lo suficientemente interesante. Podría suceder que el vehículo desviara el curso y se apresurara a largarse, o, si en verdad necesitaba atracar debido a algún fallo o accidente del personal a bordo, en tal caso solicitarían ayuda en el código mayday. Si Pérez rechazaba eso...
¡Si lo rechazaba, lo que tendría que hacer era derribar la nave! Distephano consideró esa posibilidad. Tenía suficiente poder bajo el pulgar como para reducir la pequeña nave a átomos. Observó el vehículo agrandarse en la pantalla.
Lo que obtuvo no era lo que había esperado. La voz del General Pérez —¡El viejo en persona!— ladró en sus oídos a través del intercomunicador.
— He dado autorización para que ese vehículo aterrice, Soldado,— dijo Pérez irritado. —¿Cuál es el problema?
La sorpresa de oír la propia voz del general en vez de una respuesta automatizada —que Vinnie siempre supuso que pertenecía a otro oficial— lo sobresaltó completamente. Distephano se quedó sin palabras.
—Eh, lo lamento, señor, es solo que.. eh... los números de registro... esto ...!— Tragó saliva y se obligó a tranquilizarse.
—¡Señor! ¡No hay problema, señor! ¡Comenzará el aterrizaje, señor!
—¡Asegúrese que así sea!— concluyó Pérez.
Vinnie miró a la nave que se acercaba. Es un vehículo pirata, uno de verdad ¡joder!, un vehículo cien por cien, fuera de la ley. Sin números de registro. Sin nada oficial. ¡Y está llegando bajo la invitación del mismísimo Pérez! ¡Vaya cosa!
Con una ligera sonrisa, Vinnie recordó las advertencias de sus superiores cuando le habían asignado esta misión. Cuando estés allá, muchacho, sólo recuerda —no preguntes. No comentes. Nada. Más te vale que no te regresen a mí diciendo que no supe entrenarte. Sí, esto iba a llevar a cosas más grandes y mejores —si podía evitar hacer enfadar al Viejo otra vez.
Puedes apostar que no volverá a ocurrir. Te destrozarían el culo por ello, muchacho.
La pequeña nave mantuvo un acercamiento constante. Ahora la podía ver claramente. Incluso se veía como una nave pirata, pintada con un deslustrado camuflaje que la ocultaría si tenía que volar bajo sobre un panorama silvestre. Un pequeño vehículo muy versátil, que obviamente estaba diseñado para el espacio, pero que tenía compartimentos en un ángulo lateral que podrían fácilmente reformarse en alas aerodinámicas para el vuelo atmosférico. Tenía incluso alerones posteriores para un vuelo más ágil. Pero era una nave antigua, parchada en muchos lugares con partes de otro color, sucia y abollada. Era un contraste total con el poderoso y oscuro Auriga que la empequeñecía.
Vinnie parpadeó, observando un gráfico pintado en el fuselaje. ¿Qué demonios...?
Comenzó a reír. Era un cromo de la Segunda Guerra Mundial, así que reconoció instantáneamente la estilizada, figura de lo que se había conocido como —el retrato de un bombón.
Justo bajo el nombre de la nave, había una figura femenina de redondeadas caderas, vistiendo un entallado vestido y que sugestivamente, montaba un cohete por sobre el fuselaje de la pequeña nave.
Sí, El Betty. Claro. Las cosas se ponen cada vez más interesantes por aquí, después de todo.
A bordo del Betty, las cosas siempre eran interesantes. Al menos, lo suficientemente interesantes para su capitán, Frank Elgyn, un hombre cuarentón espigado y delgado de facciones angulosas, cuyos oscuros ojos y prominente nariz, incrementaban mucho su aspecto predador. Se acomodó en el asiento del copiloto, y subió uno de los pies, calzados con botas, sobre la consola de comando. ¡Le acababa de pedir su código de autorización, algún estúpido gilipollas! Se volvió hacia la silla contigua y rió ligeramente. Su piloto, Sabra Hillard, una mujer alta, de complexión fuerte, le devolvió la sonrisa y meneó la cabeza.
Como si existiera algún código de autorización para éste vehículo, haciendo éste viaje, con ésta carga. ¡Seguro!
