SEGUNDA PARTE

Subrepticiamente, probó de nuevo las esposas. Se aferraban firmemente, inmovilizándola. Se relajó. El hombre sentado frente a ella, hablaba, sin percatarse, sin notar lo que estaba haciendo aunque se encontraba solo a un paso largo de ella. Tampoco lo hizo el guardia armado y alerta que estaba a su espalda. Eran torpes, estos humanos. Torpes y suaves, y lentos. Pero podían construir artefactos efectivos, artefactos que les daban ventaja a pesar de su torpeza, de su suavidad, de su lentitud. Como el artefacto en que se hallaba atrapada ahora. Era confortable, y más fuerte de lo que parecía. Una vez forzada a sentarse ahí, no podría salir. No podría liberar su cuerpo, sus brazos. Una vez encerrada ahí, ellos se podían mover a su alrededor a voluntad, llevarla a donde quisieran, hacer lo que quisieran.

Todo lo que ella podía hacer era sentarse. Sentarse y esperar. Era buena esperando. Mucho mejor en ello, sospechó, que estos humanos.

El hombre delante de ella estaba hablando. Hablando, hablando, hablando. Había estado hablando durante tanto tiempo, que ella felizmente le hubiera roto la garganta sólo para hacerlo callar. Estaba intentando hacerla hablar, ahora que sabían que podía hacerlo. Estaba intentando hacerla reconocer imágenes simples y repetir sus nombres. Habían estado en ello por lo menos una hora. Estaba aburrida a morir.

Él sostenía un sencillo dibujo de una construcción y deletreó su nombre. —C A S A.— Ella no contestó, así que la deletreó de nuevo con infinita paciencia, su voz amable, modulada. —C-A-S-A.— Ella le clavó la mirada sin decir nada, solo para ponerlo incómodo. La deletreó de nuevo.

El nombre bordado en su vestimenta decía —Kinloch.— El nombre en el casco del guardia decía —Vehremberg.— El señalamiento sobre el mecanismo que abría la puerta decía —Debe solicitar al guardia en turno antes de que la puerta se abra.— Decía lo mismo en otros seis idiomas, incluyendo árabe y japonés. Ella lo sabía porque podía leer en esos idiomas. No se cuestionaba cómo podía hacerlo, como tampoco se cuestionaba cómo podía respirar, o pensar, o matar. Sólo lo hacía.

Kinloch le mostró otro dibujo. —B O T E.-

Ella se preguntaba si sus huesos serían tan frágiles como aquellos del hombre tras el cristal, el hombre que había estado trabajando en ella con sus brazos mecánicos. Estos pensamientos la mantuvieron entretenida durante varios deletreos más. La quinta vez que deletreó la misma palabra, decidió que era suficiente. Cansadamente murmuró, —bote.-

La expresión del hombre era tan complacida, que instantáneamente se arrepintió. Le mostró otro dibujo. En esta ocasión ella repitió la palabra al instante, solo para evitar la repetición. —Perro.-

Todos los dibujos tenían asociaciones en su mente, pero ninguna detonaba algún recuerdo en específico. Eran cosas que tenían nombres, nombres sencillos, nombres que sabía. Era un ejercicio ridículo. Miró hacia la pila de dibujos que Kinloch tenía enfrente y casi gruñó. ¡Era una pila muy gruesa!

En el laboratorio experimental, el General Martin Allahandro Carlos Pérez se encontraba de pie muy derecho, con los brazos cruzados sobre su amplio pecho mientras miraba la pantalla de video que mostraba a la mujer en su sesión de prueba. Observó, pero no estaba seguro de aprobarlo.

Mantener al huésped después que el proyecto hubiera funcionado no había formado parte del plan original. Nunca se había considerado. Cuando los dos científicos, Wren y Gediman, y los dos soldados, Distephano y Calabrese, habían hecho sus reportes individuales tras el ataque del huésped a Wren, Pérez había arrastrado a los dos doctores hasta su oficina para una buena y anticuada perorata. Pero a pesar de que eran militares, al igual que él, realmente no eran soldados. A pesar de su entrenamiento, seguían siendo doctores. Y aunque la ciencia requería la misma clase de entrenamiento duro que la milicia, históricamente, los doctores eran siempre los soldados menos convencionales, siempre desobedeciendo órdenes y provocando caos durante su servicio. Pérez lo sabía porque su primordial lealtad era hacia la búsqueda del conocimiento, mientras que la de un soldado, era hacia su comandante, y su unidad, y los dioses gemelos de la disciplina y el orden. La ciencia y la milicia eran a menudo materias incompatibles, y este huésped —esta mujer— era la prueba de ello.

