XIII

Isidorito seguía dormido. Menos por hambre que para dar tiempo a que el muchacho despertara, Vidal se preparó una merienda ligera: un huevo duro (dijo: «Al rato voy a sentir el dolorcito en el costado. Es la última novedad»), tostadas, un poco de queso Chubut, dulce de membrillo, un vasito de vino. Comió precipitadamente, se echó el poncho en los hombros, miró el reloj. Si no perdía un minuto los alcanzaría. Cuando la vio en el zaguán pensó que Nélida no se endomingaba, como Antonia y las otras. Arreglada para salir estaba lindísima. Buscó palabras adecuadas para comunicar la observación, pero el temor de que esta pareciera un piropo, lo llevó a hablar del tiempo, que seguía frío.

—Yo lo encuentro, que sé yo, más templado —opinó Nélida.

—Será el veranito.

El encargado entró rengueando; afablemente saludó, y participó, siquiera de paso, en la conversación.

—Usted lo ha dicho. Este año San Juan llegó atrasado —afirmó.

—Lo que son las cosas —contestó Vidal—. Yo tengo helado el esqueleto.

Como si hablara solo, el otro replicó:

—El veranillo, buena porquería, calor húmedo, catarro, gripe.

Cuando el encargado se alejó, preguntó Vidal:

—A este, ¿qué le sucede?

—¿Por qué?

—Es otra persona. Un poco torcido y hasta rengo; pero manso.

—Qué quiere, señor, lo molieron a palos.

—Por una vez habrán hecho justicia. ¿Lo amasijaron?

—En este propio zaguán. ¿No oyó el barullo?

—Sí, ahora me acuerdo. La otra mañana.

—Al mediodía.

—Al mediodía, el jueves. —Pensó que Nélida estaba demasiado linda para que él siguiera hablando del encargado, de modo que preguntó—: ¿Qué hace, tan paqueta, en la puerta de calle?

Había querido decir una amabilidad, pero su torpeza la convirtió en pregunta impertinente. Nélida contestó:

—Espero a mi novio.

La frase estableció una distancia entre ellos. Vidal sonrió, la miró con ojos apenados, movió la cabeza, partió. Pensó que sería bastante absurdo que él, un hombre, se turbara por cortejar a una chiquilina, pero que se turbara por hablarle inocentemente no tenía perdón. Tratando de sobreponerse, miró en derredor como si buscara algo y en voz baja dijo: «No exageraba Néstor. Es una mañana espléndida». Caminó sorteando los tachos de basura que bordeaban la calle en dos largas filas paralelas. Si eran amigos de tantos años, ¿por qué tardó hasta hoy en conocer a Néstor? ¿Vivió distraídamente? «Desde luego no se me puede llamar curioso, y dicen que sin curiosidad no hay hallazgos, pero todos los curiosos y preguntones que he conocido son estúpidos». Néstor se había revelado como un hombre capaz de ver la verdad y de comunicarla con sencillez. Después de esa historia sobre el encanto del dinero, una especie de broma contra sí mismo, ¿cómo no quererlo? Se hablaba mucho de la soledad, pero entre amigos uno vivía acompañado.

Contra el cordón de la vereda, en la esquina, divisó un carrito de botellero, con su carga de botellas y diarios viejos. En la caja leyó la inscripción: Cafisho de minas pobres. Mientras plácidamente meditaba que por obra del ingenio ciudadano todo el pueblo se identifica y une, oyó en la pared de la izquierda, en lo alto, a una distancia no mayor de dos metros lo que muy pronto interpretó como un estallido. Antes de reponerse de la momentánea perplejidad, vio cómo el hombre del carrito, sin provocación de su parte y con puntería notablemente mejorada, le arrojaba el segundo botellazo. Al estímulo del roce en la cara, sino del objeto, del aire desplazado, dirigió la mirada en busca de apoyo, a los tres o cuatro circunstantes fortuitos —el que se disponía a cruzar la calle y se detuvo, los que hablaban en la puerta de una casa de departamentos— y en ese tiempo brevísimo divisó en cada uno de ellos la empedernida expresión del cazador que se dispone a caer sobre la presa. Instintivamente giró sobre sí mismo y echó a correr. Sorprendido notó —porque en Sportivo Palermo, en sus mocedades, había descollado en las distancias cortas— que se fatigaba mucho y que progresaba con desesperante lentitud. Todo esto —el ataque, reputado gratuito, la fatiga, signo de una decadencia física insospechada, la lentitud de las piernas, que lo asustó casi tanto como el agresor— lo afectó visiblemente. Nélida, que todavía esperaba en la puerta, le tendió los brazos, para socorrerlo, y preguntó:

—¿Qué ocurre, Isidro?

De pronto concibió una duda. Su abatimiento, ¿guardaba relación con el hecho que lo determinó? Si lo explicaba, ¿cómo evitaría que Nélida pensara y tal vez dijera «No es para tanto»? Se vería en la situación de un chico que se llevó un susto, y ahora como un chico lo hacía valer, hasta que descubrieran la verdad. De un tiempo a esta parte, no era él mismo. Nunca había sido peleador, pero tampoco flojo. Por segunda vez en la semana volvía a la pieza auxiliado por esa muchacha. Estas cosas no pasaban antes. Callaría, ¿qué otro recurso le quedaba? Si Nélida preguntaba porfiadamente, ¿hasta cuándo podría callar? En proporción a la expectativa provocada, la revelación final perdería consistencia y el descrédito sería mayor.

Contra todas sus previsiones, Nélida no le hizo preguntas. Vidal la miró con gratitud. Comprendió sin embargo que esa falta de curiosidad obedecía probablemente a la certidumbre de que no había gran cosa que explicar. Tal vez por amor propio informó:

—Me atacaron a botellazos.

Sentada a su lado, en el borde de la cama, Nélida lo abrazaba y lo acariciaba. Vidal pensó: Porque me cree viejo, me mima como si yo fuera un chico.