Se acomodó nuevamente en su asiento. Sabra escuchaba su escandalosa música favorita —la cacofonía del moderno ritmo que ella escuchaba retumbaba en el suelo. Él no hizo intento alguno por bajar el volumen. El piloto debía llevar la batuta. Aquello era lo más parecido a una —regla— que había a bordo del Betty. Se dirigió hacia el gilipollas a través del intercomunicador.
—Mi código de autorización es ‘j-ó-d-e-t-e,’ hijo.
A su lado, Sabra profirió una risotada. Elgyn se percató que estaba jugando un video juego de batalla espacial al mismo tiempo que piloteaba la nave. Era increíble la cantidad de cosas que podía hacer una mujer al mismo tiempo. Le ponía cachondo el sólo pensarlo. Se percató que le miraba y le devolvió una significativa mirada. Ella la devolvió a su vez.
—Ahora, abre el maldito puerto,— le pidió al soldado, —o el General Pérez marcará el sello Wichita en tu virginal culo, muchacho.
Aparentemente, el general ya había corroborado ese mensaje, porque la voz automatizada del Auriga estaba dando a Hillard las coordinadas necesarias.
—Llévanos en un ángulo descendente de tres cero,— verificando el paralelo.
Ella nunca quitó los ojos de su video juego. —Cariño, está hecho.
Elgyn se levantó de su asiento mientras la visión de la nave se acrecentaba en su pantalla. —No cortes el impulso hasta los seiscientos metros. Los asustará un poco.— Le deslizó el pulgar por el rostro antes de retirarse, ella le hizo un guiño.
Miro alrededor de la cabina, el variado equipo de reparaciones estaba revuelto con video juegos antiquísimos, ropa, las chucherías y posesiones de su tripulación esparcidas por doquier. En medio de todo este organizado caos se encontraba Christie. El corpulento, pero atractivo moreno hacía parecer pequeño todo lugar donde se apostara, pensó Elgyn, admirado. Un buen hombre al que tener al lado —asumiendo claro, que se hallaba de tu lado.
Christie estaba ocupado ajustándose sus armas. El complejo aparato, con sus correas y hebillas era del mismo color de su piel morena, y el sistema mecánico era de su propia invención. Las amarró a sus poderosos brazos, justo bajo los codos, y esto le permitía portar armas donde pocas personas siquiera pensaban en buscar.
Elgyn se aproximó al hombre. —Ya estamos llegando. Es hora de disfrutar algo de la hospitalidad del general.
—Oh, estupendo,— farfulló el hombre. Sus expresivos ojos giraron para expresar su felicidad. —¡Comida del ejército!
Acercándose, Elgyn ayudó a Christie a sujetar firmemente las correas de su aparato. —Nos recibirá para que echemos un vistazo al arcón familiar. Asumiendo claro, que los nativos sean amigables.
Christie oyó lo que Elgyn No había dicho. —¿Esperamos problemas?
Elgyn dudó un poco, demasiado. —¿De Pérez? Lo dudo, pero más vale estar preparados.
Christie no hizo más preguntas ni comentarios. Solamente asintió, sacudiendo su leonina melena de rastas, el resto quedaba entendido.
El cuarto de máquinas del Betty alojaba también al puerto de carga. En él se encontraban trabajando Annalee Call y John Vriess, intentando apretar un poco los engranes para sacar algo más de vida de la viejísima pieza de maquinaria que, irónicamente, llamaban estabilizador. Call sabía que Vriess ansiaba aterrizar. La máquina estaba ya demasiado apretada, y parte de su equipo estaba demasiado viejo para ser reajustado. Habían hecho cuanto podían, pero Elgyn se encontraba esperanzado con que el ejército les proveyera algunas refacciones —una pequeña retribución por un trabajo bien hecho. Call y Vriess esperaban sinceramente que Elgyn tuviera razón.
Call, una mujer menuda de delicadas facciones, estaba de pie al lado del bloque cuadrado de maquinaria, sus pequeños y delgados dedos podían meterse hábilmente en algunas de las partes más pequeñas del temperamental armatoste. Entretanto, Vriess, un hombre robusto, de mediana edad y con cabellos de un arenoso color rubio, quijada fuerte y nariz bulbosa, estaba tendido en su plataforma en el suelo. Mientras el otro ingeniero revisaba la maquinaria desde abajo, Call bajaba la parte superior del estabilizador mediante una polea de eslabones magnetizada. Habían pasado horas realimentando —otra vez— el cerebro de la máquina. Ahora tenían que acoplar su parte inferior y hacer que la maldita cosa trabajara con sus dos partes en armonía.