Le habían disparado una carga completa a quemarropa y apenas la habían derribado. ¿Qué diablos era ella? ¿Y qué más querían estos dos con ella? Pérez sabía una cosa. No le gustaba la idea de tenerla a bordo de su nave. No, no le gustaba en absoluto.

Los dos científicos, continuaron intentando calmarlo tras verse forzados a admitir que habían mantenido al huésped con vida sin notificar oficialmente sus intenciones de hacerlo —qué importaba asegurar el permiso— y revolotearon a su alrededor como un par de polillas buscando un sitio seguro para aterrizar. Pérez frunció el ceño, recordando que habían encontrado polillas de grano en el revuelto almacén esa mañana. No podía comprender cómo podían sobrevivir aquellas pequeñas y tenaces bastardas.

—Es algo sin precedentes,— refutó Wren, mientras la mujer identificaba rutinariamente las imágenes en las láminas infantiles.

—¡Absolutamente!— parloteó Gediman, su doctor mascota, justo después. —¡Está operando a una total capacidad adulta!

Los dos científicos intercambiaron miradas, como si tuvieran una especie de habilidad telepática.

Pérez protestó. —¿Qué hay de sus recuerdos?

Se miraron entre sí. —Hay intervalos,— respondió Wren finalmente, a regañadientes. —Y algún grado de disonancia cognoscitiva.

Pérez se preguntaba si lo sabrían realmente o si solamente lo sospecharan. O si ella estuviese poniendo una venda ante sus ojos. Ya los había tomado por sorpresa en dos actos de violencia no provocada —si el ataque de un predador podía considerarse no provocado, claro. ¿Qué otra cosa sería capaz de hacer? Pérez era el responsable de la seguridad de toda persona a bordo, incluso de estos dos malditos tontos. Podría justificar el conservar a esta... esta... ¿Qué demonios era en todo caso? ¿Se atrevería a mantenerla viva y poner en peligro todo, solamente porque les había dado a estos dos mocosos super crecidos algún tiempo extra para jugar al doctor?

Wren estaba claramente disgustado con la falta de entusiasmo de Pérez. Quitó un manchón de mugre de la pantalla de video, en la que se veía al doctor trabajando con el huésped y mostrándole la imagen de un gran gato anaranjado. Ella lo miró, dudó, luego apartó la vista, frunciendo el entrecejo, como si buscara su recuerdo.

Es interesante, pensó Pérez, preguntándose por qué dudaría con aquella imagen en particular.

—!Está asustada¡— decidió Gediman.

Wren lo miró desaprobando. Pérez sabía que no tenía paciencia con aquella especie de lenguaje subjetivo y poco profesional. A Pérez le sorprendía la poca firmeza de su alianza. No eran disciplinados. No había lealtad. Ni objetividad. Únicamente curiosidad. Quizá eso es lo que había matado al gato al que ella no quería mirar.

Wren habló decisivamente. — ‘Eso’ tiene algunas dificultades cognoscitivas. Una especie de leve autismo emocional. Ciertas reacciones...-

Pérez lo ignoró. Wren tenía la tendencia a recordarle a un político —su vocabulario bien podría ser más complicado, pero era igualmente absurdo. Mantuvo su atención en la mujer. O lo que fuera, pero eso era lo que parecía. Al menos en el exterior. Realmente no aprobaba los intentos de Wren de negarlo. Si decidían exterminarla o no, el referirse a ella con toda aquella jerigonza científica no eliminaría su individualidad, su voluntad de sobrevivir.

El científico que estaba en la habitación con Ripley se dio por vencido con la fotografía del gato, y sacó una distinta. Era simplemente un dibujo en caricatura de una pequeña niña de cabello rubio.

El cuerpo de la mujer encadenada súbitamente se enderezó. La expresión de aburrimiento en su rostro se desvaneció y cambió, se puso atenta. Miró fijamente a la lámina, claramente sorprendida. Su frente se frunció, sus ojos se suavizaron. Por un momento, parecía como si fuese a llorar. El cambio resultaba abrumador, y reveló, por un momento, su verdadera humanidad. Incluso el científico que se encontraba con ella se sorprendió y se sentó en silencio, sin importunarla otra vez con la pronunciación de la palabra. Por un momento, nadie dijo nada. Ninguno podía.

