XLVIII
Aprovechó para afeitarse, el agua que sobró de los mates. Con aplicada lentitud, como si esa acción fuera una prueba, un examen que debía pasar, se afeitó minuciosamente. Después de sacarse con la toalla los restos de jabón, deslizó por su cara una mano inquisitiva y quedó satisfecho. Se cambió de ropa, ordenó un poco el cuarto, se echó el poncho sobre los hombros, apagó la luz, recogió un llavero y salió.
Caminó con pasos rápidos, atento sólo al trayecto. Como si quisiera distraerlo, la calle le deparó muy pronto una sorpresa. En efecto, al doblar en Salguero se encontró con Antonia y su novio, pero este ya no era el sobrino de Bogliolo, sino Faber.
—¿No me felicita? —preguntó el viejo, con voz de cornetín y sonrisa mojada.
—A los dos —contestó sin detenerse Vidal y se dijo que la circunstancia de que la pareja fuera, o no, una vergüenza, lo dejaba sin cuidado.
Ya estaba llegando, cuando unos chiquitines que saltaban en un pie, en la vereda, le salieron al paso.
—No se vaya, señor —le dijeron—. Estamos jugando a los corresponsales de guerra. Le pedimos sus impresiones sobre esta paz.
—¿Y por qué andan en un pie?
—Estamos heridos. ¿Nos da sus impresiones?
—No tengo tiempo.
—¿Lo esperamos?
—Espérenme.
Empujó el portoncito de fierro, cruzó el jardín, entró en la casa, corrió escaleras arriba. Cuando lo vio, Nélida abrió los brazos.
—¡Por fin! —exclamó y soltó el llanto—. ¿Por qué no venías? ¿Por lo que pasó? ¡Qué desgracia, mi querido! ¿No me necesitabas? Yo, si estoy triste, quiero tenerte a mi lado. ¿Sufriste mucho? ¿Ya no me querías? Yo te quiero, ¿sabés? Te quiero, te quiero…
Nélida siguió exclamando, protestando, gimiendo, preguntando, como si nunca fuera a callar, hasta que Vidal la empuño firmemente, la empujó hacia adentro, la reclinó sobre la cama.
—La puerta está abierta —murmuró Nélida. Vidal contestó:
—La cerramos después.