Cuando Call se encontraba uniendo la maquinaria y desmagnetizando la polea, se percató de su creciente interés en su compañero. A Call le gustaba trabajar con Vriess. Él era muy trabajador, creativo, y se concentraba en su trabajo. Mucho más de lo que se podía decir de otras gentes en esta nave. Quitó las cadenas del sistema superior y observó que la polea se elevaba nuevamente hasta el techo.
Por debajo de la maquinaria, Vriess comenzó a silbar una tonada, algo que había aprendido en algún bar durante su último aterrizaje. Ella sonrió, recordando aquella noche. Esa era otra razón por la que le gustaba trabajar con Vriess. Era normalmente amigable y de sangre ligera.
Ella siguió la tonada, acompañándole, los dos haciendo una pequeña armonía acompasada mientras trabajaban juntos.
De forma distante, Call se percató de que otra persona entró en el área. Continuó silbando, intentando no tensionarse, intentando no transmitir sus sentimientos. Si no ponía cuidado, Vriess podría notar su tensión. No quería distraerlo mientras trabajaba. Continuó silbando, permitiendo que solamente una parte de ella se percatara del hombre que se hallaba en la cornisa superior del cuarto de máquinas.
Era Johner. Call no sabía su nombre o si acaso tenía alguno. Tampoco le importaba. No le importarba que Johner muriera. Odiaba a ese hombre. Odiaba lo que era, lo que hacía. Había días en que su principal tarea a bordo del Betty era asegurarse que Johner no supiera cuánto lo detestaba. Y a Johner le encantaría darle tal satisfacción.
La engarrotada mujer se aseguró que la aparición de Johner no la distrajera de su trabajo. La ridiculizaría si dejara caer un tornillo, o torcer un borde por no prestar atención. No quería alertar a Vriess de que Johner estaba ahí. Quizá si ambos lo ignoraban, finalmente se iría.
Imposible, pensó Call, mientras el alto, poderoso y macizo hombre caminaba justo sobre ellos. Se rió de ella, sus pequeños ojos de un gélido color azul le recordaban a los de un cerdo. No le cabía duda que él era el hombre más feo que había visto jamás, y la enorme cicatriz que surcaba su cara no mejoraba en nada su apariencia. Pero era su detestable comportamiento lo que lo hacía verdaderamente odioso. Call siguió ignorándolo. Él reía más fuerte, su cicatriz jalaba su rostro, en una grotesca parodia de expresión humana, y comenzó a canturrear junto con ellos.
Mediante su visión periférica, Call notó que extraía su navaja, la enderezaba, y la usaba para limpiarse la uña del pulgar. Ella volvió la cabeza, para que pudiera continuar su acicalamiento sin que ella lo viera, y se forzó a sí misma a continuar silbando a la par de Vriess. Incrementó el volumen, esperando que Vriess no notara la contribución de Johner. No le agradó ver que Johner arrojaba el cuchillo al aire sobre las piernas de Vriess, dejándolo caer.
Sin embargo, lo vio clavarse.
El pequeño filo se clavó en la carne del muslo izquierdo de Vriess. Call sintió una punzada de enojo, no podía evitarlo, y se levantó enfurecida, con la boca abierta. No sabía si gritar o maldecir o farfullar algo al hijo de puta.
Bajo el estabilizador, Vriess seguía silbando, totalmente ajeno.
—¿Qué rayos te pasa?— Siseo entre dientes al sonriente Johner.
Ahora ya no silbaba, Vriess finalmente se percató que algo pasaba y se jaló de debajo de la máquina, rodando en la plataforma hasta salir de ahí. Espió a Johner en la cornisa, y miró a Call, confundido por su enojo.
—Sólo un poco de tiro al blanco,— dijo Johner, completamente desvergonzado. Señaló hacia el hombre en la plataforma —Vriess no se queja.
Call miró preocupada al otro mecánico, luego al muslo de Vriess para que este siguiera su mirada. Cuando detectó el cuchillo clavado en su pierna gritó, —¡Maldición!— Al accionar una palanca de la plataforma, su parte superior se elevó. Después el asiento se elevó, y las piernas se hallaron dobladas, mostrando la versátil silla de ruedas que el propio Vriess había construido. Paralizado de cintura para abajo, el hábil, y medianamente joven ingeniero, miró la pequeña navaja sumergida en su insensible pierna.