La foto de caricatura de la niña pasó ante sus ojos y su cuerpo se tensó en sus cadenas. ¡Su niña! ¡Su pequeña! No, no suya ... ¡Sí, mía! ¡Mí pequeña! El dibujo significaba todo y nada al mismo tiempo. Su mente se inundó con furtivas y caóticas escenas y recuerdos que no podía ordenar.

La humeante calidez del nido. La fuerza y seguridad de su propia especie. La soledad de la individualidad. Y la creciente necesidad de encontrar —

Unos pequeños y fuertes brazos le rodearon el cuello, unas pequeñas y fuertes piernas le rodearon la cintura. Había caos, y ella era ese caos. Los guerreros gritaban y morían. Había fuego.

Sabía que vendrías.

El arrollador dolor de la pérdida —enfermiza e irreparable pérdida— llenó su mente, su cuerpo entero. Sus ojos se llenaron con líquido hasta que no pudo ver, luego se vaciaron, aclarando su visión, luego se llenaron de nuevo. No significaba nada — significaba todo.

¡Mami! ¡Mami!

Buscó para hallar la conexión con su propia especie, buscó para hallar la fuerza y seguridad del nido, pero éste no estaba ahí. Y en su lugar no había más que este dolor, esta terrible pérdida. Ella estaba hueca. Vacía. Como lo estaría por siempre.

Miró al doctor que sostenía el dibujo y anheló preguntarle lo que había preguntado a los otros. La pregunta que sabía que no responderían.

¿Por qué? ¿Por qué?

Algún día, obtendría la respuesta. De no ser aquí y ahora, sería pronto. Mientras los ecos de la voz de su pequeña reverberaban en su cerebro, determinó que obtendría la respuesta. La obtendría de ellos. A pesar de sus armas, a pesar de sus cadenas. La obtendría a la fuerza.

En la pantalla de video, la mujer parpadeó rápidamente, y a pesar de sí mismo, Pérez se sintió conmovido. Recuerda a la niña, la pequeña niña que salvó. ¿Cómo es posible?

—Pero ‘eso’ recuerda,— murmuró a Wren, cediendo, de mala gana, al lenguaje del científico. Después se volvió a mirar al doctor. —¿Por qué?

Wren también estaba sorprendido. No podía ocultarlo. Apartó la vista de la pantalla de video y buscó una explicación. —Bien, supongo que es... memoria colectiva. Transmitida generacionalmente, a escala genética, por los Aliens. Casi como si se tratara de una suerte de instinto altamente evolucionado. Quizá sea un mecanismo de supervivencia que los mantiene unidos, que mantiene intacta su especie, sin importar las características que debían adoptar de sus diferentes huéspedes.— Sonrió ligeramente. —Un beneficio inesperado del cruce genético.

— ¿Acaso creerá que soy tan estúpido como él?- Pérez lo observó sin pestañear, como un lobo retando a otro. El científico bajó la mirada.

Pérez bufó irónicamente. — ¿‘Beneficio’...?

Miró fijamente a la torturada expresión del rostro de la mujer una última vez. ¡He visto suficiente! Girando sobre sus talones, abandonó la habitación.

Al marchar fuera del laboratorio, sobre los corredores, los dos doctores lo siguieron, intentando vencerle, aplacarle.

—No estará considerando la exterminación...¿Verdad?— Preguntó Gediman tímidamente.

—¡Oh Vaya si estoy considerando la exterminación!— farfulló Pérez. La expresión dolorida de Gediman lo complació de una perversa forma.

Wren interpeló rápidamente, asertivamente, intentando resarcir su calidad de científico en jefe. —No percibimos esto como un problema. El huésped... Eso...

Pérez se detuvo, y se volvió para encarar a Wren, invadiendo su espacio vital. Los dos hombres se pararon ojo con ojo.

— Ellen Ripley murió tratando de aniquilar a esta especie, y en todos sus intentos, lo logró.— Apuntó un dedo sobre el esternón de Wren. —No quiero que vuelva a sus antiguos pasatiempos— ¡Sobre todo a sabiendas de que ha sido la receptora de los Beneficios inesperados del cruce genético!

Para sorpresa de Pérez, Wren no se inmutó, sino que se mantuvo firme. —No sucederá.

Gediman, ese pequeño insecto, tuvo que intervenir en una conversación de dos hombres. Sonriendo dijo. —Llegado el caso, no es seguro de parte de quién estará.

Pérez se volvió hacia él, con el ceño fruncido. —¿Y se supone que eso debería tranquilizarme?— El científico retrocedió dos pasos y serenó su expresión.

Pérez continuó avanzando por el corredor, los otros dos le seguían de cerca, conferenciando, murmurándose uno a otro, intercambiando esas miradas como dos escolares preparándose para irrumpir en el dormitorio de las chicas. Pérez estaba fúrico.

Había tantas otras cosas más importantes que hacer aquí. ¿Es que habían olvidado totalmente sus objetivos? ¿El motivo real de esta operación?

¡Líbrenme de los científicos! No pueden ni mantener la estación libre de insectos, pero sí que pueden encontrar la manera de perder las horas de trabajo y dinero con un individuo que podría poner en peligro el proyecto entero.

Finalmente, se detuvo frente a una puerta asegurada. Pulsando un código de memoria, se detuvo mientras la computadora lo registraba, después se deslizó un analizador de aliento hacia él. Exhaló en el receptáculo. Éste no solo utilizaría las moléculas específicas de su aliento para determinar su identidad única y prohibir el paso a toda persona ajena, sino que también prohibiría la entrada a cualquiera que estuviera bajo el influjo del alcohol o drogas, eso era algo que el análisis de la retina no podía detectar.

Con irritación, se percataba de que los dos doctores aún murmuraban a su espalda. A pesar de su enfado, ellos parecían sorprendidos, como si supieran que terminarían por convencerle, si tan solo se dedicaran a ello todos los días. Sacudió la cabeza levemente mientras las puertas se abrían, permitiendo su acceso al área de observación interna. La pequeña cabina estaba oscura, y demasiado silenciosa. Los propios hombres se quedaron quietos como si el lugar lo requiriera. Había dos guardias fuertemente armados y totalmente atentos flanqueando el puerto de observación. El general no les concedía permanecer en descanso. En tanto estuvieran en esta estación, no se les permitía permanecer en descanso. No ahí.

Pérez se adelantó al puerto de observación. Miró atentamente hacia la otra cámara, esa estaba todavía más oscura, y esperó a que sus ojos se adaptasen a la oscuridad.

—El punto central es,— dijo finalmente a los doctores en voz baja —que si ella me echa sólo una mirada extraña, la elimino y punto. Como yo lo veo, la número Ocho es sólo un subproducto cárnico.

Le molestó concederles tanto, a sabiendas que lo considerarían como una victoria. Pero eso era porque ellos no lo entendían, no entendían su forma de pensar. No importaba cuánto tiempo mantuvieran a Ripley a bordo de su nave, si osaba cruzar la línea que él había trazado, ninguna apelación de su club de admiradores la salvaría. Él haría —como lo había estado haciendo— todo lo que fuera necesario para que este proyecto fuera un éxito. Y no iba a permitir que una mujer cambiara eso.

Pérez entrecerró los ojos, mirando movimiento entre las sombras de la otra cámara. Sonrió ligeramente.

— Esta chica es nuestro premio gordo.— Oh, Ripley, si pudieras ver a tu pequeñita ahora.

Las sombras cambiaron, se movieron, volviéndose en su dirección —se acercaron al cristal.

—¿Cuándo comenzará a reproducirse?— Preguntó Pérez a los científicos.

—Días,— dijo Wren, en un tono tan bajo como el del general —antes quizá.— Su voz se hizo todavía más queda. —Necesitamos la carga...

—Está en camino,— dijo Pérez abruptamente, furioso de que el doctor mencionara eso frente a los soldados. ¿Es que este hombre no tenía sentido común? ¿Acaso no podía comprender lo que significaba clasificado?

Entornó los ojos, esforzándose por mirar entre la oscurecida cámara, para ver el premio mayor de todo su trabajo. Ahí. ¡Ahí está! ¡Sí, ésa es mi chica!

Como una sombra de pesadilla, Regina horribilis —la Reina Alien— se desplazó hacia la luz, sólo lo suficiente para poder ser vista.

Subrepticiamente, probó el confinado espacio nuevamente, pero la mantenía firmemente, inmutable. Este era un medio ambiente Alien de una suavidad antinatural con un muro transparente que le permitía ver al exterior. Pero todo lo que vio fue otro medio ambiente justo como este. Había dos humanos apostados al otro lado de la transparencia, dos humanos con sus artefactos que producían dolor. Nunca emitían sonidos, nunca volteaban a verla, solamente se postraban ahí. Eran cambiados a intervalos regulares, que ella podía medir, por otros dos que eran tan idénticos que apenas los distinguía de los anteriores. No podía olerlos a través de la transparencia, aunque algunas esencias llegaban hasta ella desde el conducto de ventilación.