—¡Johner hijo de puta!— Maldijo Vriess colérico, y estiró uno de sus fuertes brazos, arrojando su llave inglesa al hombre.
Pero Johner hábilmente la esquivó, riendo mucho más fuerte. —¡Oh vamos! ¡No sentiste nada!— Johner creyó que aquello era un chiste buenísimo y rió aún más.
Ahora Vriess se veía avergonzado, y eso hizo a Call enfurecer más. Sin importarle, tomó un pequeño pañuelo de su bolsillo, aferró el cuchillo, lo quitó, y colocó el pañuelo en la supurante herida. Vriess lo sujetó firmemente en su lugar, esperando contener la hemorragia. Ninguno de los dos dijo nada, solamente trabajaban juntos para sacar el trabajo.
Call miró hacia la cornisa y el inquieto bastardo que no podía llamarse hombre. —Eres un mal nacido cabrón, ¿Lo sabías?
¿Qué le importaba a Johner como lo había llamado? Se había divertido a sus expensas, él había ganado. Aún riendo, alargó una mano. —Devuélveme el cuchillo, ahora.
Call estuvo a punto de guardar la hoja del cuchillo y arrojársela, pero reconsideró. Estaba demasiado enojada para ser tan cooperativa.
Vriess la miraba. Le tocó el codo. —Call, olvídalo. Ha estado bebiendo demasiada cerveza.
Ella sabía que Vriess no temía a Johner, a pesar de su talla y ventajas. Pero sí que se preocupaba por ella. Sin considerar sus firmes músculos, ella era pequeña, delicada. Y a Johner no le importaba un carajo lastimar a cualquiera. Lo encontraba divertido. Pero a Call no le importó. Ya estaba cansada de soportar a aquel bastardo abusivo.
Con un solo movimiento, atascó la hoja del cuchillo entre dos soportes metálicos y la arrancó de cuajo.
La cara de Johner se puso roja de furia. La señaló con un dedo. —No me jodas pequeña Annalee. Pronto te darás cuenta que conmigo no se jode.
Call se mantuvo desafiante. La talla no era siempre lo más importante. Ella podía cuidarse, y si él quería averiguarlo por sí mismo, que lo hiciera.
Los dos se miraron fijamente por un momento, y entonces, para asombro de ella, Johner parpadeó primero. Aún maldiciendo, abandonó la cornisa.
Call se apartó el corto y oscuro cabello de sus ojos casi negros y movió la mandíbula adelante y atrás, aún disgustada. El plácido ambiente de trabajo que había mantenido con Vriess se había esfumado.
Hasta que él le dio una palmadita en la cadera y le susurró, —Debemos comenzar a relacionarnos con otra clase de personas.
Las expertas manos de Sabra Hillard llevaron al pequeño Betty bajo la plataforma inferior del inmenso Auriga. —Mis impuestos trabajando,— murmuró quedamente, luego rió, recordando que nunca pagaba impuestos.
Sobre ella, las puertas de la inmensa plataforma de aterrizaje se abrieron. En su audífono, la voz automática del Auriga informó. —Inicie Aterrizaje.
—Ajá, ajá, allá voy— musitó moviendo la nave en posición.
Los grandes electromagnetos del Auriga se movieron a su posición cuando Hillard acopló el pequeño vehículo en la plataforma de aterrizaje. Con un estridente sonido metálico, los magnetos del Auriga se acoplaron en al casco del Betty, asegurando su posición.
Como un bebé en su silla de seguridad, pensó Hillard. Entonces, ¿Por qué me incomoda tanto este pensamiento? Un magneto de seguridad, seguía siendo una amarra, una cadena.
—Aterrizaje completo,— Dijo Padre, la voz del Auriga. —Puede desembarcar ahora.
Incluso la voz artificial parecía dar órdenes. Incrementando su aprensión. Hillard pulsó el botón intercomunicador —¡Atención, corazones! Vamos a desembarcar ahora. Recordad. El general no permite armas a bordo del Auriga. Os veo en la plataforma, chicos.— Dijo y cortó.
¿Por qué siempre el aterrizar en una estación tan gigantesca como esta la haría sentir como si la tragaran viva?