Ahora, había otros tres humanos de pie al otro lado de la transparencia, observándola. A dos de ellos los reconoció. Habían estado presentes en su bizarro nacimiento. De algún modo, sentía que ellos eran responsables de eso —de eso y de su confinamiento.

Examinó y probó de nuevo el ambiente, pero los humanos que la observaban no se percataron, ni notaron lo que hacía, aunque se encontraba solo a un paso largo de ellos. Tampoco lo hicieron los dos guardias apostados a su espalda. Eran torpes, estos humanos. Torpes, y suaves, y lentos. Pero podían construir artefactos efectivos, artefactos que les daban ventaja a pesar de su torpeza, de su suavidad, de su lentitud. Como el artefacto en que se hallaba atrapada ahora. Era confortable, y más fuerte de lo que parecía. Una vez forzada a entrar ahí, no podría salir. Una vez encerrada ahí, ellos se podían mover a su alrededor a voluntad, llevarla a donde quisieran, hacer lo que quisieran.

Todo lo que ella podría hacer era esperar. Era buena esperando. Mucho mejor en ello, sospechó, que estos humanos.

Uno de los humanos hablaba a los otros. Eso era todo lo que los humanos siempre parecían hacer, pararse y observarla, y hablar entre ellos. Ella no los comprendía, sin embargo, no era necesario. Sabía que la colonia los había enfrentado antes. Había habido victorias, y había habido derrotas. Habría victoria nuevamente. Ella podía esperar. Era buena esperando, aunque, justo ahora, estaba aburrida a morir.

El nombre bordado en la vestimenta de uno de los observadores decía —Pérez.— Los nombres de los otros dos decían —Gediman— y —Wren.— El señalamiento sobre el mecanismo que abría la puerta por la que habían entrado decía, DEBE SOLICITAR AL GUARDIA EN TURNO ANTES DE QUE LA PUERTA SE ABRA. Decía lo mismo en otros seis idiomas y ella podía leer esos idiomas. No se preguntaba cómo podía hacer estas cosas, como tampoco se cuestionaba cómo podía respirar, o pensar, o matar. Solo lo hacía.

Los humanos continuaban hablando entre sí.

Se preguntaba si sus huesos serían tan frágiles como aquellos del hombre que la había liberado de su huésped. Se preguntaba si su sangre sería tan cálida como la de su huésped, si tendría el mismo dulce sabor, si correría tan libremente cuando ellos se liberaban. Esos pensamientos la distrajeron de su aburrimiento.

Pronto, sería tiempo de reproducirse. Este insignificante medio ambiente Alien sería demasiado pequeño para dar cabida a su magnífico ovipositor, demasiado pequeño para el bienestar de su prole. Demasiado pequeño, demasiado frío, demasiado hostil.

Anheló la humeante calidez del nido. La fuerza y seguridad de su propia especie. La agobiaba la soledad de su individualidad especial. Y la creciente necesidad de reproducirse-

Pronto habría suficientes guerreros que la protegerían, y que construirían un nido perfecto. Y estos humanos, estos insignificantes y suaves humanos, serían el alimento de sus pequeños, y hospedarían a la nueva prole. Eso sucedería.

Pero había recuerdos. Recuerdos de caos inesperado. Los guerreros gritaban y morían. Y había fuego. Y una humana, que se apostaba firmemente, cargaba a su pequeña en brazos. Provocando muerte y destrucción en el nido.

Parpadeó, confundida, su mente era una serie de fragmentos, de recuerdos, de instintos que no podía ordenar.

El abrumador dolor de la pérdida —enfermiza e irreparable pérdida— inundó su mente, su cuerpo entero. No significaba nada — significaba todo.

Buscó para hallar la conexión con su propia especie, buscó para hallar la fuerza y seguridad del nido, pero éste no estaba ahí. Y en su lugar no había más que este dolor, esta terrible pérdida. Ella estaba hueca. Vacía.

Pero no siempre lo estaría. Su cuerpo lo sabía. Habría otro nido. Siempre había otro nido. Lo construiría ella misma. Ella y sus hijos. A pesar de sus armas, a pesar de sus cadenas, esos humanos sucumbirían ante ellos. Los alimentarían y serían la pauta para el nacimiento de sus pequeños. Tomaría el lugar a la fuerza. Como siempre lo hacía. Como lo haría siempre.

Nuestra perfección estructural solo se compara con nuestra hostilidad. Incluso los humanos admiran nuestra pureza. Somos supervivientes, inalterados por la consciencia, el remordimiento, o delirios de moralidad.

El organismo perfecto ...